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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (4 page)

BOOK: La casa Rusia
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Landau no siguió mirando. Un sentimiento de respeto, mezclado con un fuerte instinto de autoconservación, le indicó que ya había turbado bastante la paz de la tumba. Cogiendo la goma elástica, volvió a juntar los tres cuadernos y los sujetó con ella. Es suficiente, pensó. A partir de ahora me limito a ocuparme de mis asuntos y cumplir mi deber. Que es llevar el manuscrito a mi adoptada Inglaterra y entregárselo inmediatamente al señor Bartholomew,
alias
Barley, Scott Blair.

Barley Blair, pensó con asombro, mientras abría el armario ropero y sacaba el voluminoso maletín de aluminio en que guardaba sus muestras. Bien, bien. Nos hemos preguntado muchas veces si estábamos acogiendo a un espía entre nosotros, y ahora lo sabemos.

La calma de Landau era absoluta, me aseguró. El inglés había vuelto a sobreponerse al polaco. «Si Barley podía hacerla, yo también podía, Harry, eso es lo que me dije». Y eso fue lo que me dijo a mí también, cuando por breve período de tiempo me nombró su confesor. La gente suele hacer eso conmigo a veces, perciben la parte no realizada de mí y le hablan como si fuese la realidad.

Dejando el maletín sobre la cama, abrió los cierres y sacó dos equipos audiovisuales que los funcionarios soviéticos le habían ordenado retirar de su exposición: una historia gráfica del siglo xx con comentarios hablados, que habían declarado arbitrariamente antisoviética, y un manual del cuerpo humano con fotografías animadas y una cassette de ejercicios para mantenerse en forma, que los funcionarios habían decidido que era pornográfica tras contemplar ávidamente a la flexible y joven diosa del leotardo.

El equipo de historia resultaba espectacular, con la forma de un libro de lujo de gran tamaño provisto de numerosos compartimientos interiores para cassettes, textos paralelos, fichas de vocabulario progresivo y notas de estudiantes. Tras vaciar de su contenido los compartimientos, Landau trató de introducir los cuadernos en cada uno de ellos, pero no encontró ninguno lo suficientemente grande. Decidió convertir dos compartimientos en uno solo. Sacó de su neceser un par de tijeras para las uñas y comenzó a soltar con ellas las grapas metálicas que formaban la divisoria central.

«Barley Blair», pensó de nuevo mientras introducía la punta de las tijeritas. Debía haberlo adivinado, aunque sólo fuera porque tú eras el único que podía ser. Señor Bartholomew Scott Blair, vástago superviviente de «Abercrombie Blair», espía. La primera grapa se había soltado, la extrajo cuidadosamente. Barley Blair, que, solíamos decir, no podría vender heno a un caballo rico para salvar a su madre agonizante en su cumpleaños, espía. Empezó a apalancar la segunda grapa. Cuyo principal título para la fama era que hacía dos años, en la feria del libro de Belgrado, había emborrachado de vodka a Spikey Morgan hasta el punto de que rodó debajo de la mesa y, luego, había interpretado el saxo tenor con la banda tan admirablemente bien que hasta la policía rompió a aplaudir. Espía. Caballero espía. Bien, aquí tienes una carta de tu dama, como dice la canción infantil.

Landau cogió los cuadernos y trató de introducirlos en el espacio que había preparado, pero no era aún lo bastante grande. Tendría que hacer un solo compartimiento con tres.

«Haciéndose el borracho —pensó Landau, con la mente fija todavía en Barley—. Haciéndose el tonto y engañándonos como a tontos a los demás. Fundiendo hasta el último penique del dinero de tu familia, hundiendo cada vez más a la vieja firma. ¡Oh!, sí. Salvo que, de un modo u otro, siempre te las arreglabas para encontrar uno de esos Bancos de la City que te avalase en el momento preciso, ¿verdad? ¿Y qué me dices de tus partidas de ajedrez?».
Eso
debería haber sido una pista con sólo que Landau hubiera tenido ojos para ello. «¿Cómo puede un hombre que está borracho vencer al ajedrez a todo el mundo, Harry, si no es un experto espía?».

Los tres compartimientos se habían convertido en uno solo, los cuadernos encajaban más o menos bien en su interior y la indicación impresa que había sobre ellos decía todavía «Notas del estudiante».

Notas, explicó mentalmente Landau al inquisitivo y joven agente de aduanas del aeropuerto de Sheremetyevo. Notas, hijo, ya lo ves, como suena. Notas del estudiante. Por eso es por lo que hay aquí un compartimiento para notas. Y esas notas que tienes en la mano son el trabajo de un estudiante auténtico que está siguiendo el curso. Por eso es por lo que están aquí, hijo, ¿comprendes? Son
notas de demostración
. Y estos dibujos están relacionados con las…

Con pautas socioeconómicas, hijo. Con cambios demográficos de la población. Con estadísticas demográficas que tanto os gustan a los rusos, ¿verdad? Mira, ¿has visto alguna vez uno de éstos? Se llama libro del cuerpo.

Que Landau salvara o no el pellejo dependería de lo listo que fuera el muchacho, así como de la perspicacia y estado de ánimo de sus compañeros, dependiente, a su vez, de las relaciones conyugales de éstos.

Mas para la larga noche que le esperaba y para la incursión del amanecer, cuando echaran la puerta abajo y se abalanzasen sobre él apuntándole con pistolas y gritando: «¡Venga, Landau, entréguenos los cuadernos!», para ese feliz momento el equipo preparado no servida de nada. «¿Cuadernos, oficial? ¿Cuadernos? ¡Oh!, se refiere a esa basura que alguna chiflada belleza rusa me obligó a coger anoche en la feria. Creo que los encontrará en la papelera, oficial, si la camarera no la ha vaciado por una vez en su vida».

Para esta contingencia, también Landau dispuso ahora meticulosamente la escena. Sacando los cuadernos del compartimiento del equipo de historia, los colocó artísticamente en la papelera, exactamente como si los hubiera tirado allí en el arrebato de cólera que había sentido al echar el primer vistazo. Para acompañarlos, echó también sus folletos y literatura comercial sobrante, así como un par de inútiles regalos de despedida que había recibido: el delgado volumen de otro poeta ruso y un taco de papel secante con lomo metálico. Como toque final, añadió un par de calcetines sin remendar que sólo los occidentales ricos acostumbran a tirar.

Una vez más debo maravillarme; como más tarde hicimos todos, del espontáneo ingenio de Landau.

Landau no salió a divertirse aquella noche, soportó la prisión familiar de su habitación de hotel en Moscú. Desde su ventana, contempló cómo el prolongado crepúsculo se convertía en oscuridad y comenzaban a brillar las débiles luces de la ciudad. Preparó té en su cazuela de viaje y comió un par de pastillas de fruta de sus raciones emergencia. Se solazó con el recuerdo de sus conquistas más gratificantes, sonrió tristemente al pensar en otras. Se dispuso a soportar el dolor y la soledad e invocó en su ayuda a su dura niñez. Pasó revista al contenido de su cartera, su maleta y sus bolsillos, y sacó todo lo que le era especialmente privado y de lo que no deseaba tener que dar cuenta, sentado a una mesa desnuda: una ardiente carta que le había enviado una amiguita hacía años y que aún podía estimular sus apetitos y la tarjeta de socio de un cierto club de vídeo por correo al que pertenecía. Su primer impulso fue «quemarlas como en las películas», pero le disuadió de ello la vista de los detectores de humo en el techo, aunque habría apostado cualquier cosa a que no funcionaban.

Así pues, encontró una bolsa de papel y, tras romper todo aquello en mil pedazos, metió los fragmentos en la bolsa y la tiró por la ventana, viendo como iba a reunirse con la basura acumulada en el patio. Luego se tendió en la cama y dejó que fuera discurriendo la noche. A veces se sentía lleno de valor, a veces se sentía tan asustado que tenía que clavarse las uñas en las palmas de las manos para conservar la calma. En un momento dado encendió el televisor, esperando ver aparecer las núbiles gimnastas que le gustaban. Pero en lugar de ello se encontró con el propio emperador diciendo por enésima vez a sus asombrados hijos que el viejo orden no tenía vestidos. Y cuando Spikey Morgan, medio borracho en el mejor de los casos, le telefoneó desde el bar del «National», Landau le retuvo en la línea por tener su compañía hasta que el viejo Spikey se quedó dormido.

Sólo una vez y en su momento más bajo, le cruzó a Landau por la mente la idea de presentarse en la Embajada británica y buscar la ayuda de la valija diplomática. Su momentánea debilidad le enfureció. «¿Esos cerdos? —se preguntó a sí mismo con desdén—. ¿Los que devolvieron a mi padre a Polonia? No les confiaría ni una postal de la Torre Eiffel, Harry».

Además, no era eso lo que ella le había pedido que hiciese. Por la mañana, se vistió para su propia ejecución, con su mejor traje y con la fotografía de su madre bajo la camisa.

Y así es como sigo viendo todavía a Niki Landau siempre que consulto su expediente o le recibo para lo que llamamos su comparecencia semestral, que es cuando gusta de revivir su hora de gloria antes de firmar otra declaración más de la Ley de Secretos Oficiales. Le veo saliendo garbosamente a la calle de Moscú, con la maleta de metal en la mano, sin tener la más mínima idea de lo que hay en su interior, pero resuelto, no obstante, a jugarse el cuello por ello.

Cómo me ve él a mí, si es que piensa en mí alguna vez, es cosa que no me atrevo siquiera a preguntarme. Hannah, a quien amé pero defraudé, no tendría ninguna duda. «Como otro de esos ingleses con esperanza en el rostro y ninguna en absoluto en el corazón», diría, enrojeciendo de ira. Pues me temo que últimamente dice todo lo que se le ocurre. Se ha esfumado gran parte de su antigua dulzura.

Capítulo 2

Todo Whitehall coincidía en que ninguna historia debía jamás volver a empezar de esa manera. Disciplinados ministros montaron en cólera al respecto. Crearon un comité de investigación terriblemente secreto para averiguar qué era lo que había marchado mal, oír testigos, citar nombres, dejarse de rodeos, apuntar directamente, cerrar huecos, prevenir una repetición, nombrarme presidente y redactar un informe. Las conclusiones a que nuestro comité llegó, si es que llegó a alguna, constituyen el secreto más alto de todos, en especial para los que formamos parte de él. Pues, como todos sabíamos muy bien, la función de tales comités es hablar gravemente hasta que el polvo se haya sedimentado y luego, retornar nosotros también al polvo. Cosa que hizo puntualmente nuestro comité, sin dejar detrás nada más que nuestro aire terriblemente secreto, una serie de documentos de trabajo por completo desprovistos de valor y un montón de anexos secretos en los archivos del Tesoro.

Todo empezó, en el menos sobrio lenguaje de Ned y sus colegas de la Casa Rusia, con un egregio follón entre las cinco y las ocho y media de una cálida tarde de domingo, cuando un tal Nicholas P. Landau, viajante de comercio y contribuyente acreditado aunque de origen polaco, sin antecedentes, se presentó a las puertas de nada menos que cuatro Ministerios distintos de Whitehall para solicitar una entrevista urgente con un funcionario de la Oficina de Inteligencia Británica, como él gustaba de llamada, sólo para ser ridiculizado, burlado y, en un caso, físicamente empujado. Aunque si los dos ujieres del Ministerio de Defensa llegaron hasta el extremo de agarrar a Landau por el cuello y el fondillo de los pantalones, como él sostenía que hicieron, y llevarle en vilo hasta la puerta, o si se limitaron a ayudarle a volver a la calle; según la versión de ellos, es cuestión sobre la que nos fue imposible obtener un consenso.

¿Pero por qué, preguntó severamente nuestro comité, se sintieron obligados los dos ujieres a suministrar esta ayuda?

El señor Landau se negó a dejamos ver el interior de su cartera de mano, señor. Sí, ofreció permitirnos tener en nuestro poder la cartera mientras esperaba, siempre que él conservase la llave en su poder, señor. Pero no es ése el reglamento. Y, sí, nos la agitó delante de la cara, la golpeó, la sacudió entre sus manos, aparentemente para demostrar que no había en ella nada que debiéramos temer. Pero eso tampoco era el reglamento. Y cuando, con un mínimo de fuerza, tratamos de aliviarle de la citada cartera, este
caballero
—como tardíamente se había convertido Landau en su testimonio— se resistió a nuestros esfuerzos, señor, y lanzó fuertes gritos con acento extranjero, provocando alboroto.

¿Pero qué gritó?, preguntamos, consternados ante la idea de alguien gritando en Whitehall un domingo.

Verá, señor, en la medida en que pudimos entenderle, dado su estado emocional, gritaba que aquella cartera suya contenía papeles altamente secretos, señor. Que le habían sido confiados por una rusa, señor, en Moscú.

Y eso un alborotador polaco, señor, podrían haber añadido. En un tranquilo domingo en Londres, señor, y nosotros viendo la grabación de los paquistaníes contra Botham en el cuarto de atrás.

Incluso en el Foreign Office, esa glacial sede de la hospitalidad británica donde el desesperado Landau se presentó como último recurso y con la mayor repugnancia, fue sólo a fuerza de súplicas y con unas cuantas sinceras lágrimas es lavas como consiguió abrirse paso hasta los refinados oídos del honorable Palmer Wellow, autor de una sagaz monografía sobre Liszt.

Y si Landau no hubiera utilizado una nueva táctica, probablemente las lágrimas eslavas no habrían servido de nada. Porque esta vez depositó la cartera abierta sobre el mostrador para que el portero, que era joven pero escéptico, pudiese aproximar la cabeza al cristal blindado recientemente instalado y la mirase con sus indolentes ojos, y viera por sí mismo que allí no había más que unos cuantos viejos y sucios manuscritos y un sobre marrón, nada de bombas.

—Vuelva-el-lunes-de-diez-a-cinco —dijo el portero, hablando por el modernísimo comunicador eléctrico como si anunciara una estación de ferrocarril galesa, y volvió a sumergirse en la oscuridad de su garita.

La puerta de la verja estaba entornada. Landau miró al joven, y miró luego más allá de él hacia la gran galería construida cien años antes para impresionar a los turbulentos príncipes del Raj. Y antes de que nadie se diera cuenta, había cogido su cartera y, burlando las defensas aparentemente impenetrables erigidas para impedir exactamente un asalto como ése, estaba ya corriendo a toda velocidad con ella —«como un jugador de rugby, señor»— a través del sacrosanto patio y subiendo los escalones que conducían al enorme vestíbulo. Y estaba de suerte. Palmer Wellow, cualquier otra cosa que fuese además, pertenecía al lado apaciguador del Foreign Office. Y era día de servicio de Palmer.

—Hola,
hola
—murmuró Palmer mientras descendía los amplios peldaños y contemplaba la descompuesta figura de Landau jadeando entre dos corpulentos guardias—. Bueno, su estado es deplorable. Me llamó Wellow. Soy secretario residente aquí.

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