La chica con pies de cristal (26 page)

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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: La chica con pies de cristal
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Una medusa destelló y permaneció encendida: una llamarada amarilla cabeceando en el agua. Su emanación despertó las luces de sus vecinas. Sus cuerpos chisporrotearon, y las chispas se convirtieron en resplandores continuos: amarillos, rosa, carmesí y azul verdoso. El efecto fue rebotando poco a poco por la cala hasta que el agua adquirió un resplandor multicolor. Los colores, al refractarse, hacían relucir las fachadas de las casas.

Midas e Ida permanecían en silencio, inclinados sobre la barandilla. Él se fijó en lo cerca que estaban sus manos de las de Ida, y no se apartó.

—Imagínate vivir en un sitio así —comentó ella—, donde pudieras ver esto todas las noches.

Midas se lo imaginó. Vivir en un lugar remoto, los dos solos; y su mente se serenó, como si todas sus preocupaciones pudieran desaparecer sólo con contemplar esa idea. Se sintió tranquilo apoyado en la barandilla con Ida, contemplando aquel mar incandescente. Se quedaron así, codo con codo, con el rostro iluminado por el resplandor acuático, otros diez minutos. Luego las medusas se oscurecieron en rápida sucesión, como si algo nadara por el agua apagándolas de un soplo.

Unas horas antes, cuando había llevado el equipaje del coche a la casa, Midas se había puesto celoso al ver a Ida y a Carl del brazo. Por eso, cuando volvieron dentro después de que la última medusa se hubiera apagado, dejando sólo la luna decorando la noche, susurró: «Te... ayudo a subir la escalera.» Al principio, estaba demasiado ocupado disfrutando de la sonrisa de gratitud de Ida para darse cuenta de la magnitud del ofrecimiento que acababa de hacer. Pasó el peso del cuerpo de una pierna a la otra.

¿Cómo iba a ayudarla a subir sin tocarla?

Ella lo siguió hasta el pie de la escalera y le dio las muletas.

—Vale —dijo él soñando con ascensores, escaleras mecánicas y poleas.

Ella lo cogió por el brazo y apoyó la otra mano en el pasamanos. Entonces él notó que las articulaciones se le ponían rígidas. Le llegó una ráfaga del olor de Ida, un olor alpino, como de vértigo. Tuvo la sensación de que la manga de su camisa se almidonaba por arte de magia.

Hasta que llegaron al final de la escalera, el codo de Midas fue rozando todo el rato el costado y la piel de su amiga. El calor del cuerpo de Ida hizo que a él le resbalaran gotas de sudor por el brazo. Ella no se percató de nada; parecía absorta en sus pensamientos.

Al llegar arriba, Midas trató de soltarla bruscamente, pero ella se aferró a él.

—Ya estamos —susurró Midas.

—Ayúdame a llegar hasta mi habitación.

El trató de tranquilizarse y llegaron al dormitorio de Ida. Ya dentro, cuando por fin ella le soltó el brazo, Midas se apoyó contra la pared.

—Bueno... —Midas se enjugaba la frente con un pañuelo—. Supongo que ahora veremos medusas más a menudo.

—Creo que esta noche deberíamos olvidarnos de los remedios —dijo ella, suspirando.

Eso lo desconcertó, pues él había pensado que aquel hermoso espectáculo contribuiría a que Ida viera más cercana la posibilidad de curarse. Pero ella clarificó las cosas cuando le puso suavemente una mano sobre el pecho. El corazón de Midas empezó a latir con fuerza, como si intentara apartar aquella mano. Ella ladeó la cabeza y acercó la cara hacia él. Tenía los labios entreabiertos, a sólo un par de centímetros de los de Midas.

Él se apartó hacia un lado de un brinco y se puso a farfullar explicaciones de por qué sería mejor que se marchara y la dejara dormir, que era lo que necesitaba. Ida se sentó en la cama y desvió la mirada. A Midas le habría gustado que las palabras hablaran solas. Como no pasaba nada, se escabulló de la habitación y cerró la puerta.

Antes de llegar al pie de la escalera se detuvo. Le habría gustado besarla, pero ahora que se había presentado la ocasión, había apartado la cabeza de una sacudida como si sus nervios fueran una brida. Recordó a su padre repeliendo los abrazos de su madre y sintió un repentino arrebato de odio hacia la figura paterna. Se preguntó cómo podías alterar tus reacciones instintivas cuando tu cuerpo anulaba tu control con la misma fuerza que empleaba para hacerte retirar la mano de una superficie ardiente o apartarte de un coche a punto de atropellarte. Se asió la cabeza con ambas manos y apretó con fuerza los párpados.

Al principio, Ida se planteó volver a acostarse, pero comprendió que no lograría dormir, así que decidió darse un baño. En el continente le gustaba bañarse con agua muy caliente de madrugada.

En una esquina del techo del cuarto de baño colgaba una araña, con las patas encogidas como si abrazara una gota invisible contra el tórax. Mientras se desnudaba y esperaba a que la bañera se llenara, se imaginó a la araña paseándose por su cuerpo desnudo, y le dieron ganas de aplastarla contra la pared. Nunca la habían asustado las arañas, y no pensaba empezar a tenerles miedo a esas alturas. Pero le molestaba que aquellos animales diminutos fueran tan ágiles mientras que sus pies parecían anclas. «La anguila Ida»: así la llamaba Carl cuando iban a bucear juntos.

Seguramente sólo envidiaba aquel octeto de patas.

Probó el agua y se metió en la bañera. El vapor la envolvió mientras se frotaba la barriga con una pastilla de fragante jabón hasta hacer espuma. Bajo la superficie jabonosa, sus cristalinos pies eran sólo unas masas borrosas. El agua que le cubría los dedos parecía más caliente de lo que en realidad estaba; de hecho, parecía hirviente como una laguna volcánica. Se acordó de los géiseres cuya rociada la había envuelto cuando había recorrido Islandia en autoestop. Al sacar del agua los dedos de los pies, por los que resbalaban innumerables gotitas, le pareció que pertenecían a un paisaje rocoso de minerales todavía en proceso de formación. No les correspondía estar al final de sus piernas.

Levantó un poco más las piernas, hasta sacarlas de la bañera. Tenía la piel espantosamente blanca; la de las espinillas era de un blanco particularmente opaco. Cuando Carl la había ayudado a entrar en Enghem Stead, se había golpeado una pierna contra el borde de una puerta. No se había quejado en voz alta —sólo había sofocado un grito, que Carl no había llegado a oír—, y había mirado a Midas para que la tranquilizara (pero éste se hallaba atándose los cordones de los zapatos). Había sido un golpe muy flojo, pero en la parte exterior de la rodilla donde lo había recibido había aparecido un cardenal del tamaño de una huella dactilar. No era azul, sino gris pizarra. Al tocarlo, comprobó que estaba duro como la piedra.

La araña estiró tres patas a la vez. Tranquilamente.

«Qué estúpido eres, Midas.»

El agua de la bañera estaba demasiado caliente. Ida abrió el grifo del agua fría. Al poco rato, se había enfriado demasiado. Maldijo en voz alta y, con cuidado, se apartó un poco para poder sentarse en el borde de la bañera, decidida, de pronto, a seguir tan sucia como fuera posible. El sudor y la piel muerta eran lo único que la mantenían entera, lo único que le proporcionaba la certeza de tener un cuerpo donde habitar. Le gustaba que la piel se tensara al enfriarse, y que se le erizara el vello de los brazos. Las gotas resbalaban por sus muslos y exploraban sus rodillas, pero más abajo no notaba las piernas. La piel de las espinillas ya tenía aquel blanco glaseado, el primer estadio de la transformación. Era curioso cómo agradecía la piel de gallina y los picores, las quemaduras y los arañazos. Deseaba todo eso. Quería sufrir dolor de espalda y artritis, quedarse sorda y volverse loca si eso implicaba que podría seguir con vida el número de años suficientes para padecer todos esos males.

Se secó el cuerpo con brío y los pies de cristal con suaves toquecitos. Echaba de menos a Midas, pese a que él debía de estar cerca, mortificándose por aquel beso fallido. Era un idiota por pasarse la vida dándole tantas vueltas a todo. Ida cogió las muletas y, con dificultad, entró en su dormitorio, donde se puso el camisón.

Sus pies brillaban bajo la débil luz.

Apagó la lámpara y se acostó. Le gustaba la oscuridad, pues a oscuras no podía distinguir de qué estaban hechos.

Lo único que notaba era su ausencia.

Pensó en los labios de Midas acercándose a los suyos y apartándose en el último momento. Pensó, de repente, en cuánto había invertido en él. Si le faltaba poco para quedarse inmovilizada, mitad mujer y mitad ornamento, pronto no podría tener relaciones sexuales; quizá ni siquiera fuera capaz de sentir pasión. Le entró pánico al pensar que, sin darse cuenta, había escogido a Midas como último romance de su vida, y que él iba a tardar demasiado en confiar en ella. Ida también quería conocerlo y entenderlo mejor, pero no la atraía la perspectiva de dormir sola allí, en una cama extraña, y necesitaba un cuerpo cálido a su lado, algo que le demostrara que estaba viva. ¿Podría dárselo él?

Mientras sus pensamientos se transformaban en sueños, Ida fue convirtiendo los sonidos nocturnos de la casa y los radiadores en resoplidos de reses con alas de palomilla.

Capítulo 27

Los campos y las laderas de los montes, blancos, resplandecían. La luz que entraba por la ventana teñía la mejilla de Midas y lo despertó suavemente, como una amante.

El grueso edredón resbaló de su pecho cuando se incorporó y se frotó las sienes. Todavía llevaba puesta la ropa de la noche anterior; se sentía entumecido e incómodo. Lo último que recordaba era haber recorrido el rellano tambaleándose, agarrándose con fuerza al pasamanos, ebrio de vergüenza. Abochornado, soltó un gruñido, se frotó la barbilla sin afeitar y se levantó de la cama. Desde su habitación se veían unos riachuelos oscuros dejados por la marea. Sobre la ventana se había formado una concertina de carámbanos de hielo.

Salió de su habitación y recorrió el pasillo hasta una ventana de la fachada delantera con vistas al interior de la isla. La noche anterior, cuando conducía hacia allí, iba demasiado concentrado en la carretera para fijarse en los cambios del paisaje. Al este y al oeste había campos espolvoreados de nieve, y justo enfrente, una lengua de bosque se extendía hacia la casa, lo que le extrañó, pues no recordaba haber visto ni un solo árbol en el último tramo del trayecto. Era como si el bosque hubiera avanzado sigilosamente hasta Enghem Stead al amparo de la noche.

Bebió un vaso de agua, se desperezó, salió afuera y echó a andar por la nieve, ajustándose la cámara por el camino. Unas nubes ligeras se arracimaban, de modo que tendría que aprovechar la luz antes de que la secuestraran. Se internó en el bosque, donde los tallos de las plantas asomaban entre los troncos y las ramas entrelazados de los árboles. Un cuervo graznó y se deslizó por la rama donde estaba posado.

Aunque no se había encontrado con nadie al salir de la casa, había oído a Emiliana hablando por teléfono en la cocina. Sin hacer ruido, había pasado por delante de la puerta, que estaba cerrada, pues no podía desperdiciar aquella luz, y tampoco creía que los demás pudieran entenderlo. Mejor que creyeran que seguía durmiendo.

Al tratar de salir de Enghem Stead se había equivocado y había acabado en una habitación donde sólo había una chimenea con cenizas, un sillón y una mesa de centro sobre la que alguien había dejado un periódico de economía abierto. Al volverse, había tropezado con un cuadro de más de tres metros colgado de la pared: era el retrato de Héctor Stallows, con traje y expresión ceñuda, barba negra y las mejillas picadas de viruela. La pintura estaba aplicada con pocas pinceladas, y tenía cerca de una década, pero no era difícil imaginar lo que el tiempo debía de haber obrado en aquel personaje. Hector debía de tener arrugas aún más marcadas en la frente, y majestuosos destellos plateados en el cabello. La fina capa de pintura de la pared de la que colgaba el lienzo se había agrietado, y esas grietas se habían ramificado por el muro, de modo que el cuadro parecía colgar de un árbol.

Mientras caminaba hacia el bosque notando el crujir de la nieve bajo sus pisadas, trataba de olvidar su bochorno. «Ida intentó besarme», dijo en voz alta, como si quisiera entenderlo. Y no había sido capaz de devolverle el beso. Confiaba en que, allí en la espesura, podría confinar temporalmente su bochorno y el de ella en un rincón de su mente con la distracción que le depararía la toma de posibles fotografías.

Vio una hoja blanca atrapada entre agujas perennes: se trataba de una composición exquisita, así que se acercó para fotografiarla. De pronto la hoja voló hasta otra rama, provocándole un respingo. Entonces comprendió que se trataba de un pájaro del tamaño de un carrizo de plumaje blanco. Al aproximarse cámara en ristre, una ramita crujió bajo su pie. El pájaro echó a volar y se alejó piando, para posarse un poco más allá en otra rama. Midas esperó a que sus nervios se calmaran y entonces, despacio, trepó a un árbol para conseguir un ángulo mejor. Haciendo caso omiso de las ramitas que lo arañaban, subió por un tronco que se bifurcaba y se metió entre dos ramas. La corteza, rebozada de nieve, estaba fría y húmeda.

El pájaro miraba, nervioso, hacia los lados. Midas escudriñó el entorno buscando alguna amenaza, pero sólo vio infinidad de troncos grises. Se pasó la lengua por los labios y preparó el encuadre apoyando la cámara contra el árbol. Otra ramita crujió. Se desprendió un poco de nieve.

La foto podía quedar bien: las plumas del pájaro, inmaculadas, destacaban sobre la corteza terrosa. Valoró la composición, acercó un poco más la imagen, y cuando acababa de disparar se fijó en que el pájaro, segmentado por la cuadrícula del visor, tenía los ojos blancos.

Algo le golpeó en un zapato.

Cayó del árbol dando un grito y, asustado, se revolcó en la nieve, acercando su cámara al pecho para protegerla.

Un individuo alto y despeinado, con barba mal cortada, estaba inclinado sobre él, apoyado en un bastón realizado con un colmillo de narval pulido. Llevaba un traje color carbón y arrugado, en cuyas arrugas se habían quedado enganchadas algunas hojas, como si hubiera dormido acurrucado en pleno bosque, y en el que se veían manchas de barro seco hasta la altura de las rodillas. Tenía el cabello apelmazado en mechones que asemejaban cuernos inmaduros, y el rostro curtido y tan arrugado como la ropa.

Levantó su bastón de colmillo de narval a modo de saludo y, con voz áspera, preguntó:

—¿Puedo preguntar qué hace usted en Enghem?

Midas se puso en pie y miró atrás buscando al pájaro blanco, pero éste había desaparecido.

—Me... me llamo Midas Crook.

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