La casa Rusia (24 page)

Read La casa Rusia Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
9.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y aquí Alina —respondió ella, asombrada de poder hablar siquiera. Después de eso, nada le importaba. Está vivo. No le han detenido. No le están pegando. No le han atado a un caballo de madera. Se sintió floja y exhausta. Estaba vivo, estaba hablando con ella. Hechos, no emociones, su voz al principio remota y sólo a medias familiar. Hacia atrás y hacia delante, sólo hechos. Haz esto. Él dijo esto. Yo dije esto. Dile que le agradezco que haya venido a Moscú. Dile que se está comportando como un ser humano razonable. Estoy bien. ¿Cómo estás tú?

Colgó, demasiado débil para seguir hablando. Regresó a la sala de conferencias y se sentó en un banco con los demás, pugnando por recobrar el aliento, sabiendo que nadie se preocuparía de ella.

El muchacho de la cazadora de cuerpo continuaba en el banco. Volvió a fijarse en su nariz. Se acordó de nuevo de Barley y se sintió agradecida por su existencia.

Yacía en mangas de camisa sobre la cama. Su cuarto era un cubículo mal ventilado segregado de un amplio dormitorio y lleno del acuático coro de todo hotel ruso: el gorgoteo de los grifos, el gotear de la cisterna del diminuto cuarto de baño, las gárgaras del negro radiador, el gemido del frigorífico al lanzarse a un nuevo ciclo de convulsiones. Estaba tomando whisky en un vaso para limpiarse los dientes, fingiendo leer a la mortecina luz de la lámpara de la mesilla. Tenía el teléfono al lado y junto al teléfono yacía su libreta de notas para mensajes y grandes pensamientos. Los teléfonos pueden estar vivos, se hallen o no colgados, le había advertido Ned. Éste, no, pensó Barley. Éste está tan muerto como un dodó hasta que ella llame.

Estaba leyendo al maravilloso Márquez, pero las líneas impresas eran como alambradas para él; continuamente estaba tropezando y teniendo que retroceder.

Pasó un coche por la calle, y luego un peatón. Después le tocó el turno a la lluvia, crepitando como una perdigonada contra los cristales de la ventana. Sin un grito, ni una risa ni una voz airada, Moscú había retornado a los grandes espacios.

Recordó sus ojos. ¿Qué veían en mí? Una reliquia, decidió. Vestido con el traje de mi padre. Un piojoso actor escondido tras su propia actuación, y detrás del maquillaje, nada. Ella estaba buscando en mí la convicción, y en lugar de ello ha visto la bancarrota moral de mi clase y mi tiempo inglés. Estaba buscando esperanza para el futuro y encontrando vestigios de una historia terminada. Buscaba comunicación y vio en mí el letrero que dice «reservado». Así que me echó un vistazo y escapó.

¿Reservado para quién? ¿Para qué gran día o gran pasión me he reservado a mí mismo?

Trató de imaginar su cuerpo. Aunque, con una cara así ¿quién necesita un cuerpo?

Bebió. Ella es valor. Ella es turbación. Bebió de nuevo. Katya, si es ésa quien tú eres, estoy reservado para ti.

Sí.

Se preguntó qué más había que saber de ella. Nada, excepto la verdad. Había existido una época, ya olvidada hacía tiempo, en que él había confundido la belleza con la inteligencia, pero Katya era tan evidentemente inteligente que no había peligro esta vez de confundir ambas cualidades. Y había existido otra época en que había confundido belleza y virtud. Pero había percibido en Katya una virtud tan iridiscente que si ella asomara la cabeza por la puerta en este momento y le dijera que acababa de asesinar a sus hijos, él encontraría inmediatamente seis maneras de asegurarla que ella no tenía la culpa.

Sí.

Tomé otro trago de whisky y, con un sobresalto, se acordó de Andy.

Andy Macready, trompeta, tendido en el hospital con la cabeza cortada. Tiroides, había dicho vagamente su mujer. Cuando lo descubrieron, Andy no quiso operarse. Prefería la larga zambullida y no volver, dijo, así que se emborracharon juntos y planearon el viaje a Capri, una última comilona, un galón de vino tinto y la larga zambullida a ninguna parte a través del sucio Mediterráneo. Pero cuando la tiroides le creó realmente problemas, Andy descubrió que prefería la vida a la muerte, así que votó a favor de la intervención quirúrgica. Y le separaron la cabeza del cuerpo, todo menos las vértebras, y le alimentaban y le mantenían con tubos. Así que Andy estaba vivo aún, pero sin nada por lo que vivir y nada de que morir, maldiciendo no haber realizado la zambullida a tiempo y tratando de encontrar para sí mismo un sentido que la muerte no se llevara consigo.

Telefonear a la parienta de Andy, pensó. Preguntarle cómo está su marido. Miró su reloj, calculando qué hora sería en el mundo real o irreal de la señora Macready. Su mano empezó a moverse hacia el teléfono, pero no lo cogió, por si sonaba.

Pensó en su hija Anthea. La buena de Ant.

Pensó en su hijo Hal, en la City. Siento habértelo chafado, Hal, pero aún tienes tiempo para arreglarlo.

Pensó en su piso de Lisboa y en la muchacha que lloraba llena de desconsuelo, y se preguntó con un estremecimiento qué habría sido de ella. Pensó en sus otras mujeres, pero su sentimiento de culpabilidad no era el acostumbrado, de modo que se interrogó también acerca de eso. Pensó de nuevo en Katya y comprendió que había estado pensando en ella todo el tiempo.

Un golpecito en la puerta. Ha venido a mí. Lleva una simple bata casera y está desnuda debajo. Barley, susurra, querido. ¿Me seguirás queriendo después?

Ella no hace nada parecido. No tiene precedente ni secuela. No forma parte de la familiar y conocida serie.

Era Wicklow, su ángel guardián, en acto de servicio.

—Adelante, Wickers. ¿Quiere un trago?

Wicklow levantó las cejas, preguntando ¿ha telefoneado? Llevaba una cazadora de cuero sobre la que se veían gotitas de lluvia. Barley meneó la cabeza. Wicklow se sirvió un vaso de agua mineral.

—He estado echando un vistazo a algunos de los libros que nos han presentado hoy, señor —dijo, con el tono ceremonioso que ambos adoptaban para los micrófonos—. Me preguntaba si querría usted que le pusiera al tanto de algunos de los títulos de no ficción.

—Póngame al corriente, Wickers —dijo afablemente Barley, tendiéndose de nuevo en la cama mientras Wicklow se sentaba en la silla.

—Bueno, quisiera comentarle sólo uno de ellos, señor. Es ese manual sobre regímenes alimenticios y ejercicios para estar en forma. Yo creo que podríamos tenerlo en cuenta para una de nuestras ediciones en colaboración. Me preguntaba si podríamos contratar a uno de sus mejores ilustradores y elevar el nivel de impacto ruso.

—Elévelo. El cielo es el límite.

—Bueno, tendré que preguntarle primero a Yuri.

—Pregúnteselo.

Pausa. «Repasemos eso otra vez», pensó Barley.

—¡Oh!, a propósito, señor. Me preguntaba usted por qué tantos rusos utilizan la palabra «conveniente».

—Sí, en efecto, sí —dijo Barley, que no había preguntado nada semejante.

—La palabra en que ellos piensan es
udobno
. Significa conveniente, pero también significa adecuado, lo que debe de resultar un poco confuso a veces. Quiero decir que una cosa es no ser conveniente, y otra distinta no ser adecuado.

—En efecto —asintió Barley tras larga reflexión, mientras tomaba un sorbo de whisky.

Luego debió de quedarse amodorrado, porque de lo siguiente que se dio cuenta fue de que estaba incorporado en la cama con el teléfono aplicado a la oreja y Wicklow en pie a su lado. Estaban en Rusia, así que ella no dijo su nombre.

—Venga por aquí —dijo él.

—Siento llamar tan tarde. ¿Le molesto?

—Claro que sí. Continuamente. Fue una magnífica taza de té. Ojalá, hubiera durado más. ¿Dónde está usted?

—Creo que me invitó usted a cenar mañana por la noche.

Él estaba tendiendo la mano hacia su libreta de notas. Wicklow se le puso delante, preparada.

—Almuerzo, té, cena, las tres cosas —dijo—. ¿Adónde envío la carroza de cristal? —garrapateó una dirección—. A propósito, ¿cuál es su número de teléfono, por si me pierdo o se pierde usted?

Ella se lo dijo también, lo cual constituía una desviación de los principios, pero se lo dio de todos modos. Wicklow miró cómo lo apuntaba todo y, luego, salió silenciosamente de la habitación mientras ellos continuaban hablando.

Uno nunca sabe, pensó Barley, serenando su mente con otro prolongado trago de whisky una vez que hubo colgado. Con mujeres bellas, inteligentes y virtuosas, uno, simplemente, nunca sabe a qué atenerse. ¿Está que se muere por mí, o sólo soy un rostro en su muchedumbre?

Y, de pronto, el miedo de Moscú cayó sobre él con la fuerza de un vendaval. Saltó sobre él cuando menos lo esperaba, después de haber estado combatiéndolo durante todo el día. Los sofocados terrores de la ciudad estallaron atronadores en sus oídos, seguidos por la aguda voz de Walter.

—¿Está ella realmente en contacto con él? ¿Lo ha inventado todo ella misma? ¿Está en contacto con alguien diferente, y, en ese caso, con quién?

Capítulo 8

En la sala de situación instalada en el sótano del edificio de la Casa Rusia la atmósfera era la de un tenso y permanente raid aéreo nocturno. Ned se hallaba sentado a su mesa de mando ante tina batería de teléfonos. A veces parpadeaba uno de ellos y él hablaba al aparato con breves monosílabos. Dos secretarias repartían en silencio los telegramas y vaciaban las bandejas de correspondencia a cursar. Dos relojes iluminados, uno con la hora de Londres, otro con la hora de Moscú, brillaban como lunas gemelas en la pared del fondo. En Moscú era medianoche. En Londres, las nueve. Ned apenas si levantó la vista cuando su portero me abrió la puerta.

No había podido escaparme antes. Había pasado la mañana con los procuradores de Hacienda y la tarde con los abogados de Cheltenham. La cena estaba ayudando a entretener a una delegación sueca de espiócratas antes de que fueran despachados a la obligatoria comedia musical.

Walter y Bob estaban inclinados sobre un plano de Moscú, Brock hablaba por el teléfono interior con la sala de cifrado. Ned se hallaba inmerso en lo que parecía un prolijo inventario. Me indicó una silla y empujó hacia mí una serie de comunicados recibidos, garrapateados mensajes del frente.

09:54 horas, Barley ha logrado telefonear a Katya a «Octubre». Han concertado una cita para las 20.15 de esta noche en el «Odessa». Más.

13:20 horas, irregulares han seguido a Katya hasta el número 14 de la calle tal y tal. Dejó una carta en lo que parece ser una casa deshabitada. Seguirán lo antes posible fotografías por valija. Más.

20:18 horas, Katya ha llegado al hotel «Odessa». Barley y Katya están hablando en el bar. Wicklow y un irregular observan. Más.

21:05 horas, Katya sale del «Odessa». Seguirá resumen de conversación. Las cintas seguirán lo antes posible por valija. Más.

22:00 horas, espera. Katya ha prometido telefonear a Barley esta noche. Más.

22.50 horas, Katya seguida al hospital tal y tal. Cubren Wicklow y un irregular. Más.

23.25 horas, Katya recibe llamada telefónica por teléfono en desuso del hospital. Habla tres minutos veinte segundos. Más.

Y ahora, de pronto, nada más.

Espiar es la normalidad llevada a los extremos. Espiar consiste en esperar.

—¿Está recibiendo Clive esta noche? —preguntó Ned, como si mi presencia le hubiera recordado algo.

Respondí que Clive estaría en su
suite
toda la noche. Había permanecido encerrado todo el día en la Embajada americana y me había dicho que era su intención mantenerse disponible para lo que hiciese falta.

Yo tenía un coche, así que fuimos juntos a la Oficina Central.

—¿Has visto este maldito documento? —me preguntó Ned, dando unos golpecitos en la carpeta que llevaba en el regazo.

—¿Qué maldito documento es ése?

—La lista de distribución del «Pájaro Azul». Los lectores del «Pájaro Azul» y sus sátrapas.

Adopté una actitud de cautelosa reserva. Era legendario el mal genio de Ned cuando se encontraba en medio de una operación. En la puerta del despacho de Clive estaba encendida la luz verde, con el significado de «entra si te atreves». La placa de latón decía «Delegado» en letras que eclipsaban a la Casa Real de la Moneda.

—¿Qué diablos ha sido de la discreción, Clive? —le preguntó Ned, agitando la lista de distribución tan pronto como estuvimos en su presencia—. Le damos a Langley una remesa de material sumamente delicado, y de la noche a la mañana han reclutado más cocineros que caldo a cocinar. Quiero decir que ¿qué es esto? ¿Hollywood? Tenemos un agente allí. Tenemos un desertor que nunca hemos visto.

Clive contorneó la dorada alfombra. Cuando discutía con Ned acostumbraba a volver todo el cuerpo a la vez, como si fuese una carta de baraja. Lo hizo también ahora.

—¿O sea que te parece demasiado larga la lista de lectura del «Pájaro Azul»? —preguntó con el tono de quien está tomando testimonio a alguien.

—Sí, y a ti también debería parecértelo. Y a Russell Sheriton. ¿Quién diablos son el Consejo de Enlace Científico del Pentágono? ¿Qué es el Equipo Académico Asesor de la Casa Blanca?

—¿Preferirías que tomase una decisión e insistiese en que el «Pájaro Azul» quedara limitado a su Comité Interagencias? ¿Sólo directivos, sin ayudantes ni subordinados? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Si crees que puedes volver a meter la pasta de dientes en el tubo, sí.

Clive fingió considerar aquello en relación a su propio valor. Pero yo sabía, y también lo sabía Ned, que Clive no consideraba nada en atención a su propio valor. Él consideraba quién estaba a favor de algo y quién estaba en contra. Y luego consideraba quién era el mejor aliado.

—En primer lugar, ni uno solo de esos elevados caballeros que he mencionado es capaz de encontrarle pies ni cabeza al material del «Pájaro Azul» sin la adecuada orientación especializada —dijo Clive, con su gélida voz—. O les dejamos debatirse en la ignorancia o admitimos a sus asesores y aceptamos el precio. Y lo mismo vale para su equipo de espionaje de Defensa, sus evaluadores de la Marina, el Ejército, la Aviación y la Casa Blanca.

—¿Esto lo dice Russell Sheriton, o tú? —preguntó Ned.

—¿Cómo podemos decirles que no hagan intervenir a sus paneles científicos, cuando al mismo tiempo les estamos ofreciendo un material inmensamente complejo? —insistió Clive, pasando limpiamente por alto la pregunta de Ned—. Si el «Pájaro Azul» es auténtico, van a necesitar toda la ayuda que puedan encontrar.

—Si —repitió Ned, con ojos llameantes—. Si es auténtico. Dios mío, Clive, eres peor que ellos. Hay doscientas cuarenta personas en esa lista, y cada una de ellas tiene una esposa, una amante y quince mejores amigos.

Other books

A Christmas Grace by Anne Perry
Dying for a Daiquiri by CindySample
Her Mistletoe Cowboy by Alissa Callen
Highlander's Guardian by Joanne Wadsworth
LS02 - Lightning Lingers by Barbara Freethy
El cadáver con lentes by Dorothy L. Sayers
Taking Courage by S.J. Maylee
Black Treacle Magazine (Issue 4) by Black Treacle Publications
Keeping Bad Company by Ann Granger