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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (50 page)

BOOK: La casa Rusia
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Se encontraba en un altiplano al que ninguno de ellos había ascendido. Tenía el objetivo, tenía los medios para alcanzarlo y tenía lo que Clive habría llamado la motivación, que en bocas mejores era resolución. Todo lo que le habían enseñado estado dando frutos mientras se dirigía sosegadamente a la batalla para engañarlos. Pero él no era su burlador.

Sus banderas no eran nada para él. Podían ondear en cualquier viento. Pero él no era su traidor. Él no era su propia causa. Él conocía la batalla que tenía que ganar y por quién tenía que ganarla. Él conocía el sacrificio que estaba dispuesto a hacer. Él no era su traidor. Él era completo.

Él no necesitaba sus asustados rótulos y sus débiles sistemas. Él era un hombre solo, pero era más grande que la suma de los que habían creído lograr su control. Él los conocía como la peor de todas las armas dañinas, porque su existencia justificaba sus objetivos.

De una forma suave que no lo era tanto, había descubierto la ira. Podía oler sus primeras llamas y oír el chisporroteo de sus astillas.

Sólo existía el ahora. Goethe tenía razón. No existía el mañana porque el mañana era la excusa. Existía el ahora o no existía ningún lugar, y Goethe, incluso en ningún lugar, seguía teniendo razón. Debemos eliminar a los hombres grises de nuestro propio interior, debemos quemar nuestros trajes grises y liberar nuestros buenos corazones, que es el sueño de toda persona decente e incluso —se crea o no— de ciertos hombres grises también. Pero ¿cómo? ¿Con qué?

Goethe tenía razón, y no era culpa suya ni de Barley que cada uno de ellos hubiese puesto al otro en movimiento por accidente. Con el radiante espíritu que estaba alzándose en su interior, la sensación de parentesco con su inverosímil amigo que experimentaba resultaba irresistible. Rebosaba de fidelidad al frenético sueño de Goethe de liberar las fuerzas de la cordura y abrir las puertas de las habitaciones sucias.

Pero Barley no se demoró mucho tiempo en la agonía de Goethe. Goethe estaba en el infierno, y, muy probablemente, Barley no tardaría en seguirle. Le lloraré cuando tenga tiempo, pensó. Hasta entonces su tarea estaba con los vivos a quienes Goethe había puesto tan vergonzosamente en peligro y, en un último y valeroso gesto, había intentado preservar.

Para su tarea inmediata, Barley debía utilizar las tretas de los hombres grises. Debía ser él mismo, pero más de lo que lo había sido antes. Debía esperar. Debía preocuparse. Debía ser un hombre vuelto del revés, interiormente reconciliado, exteriormente irrealizado. Debía vivir secretamente de puntillas, arquearse como un gato dentro de su cabeza mientras representa el papel del Barley Blair que ellos quieren ver, de la creación totalmente suya.

Mientras tanto, el jugador de ajedrez que hay en él calcula sus movimientos. El adormecido negociador se está tornando imperceptiblemente despierto. El editor consigue lo que nunca antes ha conseguido, se está convirtiendo en el frío y sereno mediador entre la necesidad y la previsión.

Katya sabe, razonar. Sabe que han cogido a Goethe.

Pero ellos no saben que sabe, porque ella no reveló su conocimiento por el teléfono.

Y ellos no saben que yo sé que Katya sabe.

En el mundo entero yo soy la única persona, aparte de Katya y Goethe, que sabe que Katya sabe.

Katya está libre todavía.

¿Por qué?

No le han quitado los hijos, registrado el piso, metido a Matvey en el manicomio ni manifestado ninguna de las delicadezas tradicionalmente reservadas a las damas rusas que sirven de correo a físicos de la defensa soviética que han decidido confiar los secretos de su nación a un negligente editor occidental.

¿Por qué?

Yo también estoy libre por ahora. No me han encadenado del cuello a una pared de ladrillo.

¿Por qué?

Porque no saben que sabemos que saben.

Así que quieren más.

Nos quieren a nosotros, pero más que a nosotros.

Pueden esperarnos, porque quieren más.

Pero ¿qué es ese más?

¿Cuál es la clave de su paciencia?

Todo el mundo habla
, había dicho Ned, enunciando un hecho de la vida.
Con los métodos actuales, todo el mundo habla.
Le estaba diciendo a Barley que no intentara resistir si le capturaban. Pero Barley no pensaba ya en sí mismo. Estaba pensando en Katya.

Cada día, cada noche que siguió, Barley fue moviendo mentalmente las piezas, puliendo su plan mientras esperaba, como esperábamos todos, la prometida entrevista del viernes con «Pájaro Azul».

En el desayuno, Barley puntualmente manifiesto, editor y espía modelo. Y cada día, a todo lo largo del día, el alma y vida de la feria.

Goethe. No puedo hacer nada por ti. Ningún poder en la tierra te liberará de su garra.

Katya, todavía salvable. Sus hijos, todavía salvables. Aunque todo el mundo habla, y Goethe al final no será una excepción.

Yo, insalvable como siempre.

Goethe me dio el valor
, pensó, mientras crecía en él su secreta determinación,
y Katya el amor.

No. Katya me dio ambas cosas. Y me las sigue dando todavía.

Y el viernes, tan tranquilo como los días anteriores, las pantallas casi en blanco, mientras Barley se dirige metódicamente hacia la gran fiesta de presentación de «Potomac Blair» en el espíritu de Buena Voluntad y
Glasnost
, como dicen nuestras floridas invitaciones, impresas en trípticos de dentados bordes en la propia imprenta del Servicio hace menos de dos semanas.

E intermitentemente, con aparente despreocupación, Barley se asegura de que Katya continúa bien. La llama siempre que puede. Charla con ella y la hace utilizar la palabra «conveniente» como señal de seguridad. A cambio, él introduce la palabra «francamente» en su propio negligente parloteo. Nada importante; nada acerca del amor o la muerte o los grandes poetas alemanes. Sólo:

¿Cómo te va?

Francamente, ¿te está cansando la feria?

¿Qué tal los gemelos?

¿Continúa Matvey disfrutando con su pipa?

Todo lo cual quiere decir, te quiero, y te quiero, y te quiero, y te quiero francamente.

Para más seguridad de que sigue bien, Barley envía a Wicklow para que la eche un vistazo al pasar por el pabellón socialista.

—Está perfectamente —informa Wicklow con una sonrisa, divertido por el nerviosismo de Barley—. Tan pimpante como siempre.

—Gracias —dice Barley—. Muy amable, muchacho.

La segunda vez, de nuevo a petición de Barley, va el propio Henziger. Quizá Barley se está reservando para la noche. O quizás es que no confía en sus propias emociones. Pero ella continúa allí, todavía viva, todavía respirando, y se ha puesto ya su vestido de fiesta.

Y durante todo el tiempo, incluso mientras regresa temprano a la ciudad para adelantarse a sus invitados, Barley continúa pasando revista a su ejército de hechos alterables e inalterables con una claridad de la que incluso el abogado más experto y comprometido se sentiría orgulloso.

Capítulo 16

—¡Gyorgy! ¡Maravilloso! ¡Fantástico! ¿Dónde está Varenka?

—¡Barley, amigo mío, sálvanos, por los clavos de Cristo! No nos gusta el siglo XX más que a ti el inglés. ¡Huyamos juntos de él! Nos vamos esta noche, ¿vale? ¿Sacas los billetes?

—Yuri. Dios mío, ¿ésta es tu nueva esposa? Abandónele. Es un monstruo.

—¡Barley! ¡Escucha! ¡Todo va bien! ¡Ya no tenemos problemas! ¡En los viejos tiempos debíamos suponer que todo era un caos! ¡Ahora podemos mirar nuestros periódicos y confirmarlo!

—¡Misga! ¿Cómo va el trabajo? ¡Súper!

—Por amor de Dios, Barley, es la guerra, guerra abierta. ¡Primero tuvimos que ahorcar a la vieja guardia y luego tuvimos que librar otro Stalingrado!

—¡Leo! ¡Me alegra verte! ¿Cómo está Sonya?

—¡Hazme caso, Barley! ¡El comunismo no es una amenaza! ¡Es una industria parásita que se nutre de los errores que cometéis vosotros, los estúpidos cretinos de Occidente!

La recepción se celebraba en la sala, revestida de espejos, del piso alto de un vetusto hotel situado en el centro de la ciudad. Guardias de paisano permanecían fuera, en la acera. Otros más rondaban por el vestíbulo y en la escalera y a la entrada del salón.

«Potomac Blair» había invitado a cien personas. Ocho habían aceptado, nadie había rehusado y hasta el momento habían llegado ciento cincuenta asistentes. Pero hasta que Katya se encontrara entre ellos Barley prefería los espacios próximos a la puerta.

Entró un rebaño de muchachas occidentales, escoltadas por los acostumbrados y dudosos intérpretes oficiales, todos hombres. Un corpulento filósofo que tocaba el clarinete llegó acompañado por su más reciente amiguito.

—¡Aleksander! ¡Fantástico! ¡Maravilloso!

Un siberiano solitario llamado Andrei, ya borracho, necesitaba hablar con Barley sobre un asunto de vital importancia.

—El socialismo de partido único es un desastre, Barley. Nos ha destrozado el corazón. Conservad vuestra variedad británica. ¿Publicarás mi nueva novela?

—Bueno, no sé, Andrei —respondió cautelosamente Barley, mirando hacia la puerta—. Nuestro director ruso la admira, pero no ve un mercado inglés para ella. Estamos pensando en el tema.

—¿Sabes por qué he venido esta noche? —preguntó Andrei.

—Dímelo tú.

Llegó otro bullicioso grupo, pero Katya continuaba sin aparecer.

—Para lucir ante ti mis mejores ropas. Nosotros, los rusos, nos conocemos demasiado bien unos a otros nuestras artimañas. Necesitamos tu espejo occidental. Tú vienes aquí, vuelves a marcharte con nuestras mejores imágenes reflejadas en ti y nos sentimos nobles. Si has publicado mi primera novela, lo lógico es que publiques también la segunda.

—No, si la primera no produjo nada de dinero, ¿no te parece, Andrei? —replicó Barley con rara firmeza, y, para su alivio, vio que Wicklow se dirigía hacia ellos cruzando el salón.

—¿Te has enterado de que Anatoly murió en diciembre en la cárcel a consecuencia de una huelga de hambre? ¿Después de dos años de esta Gran Nueva Rusia que estamos disfrutando? —continuó Andrei, tomando otro enorme trago de whisky, cortesía de la Embajada americana en apoyo de una Rusia más sobria.

—Claro que nos hemos enterado —intervino suavemente Wicklow—. Fue terrible.

—Entonces, ¿por qué no publican mi novela?

Dejando que Wicklow se las hubiera con él, Barley extendió los brazos y se dirigió apresuradamente a la puerta con una expresión radiante en el rostro. Había llegado la soberbia Natalie de la Biblioteca Estatal de Literatura Extranjera, una docta belleza de sesenta años. Se unieron en extático abrazo.

—¿De quién hablaremos esta noche, Barley? ¿De James Joyce o de Adrian Mole? ¿Por qué pareces de pronto tan inteligente? Es porque te has vuelto capitalista.

Una estampida lanzó a la mitad de la concurrencia hacia el fondo del salón e hizo que los guardias atisbaran, alarmados, por la puerta. El rumor de conversaciones se debilitó y volvió a recuperarse. Se había abierto el buffet.

Pero Katya seguía sin llegar.

—Hoy, con la
perestroika
, todo es mucho más fácil —estaba diciendo Natalie con su irresistible sonrisa—. Viajar al extranjero no es ningún problema. Por ejemplo, a Bulgaria. Todo lo que tenemos que hacer es describir a nuestros burócratas qué clase de persona creemos que somos. Naturalmente, los búlgaros necesitan saberlo antes de que lleguemos. Deben estar advertidos de lo que pueden esperar. ¿Somos una persona inteligente, de inteligencia media o normal? Los búlgaros necesitan prepararse, incluso quizás entrenarse un poco. ¿Somos tranquilos o excitables, prosaicos o imaginativos? Una vez que hemos respondido a estas sencillas preguntas ya mil más de parecido jaez, podemos pasar a otros temas más importantes, tales como la dirección y nombre completo de nuestra abuela materna, la fecha de su muerte y el número de su certificado de defunción y, si les da por ahí, quizá también el nombre del médico que lo firmó. Como puedes ver, nuestros burócratas están haciendo todo lo posible por introducir rápidamente las nuevas y más relajadas normas y enviarnos de vacaciones al extranjero con nuestros hijos. Barley, ¿a quién estás esperando? ¿He perdido mi buen aspecto o es que te has aburrido ya de mí?

—¿Y qué les dijiste tú? —preguntó Barley, riendo, e hizo un esfuerzo por mantener los ojos fijos en ella.

—¡Oh! Dije que era muy inteligente, que era una persona tranquila y bienhumorada y que los búlgaros estarían encantados con mi compañía. Los burócratas están poniendo a prueba nuestra determinación, eso es todo. Confían en que, si tenemos que satisfacer a tantos departamentos diferentes, perderemos el ánimo y decidiremos quedarnos en casa. Pero la cosa está mejorando. Todo está mejorando un poco. Quizá no lo creas, pero la
perestroika
no está siendo dirigida por extranjeros. Está dirigida por nosotros.

—¿Cómo está tu perro, Barley? —murmuró junto a Barley una lúgubre voz de hombre. Era Arkady, escultor extraoficial, con su bella amiga extraoficial.

—Yo no tengo perro, Arkady. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque a partir de este momento resulta menos peligroso hablar del propio perro que de los prójimos humanos diría yo.

Barley volvió la cabeza para seguir la mirada de Arkady y vio a Alik Zapadny, de pie en el otro extremo del salón y en animada conversación con Katya.

—Los moscovitas estamos hablando demasiado peligrosamente estos días —continuó Arkady, con los ojos todavía fijos en Zapadny—. En nuestra excitación, nos estamos tornando irreflexivos. Los informadores por lo menos tendrán una buena cosecha este otoño. Pregúntale a él. Yo diría que está en la cúspide de su profesión.

—Alik, viejo diablo, ¿qué rollo le estás metiendo a esta pobre chica? —preguntó Barley, mientras abrazaba primero a Katya y luego a Zapadny—. He podido verla ruborizarse desde el otro extremo del salón. Debes tener cuidado con él, Katya. Su inglés es casi tan bueno como el tuyo, y lo habla mucho más de prisa. ¿Cómo, estás?

—¡Oh! Gracias —dijo ella, suavemente—. Estoy
muy
bien.

Llevaba el mismo vestido que había llevado en su entrevista en el «Odessa». Se mostraba retraída, pero conservando el dominio de sí misma. Su rostro tenía la sufrida ansiedad de la aflicción. Dan Zeppelin y Mary Lou estaban con ellos.

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