—Condenadamente bien hecho, muchacho —dijo O’Mara, de nuevo aburrido.
—Me dio este trozo de roca —continuó Wintle.
Y vi su mano, de nuevo vuelta hacia arriba sobre su rodilla abriéndose y cerrándose en torno al imaginario regalo.
—¿Roca? —exclamó Ned—. ¿Se la dio Yakov? ¿Se refiere a una especie de muestra geológica?
—Cuando los occidentales nos fuimos de Akadem —dijo Wintle, como si se lanzara, y a nosotros con él, a una historia completamente nueva—, nos
despojamos
de nuestras posesiones.
Literalmente
. Si hubiera visto nuestro grupo aquel último día, no habría dado crédito a sus ojos. Teníamos a nuestros anfitriones rusos llorando
a lágrima viva
, abrazándonos, echando flores en los autobuses, hasta el propio Callow lloraba, aunque le cueste creerlo. Y nosotros, los occidentales, deshaciéndonos de todo lo que teníamos: libros, papeles, plumas, relojes, máquinas de afeitar, pasta dentífrica, incluso nuestros
cepillos de dientes
. Discos de gramófono si los habíamos llevado. Ropa interior, corbatas, zapatos, camisas, calcetines, todo excepto el mínimo que necesitábamos para nuestra decencia en el vuelo de regreso. No
convinimos
en hacerla. Ni siquiera habíamos hablado de ello. Sucedió
espontáneamente
. Hubo quien hizo más, desde luego. En particular los americanos, más impulsivos. Oí decir que uno ofreció un matrimonio de conveniencia a una chica que estaba desesperada por salir del país. Yo no hice tal cosa. Ni la haría. Yo soy un patriota.
—Pero usted le dio algunas de sus cosas a Yakov —sugirió Ned, mientras simulaba escribir laboriosamente en un dietario.
—Empecé a hacerla, sí. Es un poco como echarles comida a los pájaros en el parque, eso de repartir los tesoros de uno. Eliges al que no está cogiendo nada y tratas de atiborrarle. Además, le había tomado afecto al joven Yakov, era imposible evitarlo viéndole tan espiritual.
La mano se había inmovilizado en torno a la vacía forma, esforzándose las yemas de los dedos por juntarse. La otra mano se había elevado hasta su rostro y cogido un considerable pellizco de carne.
—«Toma, Yakov —dije—. No te retraigas. Eres demasiado tímido para lo que te conviene». Yo tenía entonces una máquina de afeitar eléctrica. Con pilas y transformador, todo en un lindo estuche. Pero él no parecía sentirse a gusto. Dejó las cosas a un lado y permaneció arrastrando lentamente los pies. Comprendí entonces que estaba tratando de darme algo
a mí
. Era esta roca, envuelta en papel de periódico. No tenían papel de envolver de fantasía, naturalmente. «Es un pedazo de mi país —dice—. Gracias por su conferencia», dice. Quería que yo amase lo bueno que hay en él, por malo que a veces pueda parecer desde fuera. Hablaba un inglés magnífico, oiga, mejor que muchos de
nosotros
. La verdad es que me sentí un poco desconcertado. Conservé durante muchos años aquel pedazo de roca. Luego, mi mujer lo tiró durante una de sus limpiezas generales de primavera. Pensé a veces escribirle, pero nunca lo hice. Él era arrogante a su manera. Bueno, muchos de ellos lo eran. Supongo que
nosotros
también lo éramos a
nuestra
manera. Todos creíamos que la ciencia podría gobernar el mundo. Bien, supongo que lo gobierna ahora, aunque no de la forma prevista, estoy seguro.
—¿Le escribió él a usted? —preguntó Ned.
Wintle reflexionó largo rato sobre esto.
—Nunca se puede decir, ¿no? Nunca se sabe qué es lo que ha sido interceptado en el correo. Ni por quién.
Saqué de la cartera las fotografías y se las pasé a Ned. Él se las pasó a Wintle, mientras O’Mara observaba. Wintle empezó a mirarlas una a una y, de pronto, lanzó una exclamación.
—¡Es él! ¡Yakov! El hombre que me dio el trozo de roca —mostró la fotografía a Ned—. ¡Mírelo usted mismo! ¡Mire esos ojos! ¡Dígame a ver si no es un soñador!
Extraída del periódico vespertino de Leningrado del 5 de enero de 1954 y reconstituida por la Sección Fotográfica, Yakov Yefremovich Savelyev como genio adolescente.
Había otros nombres, y Ned llevó laboriosamente a Wintle a cada uno de ellos, tendiendo falsas pistas, borrando sus huellas hasta cerciorarse de que, para Wintle al menos, Savelyev no era más que el resto.
—Muy inteligente por su parte esconder su triunfo en la mano —observó O’Mara mientras, con el vaso en la mano, nos acompañaba por el camino hasta el coche—. La última vez que oí hablar de Savelyev, estaba dirigiendo su campo de pruebas en lo más profundo de Kazajstán, ideando formas de leer su propia telemetría sin que todo mundo se la leyera por encima del hombro. ¿Qué se propone ahora? ¿Vender la tienda?
No suelo encontrar placer en mi trabajo, pero nuestra entrevista y el lugar me habían dado náuseas, y O’Mara me había dado más náuseas que las dos cosas juntas. Tampoco suelo coger del brazo a nadie, y tengo que retroceder y soltar mi presa.
—Tengo entendido que ha firmado usted la Ley de Secretos Oficiales, ¿no? —le pregunté en voz muy baja.
—Prácticamente la escribí entera —replicó O’Mara, muy sorprendido.
—Entonces sabrá que todo conocimiento que haya adquirido oficialmente y toda especulación basada en ese conocimiento son propiedad perpetua de la Corona. —Otra tergiversación legal, pero no importa. La solté—. De modo que, si le gusta su empleo aquí y espera un ascenso, y si espera obtener su pensión, le sugiero que no vuelva a pensar jamás en esta entrevista ni en ningún nombre relacionado con ella. Muchas gracias por la ginebra. Adiós.
En el viaje de regreso, con la identificación de «Pájaro Azul» confirmada y telefoneada ya en mensaje cifrado a la Sección Rusa, Ned se mantuvo reservado y taciturno. Sin embargo, cuando llegamos a Victoria Street decidió súbitamente no dejarme marchar.
—Quédate —me ordenó, y me hizo bajar delante de él por la escalera del sótano.
A primera vista, la escena en la sala de situación era de la más pura alegría. El elemento central era Walter, plantado como un artista ante una pizarra tan grande como él y escribiendo en ella con rotuladores de colores los detalles de la vida de Savelyev. Si hubiera llevado blusa y sombrero de ala ancha, no habría tenido un aspecto más desenfadado. Sólo al cabo de unos instantes recordé la extraña aprensión que había experimentado por la mañana.
A su alrededor —lo que significaba detrás de él, pues la pizarra estaba apoyada contra la pared, debajo de los relojes— estaban Brock y Bob, y Jack, nuestro especialista en claves, y Emma, la ayudante de Ned, y una veterana empleada llamada Pat que era uno de los puntales del Registro Soviético. Tenían copas de champaña en la mano y todos sonreían, cada uno a su manera, aunque la sonrisa de Bob más parecía una mueca de dolor contenido.
—Un solitario tomador de decisiones —declamó enfáticamente Walter. Se inmovilizó un instante al oímos, pero no volvió la cabeza—. Un triunfador de cincuenta años sacudiendo los barrotes de su vida adulta, contemplando la mortalidad y una vida desperdiciada. Bueno, ¿no lo somos todos?
Retrocedió un paso. Luego, volvió a adelantarse y escribió una fecha. Después, tomó un trago de champaña. Y percibí en él algo macabro y aterrador, como si estuviera maquillando a un muerto.
—Viviendo toda su vida adulta en su centro secreto —continuó alegremente—. Pero manteniendo cerrada la boca. Tomando sus propias decisiones, por sí mismo, en la oscuridad, así Dios le bendiga. Siéndole indiferente que la historia le crucifique, cosa que probablemente hará. —Otra fecha, y la palabra OLIMPÍADA—. Se encuentra en el momento crítico. Más joven, le harían un lavado de cerebro. Más viejo, estaría buscando una sinecura que le asegurase una vida acomodada.
Bebió, todavía vuelto de espaldas a nosotros. Miré a Bob en busca de una explicación, pero él tenía la vista obstinadamente fija en el suelo. Miré a Ned. Sus ojos estaban posadas sobre Walter, pero su semblante carecía de expresión. Volví a mirar a Walter y vi que estaba respirando con una especie de desafiantes jadeos.
—Yo le inventé, estoy seguro —declaro Walter, indiferente, al parecer, al ambiente de consternación que le rodeaba—. Le he estado prediciendo durante años. —Escribió las palabras PADRE EJECUTADO—. Aun después de que lo reclutaran, el pobrecillo se esforzó en ser bueno. Él no era rastrero. No abrigaba resentimientos. Tenía sus dudas, pero, como suele ocurrir con los científicos, era un buen soldado. Hasta que un día…,
¡bingo!
Se despierta y descubre que todo es un montón de basura y que ha desperdiciado su genio con una pandilla de gángsters incompetentes y, entretanto, ha llevado al mundo al borde de la destrucción. —Mientras le corría el sudor por las sienes, estaba escribiendo con violentos trazos: TRABAJANDO A LAS ÓRDENES DE ROGOV EN LA BASE DE PRUEBAS 109 EN KAZAJSTÁN—. Él no lo sabe, pero se ha sumado a la gran revolución menopáusica masculina rusa de los años 80. Ha pasado todas las mentiras, ha pasado Stalin, la rendija de luz de Kruschov y la larga noche de Breznev. Pero aún le queda un último impulso, una última posibilidad menopáusica de hacerse presente en el mundo. Y resuenan en sus oídos las nuevas consignas: revolución desde arriba, apertura, paz, cambio, valor, reconstrucción. Incluso está siendo
alentado
a rebelarse.
Jadeante o no, estaba escribiendo más rápidamente que nunca: TELEMETRÍA, PRECISIÓN.
—¿Dónde caerán? —preguntaba retóricamente con respiración entrecortada—. ¿Cuánto de cerca llegarán cuántos a cuántos objetivos cuándo? ¿Cuál es la dilatación y temperatura de la piel? ¿Cuál es el efecto de la gravedad? Preguntas cruciales, y «Pájaro Azul» conoce las respuestas. Las conoce porque está encargado de hacer hablar a los misiles durante su vuelo… sin que lo oigan los americanos, que es su habilidad. Porque él ideó los sistemas de cifrado que burlan a los superespías americanos a la escucha en Turquía y China continental. Él ve todas las respuestas tal como son antes de que el Hermano Rogov las embrolle para sus dueños y señores de Moscú. Lo que, según «Pájaro Azul», es la especialidad de Rogov. «El profesor Vitaly Rogov es un maldito adulador», nos dice en el cuaderno número dos. Un juicio acertado. Eso es lo que es Vitaly Rogov. Un demostrable, plenamente pagado, servil y maldito adulador, cumpliendo sus normas y ganándose sus medallas y sus privilegios. ¿A quién nos recuerda eso? A nadie. Ciertamente, no a nuestro querido Clive. Así que «Pájaro Azul» no puede soportar más y confiesa su angustia a Katya, y Katya dice: «No lloriquees, haz algo». Y ya lo creo que lo hace. Nos entrega toda maldita cosa a la que puede echar el guante. Las joyas de la Corona dobladas y redobladas. Textos cifrados, descifrados. Telemetría en claro. Claves retrospectivas para ayudarnos a comprobar. La verdad pura e incontaminada antes de que sea aderezada para consumo de Moscú. De acuerdo, es un tipo insignificante. ¿Quién no lo es, quién sirve de algo? —Tomó un último trago de su vaso, y vi que el centro de su rostro era una masa carmesí de dolor y turbación e indignación—. La vida es una chapuza —explicó, mientras me ponía el vaso en la mano.
Lo siguiente que supe fue que había pasado por delante de nosotros, escaleras arriba, y oímos las puertas de acero abrirse y cerrarse sucesivamente con estrépito tras él hasta que llegó a la calle.
—Walter era un riesgo —me explicó sucintamente Clive a la mañana siguiente, cuando le hablé del asunto—. Para nosotros, era simplemente excéntrico quizá. Pero para otros… —era lo más cerca de reconocer la existencia del sexo que le había visto jamás. Se reprimió rápidamente—. Le he cedido al Departamento de Instrucción —continuó, volviendo a su talante más gélido—. Provocaba demasiados enarcamientos de cejas en el otro lado.
Se refería al otro lado del Atlántico.
Así que Walter, maravilloso Walter, desapareció, y yo tenía razón, nunca volvimos a ver a los mormones y Clive no habló de ellos ni una sola vez. ¿Eran simples mensajeros de Langley, o habían formado su veredicto e impuesto su castigo? ¿Eran siquiera de Langley, o pertenecían a uno de los extraordinariamente abundantes grupos de iniciados a los que tantas objeciones había presentado Ned cuando se quejó a Clive de la lista de distribución de «Pájaro Azul»? ¿O eran lo que constituía objeto predilecto de los odios de Ned…, psiquiatras privados?
Fueran lo que fuesen, su efecto se dejó sentir en toda la Casa Rusia, y la ausencia de Walter se nos hacía patente como un boquete causado por los cañones de nuestro mejor aliado. Bob lo notaba y estaba avergonzado. Hasta el insensible Johnny se sentía confuso.
—Quiero que estés más cerca de la operación —me dijo Ned.
Parecía un pobre consuelo por la desaparición de Walter.
—Estás nervioso otra vez —dijo Hannah mientras caminábamos.
Era la hora de comer. Su oficina estaba cerca de Regent’s Park. A veces, en días cálidos, nos tomábamos un sándwich juntos. A veces incluso nos dábamos una vuelta por el zoo. A veces, ella dejaba en paz al Instituto del Cáncer y acabábamos en la cama.
Le pregunté por su marido, Derek. Era uno de los pocos temas que teníamos en común. ¿Había vuelto a enfurecerse Derek? ¿La había pegado? A veces, en los tiempos en que éramos amantes a tiempo completo, yo solía pensar que era Derek quien nos mantenía unidos. Pero ahora ella no quería hablar de Derek. Quería saber por qué estaba yo nervioso.
—Han despedido a un hombre que apreciaba —dije—. Bueno, despedido, no, pero lo han arrojado al montón de basura.
—¿Qué había hecho mal?
—Nada en absoluto. Simplemente, han decidido verle a una luz diferente.
—¿Por qué?
—Porque les convenía. Le retiraron su tolerancia para satisfacer ciertas exigencias.
Ella reflexionó sobre esto.
—Quieres decir que se han dejado vencer por los convencionalismos —sugirió Hannah. Como tú, estaba diciendo. Como nosotros.
Me pregunté por qué seguía volviendo junto a ella. ¿Para visitar la escena del crimen? ¿Para buscar, por milésima vez, su absolución? ¿O la visito como visitamos nuestras antiguas escuelas, tratando de comprender qué fue de nuestra juventud?
Hannah es todavía una mujer hermosa, lo cual es un consuelo. Aún no ha empezado a encanecer y engordar. Cuando la miro a contraluz y atisbo su animosa y vulnerable sonrisa, la veo como la veía hace veinte años y me digo a mí mismo que no la he arruinado después de todo. «Ella está perfectamente. Mírala. Sonríe y permanece indemne. Es Derek, no tú, quien la maltrata».