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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (42 page)

BOOK: La casa Rusia
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Fue una temporada loca, y las extravagancias del apartado lugar con sus humeantes cielos y sus tormentas y sus retazos de idílica belleza la hicieron más loca aún. Una «niebla de mazmorra», como la llamó Randy, nos envolvió, y con ella nos invadió un insensato temor a no poder abandonar nunca la isla. La niebla despejó, pero nosotros seguíamos allí. La intimidad compartida hubiera debido aproximamos más, pero los dos hombres se habían retirado a sus dominios. Ned a su cuarto y Barley a su aire libre. Mientras la lluvia azotaba la isla como una perdigonada, yo miraba a través de la chorreante ventana y vislumbraba a Barley subiendo por el acantilado con su impermeable de hule, levantando las rodillas como si forcejeara con unos zapatos incómodos… o, una vez, jugando al criquet con Edgar, el guardián, en la playa, valiéndose de un palo arrojado hasta allí por las aguas y una pelota de tenis. En los intervalos soleados lucía una vieja gorra náutica de color azul que había desenterrado de un baúl de marinero que había en su habitación. La llevaba con una torva expresión en el semblante y los ojos fijos en las inconquistadas colonias. Un día. Edgar apareció con un viejo perro amarillento que había encontrado en alguna parte y lo hicieron correr de un lado a otro entre ellos. Otro día, se celebraba una regata frente a la costa del continente, y una multitud de blancos yates se congregaron en círculo como diminutos dientes. Barley estuvo contemplándolos interminablemente, encantado al parecer con el carnaval, mientras Edgar se mantenía a cierta distancia, observando a Barley.

Está pensando en su Hannah, pensé. Está esperando que la vida le depare el momento de elegir. Hasta mucho más tarde no se me ocurrió que algunas personas no toman sus decisiones de esa manera.

Mi última imagen de la isla tiene las apropiadas distorsiones de un sueño. Yo había hablado con Clive por teléfono sólo una o dos veces, lo que para él era virtualmente un silencio absoluto. Una vez, deseaba saber «cómo van los ánimos de tus amigos» y por lo que me dijo Ned deduje que a él ya le había hecho la misma pregunta. Y otra vez necesitaba saber las disposiciones que yo había tomado para la compensación de Barley, incluyendo las subvenciones a su compañía, y si el dinero saldría de nuestros propios fondos o revestiría la forma de un presupuesto complementario. Yo tenía a mano unas cuantas notas y pude aclararle la cuestión.

Es mediodía, y el
New York Times
y el
Washington Post
acaban de llegar a la mesa del cuarto de estar. Yo estoy inclinado sobre ellos cuando oigo a Randy gritarles a los guardianes que se ponga Ned al teléfono. Al volverme, veo al propio Ned que entra por el lado del jardín y cruza el vestíbulo a grandes zancadas en dirección a la sala de comunicaciones. Levanto la vista hacia el rellano del primer piso y veo allí a Barley, una silueta inmóvil. Hay allí arriba varios viejos armarios librería, y esa mañana ha persuadido a Randy para que se los abra, a fin de curiosear un poco. Es el rellano de la ventana semicircular, la que da sobre las hortensias hacia el mar.

Está en pie, con la espalda vuelta y un libro colgando de una larga mano, y está mirando al Atlántico. Tiene los pies separados, y su mano libre está levantada, como tantas veces, hacia algún punto cercano a su cabeza, como si tratara de parar un golpe. Debe de haber oído todo lo que está pasando… el grito de Randy, luego los apresurados pasos de Ned a través del vestíbulo, seguidos del golpe de la puerta de la sala de comunicaciones al cerrarse. El suelo del rellano está embaldosado y las pisadas suben repicando por el hueco de la escalera como rechinantes campanas de iglesia. Puedo oírlas ahora, cuando Ned sale de la sala de comunicaciones, avanza unos pasos y se detiene.

—¡Harry! ¿Dónde está Barley?

—Aquí arriba —dice sosegadamente Barley por encima de la barandilla.

—¡Le han dado el conforme! —grita Ned, alborozado como un escolar—. Presentan sus disculpas. He hablado con Bob. He hablado con Clive. He hablado con Haggarty. Goethe es el material más importante que han manejado en muchos años. Oficial. Irán por él cien por cien. No habrá ya más vacilaciones. Ha derrotado usted todo su aparato.

Ned estaba ya acostumbrado a los modales distraídos de Barley, por lo que no hubiera debido sorprenderse al ver que no daba muestras de haberle oído. Su mirada continuaba fija en el Atlántico. ¿Le parecía estar viendo hundirse un barco? A todo el mundo le pasa. Si se contempla durante suficiente tiempo el mar en las costas de Maine, se los ve en todas partes, una vela, un casco, ahora la manchita de la cabeza o la mano de un superviviente, hundiéndose bajo las olas para no volver más a la superficie. Hay que seguir mirando largo rato para darse cuenta de que está uno viendo los pandiones y los cormoranes buscar sus presas.

Pero, en su excitación. Ned se siente herido. Es uno de esos raros momentos en él que el profesional baja su guardia y deja al descubierto el hombre inacabado del interior.

—¡Va usted a volver a Moscú, Barley! Eso es lo que quería, ¿no? Verlo otra vez.

Y Barley al fin, preocupado por haber herido los sentimientos de Ned. Barley volviéndose a medias para que Ned pueda ver su sonrisa.

—Sí, muchacho. Claro que sí. Justo lo que quería.

Mientras tanto, es mi turno en la sala de comunicaciones. Randy me está haciendo señas para que entre.

—¿Eres tú, Palfrey?

Lo soy.


Langley
se va a hacer cargo del caso —dice Clive, como si esto fuese la otra parte de la gran noticia—. Lo clasifican en el apartado de plenitud de medios. Es lo más lejos que van —añade con tono terminante.

—¡Oh!, vaya. Enhorabuena —digo y, apartándome el teléfono de la oreja, lo miro con incredulidad mientras el pausado deje de Clive continúa manando de él como un grifo que nada puede cerrar.

—Quiero que redactes inmediatamente un documento de acuerdo, Palfrey, y prepara un contrato completo que cubra las contingencias habituales. Los tenemos comiendo en nuestra mano, así que espero que seas firme. Firme pero justo. Estamos tratando con gente muy realista, Palfrey. Inflexible.

Más. Más todavía. Y aún más. Langley se hará cargo de la pensión y la nueva instalación de Barley como garantía de su total control operacional. Langley participará en términos de igualdad en el manejo de la fuente, pero tendrá voto de calidad en caso de desacuerdo.

—Están preparando una lista de compras a gran escala, Palfrey, cubriendo todos los campos. Se lo van a llevar a Estado, Defensa, el Pentágono y los órganos científicos. Todas las más grandes cuestiones del momento serán examinadas y planteadas para que «Pájaro Azul» responda a ellas. Conocen los riesgos, pero eso no les arredra. El que nada arriesga nada gana, razonan. Eso requiere valor.

Es su voz oficial. Clive se encuentra a sus anchas.

—En la gran coyuntura ataque-defensa, Palfrey, nada existe en el vacío —explica con tono solemne, citando, estaba yo seguro, lo que alguien le había dicho una hora antes—. Es una cuestión de la más fina sintonía. Cada pregunta es tan importante como cada respuesta. Ellos lo saben. Lo comprenden con toda claridad. No pueden rendir mayor homenaje a la fuente que prepararle un cuestionario sin limitaciones. Es algo que no han hecho desde hace muchos, muchos años. Rompe todos los precedentes. Los precedentes próximos, por lo menos.

—¿Lo sabe Ned? —pregunto, cuando me deja meter baza.

—No puede. Ninguno de nosotros puede. Estamos hablando de las más altas clasificaciones estratégicas.

—Quiero decir que si sabe que les has regalado su pupilo.

—Quiero que vengas inmediatamente a Langley y discutas nuestras condiciones con tus colegas de aquí. Randy se encargará del transporte. ¿Palfrey?

—¿Lo sabe? —repito.

Clive hace uno de sus silencios telefónicos, en los que se supone que debe uno reflexionar en todos los errores que ha cometido.

—Ned será puesto al corriente cuando vuelva a Londres, gracias. Lo cual será bastante pronto. Hasta entonces, espero que no digas nada. Se respetará el papel de la Casa Rusia. Sheriton valora el enlace. Incluso se ampliará en ciertos aspectos, quizá permanentemente. Ned debería sentirse agradecido.

En ningún lugar fue recibida la noticia más jubilosamente que en la Prensa comercial británica.
Matrimonio con futuro
, pregonaba
Booknews
pocas semanas después en su reportaje de presentación de la feria del libro de Moscú.
El compromiso del que hace tiempo se venía hablando entre «Abercrombie Blair», de Norfolk Street, Strand, y «Potomac Traders, Inc.,» de Boston, Mass., ¡ESTÁ EN MARCHA! El empresario Jack Henziger ha acabado finalmente flor colocarse junto a Barley Scott Blair, de «A. B». en una nueva compañía mixta denominada «Potomac Blair», que proyecta una agresiva campaña en los mercados del bloque oriental, que van abriéndose rápidamente. «Esto es un escaparate sobre el mañana», declara confiado Henziger.

Feria del Libro de Moscú, ¡ahí vienen!

El suelto informativo iba acompañado de una risueña fotografía de Barley y Jack Henziger estrechándose la mano por encima de un jarrón de flores. La fotografía fue tomada por el fotógrafo del Servicio en la casa de seguridad de Knightsbridge. Las flores, suministradas por la señorita Coad.

Me reuní con Hannah al día siguiente de mi regreso de la isla y di por supuesto que haríamos el amor. Tenía un aire majestuoso y espléndido, que es el aspecto que presenta siempre cuando llevo algún tiempo sin verla. Era jueves, así que llevaba a su hijo Giles, de catorce años, a la consulta de algún bastardo médico detrás de Harley Street. Nunca me he interesado por Giles, probablemente porque sé que fue concebido en la fase de reacción, demasiado poco tiempo después de que la hubiera devuelto a Derek. Nos sentamos en nuestro habitual cafetucho, bebiendo té rancio mientras ella esperaba a que Giles saliese, y fumaba, cosa que detesto. Pero la deseaba, ella lo sabía.

—¿En qué sitio de América? —preguntó, como si importase.

—No lo sé. Alguna isla llena de pandiones y mal tiempo.

—Apuesto a que no eran pandiones auténticos.

—Sí que lo eran. Allí son muy comunes.

Y en la tensión de sus ojos vi que ella también me deseaba.

—De todos modos, tengo que llevar a Giles a casa —dijo, cuando nos hubimos leído suficientemente uno a otro nuestros pensamientos.

—Mándalo en un taxi —sugerí.

Mas para entonces nos hallábamos mutuamente enfrentados una vez más, y el momento había pasado.

Capítulo 13

Katya recogió a Barley a las diez de la mañana del domingo en el patio exterior del inmenso «Mezhdunarodnaya», que era donde Henziger había insistido en que se hospedaran. Los occidentales lo conocen familiarmente como «el Mezh». Wicklow y Henziger se hallaban sentados en el extravagante gran salón del hotel, con el propósito de presenciar su feliz reunión y su marcha.

Era un día espléndido, saturado de aromas otoñales, y Barley había empezado temprano a esperarla, paseando por el patio exterior entre las limusinas de cristales ahumados que acudían en ininterrumpido flujo a recoger y descargar a sus caudillos del Tercer Mundo. Después, apareció por fin entre ellas su «Lada» rojo como una carcajada en su funeral, con la blanca manita de Anna asomando por la ventanilla posterior como un pañuelo y Sergey, erguido como un comisario junto a ella, agarrando su red de pescar.

Era importante para Barley hacer caso primero a los niños. Había pensado en ello y se había dicho a sí mismo que eso era lo que haría, porque nada era insignificante ya, nada podía dejarse al azar. Por consiguiente, sólo cuando les hubo saludado a los dos con entusiásticos movimientos del brazo y le hubo hecho a Anna una risueña mueca a través de la ventanilla posterior, se permitió a sí mismo mirar a la parte delantera, donde tío Matvey se hallaba sólidamente instalado en el asiento de la derecha, resplandeciendo como un castaño su bruñido rostro moreno y centelleantes sus ojos de marinero bajo el borde de su gorra a cuadros. Hiciera buen o mal tiempo, Matvey se había puesto sus mejores cosas en honor del gran inglés: su chaqueta de sarga, sus mejores botas y su corbata de lazo. Prendida en la solapa, llevaba una insignia de esmalte con las banderas de la Revolución cruzadas. Matvey bajó la ventanilla de su lado, y Barley alargó el brazo a través de ella, estrechándole la mano y gritándole «hola, hola» varias veces. Sólo entonces se aventuró a mirar a Katya. Y se produjo una especie de momento en blanco, como si hubiera olvidado su papel, o simplemente lo hermosa que era, antes de que enarbolara su sonrisa.

Pero Katya no mostró tanta reserva.

Saltó del coche. Llevaba unos pantalones cómodos y mal cortados y estaba preciosa con ellos. Se precipitó hacia él, resplandeciente de felicidad y confianza. Gritó: «¡Barley!». y para cuando llegó hasta él había extendido tanto los brazos que su cuerpo quedaba alegre e irreflexivamente ofrecido a su abrazo, que, como buena chica rusa, abrevió luego decorosamente retrocediendo un paso, aunque agarrándole todavía, examinando su rostro, su pelo, su atuendo, mientras parloteaba en un torrente de espontánea jovialidad.

—Es
estupendo
, Barley. ¡Es estupendo verte otra vez! —exclamaba—. Bienvenido a la feria del libro, bienvenido de nuevo a Moscú. ¡Matvey no podía creerlo cuando llamaste desde Londres! «Los ingleses siempre fueron nuestros amigos —dijo—. Ellos enseñaron a Pedro a navegar, y, si no hubiera sabido navegar, no tendríamos hoy una Marina». Hablaba de Pedro
el Grande
, claro. Matvey vive solamente para Leningrado. ¿No le gusta el coche de Volodya? Estoy encantada de que por fin tenga algo que amar.

Le soltó, y, como el feliz idiota que ya parecía, Barley lanzó un grito: «Santo Dios, ¡casi lo olvido!». Se refería a las bolsas. Las había dejado apoyadas contra la pared del hotel, junto a la puerta de entrada, y cuando reapareció con ellas Matvey trataba de bajar del coche para dejarle sitio delante, pero Barley no quiso ni oír hablar de ello.

—¡No, no, no,
no!
¡Estaré perfectamente bien con los gemelos! Muchas gracias, de todos modos, Matvey.

Luego, acomodó trabajosamente su largo cuerpo en el asiento posterior como si estuviese aparcando un camión articulado mientras repartía sus paquetes y los gemelos le dirigían intimidadas sonrisas: este gigante occidental que nos ha traído chocolatinas inglesas, y lápices suizos, y cuadernos de dibujo, uno a cada uno, y las obras de Beatrix Potter en inglés para los dos, y una preciosa pipa nueva para tío Matvey, que Katya está diciendo que le hará más feliz de cuanto es posible imaginar, con una bolsita de tabaco inglés para fumar.

BOOK: La casa Rusia
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