La caza del meteoro (21 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La caza del meteoro
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Por estas razones no era cosa de hacer larga estancia en aquellas latitudes, y una vez satisfecha su curiosidad, los curiosos emprenderían muy gustosos la ruta del Sur.

Sólo tal vez los dos rivales, empeñados en hacer valer lo que ellos llamaban sus derechos, querían permanecer cerca del tesoro. Todo podía esperarse de parte de tales locos, y Francis Gordon, pensando en su querida Jenny, no miraba sin angustia esta perspectiva de una larga invernada.

En la noche del 17 al 18 de agosto, una verdadera tempestad se desencadenó sobre el archipiélago.

Veinte horas antes el astrónomo de Boston había conseguido tomar una observación del bólido, cuya velocidad disminuía sin cesar. Pero era tal la violencia de la tormenta, que era cosa de preguntarse si no arrastraría consigo al bólido.

Ninguna calma se manifestó durante todo el 18 de agosto, y las primeras horas de la noche que siguió a ese día fueron tan terriblemente agitadas, que los capitanes de los buques anclados en la rada no dejaron de experimentar serias inquietudes.

No obstante, hacia la mitad de la noche del 17 al 18 de agosto la tempestad decreció muy notablemente.

Desde las cinco de la madrugada todos los viajeros se aprovecharon de tal calma para hacerse llevar a tierra. ¿No era el 18 de agosto la fecha fijada para la caída del bólido?

Era tiempo; a las siete se oyó un golpe sordo, tan violento y rudo, que la isla entera tembló desde su base en toda su extensión.

Algunos instantes más tarde, un indígena corría a la casa ocupada por Mr. Schnack. Llevaba la sensacional noticia...

El bólido había caído sobre la punta noroeste de la isla de Upernivik.

Capítulo XVIII

En el cual, para alcanzar el bólido, Mr. Schnack y sus numerosos cómplices cometen los delitos de escala y fractura

Al instante, pareció que la locura se había apoderado de todos.

Extendida en un instante la nueva, revolucionó a los turistas y a la población groenlandesa, los buques en rada fueron abandonados por sus tripulaciones y un verdadero torrente humano se lanzó en la dirección indicada por el mensajero indígena como lugar de la caída del bólido.

Si la atención de todos no hubiese estado acaparada en provecho del famoso meteoro, habría podido notarse en aquel preciso instante un hecho difícilmente explicable.

Como obedeciendo a una señal misteriosa, uno de los buques anclados en la bahía, un
steamer
, cuya chimenea lanzaba humo desde el amanecer, levó anclas y se dirigió a todo vapor hacia alta mar. Era un buque de formas alargadas, de mucho andar, según toda verosimilitud. En pocos minutos desapareció detrás del promontorio.

Semejante conducta era para sorprender a cualquiera.

¿Por qué haber ido hasta Upernivik para abandonarle en el momento en que había algo que ver allí? ¿Qué sería eso?

Pero nadie, tan grande era el general apresuramiento, nadie advirtió esta partida, bastante singular, por cierto.

Correr lo más de prisa posible; tal era la obsesión de aquella muchedumbre, en la que se contaban algunas mujeres y hasta algunos niños y unas pocas niñas.

Se avanzaba en desorden, empujándose, atropellándose unos a otros. Uno, sin embargo, había, al menos, que conservaba toda su calma y tranquilidad, en medio de la general confusión. En su calidad de
globe trotter
, a quien nada podría conmover, Mr. Seth Stanfort conservaba, en el aturdimiento de los demás, su dilettantismo, un poco desdeñoso. Hasta —¿era por su extremada cortesía o por algún otro sentimiento?—, hasta había comenzado por volver francamente la espalda a la dirección seguida por sus compañeros para dirigirse al encuentro de Mrs. Arcadia Walker y ofrecerle su compañía.

¿No era natural, después de todo, y dadas sus excelentes relaciones de amistad, que ellos marchasen juntos y en buena armonía al descubrimiento del bólido?

—¡Por fin ha caído, Mr. Stanfort! —Tales fueron las primeras palabras que pronunció Mrs. Arcadia Walker.

—¡Ha caído por fin! —contestó Mr. Seth Stanfort.

—¡Por fin ha caído! —había repetido y repetía aún toda aquella muchedumbre, mientras se dirigía apresuradamente hacia la punta noroeste de la isla.

Cinco personas, no obstante, habían logrado mantenerse delante de todas las demás.

En primer término figura Mr. Edwald de Schnack, delegado de la Groenlandia en la Conferencia Internacional, a quien hasta los más impacientes habían cedido cortésmente el paso.

En el espacio libre que con esta maniobra había quedado, dos turistas se habían en seguida insinuado, y así Mr. Dean Forsyth y el doctor Sydney Hudelson marchaban a la sazón a la cabeza de la comitiva, fielmente acompañados de Francis Gordon y de su linda prometida.

Continuaban los jóvenes desempeñando sus papeles naturales, del mismo modo que lo habían llevado a cabo a bordo del Mozik.

Jenny se desvivía por adivinar los deseos y complacer a Mr. Dean Forsyth, mientras que Francis Gordon, por su parte, rodeaba de cuidados y atenciones al doctor Sydney Hudelson.

No siempre era bien acogida su solicitud, es menester reconocerlo; pero por aquella vez, tan profundamente turbados se encontraban los dos rivales, que ni siquiera habían advertido su presencia recíproca.

No era cosa, por lo tanto, de protestar de la malicia de los simpáticos jóvenes, que marchaban entre ellos.

—El delegado va a ser el primero en tomar posesión del bólido —gruñó Mr. Dean Forsyth.

—Y a ponerle la mano encima —añadió el doctor Hudelson, creyendo contestar a Francis Gordon.

—¡Pero eso no habrá de impedirme el hacer valer mis derechos! —exclamó Mr. Dean Forsyth, dirigiéndose a Jenny.

—¡Seguramente que no! —añadió, aprobando, Mr. Sydney Hudelson, que pensaba en los suyos.

Con intensa satisfacción de la hija de uno de ellos y del sobrino del otro, parecía verdaderamente que ambos adversarios, olvidando rencillas personales, uniesen sus odios comunes contra un solo enemigo.

A consecuencia de un feliz concurso de circunstancias, el estado atmosférico se había modificado por entero. La tormenta había ido cesando a medida que el viento caía hacia el Sur.

Aunque el sol no se elevaba todavía más que algunos grados sobre el horizonte, brillaba, por lo menos, a través de las últimas nubes.

Desde la ciudad hasta la punta podía muy bien contarse una larga legua, que era necesario franquear a pie. No era Upernivik quien podía suministrar un vehículo cualquiera.

La marcha, por lo demás, era fácil y cómoda sobre un terreno bastante plano, de naturaleza rocosa, cuyo relieve no se acentuaba seriamente más que en el centro y en las proximidades del litoral, en donde se alzaban algunos altos promontorios.

El indígena que había sido el primero en llevar la sensacional noticia, era el que servía de guía a la expedición.

Iba seguido muy de cerca por Mr. Schnack, por los señores Dean Forsyth y Sydney Hudelson, por Jenny y Francis Gordon; seguidos éstos, a su vez, de «Omicron», del astrónomo de Boston y de la multitud de turistas.

Un poco detrás, Mr. Seth Stanfort caminaba al lado de Mrs. Arcadia Walker.

No dejaban de conocer los dos ex esposos la ruptura, que había llegado a ser legendaria, de las dos familias; y las confidencias de Francis Gordon, con el que durante la travesía había iniciado Mr. Seth Stanfort amistosas relaciones, habían puesto a éste al corriente de las consecuencias de aquella ruptura.

—Todo eso se arreglará —aseguró Mrs. Arcadia Walker, una vez que estuvo puesta al corriente de los acontecimientos.

—Es de desear que así suceda para bien de todos —dijo aprobando Mr. Seth Stanfort.

—Cierto —añadió Mrs. Arcadia Walker—; y así, será mejor que haya pasado lo que ha pasado. Creo yo, Mr. Stanfort, que un poco de dificultades, de inquietudes y de zozobras no vienen mal antes del matrimonio. Las uniones hechas con demasiada facilidad corren el riesgo de deshacerse de la misma manera... ¿No es esa, por ventura, la opinión de usted sobre el particular?

—Indudablemente, Mrs. Arcadia... Así, nosotros... Nuestro ejemplo lo prueba harto elocuentemente... En cinco minutos... A caballo... El tiempo puramente preciso para entregar uno su mano...

—Para volverla a entregar de nuevo seis semanas después... Pero esta vez a nosotros mismos, y recíprocamente ^interrumpió sonriendo Mrs. Arcadia Walker—. Pues bien; Hoy Francis Gordon y Jenny Hudelson no dejarán de alcanzar la dicha, aunque no se casen a caballo.

Inútil creemos decir que en medio de aquella multitud de curiosos, Mr. Seth Stanfort y Mrs. Arcadia Walker debían ser los únicos, si se exceptúa a los dos jóvenes prometidos, en no acordarse para nada en aquel momento del meteoro.

Se avanzaba a buen paso. En media hora más o menos habíanse franqueado tres cuartos de legua; un millar de metros quedaban por andar para alcanzar el bólido, que se ocultaba a las miradas detrás de un pequeño promontorio.

Allí era donde se encontraría, según el guía groenlandés, y aquel indígena no podía equivocarse.

Mientras se hallaba trabajando la tierra, había visto perfectamente la luz fulgurante del meteoro, y había oído claramente el ruido producido por la caída, ruido que muchos otros, aun cuando mucho más distanciados, habían percibido también.

Una circunstancia, paradójica en aquella región, obligó a los turistas a descansar un instante.

Hacía calor.

Sí; por increíble que ello pudiera parecer, el sudor corría por las frentes, como si se hubiesen encontrado en latitudes más templadas.

¿Sería acaso la agitación de la marcha lo que acaloraba a todos aquellos curiosos? Algo contribuiría, sin duda, a ello, pero la temperatura del aire, no podía negarse ni desconocerse, tendía asimismo a subir.

En aquel sitio, próximo a la punta noroeste de la isla, el termómetro habría marcado muchos grados de diferencia con la población de Upernivik. Hasta parecía que el calor iba acentuándose más vivamente, a medida que iban acercándose al objetivo.

—¿ Habrá modificado la llegada del bólido el clima del archipiélago? —preguntó, riendo, Mr. Stanfort.

—Gran fortuna sería eso para los groenlandeses —respondió en el mismo tono Mrs. Arcadia.

—Es probable que el bloque de oro, recalentado por su frotamiento con las capas atmosféricas, se halle aún en estado incandescente —explicó el astrónomo de Boston—, y que su calor, irradiado, se haga sentir hasta aquí.

—¡Tal vez! —exclamó Mr. Seth Stanfort—. ¿Habrá de sernos preciso, en ese caso, esperar a que se enfríe?

—Su enfriamiento habría sido más rápido si, en lugar de caer encima, hubiera caído fuera de la isla —hizo observar para sí Francis Gordon.

También él sentía calor, pero no era el único. Mr. Schnack y Mr. Wharf transpiraban lo mismo que él, y con ellos, toda la multitud de pasajeros y todos los groenlandeses, que jamás se habían visto en una fiesta semejante.

Después de haber descansado durante un buen rato, reanudaron la marcha. Quinientos metros todavía, y a la vuelta del promontorio aparecería el meteoro en todo su brillante esplendor a los ojos de los curiosos. Desgraciadamente, al cabo de unos doscientos pasos, Mr. Schnack, que marchaba a la cabeza, tuvo que detenerse de nuevo, y tras él los señores Forsyth y Hudelson, y tras éstos toda la muchedumbre vióse obligada a hacer lo mismo. No era el calor el que les obligaba a hacer este segundo alto, sino un obstáculo inesperado, el más inesperado de los obstáculos, que en semejante país hubiera podido preverse.

Una cerca de madera se extendía allí hasta el litoral, cerrando el paso por todas partes. En varios sitios se alzaban postes, sobre los cuales aparecía una misma inscripción en francés, inglés y danés. Mr. Schnack, que se encontraba enfrente, precisamente, de uno de esos rótulos, leyó con verdadera estupefacción: «Propiedad privada. Se prohíbe el paso.»

¡Una propiedad privada en aquellos remotos parajes era una cosa bien extraordinaria! Que hubiese villas y posesiones en las soleadas orillas del Mediterráneo, o sobre las más brumosas del Atlántico, se comprendía perfectamente; ¡pero sobre las playas del océano Glacial...! ¿Qué podía hacer de aquel dominio árido y rocoso su original propietario?

En todo caso, aquello no era de la incumbencia de Mr. Schnack. Absurdo o no, una propiedad privada le cerraba el camino, y ese obstáculo moral únicamente había contenido sus impulsos. Un delegado oficial es naturalmente respetuoso de los principios sobre que reposan las sociedades civilizadas; y la inviolabilidad del domicilio privado es un axioma universalmente proclamado.

El propietario, por lo demás, había tenido muy buen cuidado de recordar ese axioma a los que hubiesen sentido tentaciones de olvidarlo.

Mr. Schnack estaba perplejo. Permanecer allí parecíale muy cruel. Pero por otra parte... ¡violar la propiedad de otro, con menosprecio de todas las leyes divinas y humanas...!

A la cola de la columna se dejaron oír murmullos que iban aumentando de minuto en minuto, y en pocos instantes se propagaron hasta la cabeza. Las últimas filas, ignorantes de la causa que lo motivaba, protestaban, con toda la fuerza de su impaciencia, contra aquella detención. Puestos al tanto del incidente, no se dieron por satisfechos y aumentando poco a poco su descontento, pronto estalló un vocerío, en medio del cual todo el mundo hablaba a un tiempo, sin escuchar a los demás.

¿Iban a permanecer toda la vida allí ante aquella cerca? Después de haber andado millares de millas para llegar hasta allí, ¿iban a dejarse detener por una cerca de madera y alambre? El propietario del terreno no podía tener la loca pretensión de ser también el propietario del meteoro. No tenía, por consiguiente, razón ninguna para prohibir el paso.

Además, si el propietario negaba el paso, la cosa era sencilla; no había más que tomárselo.

¿Sintióse acaso quebrantado Mr. Schnack por la fuerza de estos argumentos...? Lo cierto es que sus principios flaquearon.

Precisamente enfrente de él, y sujeta por un sencillo bramante, había una puertecilla en la cerca. Valiéndose de una navajita, Mr. Schnack cortó aquel bramante, y sin reflexionar que aquel allanamiento de morada le transformaba en un vulgar salteador, penetró en el territorio.

Por la puerta unos y saltando la cerca otros, el resto de la muchedumbre se precipitó tras él. En pocos instantes, más de tres mil personas habían invadido la «propiedad privada». Muchedumbre ésta agitada, bullidora, que comentaba vivamente aquel inesperado incidente.

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