La casa Rusia (51 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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—En realidad, estábamos sosteniendo una discusión bastante interesante sobre derechos humanos, Barley —explicó Zapadny, moviendo su vaso en ademán circular hacia los demás como si estuviera haciendo una colecta—. ¿Verdad, señor Zeppelin? Siempre nos sentimos muy agradecidos cuando los occidentales nos aleccionan sobre cómo debemos comportarnos con los criminales, ¿sabes? Pero ¿cuál es la diferencia, me pregunto yo, entre un país que encierra en la cárcel a unas cuantas personas de más y un país que deja en libertad a sus gángsters? Yo creo que he encontrado aquí un punto de negociación para nuestros dirigentes soviéticos. Mañana por la mañana anunciaremos al llamado Comité de Vigilancia de Lelsinki que no podemos tener nada más que tratar con ellos hasta que hayan metido entre rejas a la mafia americana. ¿Qué tal estaría eso, señor Zeppelin? Nosotros soltamos a los nuestros, y ustedes encierran a los suyos. Yo diría que es un trato justo.

—¿Quiere la respuesta cortés o la verdadera? —exclamó Dan por encima del hombro de Mary Lou.

Pasó otro grupo políglota de invitados, seguido, tras una teatral pausa, nada menos que por el propio gran Sir Peter Oliphant, rodeado de una cohorte de aduladores rusos e ingleses. Aumentaba el ruido y se iba llenando el salón. Tres corresponsales ingleses de aire enfermizo inspeccionaron el agotado buffet y se marcharon. Alguien abrió el piano y empezó a tocar una canción ucraniana. Una mujer cantó, y otros se le unieron.

—No, Barley, no sé qué es lo que te aterra —estaba replicando Katya, para sorpresa de Barley, o sea que debía de habérselo preguntado—. Estoy segura de que eres muy valiente, como todos los ingleses.

En el calor del recinto y en el torbellino de la ocasión, su propia excitación se había vuelto súbitamente contra él. Se sentía embriagado, pero no de alcohol, pues se había pasado toda la noche sosteniendo un solo whisky.

—Quizá no haya nada allí —aventuró, dirigiéndose no sólo a Katya, sino también a un círculo de rostros desconocidos—. En el entramado. En la intelectualidad.

Todo el mundo estaba esperando. Barley, también. Trataba de mirarles a todos mientras sus ojos veían solamente a Katya. ¿Qué había estado diciendo él? ¿Qué habían estado oyendo? Sus rostros continuaban vueltos hacia él, pero no había luz en ellos, ni siquiera en los de Katya; solamente había preocupación. Continuó, con voz vacilante:

—Durante años, todos tuvimos esta visión de grandes artistas rusos esperando ser descubiertos —titubeó—. Bueno, la teníamos, ¿no? ¿Novelas épicas, obras de teatro? ¿Grandes pintores, prohibidos, trabajando en secreto? ¿Áticos llenos de maravilloso material ilegal? ¿Lo mismo músicos? Hablábamos de ello. Soñábamos con ello. La secreta continuación del siglo XIX. «Y cuando llegue el deshielo —nos decíamos unos a otros—, saldrán todos del hielo y nos deslumbrarán». Así que, ¿dónde diablos están todos esos genios? ¿Y si murieron congelados en el hielo? Quizá la represión fue eficaz. Eso es todo lo que estoy diciendo.

Un hechizado silencio siguió a sus palabras, antes de que Katya acudiera en su ayuda.

—El talento ruso existe, Barley, y siempre ha existido, incluso en los peores tiempos. No puede ser destruido —declaró, con un atisbo de su vieja severidad—. Tal vez tenga que acomodarse primero a las nuevas circunstancias, pero no tardará en expresarse con toda brillantez. Estoy segura de que eso es lo que quieres decir.

Henziger está pronunciando su discurso. Es una obra maestra de inconsciente hipocresía.

—¡Que la precursora y audaz empresa de «Potomac Blair» proporcione una modesta contribución a la grande y nueva era de entendimiento Este-Oeste! —declara, engreído por su convicción. Su voz se eleva, y con ella su vaso. Él es el honrado comerciante, él es cada americano decente con el corazón en su sitio. Y, sin duda que eso es precisamente lo que cree ser, pues el actor aficionado que hay en él reposa justo bajo la superficie—. ¡Hagámonos ricos unos a otros! —grita, levantando más aún, su vaso—. ¡Hagámonos libres unos a otros! Comerciemos juntos, y hablemos juntos, y bebamos juntos, y hagamos del mundo un lugar mejor en que vivir. Señoras y caballeros…, por ustedes y por «Potomac Blair» y por nuestro beneficio mutuo…, y por la
perestroika…
, ¡salud! ¡Amén!

Están llamando a gritos a Barley. Spikey Morgan empieza, Yuri y Alik Zapadny siguen, todos los viejos amigos que conocen el juego gritan «¡Barley, Barley!». Pronto, el salón entero está clamando por Barley, algunos de ellos sin saber siquiera por qué, y por un momento ninguno de ellos le ve. Luego, de pronto, está subido a la mesa del buffet, sosteniendo un saxofón prestado y tocando
My Funny Valentine
, que ha tocado en todas las ferias del libro de Moscú desde la primera, mientras Jack Henziger le acompaña al piano con el inconfundible estilo de Fats Waller.

Los guardias de la puerta entran en el salón para escuchar, los guardias de la escalera se acercan al umbral y los guardias del vestíbulo se aproximan a la escalera mientras las primeras notas del canto del cisne de Barley adquieren claridad y, luego, un espléndido poder.

—Por amor de Dios, vamos a ir al nuevo «Indio» —protesta Henziger mientras permanecen en pie sobre la acera bajo la inexpresiva mirada de los
toptuny
—. ¡Tráete a Katya contigo! ¡Hemos reservado una mesa!

—Lo siento, Jack. Lo teníamos comprometido hace tiempo.

Henziger está sólo fingiendo. «Necesita bienestar —le ha confiado Barley—. Vaya invitarla a una cena tranquila en alguna parte».

Pero Barley no invitó a Katya a cenar en su noche de despedida, como confirmaron los irregulares antes de retirarse. Fue Katya, no Barley, quien hizo la invitación esta vez. Le llevó a un lugar que todos los chicos y chicas rusos de ciudad conocen desde la adolescencia, y que se encuentra en lo alto de cualquier bloque de apartamentos de cualquier ciudad importante. No hay un solo ruso de la generación de Katya que no cuente con sitios así entre los recuerdos de su primer amor. Y un lugar de éstos había también en lo alto de la escalera de Katya, en el punto en que termina el último tramo y empiezan los áticos, aunque estaba más solicitado en invierno que en verano porque incluía el rezumante depósito de agua caliente y las humeantes tuberías negras.

Pero primero era preciso que inspeccionase a Matvey y los gemelos para asegurarse de que se encontraban bien, mientras Barley permanecía en el rellano esperándola. Luego, le hizo subir, cogido de la mano, varios tramos de escaleras hasta el último, que era de madera. Tenía una llave y la introdujo en la herrumbrosa puerta de acero que ordenaba a todos los intrusos mantenerse a distancia. Y cuando la hubo abierto y vuelto a cerrar, le condujo a través de las vigas hasta el trozo de suelo duro en que había preparado una improvisada cama, con una borrosa vista de las estrellas a través de la sucia claraboya y el borboteo de las tuberías y el hedor a ropa húmeda por toda compañía.

—La carta que le diste a Landau se extravió —dijo Barley—. Acabó en manos de nuestros funcionarios. Fueron los funcionarios quienes me enviaron hasta ti. Lo siento.

Pero ya no había tiempo para que ninguno de los dos se sorprendiera de nada. Él le había hablado poco de su plan y no le habló más ahora. Ambos daban por sobrentendido que ella ya sabía demasiado. Y, además, había cuestiones más importantes de que tratar, pues fue también esa noche cuando Katya contó a Barley las cosas que después constituyeron el resto de su conocimiento de ella. Y ella le confesó su amor en términos lo bastante simples como para sostenerle durante la separación que ambos sabían les esperaba.

Sin embargo, Barley no demoró su regreso. No dio a los que operaban sobre el terreno ni a los que permanecían en Londres ningún motivo para inquietarse por él. Volvió al «Mezh» para la medianoche, a tiempo para charlar un rato más con los muchachos.

—¡Oh! Jack. Alik Zapadny me ha invitado a su tradicional reunión de despedida mañana por la tarde —confió a Henziger, mientras se tomaban una última copa en el bar del primer piso.

—¿Quieres que vaya yo? —preguntó Henziger. Pues, como los propios rusos, Henziger no se hacía ninguna ilusión acerca de las lamentables amistades de Zapadny.

Barley sonrió tristemente.

—No estás lo bastante curtido, Jack. Esto es para nosotros, los dorados viejos de los tiempos en que no había esperanza.

—¿A qué hora? —preguntó Wicklow, siempre práctico.

—Las cuatro, creo que dijo. Parece una hora la mar de extraña para tomar una copa. Sí, estoy seguro de que fue eso. Las cuatro.

Luego, les deseó cordialmente buenas noches a todos y se dirigió al cielo en el ascensor, que en el «Mezh» es una jaula de cristal que se desliza hacia arriba y hacia abajo a lo largo de una barra de acero, para preocupación secreta de muchas personas honradas, en la planta inferior.

Era la hora de comer, y, después de todas nuestras noches insomnes y nuestros desvelados amaneceres, había algo indecente en una sorpresa que se producía a la hora de comer, Pero fue una sensación. Una sensación llevada a mano. Una sensación en el interior de un sobre amarillo dentro de una cartera de seguridad cerrada con llave. Johnny corrió con él desde su puesto de Londres hasta la sala de situación, con protección armada para cruzar la plaza desde la Embajada. Atravesó la planta baja y subió la pequeña escalera hasta la zona de mando antes de comprender que nos habíamos trasladado al despacho de madera de palisandro de Sheriton para tomar nuestro café y nuestros bocadillos.

Se la entregó a Sheriton y permaneció en pie junto a él como un mensajero de obra teatral mientras Sheriton leía primero la carta de remisión, que se guardó en el bolsillo, y luego el mensaje mismo.

Después se situó junto a Ned mientras Ned leía también el mensaje. Sólo cuando Ned me lo pasó a mí, Johnny pareció decidir que ya lo había leído bastantes veces: una interceptación de señales, transmitidas desde Leningrado por el Ejército soviético, interceptadas en Finlandia por los americanos y descifradas en Virginia por una batería de ordenadores lo bastante potentes como para iluminar Londres durante un año.

De Leningrado a Moscú, copia para Saratov.

Se autoriza al profesor Yakov Savelyev a pasar un fin de semana de esparcimiento en Moscú tras su conferencia en la Academia Militar de Saratov este viernes. Ruego disponga transporte y alojamiento.

—Bueno, gracias, señor oficial de Administración, Leningrado —murmuró Sheriton.

Ned había vuelto a coger el mensaje y estaba leyéndolo otra vez. De todos nosotros, parecía ser el único que no se hallaba impresionado.

—¿Esto es todo lo que han encontrado? —preguntó.

—No lo sé, Ned —respondió Johnny, sin molestarse en ocultar su hostilidad.

—Aquí dice «uno sobre uno». ¿Qué se supone que significa eso? Averigua si es el único de la hornada. Si no lo es, quizá pudiera descubrir qué más han captado que valga la pena —esperó hasta que Johnny hubo salido de la estancia—. Perfecto —dijo ácidamente—. Dios mío, creería uno que estábamos tratando con los alemanes.

Continuamos ociosos, mordisqueando distraídamente nuestra comida, Sheriton se había metido las manos en los bolsillos y vuelto de espaldas a nosotros mientras miraba el silencioso tráfico por la ventana de cristales ahumados. Llevaba un jersey negro de punto. A través de la ventana interior, los demás podíamos ver a Johnny hablando por uno de los teléfonos supuestamente seguros. Colgó y le vimos regresar hacia nosotros.

—Cero —anunció.

—¿Qué es cero? —preguntó Ned.

—«Uno sobre uno» significa uno sobre uno. Es un solo. Nada a ningún lado.

—¿Una chiripa entonces? —sugirió Ned.

—Un solo —repitió obstinadamente Johnny.

Ned se volvió hacia Sheriton, que continuaba de espaldas a nosotros.

—Lee las señales, Russell. Esa interceptación depende por completo de sí misma. No hay nada cerca por ninguna parte y apesta. Nos están echando un pedazo de cebo.

Ahora le tocó a Sheriton el turno de realizar un segundo examen de la hoja. Cuando finalmente habló, dio muestras de un profundo cansancio y quedó claro que estaba llegando a los límites de su tolerancia.

—Ned, los criptógrafos me han asegurado que el mensaje estaba en una clave militar de ínfima categoría, cosecha de 1921. Nadie utiliza ya ese tipo de engaño. Nadie hace esas cosas. No es «Pájaro Azul» quien está fallando. Eres tú.

—¡Quizás es por eso por lo que lo hicieron así! ¿No es lo que tú y yo podríamos hacer?

—Bueno, es posible —admitió Sheriton, como si le trajera sin cuidado—. Si empiezas a pensar así, resulta bastante difícil pensar de otra manera.

Clive se tornó mordaz.

—Difícilmente podemos pedirle a Sheriton que suspenda la operación sobre la base de que todo marcha bien, Ned —dijo suavemente.

—Sobre la base de voces imaginarias —le corrigió Sheriton, haciendo un esfuerzo por dominarse mientras se volvía hacia los demás con semblante malhumorado—. Sobre la base de que todo lo que nos favorezca es una conspiración del Kremlin y todo lo que desbaratamos es prueba de nuestra integridad. Ned, mi Agencia estuvo a punto de morir a causa de esta dolencia. Ya no vamos por ahí. Es mi operación y mi juego.

—Y mi agente —dijo Ned—. Le hemos abandonado. Y hemos abandonado a «Pájaro Azul».

—Claro, claro —dijo Sheriton con helada afabilidad—. Sin duda.

Miró hoscamente a Clive.

—¿Señor Delegado?

Clive tenía sus propias maneras de mantenerse entre dos aguas, y todas bien ensayadas.

—Russell…, si me lo permite…, Ned. Creo que los dos estáis siendo ligeramente egoístas. Somos un servicio. Vivimos en una comunidad corporativa. Son nuestros jefes, no nosotros solos, quienes han dado a «Pájaro Azul» su bendición. Existe una voluntad corporativa que es más grande que ninguno de nosotros.

Otro error, pensé. Es más pequeña que todos nosotros. Es un insulto a las posibilidades de cada uno de nosotros, excepto quizá de Clive, que, por lo tanto, la necesita.

Sheriton se volvió de nuevo hacia Ned, pero siguió sin levantar la voz.

—Ned, ¿tienes idea de lo que sucederá en Washington y Langley si fracaso
ahora?
¿Puedes imaginar las carcajadas de hiena que resonarán a través del Atlántico procedentes de Defensa, el Pentágono y los neandertales? ¿Puedes barruntar qué opinión se formarían del material de «Pájaro Azul»? —señaló sin aparente rencor a Johnny, que permanecía con expresión estólida, mirando sucesivamente a cada uno de ellos—. ¿Imaginas el informe de este sujeto? ¿De este Judas? Estábamos esparciendo un poco de moderación por la ciudad, ¿recuerdas? Y ahora me dices que tengo que arrojar a «Pájaro Azul» a los chacales.

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