Authors: Alfredo Grimaldos
Con la discreta pero forzosa expulsión de la plana mayor de la CIA en Madrid, como consecuencia de la Operación Gino, queda en evidencia una de las facetas ocultas de la presencia norteamericana en España: las acciones encubiertas. En los medios de comunicación se llega a hablar de que la Agencia tiene destinados en nuestro país a mil quinientos agentes
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con distintos vínculos «profesionales», cuya actividad abarca desde la dedicación total a la colaboración ocasional. Hasta su «regreso» a Estados Unidos, en 1984, Richard Kinsman ha sido el último jefe de operaciones que ha tenido en suelo español la CIA.
Kinsman llega a España, junto a su mujer, en julio de 1982, un año y medio antes de ser reexportado a su país. Para él, Madrid es el final de un largo peregrinar, la cima de su carrera, antes de culminar brillantemente una intensa trayectoria profesional. Tras este destino le espera un cómodo despacho en Washington o, mejor aún, en la sede central de Langley. Con cuarenta y ocho años, de complexión fuerte, más de 1,80 metros de estatura y una cara grande y redonda, N. Richard Kinsman es, durante ese tiempo, primer secretario de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Puede pasar perfectamente por uno de tantos diplomáticos extranjeros acreditados en España. Sin embargo, se dedica a ejercer de director de orquesta de una amplia red de espionaje. Este atildado funcionario resulta ser el personaje bautizado como «Mr. K» por los servicios de inteligencia españoles: el máximo jefe de la Agencia Central de Inteligencia en nuestro país.
En Madrid, Kinsman reemplaza a Ronald E. Estes, demasiado quemado ya, tras años de intensa actividad. En el curriculum del jefe de estación saliente destaca su estrecho seguimiento del golpe de Estado del 23-F. Antes de venir aquí, Kinsman ha estado destinado en Kingston (Jamaica) donde ocupó el puesto recién dejado por Dean J. Almy, dos años más joven que él y un buen conocedor de la historia de España. Almy operó en Madrid durante cuatro años.
Kinsman tiene sobradas referencias de lo que va a encontrar en Madrid, un goloso destino. Los cauces de relación con las instituciones están bien engrasados. Le espera un trabajo que, por fin, supondrá el capítulo final de su servicio en el exterior. Durante su estancia en la capital española, no se deja ver mucho. Aparece en una de las corridas de toros de la feria de San Isidro de 1983, en Las Ventas. Y a su lado tiene, como buen anfitrión, a Rafael Vera, director general de la Seguridad del Estado. Al parecer, además de los habituales contactos orgánicos, Kinsman habla con Vera de los planes de educación de los policías españoles.
Después de su expulsión, a finales de 1984, fuentes oficiales de la embajada de Estados Unidos desmienten a
Interviú
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las «ocupaciones» relacionadas con la CIA que se le atribuyen a Kinsman. Robert David Plotkin, primer secretario y agregado de prensa de la embajada, señala al periodista Enrique Barrueco: «Kinsman existe». Al menos se tiene un punto de partida común.
Hay, efectivamente, una persona con ese nombre, se trata de un diplomático de la sección política que recientemente ha abandonado España dentro de la rotación normal del personal diplomático. No tiene nada que ver con las actividades que se le achacan. Durante su permanencia en España ha mantenido los contactos normales de su cargo. Actualmente está en Washington y su trabajo nunca ha estado relacionado, ni lo está, con actividad alguna al margen de su cargo diplomático.
Sin embargo, para fuentes relacionadas con los servicios de información españoles, la adscripción de Kinsman a la CIA está fuera de toda duda. Antes de que aterrizara en Madrid, Philip Agee y su equipo de
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ya habían avisado de quién era el nuevo primer secretario que llegaba a la embajada de la calle de Serrano. Entre los supuestos mil quinientos hombres vinculados a la CIA que hay en nuestro país en ese momento, según los cálculos de funcionarios españoles de los servicios de inteligencia, se encuadran colaboradores habituales y ocasionales, además de los elementos incrustados en las instituciones oficiales o privadas. Todos ellos forman un escuadrón en la sombra que la Agencia utiliza para tener un constante diagnóstico de cómo funcionan los puntos neurálgicos del país.
Dentro de este complejo entramado de espías y colaboradores, destacan veteranos agentes como John R. Thomas, que actúa con la cobertura diplomática de «tercer secretario y vicecónsul». Un elemento que ha mantenido estrechos contactos con los hombres del comisario Eduardo Blanco, director general de Seguridad durante los últimos años del franquismo. Thomas ha sido un eslabón fundamental de una red de tráfico de armas que ha tenido como destinataria a la extrema derecha durante los años 1976 y 1977. Un período en el que la actividad de los grupos ultras en la calle ocasiona numerosos muertos. En esa época, el tráfico de armas Bélgica-Madrid tiene uno de sus asientos en un local del paseo de Extremadura controlado por Thomas.
Sin la cómoda tapadera de la embajada, operan oficiales de la CIA como Joseph Said Cybulski, Norman L. Spinney, Martin I. Jonson o Charles M. Murphy. Y el experto en sabotajes Donald L. Kear, estrechamente vinculado a algunos miembros de la Agencia que trabajaron en la preparación del golpe de Estado de 1973 que derribó al presidente constitucional chileno Salvador Allende.
Otro elemento de la tela de araña que tiene su centro en la embajada es un periodista que firma en algunos medios de comunicación editados en Barcelona como Miguel Airol. Las letras de este seudónimo se corresponden con las de su apellido, pero colocadas al revés. Su verdadero nombre es Víctor Hugo Miguel Bruni Loria, nacido en Buenos Aires en 1930. También colaboró profesionalmente con Radio Nacional de España desde Roma. Allí trabajó en una empresa que formaba parte del entramado que forjó gran parte del terrorismo ultraderechista italiano de los años sesenta vinculado a la red «Gladio»: la agencia de prensa Oltremare, financiada por el SID (Servicio de Información de la Defensa). Este organismo italiano de contraespionaje apoyó, a través de algunos militares posteriormente involucrados en el golpe del príncipe Valerio Borghese, en 1970, una estrategia de desórdenes y atentados con el fin de provocar un giro derechista en el Gobierno italiano. También aparece citado en la prensa de Italia, como uno de los puntales de la CIA allí durante dieciocho años, entre 1955 y 1973, Evelio Verdera, que posteriormente llega a ser catedrático de derecho mercantil de la Universidad Complutense de Madrid y director general de Patrimonio Artístico, Archivos y Museos, durante seis meses, cuando el Ministerio de Cultura lo ocupa Pío Cabanillas, en 1978-1979. Además, ocupa el cargo de director honorario del Real Colegio de España en Bolonia.
Más difíciles de descubrir son los agentes de cobertura total, que resultan prácticamente invulnerables. Uno de ellos, cuya presencia pasa inadvertida inicialmente para los propios servicios de inteligencia españoles, es el representante en España del Continental Illinois National Bank and Trust Company of Chicago, Eric Jurgensen. Esta entidad no tiene sede propia en España durante los años setenta, utiliza parte de una planta que el Banco Atlántico le cede en la oficina que tiene esta entidad en el número 48 de la Gran Vía.
Jurgensen, mediador en la introducción de compañías como la Ford y la General Motors en nuestro país, cumple un eficaz papel como espía: se mueve en un ambiente empresarial de alto nivel que le hace difícilmente detectable. Incluso entabla contacto con algunos sindicalistas en la clandestinidad, para elaborar informes sobre la situación y las perspectivas del movimiento obrero. Cuando Jurgensen abandona España, el núcleo de su equipo continúa casi intacto. Las empresas multinacionales son un refugio cómodo para los espías norteamericanos.
El 28 de enero de 1985 son detenidos en los alrededores del complejo del palacio de La Moncloa los «diplomáticos» norteamericanos Denis McMahan y John F. Massey, cuando fotografían las antenas de comunicación de la sede presidencial, desde una distancia aproximada de 400 metros, justo desde el pie del museo de la Reconstrucción y Restauraciones Artísticas. Los guardias civiles adscritos al servicio de seguridad de La Moncloa empiezan a sospechar de los curiosos, por lo que rodean el lugar y sorprenden a los dos fotógrafos en plena tarea.
McMahan y Massey alegan entonces que son primos y que están tomando imágenes turísticas, al tiempo que hablan en inglés entre ellos. «Te dije que no deberíamos acercarnos por aquí», le comenta uno al otro, esperando que se le entienda y se note su afectada ingenuidad. «Si por toda esta zona hay lugares muy bonitos para fotografiar», continúa. No se sabe en qué manual de adiestramiento de la CIA se enseña este tipo de salidas para resolver situaciones comprometidas.
Los guardias civiles les conducen a las dependencias del complejo de La Moncloa destinadas a la vigilancia, después de confiscarles el material que llevan: una cámara fotográfica, un teleobjetivo y rollos de película tri-X-20 en blanco y negro.
Julio Feo, secretario del presidente de Gobierno de Felipe González, da su versión de este incidente en su libro de memorias:
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Sonó el telefono, era Femando Puell, segundo jefe de seguridad:
—Julio, hemos detenido a dos americanos que estaban haciendo fotos de Moncloa. Dicen que son de la embajada. Los tenemos en el cuerpo de guardia.
—Bueno, dime cómo se llaman y llamaré al embajador Enders para comprobarlo.
Enders me dijo que no le sonaban los nombres y que estaba seguro de que no eran de la embajada... Uno llevaba un carnet de la embajada USA en Madrid, el otro llevaba un carnet de personal de la base de Torrejón...
Se revela el carrete en el laboratorio anejo al despacho del propio Felipe González, siguiendo instrucciones de Julio Feo, y el resultado de las fotografías «turísticas» son varias vistas de las torres de comunicaciones de La Moncloa realizadas desde el mismo ángulo. «Llamé a Manglano y envió a recoger el material fotográfico», continúa Julio Feo.
Cuando vieron el carrete, dijeron que era especial, de muy alta sensibilidad. El asunto ya quedó en manos de Exteriores, que, parece ser, pidió nuevas explicaciones, y del CESID, que hizo lo propio con sus colegas americanos. Al día siguiente, el jefe de estación de la CIA, que era nuevo y se llamaba «Ron», me llamó para asegurarme que él no tenía nada que ver con aquella estupidez. Los dos fotógrafos fueron expulsados.
En realidad, los hombres de la CIA sólo tenían que haber esperado unas semanas, en lugar de arriesgarse a ser descubiertos, y preguntarle a su presidente cómo era La Moncloa. Ronald Reagan visitará Madrid poco después y almorzará con Felipe González en La Bodeguilla.
Una vez informado el Ministerio de Asuntos Exteriores, la expulsión de los dos espías es un hecho automático. El propio presidente González se ve obligado a manifestar, el 16 de febrero, que los dos agentes norteamericanos han abandonado nuestro país «por desempeñar actividades que no se ajustaban a su estatus diplomático». Por primera vez, en España se reconoce, oficialmente, la existencia del juego sucio de la CIA organizado desde la sede diplomática norteamericana de la calle de Serrano.
Durante la etapa anterior al referéndum de la OTAN se intensifica enormemente la actividad de los hombres de la CIA. Para sus jefes es fundamental el envite que se está jugando. En 1985 el agente que dirige la estación de operaciones en Madrid es Leonard D. Therry, de cuarenta y siete años, que oculta su trabajo clandestino bajo la cobertura diplomática de «primer secretario» de la embajada de Estados Unidos. Él es la auténtica cabeza del espionaje norteamericano en España en ese momento.
Está considerado como un duro, uno de los hombres de la CIA más escorados hacia la derecha y favorables al intervencionismo de Estados Unidos en otros países, defendiendo «el interés nacional definido en términos de poder». Leonard D. Therry es, según el registro del Ministerio de Asuntos Exteriores, uno de los 68 diplomáticos de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Sin embargo, como jefe de la estación de operaciones, dirige lo que se ha denominado «el brazo clandestino de los Estados Unidos». A su pesar, quedará en la pequeña historia de la CIA en España como el responsable de una operación que, por primera vez, ocasiona la expulsión «pública» de uno de sus oficiales de operaciones, el segundo secretario Dennis E. McMahan, experto espía que ha actuado anteriormente en Moscú, y la del miembro de la Agencia Nacional de Seguridad John F. Massey, adscrito a la base aérea de Torrejón de Ardoz.
El episodio forma parte de un operativo diseñado para captar las comunicaciones entre las máximas autoridades del Estado, el Gobierno y los centros de decisión españoles. Pero la torpe actuación de los hombres de Therry no sólo provoca, en palabras del ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, «la sanción precisa de salida del territorio» de los dos agentes descubiertos, sino que origina en el seno de la embajada norteamericana una gran tensión entre los diplomáticos de carrera adscritos al Departamento de Estado y los espías del jefe de estación de la CIA.
Esta crisis interna entre los representantes de Estados Unidos en España forma parte de la vieja disputa en la que los diplomáticos profesionales acusan a los hombres de la CIA de tirar por tierra el auténtico trabajo de negociación que ellos realizan y enturbiar la relación entre los países «amigos» de Estados Unidos y la metrópoli. El almirante Stansfield Turner, director de la CIA durante la presidencia de Jimmy Carter, llegó a acusar a la «línea dura» de la Agencia «de hacer más daño a la propia "compañía" que en cualquier otra etapa de la historia». Esta tensión, sin embargo, no representa para Therry y la mayor parte de su equipo más que un pequeño problema asumido desde hace mucho tiempo.
Tradicionalmente, han convivido dos líneas dentro de la CIA: la de «información», que pretende dedicar todos los esfuerzos de la Agencia a hacer acopio de datos e informes para el Gobierno de Estados Unidos, y la de «operaciones», decididamente proclive a la intervención directa en la política de todos los países de su ámbito de actuación, e incluso a provocar el derrocamiento de gobiernos considerados hostiles y la liquidación de regímenes políticos, llegado el caso. Los ejemplos son numerosos.