—Hum...
—Es para ti.
—Gracias.
Emiliana se sentó en la cama y, con movimientos lentos, se alisó la falda sobre los muslos.
—Vamos, ábrela.
Midas abrió la cremallera del compartimento principal y sacó la cámara: se trataba de una de aquellas viejas réflex de lente única que en la actualidad costaban miles de libras. En la cartera había también varias lentes y accesorios. La empuñadura de la cámara era de gastada piel de serpiente.
—Era de Hector. Hubo una época en que fue un gran aficionado a la fotografía. Lleva años sin tocar esa cámara. Y no volverá a usarla. No te preocupes, yo la he cuidado, como tantas otras cosas que él ha abandonado. Soy como una escoba humana: voy recogiendo cuanto él deja a su paso. Pensé que quizá me animaría a utilizarla y se la llevé a un especialista del continente, pero nunca encuentro tiempo. Y es una pena tenerla guardada. Seguro que tú la aprovecharás más que yo.
Una sonrisa infantil iluminó el rostro de Midas. Destapó la cámara y manipuló el anillo de diafragmas, sirviéndose del afilado perfil de Emiliana y el negro de su cabello como modelos. Era muy fácil olvidar las satisfacciones que proporcionaban las cámaras antiguas y la confianza que tenías que depositar en el instinto cuando todavía no existían las pantallas de cristal líquido.
—No me fotografíes —pidió ella con ligera irritación.
—Sólo... estaba probándola.
—Ya lo sé. Es que ya no me gusta que me saquen fotos.
Midas se colgó la cámara del cuello, donde llevaba su cámara digital; los dos objetivos, tapados, se acariciaron.
—Bueno —dijo la mujer—, ¿tienes un momento para hablar conmigo?
Midas tragó saliva; de pronto notó el peso de las dos cámaras en la nuca. «Oh, no, ha venido a hablar», se dijo.
—¿Por qué no te sientas a mi lado, Midas?
El joven fue a sentarse en el blando colchón. Olió el perfume de Emiliana, un olor intenso y alcohólico que pasó de sus pulmones a su estómago. Se preguntó qué habría conseguido la cámara réflex que acababa de regalarle con los dispa— I ( >s de prueba recién hechos, si habría registrado con fidelidad las patas de gallo que ella había disimulado con el maquillaje.
—Se trata de Ida.
—Usted ya ha empezado a curarla.
—Sí. Pero quizá no resulte tan sencillo.
Midas negó con la cabeza: aunque le animó que no le pidieran que se marchara de allí, al mismo tiempo temía que fueran a decirle algo peor.
—Quizá sea difícil.
—¿Por qué? Usted curó a Saffron Jeuck.
—Era diferente. —Emiliana suspiró—. Como es lógico, de joven yo era más guapa que ahora. Más de una vez me propusieron trabajar de modelo. Sólo te lo cuento porque... espero que te ayude a entender la situación, cuando lo hayas oído todo.
»Un día conocí a Carl. Llevaba dos años casada, y ya estaba dándome cuenta de que Hector no iba a ser el marido que yo había imaginado. Lo quería, entiéndeme. Y todavía lo quiero. Pero era un amor producto de la comodidad, y no de... —Suspiró y echó la cabeza atrás, agitando el negro cabello. Midas notó moverse el colchón en que estaban sentados y las cámaras entrechocaron junto a su pecho—. No había sexo, para ir al grano. Porque Hector, a pesar de ser un hombre apasionado, es muy especial. Ámbar en los árboles, la habitación de cuarzo, el aviario de aves mudas... Lo quiero, Midas, pero como a un hermano. Pero para una mujer joven como lo era yo en esa época, elogiada por su belleza y dispuesta a... sacarle el máximo partido... —Miró a Midas a los ojos—. Verás, yo necesitaba algo más. Y entonces conocí a Carl Maulsen. En aquellos tiempos, el concepto de relación abierta todavía era muy novedoso. La gente era muy ingenua respecto a ese concepto, y se preveían los inevitables enredos emocionales.
Midas asintió con la cabeza con intención de parecer comprensivo, aunque aquella confesión sobre la vida sexual de Emiliana le provocaba picores en las palmas de las manos y sudor en la espalda. Y peor aún: no tenía ni idea de que Carl y ella hubieran mantenido... una relación. ¿Qué más se le había escapado por ser demasiado ingenuo? Estaba deseando salir huyendo por la puerta. Ya se había imaginado diez veces que se tiraba por la ventana y caía al nevado jardín. Y sin embargo, se hallaba paralizado en su sitio. Mientras la mujer continuaba hablando, Midas examinaba su topografía, las arrugas que le atravesaban el cuello y que marcaban tres segmentos iguales. La curva que arrancaba de una clavícula y terminaba en sus pechos, donde la piel, antaño tensa, ya estaba flácida. Sentía su olor en la boca del estómago, pesado como una plancha de hierro.
—Lo que intento decir, Midas, es que cuando una persona se siente aprisionada por sus circunstancias, es fácil que cometa errores.
—Usted... ¿cometió un error con Carl?
—No. Bueno, sí. El error no fue estar con Carl, sino tratar con excesivo empeño de que mantuviera su interés por mí. El error fue aparentar... ser más interesante de lo que era. ¿Me explico?
Se quedaron callados, sentados uno al lado del otro, con las rodillas a la misma altura. Midas no alcanzaba a comprender qué tenía que ver aquello con Ida, las cataplasmas y todo lo demás.
—Pues... —dijo acariciando la réflex—. No lo sé. No. Hum... Lo siento.
Emiliana estaba ruborizándose.
—Fui muy idiota por no aventurarme —dijo, respirando hondo—. Todos los días me lo repito. Y fui muy ingenua. Porque siempre me he sentido cómoda, física y circunstancialmente, ¿me entiendes?
Para no quedar mal, .Midas se abstuvo de negar con la cabeza.
—A veces me pregunto si seré transparente. Me siento... endeble, inconsistente.
Hizo una pausa y escudriñó el semblante del joven, que trataba de transmitir un aire de compasión y sabiduría.
Emiliana suspiró y se apartó el cabello de los hombros.
—Lo expresaré de otra forma: me siento como una fotografía medio expuesta. Puedo distinguir qué representa, pero no tiene ninguna profundidad.
Eso sí lo entendió Midas.
—Siento que no tengo sustancia. Me he esforzado por tenerla. Y un día, hace mucho tiempo, apareció Carl, y con sólo mirarme fue como si yo hubiera recibido esa última luz que necesitaba para revelarme. Ya sé que ahora suena patético, pero su mirada añadió los detalles, creó nuevas profundidades cuya existencia yo ignoraba. Y por eso sentí que se lo debía todo, y defraudarlo habría significado hacer peligrar cuanto yo era. Todavía me cuesta mucho defraudar a Carl. Pero... sigues sin entender qué relación tiene esto con la pobre Ida, con las cataplasmas y demás.
Midas estaba a punto de decir que sí cuando se abrió la puerta y entró Carl.
—Buenos días —saludó expectante, como si la presencia de los otros dos allí exigiera una explicación.
—Sólo estábamos hablando —aclaró Emiliana—, y Midas estaba fotografiándome con su nueva cámara.
Ida se hallaba sentada, sola, junto a la chimenea del salón de Emiliana, hundida en una butaca y con un libro en el regazo; tras ella, el fuego crepitaba y chisporroteaba. La parte de sus piernas, por debajo de las rodillas, que todavía era de carne y hueso —las pantorrillas, las espinillas y los bastiones de sus tobillos, de los que el cristal todavía no se había apoderado— estaba tan entumecida como el cristal. Por encima de las rodillas, donde los músculos aún no estaban paralizados pero a donde ya había llegado el veneno, Ida notaba un dolor semejante al de una quemadura al acercarla al calor. Reunió valor para volver a echar un vistazo a su inflamada piel. La parte inferior de sus muslos recordaba a los trozos de carne expuestos en una carnicería; tenía las rodillas hinchadas, mastodónticas. Y eso que la inflamación se había reducido un poco desde la mañana, cuando se había levantado la falda para dejar que Emiliana le vendara con fuerza las cataplasmas de medusa previamente calentadas. El dolor había sido intenso e instantáneo, como si le clavaran una aguja en cada célula de la piel. Las lágrimas habían empezado a fluir con tanta profusión que, pasado un minuto, se le habían secado los ojos y, al parpadear, notaba como si se le agrietaran. Los había cerrado con fuerza y había lamentado que Midas no estuviera allí, porque él podría haberle apretado fuertemente una mano cuando el dolor se hubiera recrudecido. Ése había sido el plan de Ida hasta la noche anterior. Aquel beso, de no haberse frustrado, le habría preparado el camino.
Los dibujos de las paredes se enfocaban y desenfocaban al capricho de las llamas de la chimenea. La puerta chirrió al abrirse.
Cuando Ida vio entrar a Midas cogió el libro. Él se le acercó de puntillas y se sentó en un cojín, enfrente de ella.
—¿Podemos hablar un momento?
Ida guardó silencio. Con el rabillo del ojo vio que él se pasaba la lengua por los labios. Seguro que le soltaría cualquier excusa por haberse quedado desconcertado cuando había intentado besarlo. Todo aquel rollo sobre una heredada fobia al contacto físico.
—¿Qué lees? —consiguió articular él.
Ida dejó el libro abierto sobre su regazo y rió de manera cortante.
—No lo sé. He cogido este libro cuando has entrado para que vieras que pasaba de ti.
—Ah. Ya.
—A ver, Midas, tú y yo ¿qué somos? ¿Amigos íntimos? ¿Amantes en ciernes? Esta clase de conversación te pone nervioso, ¿verdad? —Cerró el libro de golpe—. Verás, no quiero ser cruel contigo, pero dispones de más tiempo que yo para dar rienda suelta a tus inseguridades. Yo, en cambio, necesito saber dónde estamos.
El fuego crepitó. Ida temió haber hablado demasiado, haber derrotado a las palabras de Midas, que eran como goti tas, con la avalancha de las suyas.
—¿Por qué no... me escribes una nota o algo así? O... me lo dices sin tapujos —prosiguió.
Midas movió la mandíbula intentando hablar.
—Deja de pensar tanto en lo que vas a decir. Dilo y punto.
—Lo... lo siento.
—¡Estás más que perdonado, Midas! —exclamó ella, golpeando el brazo de la butaca—. Eso no tiene importancia. ¿Qué pasa con nosotros?
—Yo no... Quiero... —balbuceo, casi doblado por la cintura.
Ida reparó en la otra cámara que su amigo llevaba colgada del cuello y que parecía obligarlo a inclinarse.
—¿De dónde has sacado esa cámara?
—E... es de Emiliana. Estuve haciéndole fo... fotos.
De pronto Ida notó una sensación desagradable en la garganta, como si se hubiera tragado mal una ostra, que se extendió hasta su estómago y descendió por su intestino hasta convertirse en vacío abrumador bajo las rodillas. Él permaneció inmóvil, con gesto de preocupación. Midas le había dicho en otras ocasiones que quería retratarla, y ella había eludido el tema porque no quería que la fotografiara. Ida sabía cómo quedaba en las fotos y odiaba la idea de quedar plasmada en ellas. Pero, por otra parte, la halagaba que quisiera fotografiarla, al punto que lo había interpretado como una señal de que Midas sentía interés por ella. Qué idiota era. Miró hacia otro lado. Era verdad: él nunca le había prometido que no fotografiaría a nadie más hasta que ella estuviera preparada; y sí, su reacción era irracional, pero estaba agotada y le dolían mucho las piernas.
—Ida...
—Joder, Midas. Si no tenemos ningún futuro, ¿qué haces aquí?
Midas se levantó y, cabizbajo, salió de la habitación.
—¡Midas! ¡Vuelve!
Pero no regresó. Ida se precipitó detrás de él lo más rápido que pudo, pero se le enganchó una muleta en la gruesa alfombra, tropezó y salió disparada hacia delante. Extendió los brazos (había ensayado esa caída miles de veces en sus pesadillas), cerró los ojos con fuerza y aún le dio tiempo a pensar en paracaídas y en saltos con correa elástica (tenía que llegar al suelo antes con cualquier cosa que con los pies). La alfombra silenció el impacto de la cara contra el suelo, pero no amortiguó el dolor. El cuello le crujió al torcerse, con el mismo sonido que los omoplatos y las vértebras. Ida bajó lentamente las piernas y presionó con el rostro contra el suelo tratando de ocultar su dolor en el olor de la alfombra y en la suavidad de sus flecos. Su cuerpo seguía intacto.
Tendida todavía allí, confiando en que Midas regresara, se preguntó cómo sería tumbarse encima de él. Si su cabello sería suave como el pelo de la alfombra. Si cuando hacía el amor se le aceleraba el corazón como a una musaraña y si se le ponía la piel resbaladiza como la de un pez. Eran pensamientos inverosímiles, lo bastante para distraerla del presentimiento de que Midas no iba a volver para ayudarla a levantarse.
Los hombres y su manía de salir corriendo... No los entendía. Midas tratando de resolver su desafío emocional. Henry, distante y huidizo. Carl y sus promesas de remedios y protección. El fuego humeó un poco. Si quería, podía meter los pies en las llamas sin quemarse, y sin embargo ni siquiera era capaz de dar un pequeño salto en el sitio. Lo primero que había hecho esa mañana al despertar había sido examinar la magulladura de la rodilla: había pasado de grisácea a transparente, y formaba una especie de pequeño charco de agua clara en la blanca geografía de su pierna.
La estaban cercando, paralizando; estaban acordonando sus avenidas físicas. Menos mal, pensó, que había hecho lo que había hecho cuando lo había hecho. Se había bañado en el Ganges, se había llenado la boca de nieve aterciopelada en los Alpes, había respirado hondo para obtener hasta la última pizca de oxígeno a elevadas altitudes. Había nadado.
Estaba ansiosa por explorar con paciencia la cautela de Midas, por lograr pequeños triunfos sobre sus emociones; pero no le quedaba tiempo para eso. Quizá tuviera que esperar eternamente a que él regresara. Tal vez tuviera que esperar eternamente a que él desentrañara sus propios sentimientos.
Y aquellos pies suyos, dos frágiles grilletes que arrastraba de un lado para otro... Notaba su vacío. Si, furiosa, intentaba flexionar los dedos, era en vano. Su sistema nervioso se extinguía en algún punto más allá de sus espinillas. Giró la cabeza y miró sus botas, tendidas tras ella en la alfombra. Las viejas botas de policía de su padre. Ida se acordaba de sus zapatos, de sus bonitos zapatos de baile y de sus botas de montaña, recubiertas de barro; los había dejado todos en el continente, bien guardados en cajas, envueltos en papel de seda.
Estaba empezando a aceptar que había cosas que había dejado atrás para siempre. A partir de ese momento, la vida iba a ser una aventura de la mente, y quizá de alguna otra parte de su cuerpo que todavía no estuviera afectada, pero sin duda sería algo interior.