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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (54 page)

BOOK: La casa Rusia
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Los sabihondos occidentales consideraron rápidamente en extremo significativa la ausencia de un gesto de represalia.

¿Un movimiento conciliatorio en la época de la
glasnost?

¿Una clara señal para nosotros de que «Pájaro Azul» era un gambito para obtener la lista de compra americana?

¿O una señal menos clara para nosotros de que el material de «Pájaro Azul» era exacto, pero resultaba demasiado embarazoso reconocerlo?

Las líneas de batalla estaban fijadas. Conforme al principio que Ned ya me había explicado, palomas y halcones de ambos lados del Atlántico volvían a separarse una vez más.

Si los soviéticos nos están enviando una señal de que el material es exacto, entonces, evidentemente, el material es inexacto, decían los halcones.

Y viceversa, decían las palomas.

Y viceversa otra vez, decían los halcones.

Papeles escritos, disputas libradas. Ascensos, despidos, pensiones, medallas, desplazamientos laterales y degradaciones. Pero ningún consenso. Sólo el habitual triunfo de lo más tosco, disfrazado de deducción racional.

En nuestro comité, sólo Ned rehusó sumarse al baile. Parecía alegremente dispuesto a aceptar las censuras. «“Pájaro Azul” era sincero y Barley era sincero» —repetía una y otra vez al comité, sin perder jamás su buen humor—. No hubo engaño por parte de nadie, salvo en donde nos engañamos a nosotros mismos. Fuimos nosotros los faltos de honradez. No «Pájaro Azul»».

Poco después de haber formulado este juicio, se convino en que se hallaba sometido a los efectos de una fuerte tensión mental y su ayuda fue solicitada más esporádicamente.

¡Oh!, y se tomó nota. Pasivamente, ya que los verbos activos tienen una desagradable forma de delatar al actor. Muy seria nota. Tomada por todo el lugar.

Se tomó nota de que Ned no había avisado al piso doce del comportamiento de Barley a su regreso de Leningrado.

Se tomó nota de que Ned había requisado esa misma noche todo tipo de recursos de los que nunca había dado cuenta, entre ellos Ben Lugg y los servicios de la jefe de escuchas, Mary, que venció suficientemente su sentido de lealtad hacia un oficial hermano para dar al comité un espeluznante relato de la arbitrariedad de Ned. ¡Pidiendo cintas ilegales! ¡Imaginen! ¡Interviniendo teléfonos! ¡La libertad!

Mary fue jubilada poco después de esto, y ahora vive enfurecí da en Malta, donde se teme que esté escribiendo sus memorias.

Se tomó nota también, aunque con profundo sentimiento, de la cuestionable conducta de nuestro asesor legal de Palfrey —incluso recuperé mi
de
—, que no había justificado su utilización de la autoridad delegada del Secretario del Interior, con pleno conocimiento de que así se lo exigía el procedimiento aprobado en secreto que regula las actividades del Servicio conforme a la enmienda de etcétera y con sujeción a lo previsto en el párrafo tal de un negable protocolo del Ministerio del Interior.

Se tuvo en cuenta, no obstante, el ardor de la batalla. El asesor legal no fue jubilado, ni se fue a Malta. Pero tampoco fue exonerado. Un perdón parcial en el mejor de los casos. Un asesor legal no hubiera debido estar tan cerca de una operación. Un inapropiado uso de los conocimientos de un asesor legal. Se hizo circular la palabra «imprudente».

Se hizo notar también con sentimiento que el mismo asesor legal había redactado un entusiasta certificado a favor de Barley para su firma por Clive, menos de cuarenta y ocho horas antes de la desaparición de Barley, permitiendo así a éste tomar posesión de la lista de compra, aunque presumiblemente no por mucho tiempo.

En mis horas libres redacté las condiciones de separación de Ned y pensé nerviosamente en las mías. La vida dentro del Servicio podía tener sus limitaciones, pero la idea de la vida fuera de él me aterrorizaba.

El anuncio del fallecimiento de «Pájaro Azul» proporcionó un receso temporal a las deliberaciones de nuestro comité, pero éste no tardó en recuperarse. La noticia era un suelto de seis líneas en
Pravda
, cuidadosamente medido para que no fuese ni demasiado ni demasiado poco, en el que se informaba de la muerte por enfermedad del eminente físico profesor Yakov Savelyev, de Leningrado, y se relacionaban sus diferentes condecoraciones. Había fallecido por causas naturales —nos aseguraba el boletín— poco después de haber pronunciado una importante conferencia en la Academia Militar de Saratov.

Ned se tomó el día libre cuando se enteró de la noticia, y el día se convirtió en tres días, una leve gripe. Pero los teóricos de la conspiración tenían un buen tema en que ocuparse.

Savelyev no estaba muerto.

Estaba muerto desde el principio, y el hombre con quien habíamos tratado era un impostor.

Estaba haciendo lo que siempre había estado haciendo, dirigir la Sección de Desinformación Científica de la KGB.

Su material estaba acreditado, no estaba acreditado.

Carecía de valor. Era oro puro.

Era humo.

Era un verídico mensaje de paz que, corriendo inmensos riesgos, nos enviaban los moderados de los círculos dirigentes de Moscú para mostramos que la espada nuclear soviética se había enmohecido en su vaina y que el escudo nuclear soviético tenía más agujeros que un colador.

Era un diabólico plan para persuadir a los cobardes americanos de que apartasen sus dedos del gatillo nuclear.

En resumen, había materia suficiente para que todo el mundo hincara el diente en ella.

Y como, en la relación simbiótica que existe entre Estados beligerantes, nada puede ocurrir en uno sin disparar una reacción refleja en el otro, surgió una contraindustria y la historia del papel americano en el asunto «Pájaro Azul» fue vuelta a escribir apresuradamente.

Langley sabía desde el principio que «Pájaro Azul» era falso, dijo la contraindustria.

O que lo era Barley.

O que lo eran ambos.

Sheriton y Brady estaban practicando juegos doblemente dobles, dijo la contraindustria. Su único objetivo era introducir convincentemente el humo y avanzar otro paso por delante de los rusos en la interminable lucha por el Margen de Seguridad.

Sheriton era un genio.

Brady era un genio.

Todos los eran, ¡todos genios!

Sheriton se había apuntado un brillante tanto. Brady lo había hecho.

La Agencia estaba compuesta exclusivamente por brillantes estrategas que eran por completo diferentes de sus ineptos equivalentes en el mundo abierto. Dios preserve a la Agencia. ¿Dónde estaríamos sin ella?

Como si todo esto no fuese suficiente, se añadieron nuevas series de posibilidades a las antiguas. Por ejemplo, que Sheriton había sido instrumento inconsciente del Pentágono y de Defensa. Eran ellos quienes habían preparado la falsa lista de compra y quienes habían sabido desde el principio que el «Pájaro Azul» era un engaño.

Y cada nuevo rumor debía a su vez ser tomado en serio, aunque el único misterio verdadero era quién lo había fabricado o por qué.

La respuesta en muchos casos parecía ser Russell Sheriton, que estaba luchando por su pellejo.

En cuanto a «Pájaro Azul», si no había muerto por causas naturales, ciertamente lo estaba haciendo ahora.

Sólo Ned, tras volver de su autoimpuesta vigilia, fue una vez más tan estúpido como para expresar la probable verdad. «“Pájaro Azul” era sincero y nosotros le matamos», dijo sin rodeos en la primera reunión a la que asistió. No fue invitado a la siguiente.

Y durante todo este tiempo no cesó nuestra búsqueda de Barley, aunque a algunos de nosotros nos alegraba no encontrarle. Avanzábamos hacia él, le rodeábamos y, con demasiada frecuencia, nos alejábamos de él. Pero éramos hombres honorables. Nunca cejábamos.

Pero ¿qué había adquirido Barley… y a cambio de qué?

¿Qué estaban dispuestos los rusos a comprarle a él…, a Barley, que hasta ahora sólo había necesitado una costosa comida, pagada muy probablemente de su propio bolsillo, para persuadirse a sí mismo de una pérdida irreversible?

¡Estaba perdido, después de todo! ¡Completamente! ¡Ya para cuando acudió a ellos! ¡Y lo sabía!

¿Qué tenía que ofrecerles que ellos no pudieran obtener por sí mismos? Después de todo, estamos hablando de tortura, de los métodos más perversos y de registros de agonía de los que hasta el regreso constituye un infierno inimaginable. Podrían los rusos estar mejorando su imagen, pero nadie suponía seriamente que fueran a abandonar de la noche a la mañana métodos que habían permanecido arraigados en ellos durante miles de años.

La primera y más evidente respuesta era: la lista de compra. Barley podía decirles lisa y llanamente a los rusos que no la obtendría de sus jefes a menos que recibiese las necesarias seguridades. Y que preferiría abrasarse en aceite hirviendo durante el resto de su vida antes que entregar gratis la lista de compra.

Y le creyeron. Comprendieron que tendrán que quedarse sin la lista de compra si no seguían su juego. Y, como los hombres grises de cualquier bando temen al autosacrificio tanto como al amor, los prudentes sabios de la KGB preferían, evidentemente, tratar con la parte de él que comprendían antes que enredarse con la parte que no entendían.

Sabían que él tenía la facultad de rechazarles, de decir:
«No
, no entregaré la lista de compra.
No
, no entraré en el apartamento de Ígor hasta que me hayáis dado algo más que vuestra solemne palabra».

Sabían, una vez que le hubieron escuchado, que él tenía la fuerza. Y, como nosotros, se sentían un poco aturdidos por ello.

Y Barley —como había dicho a Henziger y Wicklow durante la cena— nunca había conocido a un ruso que pudiera dar su palabra solemne y dejarla incumplida. No estaba hablando de política, naturalmente, sólo de negocios.

¿Y a cambio? ¿Qué compraba Barley con lo que vendía?

Katya.

Matvey.

Los gemelos.

No era mal negocio. Personas reales a cambio de argumentos irreales.

¿Para él mismo? Nada. Nada que pudiera concebiblemente modificar la fuerza de su demanda en favor de aquellos a quienes había tomado bajo su protección.

Y, poco a poco, fue quedando claro que, por una vez en su vida, Barley había conseguido un contrato excelente. Si «Pájaro Azul» era una causa perdida, Katya y sus hijos mostraban todas las señales de ser una causa salvada. Ella continuaba en «Octubre», era vista en la ocasional recepción, contestaba al teléfono en su casa y en la oficina. Los gemelos seguían yendo a la escuela y cantaban las mismas alegres canciones. Matvey practicaba sus mismas amistosas costumbres.

No tardó, por consiguiente, en añadirse otra gran teoría a las demás. «Los soviéticos están realizando una operación de cobertura interna —decía—. No quieren que trasciendan las revelaciones de incompetencia hechas por “Pájaro Azul”».

Así pues, la aguja giró en sentido contrario durante algún tiempo, y el material de «Pájaro Azul» fue considerado auténtico. Pero no por mucho tiempo.

«Eso es lo que ellos
quieren
que creamos», exclamó un hombre investido de poder.

Y la aguja volvió a girar apresuradamente adonde estaba antes, porque nadie quiere que se rían de uno.

Pero el acuerdo pactado por Barley se mantuvo. Katya no perdió sus privilegios, su tarjeta roja, su apartamento, su empleo ni, con el paso de los meses, su buen aspecto. Al principio, cierto, los informes hablaban de la palidez de la viudedad, de un aspecto desaliñado y de largas ausencias del trabajo. Y, evidentemente, nadie había prometido a Barley que ella no sería invitada a prestar una declaración voluntaria sobre su relación con el difunto «Pájaro Azul».

Pero gradualmente, tras un decoroso periodo de apartamiento, su exuberancia se reafirmó y volvió a la normalidad.

¿Y el propio Barley?

La pista pareció a punto de dar frutos, luego se enfrió y finalmente se tornó gélida.

A los pocos días de haber terminado la feria del libro, sus tías recibieron cartas formales de dimisión, con matasellos de Lisboa, en las que se apreciaban las características del antiguo estilo de Barley… un cansancio general del mundo editorial, la industria ha crecido en exceso, hora de volver su mente hacia otras cosas mientras todavía le quedan unos cuantos buenos años por delante.

En cuanto a sus planes inmediatos, proponía «perderse durante algún tiempo» y explorar lugares insólitos. De modo que estaba claro que ya no se encontraba en Rusia.

Es decir, aparentemente claro.

Y, después de todo, así lo dijo él mismo. Así lo dijo la bella muchacha de la agencia de viajes «Barry Martin», que tiene sus oficinas en el «Mezhdunarodnaya». El señor Scott Blair había decidido volar a Lisboa en lugar de regresar a Londres, dijo. Un mensajero de VAAP trajo su billete. Ella se lo cambió y le reservó plaza en el vuelo directo de «Aeroflot» que salía el lunes a las 11.20 y llegaba a Lisboa a las 15.30, con escala en Praga.

Y alguien utilizó ese billete. Un hombre alto, que no habló con nadie, un Barley auténtico, o casi. Alto como los hombres del vestíbulo de la VAAP quizá, pero le seguimos la pista de todos modos. La seguimos a todo lo largo de la línea, y la línea sólo se detuvo cuando llegó hasta Tina, la patrona lisboeta de Barley. ¡Sí, sí! Tina había tenido noticias de él, dijo a Merridew…, una bonita postal de Moscú diciendo que se había encontrado con una amiga y que se iban a tomar unas vacaciones.

Merridew se sintió profundamente aliviado al saber que, después de todo, Barley no había regresado a su agujero.

Luego, durante los meses siguientes, comenzó a formarse una imagen de la vida subsiguiente de Barley antes de esfumarse de nuevo. Un traficante de drogas germanooccidental oyó durante su detención que un hombre que correspondía a la descripción de Barley estaba siendo sometido a interrogatorio en una cárcel próxima a Kiev. Un tipo jovial, dijo el alemán. Apreciado por los internos. Desenfadado. Hasta los guardianes no podían por menos de dedicarle una sonrisa.

Una intrépida pareja de automovilistas franceses que regresaban a su país habían sido ayudados por un «inglés alto y servicial» que habló un poco de francés con ellos cuando se vieron envueltos en un accidente de carretera con una limusina soviética en las proximidades de Smolensko. Nadie resultó herido. Uno ochenta, lacios cabellos castaños, cortés, de estruendosa carcajada y custodiado por aquellos corpulentos rusos.

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