La casa Rusia (32 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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—Estoy segura de que no me aburrirá.

—¿Hay algo que pueda traerle?

—¿Perdón?

—La próxima vez que venga. ¿Algún deseo especial? ¿Un cepillo de dientes eléctrico? ¿Rizadores de papel? ¿Más Jane Austen?

Una larga y deliciosa pausa.

—Le deseo un buen viaje, Barley —dijo ella.

La última comida con Zapadny fue un velatorio sin cadáver. Eran catorce, todos hombres, los únicos huéspedes en el enorme restaurante del último piso de un nuevo hotel aún sin terminar. Los camareros llevaban los platos y desaparecían hacia las distantes afueras. Zapadny tenía que despachar exploradores para localizarlos. No había bebida, y muy poca conversación, a menos que Barley y Zapadny la sostuvieran entre ellos. Sonaba música enlatada de los años 50. Se oían numerosos martillazos.

—Pero te hemos preparado una gran fiesta, Barley —protestó Zapadny—. Vassily traerá sus tambores, Víctor te prestará su saxofón, un amigo mío que destila sus propios licores nos ha prometido seis botellas, habrá varios pintores y escritores extravagantes. Tiene todos los ingredientes para ser una depravada velada, y tienes el fin de semana para recuperarte. Dile a tu bastardo americano del Potomac que se vaya al infierno. No nos gusta que estés tan serio.

—Nuestros magnates son sus burócratas, Alik. Si los ignoramos es a nuestro propio riesgo. Como vosotros.

La sonrisa de Zapadny no era ni cordial ni indulgente.

—Incluso pensábamos que podrías haberte prendado de una de nuestras célebres bellezas de Moscú. ¿No puede la deliciosa Katya persuadirte para que te quedes?

—¿Quién es Katya? —se oyó Barley responder a sí mismo, al tiempo que se preguntaba por qué no se había desplomado el techo.

Un regocijado murmullo se elevó en torno a la mesa.

—Estamos en Moscú, Barley —le recordó Zapadny, muy complacida consigo mismo—. Nada sucede sin que suceda algo. La clase intelectual es poco numerosa, todos estamos sin blanca y las llamadas telefónicas son gratis. No puedes cenar con Katya Orlova en un selecto e íntimo restaurante sin que por lo menos quince de nosotros estemos enterados de ello a la mañana siguiente.

—Fue una reunión estrictamente profesional —dijo Barley.

—Entonces, ¿por qué no te llevaste al señor Wicklow?

—Es demasiado joven —respondió Barley, y provocó otro acceso de regocijo ruso.

El tren nocturno a Leningrado sale de Moscú pocos minutos antes de la medianoche, tradicionalmente para que los innumerables burócratas rusos puedan reclamar el importe de un día más de dietas por el viaje. El compartimiento constaba de cuatro literas, y Wicklow y Barley tenían las dos de abajo hasta que una corpulenta dama rubia insistió en que Barley cambiara de lugar con ella. La cuarta litera se hallaba ocupada por un hombre de modales reposados y aspecto acomodado que hablaba un elegante inglés y tenía una expresión de tristeza en el rostro. Primero llevaba un traje oscuro de abogado; luego, un estridente pijama a rayas que le habría sentado bien a un payaso, pero su talante no se animó con su atuendo. Hubo más ajetreo cuando la dama rubia se negó a quitarse ni tan siquiera el sombrero hasta que los tres hombres hubieran salido ni pasillo. La armonía quedó restablecida cuando los llamó para que volviesen a entrar y, vestida con un chándal rosa con pompones en los hombres, les ofreció pastas de confección casera en agradecimiento a su galantería. Y cuando Barley sacó whisky, quedó tan impresionada que les invitó a comer salchichas también, insistiendo en que bebiesen a la salud de la señora Thatcher más de una vez.

—¿De dónde es usted? —preguntó a Barley el hombre triste cuando se disponían a pasar la noche.

—De Londres —dijo Barley.

—Londres de Inglaterra. No de la luna, no de las estrellas, sino Londres de Inglaterra —confirmó el hombre triste y, a diferencia de Barley, pareció quedarse dormido enseguida. Pero un par de horas después, al detenerse el tren en una estación, reanudó la conversación—. ¿Sabe dónde estamos ahora? —preguntó, sin molestarse en comprobar si Barley estaba despierto.

—Creo que no.

—Si Ana Karenina estuviera viajando con nosotros esta noche y mirase a su alrededor, éste sería el lugar en que abandonaría al insatisfactorio Vronsky.

—Maravilloso —dijo Barley, completamente desconcertado. Se le había terminado el whisky, pero el hombre triste tenía coñac georgiano.

—Si quiere estudiar la enfermedad rusa, debe vivir en la ciénaga rusa.

Estaba hablando de Leningrado.

Capítulo 10

Un cielo bajo y algodonoso permanecía suspendido sobre los palacios importados, confiriéndoles un aire adusto en su disfraz. Sonaba una música de verano en los parques, pero el verano colgaba tras de las nubes, dejando una blanquecina niebla nórdica que temblaba engañosamente sobre los venecianos canales. Barley caminaba y, como siempre que estaba en Leningrado, tenía la sensación de ir paseando por otras ciudades, ahora Praga, ahora Viena, ahora un trozo de París o un rincón de Regent’s Park. Ninguna otra ciudad que él conociera ocultaba su pudor detrás de tantas fachadas hermosas ni hacía preguntas tan terribles con su sonrisa. ¿Quién rezaba en estas iglesias cerradas, irreal es? ¿Y al Dios de quién? ¿Cuántos cuerpos habían ahogado estos bellos canales o llevado flotando, helados, hasta el mar? ¿En qué otro lugar de la Tierra se ha construido a sí misma la barbarie monumentos tan bellos? Hasta las personas que pasaban por la calle, tan educadas, tan correctas, tan reservadas, parecían unidas entre sí por su monstruoso fingimiento. Y Barley, mientras vagaba y miraba a todas partes como cualquier turista —y contaba los minutos como cualquier espía—, sentía que él también formaba parte de su doblez.

Había estrechado la mano a un magnate americano que no era un magnate y compadecido con él a su esposa enferma, que no estaba enferma ni, probablemente, era su esposa.

Había dado instrucciones a un subordinado que no era subordinado suyo para que prestara auxilio en una emergencia que no existía.

Se estaba dirigiendo a una cita con un escritor que no era escritor pero que buscaba el martirio en una ciudad en la que podía encontrarse el martirio con toda facilidad aunque no lo anduviera uno buscando.

Estaba muerto de miedo y tenía una resaca que le duraba ya cuatro días.

Por fin era ciudadano de Leningrado.

Encontrándose en la Perspectiva Nevsky, se dio cuenta de que estaba buscando la cafetería habitualmente conocida como el «Saigón», un lugar para poetas, traficantes de drogas y especuladores, no para hijas de profesores. «Tu padre tiene razón —la oyó decir—. Siempre vencerá el sistema».

Tenía su propio plano de la ciudad, cortesía de Paddy, una edición alemana con texto en varios idiomas. Cy le había dado un ejemplar de
Crimen y Castigo
, una manoseada edición en rústica de Penguin con una traducción que le resultaba desesperante. Había puesto las dos cosas en una bolsa de plástico. Wicklow había insistido. No cualquier bolsa, sino esta bolsa, que anuncia algún horrible cigarrillo americano y puede ser reconocida a quinientos metros de distancia. Ahora, su única misión en la vida era seguir a Raskolnikov en su fatídico viaje para asesinar a la vieja dama, y por eso era por lo que estaba buscando un patio que diera al canal Grivoyedev. Se entraba por unas puertas de hierro, y un frondoso árbol daba sombra. Se internó lentamente en él, mirando su Penguin y luego, cautelosamente, a las sucias ventanas, como si esperase ver rezumar la sangre de la vieja usurera por la pintura amarillenta. Sólo ocasionalmente dejaba vagar su mirada a esa desenfocada distancia media que es coto privado de las clases altas británicas y que comprende objetos tan extraños como gente que pasa, o que no pasa pero no hace nada; o la puerta que conducía a la calle Plejanova, que, decía Paddy, sólo muy pocas personas conocían en la ciudad, como los científicos que habían estudiado de jóvenes en el Litmo, a la vuelta de la esquina, pero que, por lo que Barley podía ver en su indolente búsqueda de accesos, no daban señales de volver.

Estaba sin aliento. Una burbuja de náusea, como una bolsa de aire, le presionaba en la boca del estómago. Llegó a la puerta y la abrió. Atravesó un vestíbulo. Subió el corto tramo de escaleras que llevaba a la calle. Miró a ambos lados y fingió compulsar sus descubrimientos mientras la correa del odiado micrófono de Wicklow le cortaba la espalda. Dio media vuelta y deambuló de nuevo a través del patio y bajo el frondoso árbol hasta encontrarse otra vez a la orilla del canal. Se sentó en un banco y desplegó el plano. Diez minutos, había dicho Paddy, entregándole un arañado cronómetro en lugar de su poco fiable reliquia. Cinco antes, cinco después, y luego largarse.

—¿Se ha perdido? —preguntó un hombre pálido que parecía demasiado viejo para ser un gancho. Llevaba gafas italianas de piloto de carreras y zapatillas «Nike». Su inglés ruso tenía acento americano.

—Yo siempre estoy perdido, amigo, gracias —respondió cortésmente Barley—. Es lo que me gusta.

—¿Quiere venderme algo? ¿Cigarrillos? ¿Whisky? ¿Una estilográfica? ¿Quiere negociar con drogas, moneda, o algo por el estilo?

—Gracias, pero estoy muy bien como estoy —respondió Barley, aliviado al oírse a sí mismo hablar normalmente—. Y si se apartara un poco del sol estaría mejor todavía.

—¿Quiere conocer un grupo internacional de personas, chicas incluidas? Yo puedo enseñarle la verdadera Rusia que nadie llega a ver nunca.

—Mire, amigo, para serie completamente sincero, no creo que conociera usted a la verdadera Rusia ni aunque se pusiera en pie y le diese un mordisco en los huevos —dijo Barley, volviendo a su mapa. El hombre se alejó.

Los viernes, hasta los más grandes científicos estarán haciendo lo mismo que todos los demás, había dicho Paddy. Estarán echándole el cierre a la semana y emborrachándose. Habrán tenido sus tres días de jolgorio, se habrán enseñado unos a otros sus logros e intercambiado sus descubrimientos. Sus anfitriones de Leningrado les estarán obsequiando con una opípara comida, pero dejándoles tiempo para que vayan a las tiendas antes de regresar a sus apartados postales. Ésa será la primera oportunidad de su amigo para escabullirse del grupo si es que lo va a hacer.

Mi
amigo.
Mi
Raskolnikov. No
su
amigo. Mío. Por si fracaso.

Una cita fallida, y quedan dos.

Barley se levantó, se frotó la espalda y, con tiempo de sobra por delante, continuó su paseo literario por Leningrado. Volviendo a cruzar la Perspectiva Nevsky, miró los ajados rostros de los transeúntes que hacían sus compras y, en un acceso de empatía, rogó por ser admitido en sus filas: «¡Soy uno de vosotros! ¡Comparto vuestras confusiones! ¡Aceptadme! ¡Escondedme! ¡Ignorarme!». Se serenó. Miró a su alrededor con expresión estúpida.

A su espalda estaba la catedral de Kazán. Delante de él se alzaba la Casa del Libro, donde, como buen editor, se detuvo Barley, mirando los escaparates y levantando la vista hacia la pequeña torre con su globo. Pero no se quedó mucho tiempo por si le reconocía alguien de una de las oficinas editoriales del edificio. Entró en la calle Zhelyabova y se acercó a una de las grandes galerías comerciales de Leningrado, con sus modas inglesas del tiempo de la guerra y gorros piel que resultaban fuera de lugar por la estación. Se colocó ostensiblemente delante de la puerta principal, con la bolsa colgando del dedo índice y desplegando el plano para justificarse.

Aquí no, pensó. Por amor de Dios, aquí no. Danos una intimidad decente, Goethe, por favor. Aquí, no.

«Si elige la tienda es que cuenta con una entrevista pública —había dicho Paddy—. Tiene que abrir los brazos y exclamar: “Scott Blair, ¿es posible que sea usted?”».

Durante los diez minutos siguientes, Barley no pensó en nada. Miraba el plano, levantaba la cabeza y miraba los edificios. Miraba a las chicas, y aquel día de verano en Leningrado las chicas le devolvían la mirada. Pero eso no ahuyentaba sus recelos, y volvía a clavar la vista en el plano. Un abundante sudor le corría por el tórax. Fantaseó con la posibilidad de que se le produjera un cortocircuito en los micrófonos. Carraspeó un par de veces porque temía no ser capaz de hablar. Pero cuando trató de humedecerse los labios descubrió que se le había secado la lengua.

Transcurrieron los diez minutos, pero esperó otros dos porque se lo debía a sí mismo, a Katya y a Goethe. Dobló el plano, sin hacerla por los pliegues adecuados, pero eso era algo que nunca había conseguido hacer. Guardó el plano en la chillona bolsa de plástico. Volvió a integrarse con la multitud y descubrió que, después de todo, podía andar como todos los demás, sin súbitos bandazos ni fatales caídas de bruces sobre el pavimento.

Retrocedió por la Nevsky en dirección al puente Anichkov, buscando el trolebús número 7 para su tercera y última comparecencia ante la asamblea de espías de Leningrado.

Dos muchachos con pantalones vaqueros estaban delante de él en la cola. Tres
babushkas
se hallaban detrás. Llegó el trolebús, y los muchachos subieron. Barley les siguió. Los dos muchachos conversaban ruidosamente. Un hombre mayor se levantó para ceder el asiento a uno de los
babushkas
. Formamos un buen grupo aquí, pensó Barley en otro impulso de dependencia respecto de aquellos a los que estaba engañando; quedémonos juntos todo el día y gocemos de nuestra compañía. Un niño le estaba mirando ceñudamente a la cara, preguntándole algo. Con súbita inspiración, Barley se levantó la manga y le enseñó el reloj de pulsera, chapado en acero, de Paddy. El chico lo observó y lanzó un silbido de entusiasmo. El trolebús se detuvo.

Se ha asustado, pensó Barley, con alivio, mientras entraba en el parque. Asomó el sol por entre las nubes. Se ha acobardado, y ¿quién puede reprochárselo?

Pero ya le había visto para entonces. Goethe, exactamente tal y como estaba previsto. Goethe, el gran amante y pensador, sentado en el tercer banco de la izquierda según se entra por el camino de grava, un nihilista que no da ningún principio por sentado.

Goethe. Leyendo su periódico. Sereno y de la mitad de su tamaño original, vestido con un traje negro, ciertamente, pero pareciendo su hermano más pequeño y más viejo. Barley experimentó una fugaz sensación de abatimiento a la vista de una tan absoluta normalidad. La sombra del gran poeta se había esfumado. Varias arrugas surcaban el rostro antes liso. Lo volátil no tenía cabida en este ruso barbudo y con aire de oficinista que tomaba el aire de mediodía en un banco del parque.

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