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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (25 page)

BOOK: La casa Rusia
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—Y
en segundo lugar
—continuó Clive, cuando ya habíamos olvidado que había habido un primer lugar—, no es
nuestra
información la que enajenamos. Es la de Langley —se volvió hacia mí antes de que Ned pudiera replicar—. Palfrey. Confírmalo. De acuerdo con nuestro tratado de colaboración con los americanos, ¿no es cierto que concedemos a Langley derechos prioritarios sobre todo el material estratégico?

—En asuntos estratégicos nuestra dependencia de Langley es total —admití—. Ellos nos dan lo que quieren que sepamos. A cambio, estamos obligados a darles todo lo que descubramos. No suele ser mucho, pero eso es lo pactado.

Clive escuchó con atención y mostró su asentimiento. Su frialdad poseía una desacostumbrada ferocidad, y me pregunté por qué. Si él hubiera tenido conciencia, yo habría dicho que no la tenía muy tranquila. ¿Qué había estado haciendo en la Embajada todo el día? ¿Qué había revelado a quién a cambio de qué?

—Es un error común en este Servicio —continuó Clive, hablándole directamente a Ned ahora— el pensar que nosotros y los americanos estamos en el mismo barco. No lo estamos. No cuando se trata de estrategia. No tenemos en el país mi solo analista de defensa que le llegue a la suela del zapato a su colega americano en cuestiones de estrategia. En lo que a la estrategia se refiere, nosotros somos un diminuto e ignorante chinchorro británico y ellos son el
Queen Elizabeth
. No nos incumbe a nosotros decirles cómo deben gobernar su buque.

Todavía nos estábamos maravillando del vigor de esta declaración cuando empezó a sonar el teléfono de la línea de emergencia de Clive y éste se dirigió ávidamente hacia él, pues siempre le encantaba contestar al teléfono de emergencia delante de sus subordinados. Tuvo mala suerte. Era Brock que quería hablar con Ned.

Katya acababa de telefonear a Barley al «Odessa» y ambos habían concertado una reunión para mañana por la noche, dijo Brock. El puesto de Moscú necesitaba con urgencia la aprobación de Ned a sus propuestas operativas para la entrevista. Ned salió inmediatamente.

—¿Qué estás tramando con los americanos? —pregunté a Clive, pero él no se molestó en prestarme atención.

Me pasé todo el día siguiente hablando con mis suecos. En la Casa Rusia la vida no era mucho más animada. Espiar es esperar. A eso de las cuatro me escabullí a mi habitación y telefoneé a Hannah. A veces lo hago. Para las cuatro ella ha regresado ya del Instituto del Cáncer en que trabaja a tiempo parcial, y su marido nunca vuelve a casa antes de las siete. Me contó cómo le había ido el día. Apenas si le escuché. Le conté algo acerca de mi hijo, Alan, que estaba liado con una enfermera de Birmingham, una muchacha bastante agradable, pero realmente no de la clase de Alan.

—Quizá te llame más tarde —dijo.

Algunas veces decía eso, pero nunca llamaba.

Barley caminaba al lado de Katya y podía oír sus pisadas como firme de las suyas propias. Las destartaladas mansiones del Moscú dickensiano se hallaban bañadas por la agria luz del atardecer. El primer patio era sombrío; el segundo, oscuro. Varios gatos le miraban desde los montones de desperdicios. Dos chicos de pelo largo que podrían haber sido estudiantes jugaban al tenis por encima de una fila de cajas de embalaje. Un tercero permanecía apoyado contra la pared. Frente a ellos había una puerta pintarrajeada con letreros diversos y una media luna de color rojo. «Atento a las señales rojas», había advertido Wicklow. Katya estaba pálida, y se preguntó si él también estaría pálido, pues lo contrario sería un auténtico milagro. Algunos hombres nunca serán héroes, algunos héroes nunca serán hombres, pensó, con apresurado agradecimiento a Joseph Conrad por la paternidad de la idea. Y Barley Blair nunca será ninguna de las dos cosas. Agarró el picaporte y estiró de él. Katya se mantenía a cierta distancia. Llevaba un pañuelo de cabeza y un impermeable. El picaporte giró, pero la puerta no se movió la empujó con las dos manos y, luego, empujó con más fuerza. Los chicos que jugaban al tenis le gritaron algo en ruso. Se detuvo en seco, sintiendo fuego en la espalda.

—Dicen que debe abrirla de una patada —dijo Katya, y vio con asombro que estaba sonriendo.

—Si puede sonreír ahora —dijo—, ¿qué cara tiene cuando se siente feliz?

Pero debió de decirlo para sus adentros, porque ella no respondió. Dio una patada a la puerta, que cedió, rechinando al frotar contra la arena del suelo. Los chicos se echaron a reír y volvieron a su juego. Él se introdujo en la oscuridad y ella le siguió. Accionó un interruptor, pero no se encendió ninguna luz. La puerta se cerró de golpe tras ellos, y cuando buscó a tientas el picaporte no pudo encontrarlo. Se hallaban en una oscuridad absoluta, oliendo a gatos y cebollas y aceite de cocina y escuchando retazos de música y conversaciones de las vidas de otras personas. Encendió una cerilla. Aparecieron tres escalones, luego media bicicleta, luego la puerta de entrada a un mugriento ascensor. Luego se quemó los dedos. Vaya al cuarto piso, había dicho Wicklow. Atento a las señales rojas. ¿Cómo diablos voy a ver señales rojas en la oscuridad? Dios le respondió con una débil claridad procedente del piso superior.

—¿Puede decirme dónde estamos? —preguntó cortésmente Katya.

—Es un amigo mío —respondió él—. Un pintor.

Abrió la puerta del ascensor y, luego, la verja. Dijo: «Por favor», pero ella ya ella había pasado ante él y se encontraba dentro del ascensor, mirando hacia arriba, deseosa de subir.

—Se ha ido fuera por unos días. Es sólo un lugar en que hablar —dijo Barley.

Volvió a fijarse en sus pestañas, en la humedad de sus ojos. Sintió deseos de consolarla, pero ella no estaba suficientemente triste.

—Es pintor —repitió, como si eso legitimara a un amigo.

—¿Oficial?

—No. Creo que no. No sé.

¿Por qué no le había dicho Wicklow qué clase de maldito pintor se suponía que era el hombre?

Se disponía a apretar el botón cuando una niña con gafas de montura de concha entró saltando tras ellos y abrazando un oso de plástico. Saludó, y a Katya se le iluminó la cara mientras contestaba al saludo. El ascensor comenzó a elevarse ruidosamente con una sacudida, y los botones producían pequeños chasquidos en cada piso. En el tercero la niña se despidió cortésmente, y Barley y Katya respondieron al unísono. En el cuarto, el ascensor se detuvo bruscamente como si hubiera chocado contra el techo, y quizás era así. Barley empujó a Katya a tierra firme y saltó tras ella. A su frente se abría un pasillo lleno de olor a niño, a muchos niños quizás. En su extremo, en lo que parecía ser una pared lisa, una flecha roja les dirigía hacia la izquierda. Llegaron a una angosta escalera ascendente de madera. En el primer peldaño, Wicklow estaba acuclillado como un duende, leyendo un grueso libro a la luz de una linterna de mecánico. No levantó la cabeza cuando pasaron ante él, pero Barley observó que Katya le miraba.

—¿Qué ocurre? ¿Ha visto un fantasma? —le preguntó.

¿Podía ella oírle? ¿Podía él oírse a sí mismo? ¿Había hablado? Se hallaban en un alargado ático, Se veía el cielo por entre las grietas de las tejas y las vigas estaban cubiertas de excrementos de murciélagos. Sobre las uniones se había instalado un camino de tablas de andamio. Barley le cogió la mano. Katya tenía la palma ancha, fuerte y seca. Su desnudez contra la suya era como la entrega de todo su cuerpo.

Avanzó cautelosamente, percibiendo un olor a trementina y linaza y oyendo el golpeteo de un viento inesperado, Pasó por entre dos cisternas de hierro y vio una gaviota de papel de tamaño natural, con las alas desplegadas y girando al extremo del hilo que la mantenía suspendida de una viga. Tiró de Katya para que le siguiese. Más allá, sujeta a una barra de ducha, colgaba una cortina rayada. Si no hay gaviota no hay reunión, había dicho Wicklow. La ausencia de gaviota significa aborto. Ése es mi epitafio, pensó Barley. «No había ninguna gaviota, así que abortó». Descorrió la cortina y entró en un estudio de pintor sin dejar de tirar de Katya. En el centro había un caballete y una silla tapizada para los modelos. Sobre ella reposaba un raído gabán. Es una instalación para ser utilizada sólo una vez, había dicho Wicklow. Y yo también, Wickers, yo también. En la pendiente del tejado se abría una claraboya de fabricación casera. En su marco se veía pintada una marca roja. Los rusos no confían en las paredes, había explicado Wicklow, ella hablará mejor al aire libre.

Se abrió la claraboya, para consternación de una colonia de palomas y gorriones. Barley indicó a Katya que pasara primero, observando la flexibilidad de su esbelto cuerpo al agacharse. Él la siguió, golpeándose en la espalda y mascullando «maldita sea», exactamente como sabía que haría. Se hallaban entre dos frontis en un emplomado canalillo en el que justamente les cabían los pies. El latido del tráfico llegaba hasta ellos desde calles que no podían ver. Katya estaba de frente a él y muy cerca. Quedémonos a vivir aquí, pensó Barley. Tus ojos, yo, el cielo. Se estaba frotando la espalda, entornando los ojos a consecuencia del dolor.

—¿Se ha hecho daño?

—Fractura de columna sólo.

—¿Quién es ese hombre de la escalera? —preguntó ella.

—Trabaja para mí. Es mi director literario. Él se encargará de vigilar mientras hablamos.

—Estaba en el hospital anoche.

—¿Qué hospital?

—Anoche, después de estar con usted, visité cierto hospital.

—¿Está enferma? ¿Por qué fue al hospital? —preguntó Barley, dejando de frotarse la espalda.

—Nada importante. Él estaba allí. Parecía tener un brazo roto.

—No puede haber estado allí —dijo Barley, sin creérselo él mismo—. Estuvo conmigo todo el tiempo después de marcharse usted. Tuvimos una discusión sobre libros rusos.

Vio que la suspicacia desaparecía lentamente de sus ojos.

—Estoy cansada. Debe disculparme.

—Permítame decirle lo que he ideado, y luego puede usted decirme que no vale. Hablamos y, luego, la llevo a cenar. Si los custodios del Pueblo estuvieron escuchando anoche nuestra conversación telefónica, esperarán que sea eso lo que hagamos. El estudio es de un pintor amigo mío, un chiflado del jazz como yo. Nunca le dije su nombre porque no podía recordarlo, y quizá nunca lo he sabido. Pensé que podíamos traerle bebida y ver sus cuadros, pero él no apareció. Fuimos a cenar y hablamos de literatura y de la paz mundial. A pesar de mi reputación, no le hice proposiciones atrevidas. Me sentía demasiado intimidado por su belleza. ¿Qué tal?

—Es conveniente.

Barley se puso en cuclillas, sacó un botellín de whisky y desenroscó el tapón.

—¿Bebe usted de esto?

—No.

—Yo tampoco.

Esperó que ella se instalara a su lado, pero continuó en pie. Sirvió un poco de licor en el tapón y dejó la botella a sus pies.

—¿Cómo se llama? —preguntó—. El autor. Goethe. ¿Quién es?

—Eso carece de importancia.

—¿Cuál es su unidad? ¿Empresa? ¿Apartado postal? ¿Ministerio? ¿Laboratorio? ¿Dónde trabaja? No tenemos tiempo para andamos con rodeos.

—No lo sé.

—¿Dónde está establecido? Tampoco me dirá eso, ¿verdad?

—En muchos sitios. Depende de dónde esté trabajando.

—¿Cómo le conoció?

—No sé. No sé qué puedo decirle.

—¿Qué le dijo él que me dijera?

Katya vaciló, como si él la hubiera descubierto. Frunció el ceño.

—Lo que sea necesario. Debo confiar en usted. Se mostró generoso. Es su naturaleza.

—¿Qué le retrae, entonces? —Nada—. ¿Por qué cree que estoy yo aquí? —Nada—. ¿Cree que disfruto jugando a guardias y ladrones en Moscú?

—No lo sé.

—¿Por qué me envió usted el libro si no confía en mí?

—Si se lo envié, fue por él. Yo no le elegí a usted. Lo hizo él —replicó hoscamente.

—¿Dónde está ahora? ¿En el hospital? ¿Cómo habla con él? —levantó la vista hacia ella, esperando su respuesta—. ¿Por qué no empieza a hablar a ver cómo resulta? —sugirió—. Quién es él, quién es usted. Cómo se gana la vida.

—No lo sé.

—Quién estaba en la leñera a las tres de la madrugada en la noche del crimen. —Nada tampoco—. Dígame por qué me ha arrastrado a esto. Usted lo empezó, no yo. ¿Katya? Soy yo. Soy Barley Blair. Gasto bromas, hago ruidos de pájaros, bebo. Soy un amigo.

A él le gustaban los solemnes silencios de Katya mientras le miraba. Le encantaba su forma de escuchar con los ojos y la sensación de recuperada camaradería cada vez que hablaba.

—No ha habido ningún crimen —dijo ella—. Es mi amigo. Su nombre y su ocupación carecen de importancia.

Barley tomó un sorbo de whisky mientras pensaba en esto.

—¿O sea que esto es lo que usted acostumbra hacer por los amigos? ¿Pasarles clandestinamente a Occidente sus manuscritos ilícitos? —ella también piensa con los ojos, pensó—. ¿Le mencionó por casualidad sobre qué trataba su manuscrito?

—Naturalmente. Él no me pondría en peligro sin mi consentimiento.

Barley captó el tono protector de su voz y se sintió molesto.

—¿Qué le dijo que era en lo que le estaba metiendo? —preguntó.

—El manuscrito describe la implicación de mi país en la preparación de antihumanitarias armas de destrucción en masa, a lo largo de muchos años. Pinta un cuadro de corrupción e incompetencia en todos los campos del complejo industrial de defensa. Y también de despilfarro criminal y deficiencias éticas.

—Lo que usted dice es algo muy importante. ¿Conoce algunos detalles más?

—No estoy al tanto de cuestiones militares.

—O sea que él es militar.

—No.

—¿Qué es entonces?

Silencio.

—¿Pero usted aprueba eso? ¿Pasar esas cosas a Occidente?

—No las está pasando a Occidente ni a ningún bloque. Él respeta a los ingleses, pero eso es lo de menos. Su gesto garantizará una auténtica sinceridad entre científicos de todas las naciones. Ayudará a destruir la carrera de armamentos. —Aún tenía que llegar a él. Hablaba con tono monótono e inexpresivo, como si se hubiera aprendido las palabras de memoria—. Él cree que no queda tiempo. Debemos destruir el abuso de la ciencia y los sistemas políticos responsables de ello. Cuando habla de filosofía, habla en inglés —añadió.

Y tú escuchas, pensó él. Con los ojos. En inglés. Mientras te preguntas si puedes confiar en mí.

—¿Es científico? —preguntó.

—Sí. Es científico.

—Los detesto a todos. ¿De qué rama? ¿Es físico?

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