—Estoy diciendo que no se le dé la lista de compra.
Sheriton se inclinó hacia él ladeando la cabeza como si estuviese un poco sordo.
—¿A
Barley?
¿O a «Pájaro Azul»?
—A ninguno de los dos. Final.
Sheriton acabó enfadándose realmente. Había estado preparándose para este momento, y ahora había llegado. Se situó delante de Ned, a menos de medio metro de él, y cuando levantó las manos en ademán de reproche, levantó también la mitad de su esponjoso jersey, lo que le hizo parecer un gigantesco murciélago enfurecido.
—¡De acuerdo entonces! Ésta es nuestra situación de caso peor. Preparada al estilo Ned. ¿De acuerdo? Le enseñamos a «Pájaro Azul» la lista de compra, y él resulta ser agente de ellos, no nuestro. ¿He considerado esa posibilidad? Día y noche, apenas si he considerado otra cosa, Ned. Si «Pájaro Azul» es de ellos y no nuestro, si Barley lo es, si la chica lo es, si todos o alguno de los participantes no es estrictamente trigo limpio, la lista de compra brillará como una luz resplandeciente por el orificio anal de los Estados Unidos de América —empezó a pasear de un lado a otro—. Mostrará a los soviéticos lo que su propio hombre ha revelado. Así que sabrán qué es lo que sabemos. Esto ya es malo. Pero además mostrará a los soviéticos que,
no
sabemos y
cómo
no lo sabemos. Malo también, pero aún falta lo peor. Inteligentemente analizada, la lista de compra puede ponerles de manifiesto los fallos de nuestra maquinaria de recogida de información y, si son más inteligentes aún, los de nuestro grotesco, ridículo, incompetente y cómicamente abarrotado arsenal. ¿Por qué? Porque, al final, nos concentramos en lo que nos asusta, que es lo que nosotros no podemos hacer y ellos sí. Ése es el lado desfavorable. He mirado el saldo bancario, Ned. Conozco los riesgos. Sé lo que podemos ganar con «Pájaro Azul» y lo que nos va a costar si metemos la pata. El perder me desilusiona. Lo he visto otras veces, y no me impresiona. Si estamos equivocados, todo se va al diablo. Lo sabíamos allá, en la isla aquella, y lo sabemos ahora un poco mejor porque ha llegado el momento de utilizar munición viva. Pero
no
es éste el momento de empezar a mirar por encima de nuestros hombros a menos que tengamos una razón poderosísima.
Volvió a acercarse a Ned.
—¡«Pájaro Azul» es sincero, Ned! ¿Recuerdas? Son tus palabras. ¡Te las agradecí y sigo agradeciéndotelas! «Pájaro Azul» está diciendo la pura verdad, tal como él la conoce. Ya mis miopes jefes va a haber que metérsela por el culo aunque revienten. ¿Me oyes, Ned? ¿O ya te he hecho dormir?
Pero Ned no cedió a la negra ira de Sheriton.
—No se la des, Russell. Le hemos perdido. Si le das algo, dale humo.
—
¿Humo?
¿Jugársela a Barley, quieres decir? ¿Admitir que «Pájaro Azul» es falso? ¿Bromeas? ¡Dame
pruebas
, Ned! ¡No me des
presentimientos!
¡Dame una jodida
prueba!
¡Todo el mundo en Washington que no tiene pelos entre los dedos de los pies me dice que «Pájaro Azul», es la Sagrada Biblia, el Talmud y el Corán! ¡Y ahora
tú
me dices que le dé humo! ¡Tú nos metiste en esto, Ned! ¡No trates de escabullirte a las primeras de cambio!
Ned reflexionó sobre esto unos momentos, y Clive reflexionó sobre Ned. Finalmente, Ned se encogió de hombros como diciendo quizá que daba lo mismo. Luego, volvió a su mesa, donde se sentó, solo, pareciendo leer papeles, y recuerdo que yo me pregunté de pronto si también él tendría una Hannah, si la teníamos todos, alguna vida secreta que le mantenía sujeto a la rueda.
Quizás era cierto que VAAP no tenía habitaciones pequeñas, o quizás Alik Zapadny, después de sus años en la cárcel, sentía una comprensible aversión hacia ellas.
En cualquier caso, la habitación que había elegido para su entrevista le pareció a Barley lo bastante grande como para organizar allí un baile de regimiento, y lo único pequeño que había en ella era el propio Zapadny, que se agazapaba al extremo de una larga mesa como un ratón en una balsa, mirando con penetrantes ojos a su visitante mientras avanzaba hacia él caminando sobre el suelo de parqué, con los largos brazos oscilando a los costados, los codos ligeramente levantados y una expresión en el rostro que ni Zapadny ni quizá nadie le había visto jamás: no de excusa, vaga ni deliberadamente necia, sino de una firmeza de intención casi amenazadora.
Zapadny había dispuesto delante de sí varios papeles, y un montón de libros junto a los papeles, y una jarra de agua y dos vasos. Y era evidente que deseaba dar a Barley la impresión de haber sido sorprendido en medio de sus ocupaciones, en lugar de enfrentársele a sangre fría, sin el apoyo o la protección de sus innumerables ayudantes.
—Barley, mi querido amigo, es muy amable por su parte venir a despedirse; seguramente estará tan ocupado como yo en este momento —empezó, hablando demasiado de prisa—. Yo diría que si nuestra industria editorial continúa expandiéndose así vamos a tener que emplear a cien personas más y solicitar que se nos concedan oficinas más amplias, aunque esto es sólo mi opinión personal y no oficial. —Revolvió nerviosamente sus papeles y echó hacia atrás una silla en lo que imaginaba ser un gesto de cortesía europea de viejo estilo. Pero, como de costumbre, Barley prefirió quedarse de pie—. Bueno, no puedo ofrecerle una copa en el lugar de trabajo, pero siéntese y cambiaremos impresiones durante un rato… —levantando las cejas y mirando al reloj—, Dios mío, deberíamos disponer de un mes, no de cinco días solamente. ¿Cómo va el Ferrocarril Transiberiano? Quiero decir que no veo dificultades básicas ahí, siempre que se respete nuestra propia posición y todas las partes contratantes observen las reglas de juego limpio. ¿Se muestran demasiado codiciosos los finlandeses? ¿Quizás es el señor Henziger quien se muestra codicioso? Ciertamente, es un tipo duro de pelar, diría yo.
Su mirada volvió a cruzarse con la de Barley, y su desasosiego aumentó. De pie ante él, Barley no tenía el aspecto de un hombre que quisiera hablar del Ferrocarril Transiberiano.
—La verdad es que me resulta un poco extraño que usted insistiera tan dogmáticamente en hablar completamente a solas conmigo —continuó Zapadny, no sin desesperación—. Después de todo, esto es de la plena competencia de la señora Korneyeva. Ella y su personal son directamente responsables del fotógrafo y de todos los detalles de tipo práctico.
Pero Barley también tenía preparado un discurso, aunque no resultó en absoluto afectado por el nerviosismo de Zapadny.
—Alik —dijo, rehusando sentarse—. ¿Funciona ese teléfono?
—Claro.
—Necesito traicionar a mi país y tengo prisa. Y me gustaría que me pusieses en contacto con las autoridades adecuadas, porque hay ciertas cosas que deben quedar concretadas de antemano. Así que no me vengas con que no sabes con quién hablar, hazlo simplemente, o perderás muchos puntos con los cerdos que piensan que te dominan.
Era media tarde, pero un crepúsculo invernal se había instalado ya sobre Londres y el pequeño despacho de Ned en la Casa Rusia estaba sumergido en una suave media luz. Había puesto los pies sobre la mesa y estaba recostado en su silla, con los ojos cerrados y un vaso de oscuro whisky al alcance de la mano, vaso que en manera alguna, me di cuenta en seguida, era el primero del día.
—¿Sigue Clive enclaustrado con los nobles de Whitehall? —me preguntó con fatigada ligereza.
—Está en la Embajada americana, preparando la lista de compra.
—Yo creía que a ningún simple británico se le permitía estar cerca de esa lista.
—Están hablando de principios. Sheriton tiene que firmar una declaración nombrando a Barley americano honorario. Clive tiene que añadir una nota.
—¿Diciendo qué?
—Que es un hombre de honor y persona digna y honrada.
—¿Se la has redactado tú?
—Claro.
—Mal hecho —dijo Ned, con aire de soñoliento reproche—. Te ahorcarán —se echó hacia atrás y cerró los ojos.
—¿Tanto vale realmente la lista de compra? —pregunté. Por una vez, me daba la impresión de tener un talante más práctico que el de Ned.
—¡Oh!, lo vale todo —respondió indolentemente—. Es decir, si alguna parte de ella vale algo.
—¿Te importa decirme por qué?
Yo no había sido admitido a los secretos más recónditos del material de «Pájaro Azul», pero sabía que, de haberlo sido, no habría entendido ni jota. El concienzudo Ned, en cambio, había procurado instruirse. Se había sentado a los pies de nuestros investigadores adscritos al Servicio y almorzado en el Ateneo con nuestros más grandes científicos del Departamento para ponerse al día.
—Interrelación —dijo con desprecio—. Desbarajuste mutuamente asegurado. Nosotros rastreamos sus juguetes. Ellos rastrean los nuestros. Nos vigilamos unos a otros nuestros torneos de ballestería sin que ni unos ni otros sepamos a qué blancos está apuntando el otro bando. Si apuntan a Londres, ¿darán en Birmingham? ¿Qué es error? ¿Qué es deliberado? ¿Quién se está aproximando al CEP cero? —captó mi aturdimiento y se sintió satisfecho de sí mismo—. Nosotros les vemos lanzar sus ICBM en la península de Kamchatka. ¿Pero pueden lanzarlos sobre un silo de Minuteman? Nosotros no lo sabemos, y ellos tampoco lo saben. Porque en ninguno de los lados se ha probado el material auténtico en condiciones de guerra. Las trayectorias de los ensayos no son las trayectorias que utilizarán cuando empiece la diversión. La Tierra, Dios la bendiga, no es una esfera perfecta. ¿Cómo podría serio a su edad? Su densidad varía. Y también la fuerza gravitatoria cuando vuelan sobre ella cosas tales como misiles y cabezas explosivas. Interviene la oblicuidad. Nuestros planificadores tratan de compensarla en sus verificaciones. Goethe lo intentó. Ellos utilizan los datos suministrados por los satélites de alarma tempranas, y quizá tienen en su empeño más éxito que Goethe. Quizá no. No lo sabremos hasta que la bendita esfera salte en pedazos, y tampoco lo sabrán ellos, porque la prueba real solamente puede hacerse una vez. —Se estiró voluptuosamente, como si el tema le agradara—. Así, pues, los campos se dividen. Los halcones gritan: «¡Los soviéticos tienen una extraordinaria precisión de tiro! ¡Pueden acertarle a una mosca a diez mil kilómetros de distancia!». Y todo lo que las palomas replican es:
«Nosotros
no sabemos lo que los soviéticos pueden hacer, y los soviéticos no saben lo que los soviéticos pueden hacer. Y nadie que no sepa si su arma funciona o no, va a disparar primero. Es la incertidumbre lo que mantiene el equilibrio», dicen las palomas. Pero ése no es un argumento que satisfaga a la mente literal americana, porque la mente literal americana no gusta de habérselas con conceptos imprecisos o grandes visiones. No en su nivel literal. Y lo que Goethe estaba diciendo era una herejía mayor aún. Estaba diciendo que la incertidumbre era lo único que existía. Con lo cual estoy bastante de acuerdo. Así que los halcones le odiaban y las palomas organizaron un baile y se colgaron de la araña central. —Bebió de nuevo—. Si por lo menos Goethe hubiese respaldado a los que sostenían la precisión de tiro, todo habría ido bien —dijo, con tono de reproche.
—¿Y la lista de compra? —volví a preguntarle.
Clavó la mirada en su vaso.
—La selección de objetivos que haga una de las partes, mi querido Palfrey, se basa en las suposiciones de esa parte acerca de la otra. Y viceversa.
Ad infinitum.
¿Acorazamos nuestros silos? Si el enemigo no puede alcanzarlos, ¿por qué molestamos? ¿Los superacorazamos —aunque supiéramos cómo—, con un costo cifrable en miles de millones? De hecho, ya lo estábamos haciendo, aunque no se ha divulgado mucho. ¿O los protegemos imperfectamente con SDI a costa de más miles de millones? Depende de cuáles sean nuestros prejuicios y de quién firme el cheque de nuestro sueldo. Depende de que seamos fabricantes o contribuyentes. ¿Instalamos nuestros cohetes en trenes, o en autopistas, o en carreteras rurales, que es lo que se lleva este mes? ¿O decimos que todo es una basura, así que al diablo con ello?
—¿Así que es el fin o el principio? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—¿Cuándo llegará a terminar? Enciende tu televisor, ¿qué ves? Los dirigentes de ambos bandos abrazándose. Lágrimas en los ojos. Pareciéndose cada día más uno a otro.
¡Hurra, todo ha terminado!
Por los huevos. Escucha a los que están en el ajo y te das cuenta de que el cuadro no ha variado una sola pincelada.
—¿Y si apago mi televisor? ¿Qué veré entonces?
Había dejado de sonreír. De hecho, su rostro estaba más serio de lo que yo le había visto nunca, aunque su ira —si de eso se trataba— parecía no ir dirigida contra nadie más que contra sí mismo.
—Nos verás a
nosotros
. Ocultos detrás de nuestras grises pantallas. Diciéndonos unos a otros que nosotros mantenemos la paz.
La elusiva verdad que Ned describía brotaba lentamente y en una serie de percepciones distorsionadas, que es lo que suele ocurrir en nuestro mundo secreto.
A las seis de la tarde, Barley fue visto saliendo de las oficinas de VAAP, como nuestras pantallas insistían ahora en avisarnos, y hubo un murmullo de aprensión ante la posibilidad de que estuviera borracho, pues Zapadny era un excelente compañero de bebida, y resultaba probable que un vodka de despedida con él acabara precisamente así. Salió, y Zapadny con él. Se abrazaron efusivamente en el umbral, Zapadny congestionado y un poco excitado en sus movimientos y Barley un tanto rígido, y de ahí la preocupación de los observadores por la posibilidad de que estuviese borracho y su insólita decisión de fotografiarle, como si inmovilizado el momento pudieran serenarle de alguna manera. Y, como ésta es la última fotografía suya que hay en el expediente, cabe imaginar cuánta atención se le ha dedicado. Barley tiene a Zapadny entre sus brazos, y hay fuerza en su abrazo, al menos por su parte. En mi imaginación, aunque en la de nadie más, es como si Barley estuviera sosteniendo al pobre hombre para infundirle el valor necesario para mantener su mitad del pacto; como si le estuviera insuflando literalmente valor. Y el rosa es extraño. VAAP es una antigua escuela de la calle Bolshaya Bronnaya, en el centro de Moscú. Fue construida, supongo, a principios de siglo, con grandes ventanas y fachada de yeso. Y este yeso fue pintado aquel año de un color rosa claro, que en la fotografía se transforma en un vivo naranja, presumiblemente por los últimos rayos de un sol rojizo. Los entrelazados hombres quedan, así, encerrados en un profano halo escarlata que semeja una llamarada roja. Uno de los vigilantes se introdujo incluso en el vestíbulo de entrada con el pretexto de visitar la cafetería y trató de obtener una fotografía desde el otro lado. Pero en su camino se interponía un hombre alto que contemplaba la escena desde la acera. Nadie le ha identificado. En el quiosco de periódicos, un segundo hombre, también alto, está bebiendo un vaso grande, pero sin mucha convicción, pues tiene los ojos vueltos hacia las dos figuras que se abrazan en el exterior.