Read La casa Rusia Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (40 page)

BOOK: La casa Rusia
12.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Algo así.

—¿Haraganeando mientras esperaba a Katya? ¿Haraganeando mientras esperaba a Goethe? Parece que haraganeó bastante una vez que usted y Goethe hubieron terminado su conferencia, ¿no?

Con las gafas en la punta de la nariz, Brady estaba estudiando el papel antes de pasárselo a Skelton. Sabía que la pausa era deliberada, pero me asustó de todos modos, y creo que le asustó también a Ned, pues miró a Sheriton y luego, posó de nuevo la vista en Barley.

—Según nuestros informes, facilitados desde el terreno, usted y Goethe se separaron a eso de las 14.33, hora de Leningrado. ¿Ha visto la foto? Enséñesela, Skelton.

Todos la habíamos visto. Todos menos Barley. Mostraba a los dos hombres en los jardines del Smolny después de haberse despedido. Goethe se había vuelto. Las manos de Barley estaban todavía tendidas sobre él tras el abrazo de despedida. La impresión electrónica horaria estampada en el ángulo superior izquierdo señalaba las 14 horas, 33 minutos, 20 segundos.

—¿Recuerda las últimas palabras que le dijo? —preguntó Brady, con aire de dulce reminiscencia.

—Le dije que publicaría su obra.

—¿Recuerda las últimas palabras que
él
le dijo a
usted?

—Quería saber si debía buscar otro ser humano decente.

—Extraordinaria despedida —observó sosegada mente Brady, mientras Barley continuaba mirando la fotografía y él Y Skelton le miraban—. ¿Qué hizo usted luego, Barley?

—Volví al «Europa» y entregué el material.

—¿Qué camino siguió? ¿Recuerda?

—El mismo por el que fui allí. Trolebús a la ciudad y luego, un rato andando.

—¿Tuvo que esperar mucho tiempo el trolebús? —preguntó Brady mientras su acento meridional se convertía, para mi oído al menos, más en un sonsonete burlón que en una digresión regional.

—Que yo recuerde, no.

—¿Cuánto tiempo?

—Cinco minutos. Quizá más.

Hasta aquel momento, yo no podía recordar una sola ocasión en que Barley hubiera alegado una memoria imperfecta.

—¿Mucha gente en la cola?

—No mucha. Unas cuantas personas. No las conté.

—El trolebús pasa cada diez minutos. El trayecto hasta la ciudad dura otros diez. El recorrido a pie, a su paso, hasta el «Europa», diez. Nuestros hombres lo han cronometrado en todas las direcciones. Diez es el máximo. Pero, según el señor y la señora Henziger, usted no se presentó en su habitación del hotel hasta las 15.55. Eso nos deja un hueco bastante grande, Barley. Como un agujero en el tiempo. ¿Quiere decirme cómo vamos a llenarlo? Supongo que no se iría a empinar el codo, ¿verdad? Llevaba usted una mercancía muy valiosa. Yo hubiera imaginado que deseaba desprenderse rápidamente de ella.

Barley se estaba tornando cauteloso, y Brady debía de haberse dado cuenta, pues su acogedora sonrisa meridional estaba ofreciendo una nueva clase de estímulo, la clase que decía «desembuche».

En cuanto a Ned, se hallaba completamente inmóvil, con los dos pies bien posadas en el suelo y la vista fija en el turbado rostro de Barley.

Sólo Clive y Sheriton parecían haberse comprometido a no manifestar absolutamente ninguna emoción.

—¿Qué estuvo haciendo, Barley? —preguntó Barley.

—Vagabundear —respondió Barley, no mintiendo nada bien.

—¿Con el cuaderno de Goethe? ¿El cuaderno que le
confió
a usted, juntamente con su vida? ¿Vagabundear? Eligió usted una tarde muy extraña para pasarse cincuenta minutos vagabundeando, Barley. ¿Adónde fue?

—Anduve paseando por la orilla del río. Por donde habíamos estado. Paddy me había dicho que fuese con calma. Que no me apresurase a volver al hotel, sino que regresara despacio.

—Es cierto —murmuró Ned—; Ésas fueron mis instrucciones a través del puesto en Moscú.

—¿Durante cincuenta minutos? —insistió Brady, haciendo caso omiso de la intervención de Ned.

—No sé cuánto duró. No estuve mirando el reloj. Si va uno con calma, va con calma.

—¿Y no se le pasó por la imaginación que con una cinta magnetofónica y una batería eléctrica en los pantalones, y un cuaderno lleno de material informativo de un valor potencialmente inestimable en su cartera de mano, la distancia más corta entre dos puntos podría ser una línea recta?

Barley se estaba encolerizando peligrosamente pero el peligro era para él mismo, como la expresión de Ned, y temo que la mía, podían haberle advertido.

—Mire, no me está escuchando, ¿verdad? —exclamó con aspereza—. Le he dicho que Paddy me indicó que fuese con calma. Así es como me adiestraron en Londres, en nuestro estúpido cursillo. Vaya con calma. Nunca se dé prisa si lleva algo. Es mejor hacer el esfuerzo consciente de ir despacio.

Una vez más, el bueno de Ned trató de colaborar.

—Eso es lo que se le enseñó —dijo.

Pero estaba mirando a Barley mientras hablaba.

Brady también estaba mirando a Barley.

—¿De modo que, vagabundeando, usted se
alejó
de la parada del trolebús,
en dirección
a la sede del Partido Comunista en el Instituto Smolny…, por no mencionar el Komsomol y otro par de santuarios comunistas,
llevando
el cuaderno de Goethe en su cartera? ¿Por qué hizo eso, Barley? Los agentes hacen a veces cosas extrañas en el campo de operaciones, no hace falta que me lo diga, pero esto me parece absolutamente suicida.

—¡Estaba obedeciendo órdenes, Brady, maldita sea! ¡Estaba yendo con calma! ¿Cuántas veces tengo que decírselo?

Pero incluso durante su exabrupto se me ocurrió que Barley se hallaba cogido, no tanto en una mentira, como en un dilema. Había demasiada sinceridad en su exclamación, demasiada soledad en sus acosados ojos. Y Brady, dicho sea en su honor, parecía comprenderlo también así, pues no manifestaba ninguna señal de triunfo por la turbación de Barley, prefiriendo mostrarse amistoso en lugar de hostigarle.

—¿Sabe, Barley? Mucha gente por aquí encontraría en extremo sospechoso un hueco como ése —dijo Brady—. Se representarían la imagen de usted sentado en el despacho o en el coche de alguien mientras ese alguien fotografiaba el cuaderno de Goethe o le daba órdenes. ¿Hizo usted algo de eso? Supongo que éste es el momento de decirlo si, en efecto, lo hizo. Nunca será un buen momento, pero éste es probablemente el mejor que vayamos a tener jamás.

—No.

—¿No lo quiere decir?

—Eso no es lo que sucedió.

—Bueno, algo sucedió. ¿Recuerda qué pensaba usted mientras vagabundeaba?

—En Goethe. En publicar su obra. Destruyendo el templo si se veía en la precisión de hacerlo.

—¿Qué templo es ése exactamente? ¿Podemos prescindir un poco de la metafísica?

—Katya. Los niños. Llevándoselos consigo si le cogen. No sé quién tiene derecho a hacer eso. No puedo discernirlo.

—Así que estuvo vagabundeando y tratando de discernirlo.

Quizá Barley estuvo vagabundeando, quizá no. Se había encerrado en un profundo silencio.

—¿No habría sido más normal entregar primero el cuaderno y tratar de discernir la ética después? Me sorprende que pudiera usted pensar con claridad mientras tenía aquella maldita cosa abrasándole la cartera de mano. No estoy sugiriendo que ninguno de nosotros sea muy lógico en esas situaciones, pero aun conforme a las leyes de la ilógica, yo pensaría que se había colocado usted en una situación en extremo incómoda. Pienso que usted hizo algo. Creo que usted lo piensa también.

—Compré un sombrero.

—¿Qué clase de sombrero?

—Un sombrero de piel. Un sombrero de mujer.

—¿Para quién?

—La señorita Coad.

—¿Una amiguita?

—Es la encargada de la casa de seguridad de Knightsbridge —intervino Ned antes de que Barley pudiera responder.

—¿Dónde lo compró?

—En el camino entre la parada de tranvías y el hotel. No sé dónde. En una tienda.

—¿Eso fue todo?

—Sólo un sombrero. Uno nada más.

—¿Cuánto tiempo tardó?

—Tuve que hacer cola.

—¿Cuánto tardó?

—No lo sé.

—¿Qué más hizo?

—Nada. Compré un sombrero.

—Está mintiendo, Barley. No gravemente, pero, sin duda alguna, está mintiendo. ¿Qué más hizo?

—La telefoneé.

—¿A la señorita Coad?

—A Katya.

—¿Desde dónde?

—Desde una oficina de Correos.

—¿Cuál?

Ned se había puesto una mano sobre la frente como para protegerse los ojos del sol. Pero la tormenta había comenzado ya, y al otro lado de la ventana el cielo y el mar se habían ennegrecido.

—No sé. Un sitio grande. Cabinas telefónicas bajo una especie de voladizo de hierro.

—¿La llamó a su oficina o a su casa?

—A la oficina. Eran horas de oficina. A su oficina.

—¿Por qué no le oímos hacerlo en las cintas?

—Las desconecté.

—¿Cuál era el objeto de la llamada?

—Quería asegurarme de que se encontraba bien.

—¿Cómo lo hizo?

—Dije hola. Ella dijo hola. Yo dije que estaba en Leningrado, que me había reunido con mi contacto y que todo iba bien. Cualquiera que escuchase pensaría que estaba hablando de Henziger. Katya sabría que estaba hablando de Goethe.

—Me parece razonable —dijo Brady con indulgente sonrisa.

—Dije que adiós otra vez hasta la feria del libro de Moscú y que se cuidase. Ella dijo que lo haría. Cuidarse, me refiero. Adiós.

—¿Algo más?

—Le dije que destruyese los Jane Austen que le había dado. Que no eran la edición buena. Que le traería otros nuevos.

—¿Por qué había de hacer eso?

—Los Jane Austen llevaban impresos en el texto preguntas dirigidas a Goethe. Eran duplicados de las preguntas que figuraban en el libro en rústica que él no quiso coger. Por si le hablaba ella, y no yo. Constituían un peligro para ella. Como, de todas formas, él no las iba a contestar, no quería que ella las tuviese en su casa.

Reinaba un silencio y una quietud absoluta en la sala. Sólo se oía el viento marino que hacía crujir las contraventanas.

—¿Cuánto duró su conversación telefónica con Katya, Barley?

—No sé.

—¿Cuánto dinero le costó?

—No sé. Pagué en el mostrador. Dos rublos y pico. Hablé mucho sobre la feria del libro. Y ella también. Yo quería escucharla.

Esta vez le correspondió a Brady guardar silencio.

—Tenía la impresión de que, mientras estuviese hablando, la vida era normal. Que ella se encontraba bien.

Brady tardó unos momentos en hablar y, luego, para sorpresa nuestra, puso fin a su actuación.

—O sea que fue una conversación intrascendente —sugirió, mientras empezaba a meter sus cosas en su vieja cartera de mano.

—Sí —asintió Barley—. Una charla.

—Como entre conocidos —prosiguió Brady, cerrando su cartera—. Gracias, Barley. Le admiro.

Barley salió, y continuamos sentados en la amplia sala de estar, con Brady en el centro.

—Deshágase de él, Clive —aconsejó Brady, con voz todavía impregnada de cortesía—. Es escamoso, es un riesgo y piensa demasiado. «Pájaro Azul» está levantando una marejada que usted no se imagina. Los distintos sectores están soliviantados, los generales de Aviación están frenéticos, Defensa dice que es un agente saboteador, el Pentágono acusa a la Agencia de promocionar mercancía falsificada. Su única esperanza es prescindir de este hombre y poner un profesional, uno de los nuestros.

—«Pájaro Azul» no tratará con un profesional —dijo Ned, y percibí la furia que hervía en su voz y comprendí que estaba a punto de estallar.

Skelton también tenía una sugerencia que hacer. Era la primera vez que le oía hablar, y tuve que alargar la cabeza para captar su cultivada voz de universitario.

—Al carajo con «Pájaro Azul» —dijo—. Es un traidor y un loco acosado por un sentimiento de culpabilidad y quién sabe qué más cosas es. Manténgale donde está. Díganle que si deja de producir le entregaremos a su propia gente, y a la chica con él.

—Si Goethe es buen chico recibirá su premio, de eso me encargo yo —prometió Brady—. Un millón no es problema. Diez millones, mejor. Si se le asusta y se le paga lo suficiente, quizá los neandertales crean que es sincero y veraz. Russell, mis saludos. Clive, ha sido un placer. Harry, Ned.

Con Skelton al lado, empezó a avanzar hacia la puerta.

Pero Ned no le estaba diciendo adiós. No levantó la voz ni dio un puñetazo sobre la mesa, pero tampoco reprimió el oscuro fulgor de sus ojos ni el filo acerado de sus palabras.

—¡Brady!

—¿Alguna idea, Ned?

—«Pájaro Azul» no se dejará amedrentar. Ni por ellos, ni por ustedes. El chantaje puede parecer muy bien en la sala de planificación, pero no dará resultado sobre el terreno. Escuche las cintas si no me cree. «Pájaro Azul» está buscando el martirio. A los mártires no se les amenaza.

—¿Qué se hace con ellos entonces, Ned?

—¿Le ha mentido Barley?

—No excesivamente.

—Él es sincero y directo. Mientras ustedes se andan con rodeos, «Pájaro Azul» va en línea recta a su objetivo. Y ha elegido a Barley como compañero. Barley es la única posibilidad que tenemos.

—Está enamorado de la chica —dijo Brady—. Es un tipo complicado. Es un peligro.

—Está enamorado de cientos de chicas. Se declara a cada chica que conoce. Él es así. No es Barley quien piensa demasiado, sino los hombres de ustedes.

Brady estaba interesado. No en su propia convicción, si es que tenía alguna, sino en la de Ned.

—Yo he tenido casos de todas clases —prosiguió Ned—. Y también usted. Algunos nunca son claros y directos, ni siquiera cuando han terminado. Éste lo fue desde el primer día, y si alguien lo está torciendo somos nosotros.

Nunca le había oído hablar con tanta vehemencia. Ni tampoco Sheriton, pues estaba paralizado, y quizá fue por eso podo que Clive se sintió obligado a intervenir con unos cuantos tópicos que permitiesen una salida momentánea.

—Sí, bueno, yo creo que tenemos ahí materia abundante de reflexión, Brady. Russell, tenemos que hablar con calma de esto. Quizás haya una vía intermedia. Es muy posible. ¿Por qué no realizamos sondeos? Explorar un poco la cuestión. Repasarla una vez más.

Pero nadie se había marchado. Brady, pese a las trivialidades dichas por Clive para que se fuera, había permanecido exactamente donde estaba, y observé en su rostro una especie de inusitada expresión de bondad que era como el hombre real bajo la máscara.

BOOK: La casa Rusia
12.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Kat Trap by Cairo
Second You Sin by Scott Sherman
The King's Commission by Dewey Lambdin
A Mortal Terror by James R. Benn
Mosaic by Leigh Talbert Moore
Chances by Nowak, Pamela
Black dawn by Lisa J. Smith
English Horse by Bonnie Bryant