Y para Katya todo cuanto podría desear durante el resto de su vida…, lápices de labios y un jersey y perfumes y un pañuelo de seda francés demasiado bonito para llevarlo puesto.
Para entonces, Katya había salido con el coche del patio del «Mezh» y tomado por una carretera llena de baches, charlando sobre la feria del libro que se inauguraba al día siguiente y tratando de sortear los inundados hoyos.
Se dirigían hacia el Este. El suave y dorado sol de septiembre pendía ante ellos en el firmamento, haciendo que incluso los suburbios de Moscú parecieran hermosos. Entraron en la melancólica llanura de las afueras de Moscú, con sus campos sin dueño, sus desoladas iglesias y sus transformadores vallados. Grupos de viejas
dachas
se desparramaban como antiguas casetas de playa a lo largo de la carretera, y sus esculpidos frontis y sus cercados jardines le recordaban a Barley las estaciones ferroviarias rurales inglesas de su juventud. Desde su asiento delantero, Matvey los estaba envenenando a todos con su nueva pipa y proclamando su éxtasis por entre las nubes de humo. Pero Katya se hallaba demasiado ocupada señalando puntos interesantes del paisaje como para prestarle mucha atención.
—En aquella colina está la fundición tal y tal, Barley. El edificio de cemento de tu izquierda es una granja colectiva.
—¡Magnífico! —exclamó Barley—. ¡Fascinante! ¡Pero menudo día!
Anna había volcado sus lápices sobre su regazo descubriendo que si lamía las puntas dejaban regueros húmedos de pintura. Sergey la urgía a volver a guardarlos en su bote y Barley trataba de mantener la paz dibujándole animales para que ella los colorease, pero las superficies de las carreteras de Moscú no son consideradas con los artistas.
—
Verde
no, zoquete —le dijo—. ¿Cuándo se ha visto una vaca verde? Por amor de Dios, Katya, tu hija cree que las vacas son verdes.
—¡Oh, Anna carece por completo de sentido práctico! —exclamó Katya, riendo, y, hablando por encima del hombro, le dijo algo a Anna, que miró a Barley y rió entre dientes.
Y todo esto tenía que ser oído por encima del continuado monólogo de Matvey y la inmensa hilaridad de Anna y las enojadas interjecciones de Sergey, por no mencionar el atormentado tronar del pequeño motor, hasta que nadie pudo oír nada más que a sí mismo. De pronto, el coche se salió de la carretera y empezó a avanzar por un campo de hierba y a remontar luego una colina sin tan siquiera una pista que los guiase, con grandes carcajadas de los niños y también de Katya, mientras Matvey se agarraba la gorra con una mano y la pipa con la otra.
—¿Lo ves? —le preguntó Katya a Barley por encima del alboroto, como si hubiera demostrado una cuestión largamente discutida entre enamorados—. En Rusia podemos ir
exactamente
por donde se nos antoje, siempre que no invadamos las fincas de nuestros millonarios o nuestros funcionarios gubernamentales.
Coronaron la colina entre nuevas y tumultuosas risas y se hundieron en una depresión herbosa. Volvieron a elevarse luego como un barco sobre las olas, para acabar enfilando un camino rural que discurría junto a un arroyo. El arroyo se internaba en un bosquecillo de abedules, hasta el que también llevaba el camino. Katya detuvo el coche, accionando el freno de mano como si estuviese reduciendo la velocidad de un trineo. Estaban solos en el paraíso, con el arroyo en el que construir una presa, y una ribera en la que hacer su comida campestre y espacio para jugar al
lapta
con el palo y la pelota de Sergey, que estaban en el maletero del coche, y que requería que todos se situasen en círculo y uno lanzase la pelota y otro la golpease.
Pronto quedó claro que Anna se interesaba muy poco por el
lapta
. Su ambición era despacharlo lo más alegremente posible y, luego, disponerse a almorzar y a flirtear con Barley. Pero Sergey, el soldado, era un fiel creyente, y Matvey, el marinero, un fanático. Mientras disponía las cosas para el almuerzo, Katya explicó la importancia mística del
lapta
para el desarrollo de la cultura occidental.
—Matvey me asegura que es el origen del béisbol americano y de vuestro críquet inglés. Él cree que fue introducido en tu país por inmigrantes rusos. Estoy segura de que también cree que fue inventado por Pedro
el Grande
.
—Si eso es verdad, es la muerte del Imperio —dijo gravemente Barley.
Tendido sobre la hierba, Matvey continúa hablando volublemente mientras da chupadas a su nueva pipa. Sus generosos ojos azules, volviéndose hacia su glorioso pasado de Leningrado, están llenos de una luz heroica. Pero Katya le oye como si fuese una radio que no es posible apagar. Capta el detalle curioso y es sorda para todo lo demás. Caminando a través de la hierba, sube al coche y cierra la portezuela tras de sí, para reaparecer en pantalón corto, llevando el almuerzo en una bolsa de hule, con bocadillos envueltos en papel de periódico. Ha preparado
kotleti
y pollo fríos y empanadillas. Tiene pepino salado y huevos duros. Ha traído botellas de cerveza
Zhiguli
y Barley whisky, con el que Matvey brinda fervorosamente por algún monarca ausente, quizás el propio Pedro.
Sergey, de pie en la orilla, rastrea el agua con su red. Su sueño, explica Katya, es coger un pez y guisarlo para todos los que dependen de él. Anna está dibujando. Ostentosamente, se aparta de su obra para que los otros puedan admirarla. Quiere dar un retrato suyo a Barley para que lo cuelgue en su habitación de Londres.
—Me pregunto si estás casado —dice Katya, cediendo a la insistencia de su hija.
—No, ahora no, pero siempre estoy disponible.
Anna hace otra pregunta, pero Katya se ruboriza y la reprende. Cumplidos sus reales deberes, Matvey se ha tendido de espaldas, con la gorra sobre los ojos, parloteando acerca de Dios sabe qué, salvo que, sea lo que sea, le resulta sumamente agradable.
—Pronto describirá el sitio de Leningrado —dice Katya, con cariñosa sonrisa.
Una pausa mientras mira a Barley. La mirada quiere decir: «Ahora podemos hablar».
El camión gris se marchaba ya. Barley llevaba un rato notando su presencia con desagrado, esperando que fuese amistoso pero deseando que los dejara solos. Las ventanillas laterales de la cabina estaban oscuras de polvo. Con una sensación de agradecimiento, lo vio por fin entrar lentamente en la carretera y perderse luego, también lentamente, de su vista y sus pensamientos.
—¡Oh!, él se encuentra
muy
bien —decía Katya—. Me escribió una larga carta, y todo le va de maravilla. Estuvo enfermo, pero se ha recuperado por completo, estoy segura. Tiene muchas cosas de que hablar contigo, y durante la feria hará una visita especial a Moscú para estar contigo y conocer los progresos con relación a su libro. Le gustaría ver pronto algún manuscrito preparado, aunque sea una página sólo. Mi opinión es que sería peligroso, pero él es muy impaciente. Quiere propuestas sobre el título, traducciones, incluso ilustraciones. Yo creo que se está convirtiendo en el típico escritor dictatorial. Lo confirmará todo dentro de muy poco y encontrará también un apartamento donde podáis entrevistaras. Quiere hacer todos los preparativos por sí mismo, ¿te imaginas? Creo que has sido una influencia muy beneficiosa para él.
Estaba buscando algo en su bolso. Un coche rojo había aparcado al otro lado del bosquecillo de abedules, pero ella parecía ajena a Indo lo que no fuese su propio buen humor.
—Personalmente, yo creo que su obra no tardará en ser considerada superflua. Con las conversaciones sobre desarme avanzando tan rápidamente y con la nueva atmósfera de cooperación internacional, todas estas terribles cosas pertenecerán muy pronto al pasado. Naturalmente, los americanos recelan de nosotros. Naturalmente, también nosotros recelamos de ellos. Pero cuando hayamos unido nuestras fuerzas, podremos desarmarnos completamente e impedir juntos toda nueva perturbación en el mundo. —Era su voz didáctica, que no admitía discusión.
—¿Cómo impediremos toda nueva perturbación en el mundo si no tenemos armas con que impedirla? —objetó Barley, y se ganó una severa mirada por su temeridad.
—Barley, creo que estás siendo occidental y negativo —replicó ella, mientras sacaba el sobre de su bolso—. Fuiste tú, no yo, quien dijo a Yakov que necesitábamos efectuar un experimento en la naturaleza humana.
Ningún sello, observó Barley. Ningún matasellos. Sólo «Katya» en caracteres cirílicos, en lo que parecía la letra de Goethe, pero ¿quién podría asegurarlo? Experimentó una súbita sensación de alarma en la cabeza y los hombros, como un veneno o una alergia que le estuviese inundando.
—¿De qué se ha estado recuperando? —preguntó.
—¿Estaba nervioso cuando le viste en Leningrado?
—Los dos lo estábamos. Era el tiempo —respondió Barley, todavía esperando una respuesta. Se empezaba a sentir también ligeramente embriagado. Debía de ser algo que había comido.
—Era porque estaba enfermo. Muy poco después de vuestra entrevista sufrió un grave derrumbamiento, y fue tan súbito y tan intenso que ni siquiera sus colegas sabían adónde había desaparecido. Tenían las peores sospechas. Un amigo suyo de confianza me dijo que temían que estuviese muerto.
—No sabía que tuviese otros amigos de confianza aparte de ti.
—Me ha nombrado representante suyo ante ti. Naturalmente, tiene otros amigos para otras cosas —sacó la carta, pero no se la entregó.
—No es eso exactamente lo que me dijiste la otra vez —dijo débilmente, mientras continuaba luchando contra sus crecientes síntomas de desconfianza.
Ella no se inmutó por su objeción.
—¿Por qué habría una de contarlo todo en el primer encuentro? Una tiene que protegerse. Es normal.
—Supongo que sí —admitió él.
Anna había terminado su autorretrato y necesitaba reconocimiento inmediato. La representaba cogiendo flores en un tejado.
—¡Soberbio! —exclamó Barley—. Dile que lo colgaré encima de mi chimenea. Sé exactamente dónde. Hay una foto de Anthea esquiando en un lado, y Hal navegando en el otro. Anna irá en medio.
—Pregunta qué edad tiene Hal —dijo Katya.
Realmente tuvo que pensárselo. Primero hubo de recodar el año de nacimiento de Hal, luego el año en que estaban y, después, restar laboriosamente uno de otro mientras pugnaba por ahuyentar la música que sonaba en sus oídos.
—¡Ah, bueno!, Hal tiene veinticuatro años. Pero me temo que ha hecho un matrimonio bastante desacertado.
Anna quedó decepcionada. Les miró con aire de reproche mientras Katya reanudaba la conversación.
—Tan pronto como supe que había desaparecido, traté de ponerme en contacto con él por todos los medios habituales, pero no conseguí nada. Me sentía sumamente angustiada.
Le entregó por fin la carta, con los ojos brillantes de satisfacción y alivio. Al cogerla, la mano de Barley se cerró sobre la de ella, que no se resistió.
—Y luego, hace ocho días, ayer sábado hizo una semana, justo dos días después de tu llamada telefónica desde Londres. Ígor me telefoneó a casa. «Tengo una medicina para ti. Vamos a tomar un café y te la doy». Medicina es la palabra en clave que utilizamos para referirnos a una carta. Se refería a una carta de Yakov. Me sentí sorprendida y muy feliz. Hacía años que Yakov no me enviaba una carta. ¡Y qué carta!
—¿Quién es Ígor? —preguntó Barley, levantando un tanto la voz para acallar el tumulto que bullía en su cabeza.
Eran cinco páginas, escritas en buen papel blanco imposible de encontrar, con letra mesurada y regular. Barley no había imaginado a Goethe capaz de un documento de aspecto tan convencional. Ella retiró su mano, pero suavemente.
—Ígor es un amigo de Yakov, de Leningrado. Estudiaron juntos.
—Magnífico. ¿A qué se dedica ahora?
Ella se sintió incomodada por la pregunta, y estaba impaciente por conocer su reacción ante la carta, aunque Barley solamente pudiera juzgarla por la apariencia.
—Está como científico en uno de los Ministerios. ¿Qué importa en qué trabaja Ígor? ¿Quieres que te la traduzca o no?
—¿Cuál es su otro nombre?
Ella se lo dijo, y, en medio de su confusión, se sintió exaltado por su tono áspero. Hubiéramos debido tener años, pensó, no horas. Hubiéramos debido estirarnos del pelo el uno al otro cuando éramos niños. Hubiéramos debido haber hecho todo lo que nunca hicimos, antes de que fuera demasiado tarde. Sostuvo la carta para que se la leyera, y ella se arrodilló cuidadosamente sobre la hierba detrás de él, sosteniéndose con una mano apoyada en su hombro, mientras con la otra le iba señalando las líneas a medida que las traducía. Barley podía sentir sus pechos rozándole la espalda. Podía sentir cómo su mundo se asentaba y estabilizaba en su interior a medida que la monstruosidad de sus primeras sospechas dejaban paso a un estado de ánimo más analítico.
—Aquí está la dirección, sólo un número de apartado postal, eso es normal —dijo ella, apoyando la yema del dedo índice en el ángulo superior derecho—. Está en un hospital especial, quizás en una ciudad especial. Escribió la carta en la cama…, ¿ves lo bien que escribe cuando está sereno?, y le dio la carta a un amigo que estaba de paso para Moscú. El amigo se la dio a Ígor. Es normal. «Mi querida Katya…», no es así exactamente como empieza, es otra expresión cariñosa distinta, no importa. «He estado postrado en cama aquejado de una variedad de hepatitis, pero la enfermedad es muy instructiva y estoy vivo». Eso es muy típico de él, extraer enseguida la lección moral —estaba señalando de nuevo en el papel—. Esta palabra hace peor la hepatitis. Es «irritada».
—Agravada —dijo sosegada mente Barley.
La mano apoyada en su hombre le dio un apretón de reprobación.
—¿Qué importa cuál es la palabra correcta? ¿Quieres que vaya a buscar un diccionario? «He tenido temperatura alta y muchas fantasías…».
—Alucinaciones —dijo Barley.
—La palabra es
gallutsinatsiya…
—empezó ella, furiosamente.
—Está bien, dejémoslo así.
—«… pero ya estoy recuperado y dentro de dos días me trasladarán a una unidad de convalecencia para pasar una semana junto al mar». No dice qué mar, ¿por qué había de hacerla? «Podré hacer de todo, excepto beber vodka, pero ésa es una limitación burocrática que, como buen científico, pasaré por alto en seguida». ¿No es típico eso también? ¿Que después de la hepatitis piense inmediatamente en vodka?
—Absolutamente —convino Barley, sonriendo para complacerla y, quizá, para tranquilizarse.