La cicatriz

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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«Un cargamento humano camino de la servidumbre en el exilio… Una ciudad pirata que surca los océanos… Un milagro oculto a punto de ser revelado… Ésta es la historia del viaje de un prisionero. La búsqueda de la isla de un pueblo olvidado, de la más asombrosa bestia de los mares, e incluso de un lugar fabuloso, una inmensa herida en la realidad, una fuente de inimaginable poder y peligro…»

China Miéville

La cicatriz

Bas-Lag - 2

ePUB v1.0

Roy Batty
12.04.12

Título:
La cicatriz

Título original:
The Scar

Autor:
China Miéville

Año de publicación:
2002

ISBN:
978-84-8421-660-5

A Claudia, mi madre

Reconocimientos

Con profundo amor y agradecimiento a Emma Bircham, una vez más y siempre.

Toda mi gratitud para la gente de Macmillan y Del Rey, en especial a mis editores, Peter Lavery y Chris Schulep. Y, como de costumbre, me faltan palabras para expresar lo mucho que le debo a Mic Cheetham.

Estoy en deuda con todos aquellos que leyeron el manuscrito y me dieron consejo: mi madre, Claudia Lightfoot; mi hermana, Jenima Miéville; Max Schaefer; Farah Mendelsohn; Mark Bould; Oliver Cheetham; Andrew Butler; Mary Sandys; Nicholas Blake; Jonathan Strahan; Colleen Lindsay; Kathleen O'Shea; y Simon Kavanagh. Sin ellos, éste hubiera sido un libro mucho peor.

Pero la memoria no se pondría en el sol poniente, esa mirada verde y congelada dirigida al ancho mar azul que cura a golpes todas las heridas. Un cielo del todo ciego ha roído hasta dejar pelado el intelecto de los humanos huesos y, al desollar las emociones de la fractura, ha revelado la congoja que se escondía debajo. Y el espejo me muestra a mí, un hecho desnudo y vulnerable.

—Dambudzo Marechera, Black Sunlight

Prólogo

Dos kilómetros bajo la nube más baja, la roca perfora las aguas y el mar da comienzo.

Le han dado muchos nombres. Cada ensenada y cada bahía y cada arroyo han sido clasificados como si fueran diferentes. Pero son una sola cosa, en cuyo seno las fronteras son absurdas. Llena el espacio entre las piedras y la arena, se arrolla alrededor de las riberas y une entre sí los continentes.

En el extremo del mundo, el agua salada está tan fría que quema. Enormes sillares de agua helada imitan la tierra y se parten y se hacen pedazos y cambian de forma, hogar de gelo-jaibas, filósofos con caparazones de hielo vivo. En los bajíos del sur hay bosques de gusanos-tubería y quelpos y corales carnívoros. Los peje-soles se mueven con elegancia imbécil. Los trilobites anidan en los huesos y disuelven el hierro.

El mar hierve de vida.

Hay criaturas que viven y mueren en el oleaje, arrastradas por las mareas sin que jamás lleguen a ver la suciedad que hay debajo de ellas. En las lagunas neríticas y los lechos llanos florecen complejos ecosistemas que se extienden sobre los conos de derrubios hasta llegar a los extremos de las plataformas de roca y aún más allá, a zonas que no alcanza la luz.

Hay fosas abisales. Presencias que son en parte moluscos y en parte deidades descansan morosamente bajo quince kilómetros de agua. En la fría negrura impera la brutalidad de la evolución. Toscas criaturas emiten limo y fosforescencia y se mueven con una trepidación de miembros inciertos. La lógica de sus formas deriva de las pesadillas.

Hay pozos sin fondo. Existen lugares en los que el granito y los sedimentos del fondo del mar descienden en túneles verticales de kilómetros de profundidad, bajo presiones tan grandes que el agua fluye espesa y untuosa. Supura a través de los poros de la realidad, formando peligrosas fuentes, fisuras por las que pueden emerger fuerzas desplazadas.

En las frías profundidades medias se abren chimeneas hidrotérmicas entre las rocas que expulsan nubes de agua a gran temperatura. En este medio cálido pasan sus ociosas vidas unas criaturas intrincadas, sin saber que ni a medio metro del calor rico en sales minerales de las aguas la temperatura desciende tanto que bastaría para matarlas.

Bajo la superficie, el paisaje está erizado de montañas y cañones y bosques, cambiantes dunas, cavernas de hielo y cementerios. El agua está densa de materia. Islas imposibles flotan en las profundidades, a merced de mareas de ensueño. Algunas de ellas son del tamaño de ataúdes, pequeñas lascas de pedernal y granito que se niegan a hundirse. Otras son rocas nudosas de un kilómetro de longitud, suspendidas a centenares de metros de profundidad, arrastradas a lomos de corrientes lentas, arcanas. Hay comunidades en estas tierras insumergibles: hay reinos secretos.

Existe heroísmo y se libran brutales guerras en el lecho del océano, sin que los moradores de la superficie sepan nada de ello. Hay dioses y catástrofes.

Pasan navíos intrusos entre el mar y el aire. Sus sombras motean el fondo hasta donde alcanza la luz. Los barcos y barcazas mercantes, los balleneros, navegan sobre los restos putrefactos de otras embarcaciones. Los cuerpos de los marineros fertilizan el agua. Los peces carroñeros se alimentan de ojos y labios. Los dientes de la arquitectura coralina han reclamado mástiles y anclas. Se llora o se olvida a los barcos perdidos y el suelo viviente del mar los acoge y los oculta con percebes, se los entrega como cuevas a las morenas, los peces-rata y las jaibas ermitañas; y a cosas aún más salvajes.

En los lugares profundos, donde las leyes físicas se colapsan bajo la presión aplastante de las aguas, los cuerpos siguen cayendo muy despacio en la oscuridad, días después de que sus navíos hayan zozobrado.

Se pudren en su larga marcha hacia el fondo. Nada llegará a la negra arena de las profundidades del mundo salvo huesos cubiertos de algas.

En las faldas de las plataformas rocosas, donde el agua fría y liviana cede paso a una oscuridad que se aferra a todas las cosas, avanza pesadamente una jaiba. Avista una presa, profiere un chasquido y traquetea en el fondo de la garganta, mientras le quita la capucha a su calamar de caza y lo deja libre.

Este vuela como un rayo hacia el banco de lustrosas caballas que, semejante a una nube, se funde y cambia de forma a cinco metros de distancia. Los treinta centímetros de sus tentáculos se abren y vuelven a cerrarse con un latigazo. El calamar regresa junto a su amo, arrastrando un pez moribundo y el banco vuelve a formarse tras él.

La jaiba le arranca la cabeza y la cola a la caballa y guarda el resto en una bolsa que lleva en la cintura. Le da la cabeza llena de sangre a su calamar para que la sorba.

La parte superior del cuerpo de la jaiba, la sección blanda, sin caparazón, es sensible a los minúsculos cambios de las mareas y la temperatura. Siente un hormigueo en la cetrina carne mientras complejas masas de agua se encuentran e interaccionan. Con un abrupto espasmo, la nube de caballas se coagula y desaparece entre el arrecife de coral.

La jaiba levanta el brazo y llama a su calamar, lo calma y lo acaricia con suavidad. Saca su arpón.

Se encuentra sobre una cresta de granito, donde las algas y los helechos marinos se mueven contra él, acariciándole el alargado abdomen inferior. A su derecha se alzan protuberancias de roca porosa. A su izquierda, la pendiente desciende con rapidez en dirección a unas aguas sombrías. Puede sentir el frío que emana de las profundidades. Su mirada se pierde en una aguda gradación de azul. Sobre su cabeza, en la superficie, se ven ondas de luz. Por debajo, los rayos no tardan en desaparecer. Sólo está un poco por encima de la frontera de la oscuridad perpetua.

Camina con cuidado aquí, en el borde de la plataforma. A menudo viene a cazar a este lugar, donde las presas son menos cuidadosas, lejos de los más luminosos y cálidos bajíos. Algunas veces, emerge caza mayor de las profundidades, curiosa; no está preparada para sus astutas tácticas y sus arpones dentados. La jaiba se mece con nerviosismo en la corriente y escudriña el mar abierto. Algunas veces no son presas sino depredadores lo que escupe el crepúsculo.

Remolinos de frío dan vueltas a su alrededor. Arrastran algunos guijarros del suelo, que caen rebotando por la pendiente y se pierden en la oscuridad. La jaiba se agarra a las resbaladizas rocas.

Más abajo, en alguna parte, se produce una suave percusión de rocas. Un escalofrío que no es arrastrado por corriente alguna trepa por su piel. Las piedras se están realineando y las grietas vomitan una oleada de taumaturgia.

Algo funesto está emergiendo de las frías aguas, en el extremo de la oscuridad.

El calamar de la jaiba empieza a ceder al pánico y cuando éste lo suelta, se lanza de inmediato ladera arriba, hacia la luz. La jaiba lanza una mirada atrás, a las tinieblas, buscando la fuente del sonido.

Hay una vibración ominosa. Mientras él trata de ver a través del agua teñida de polvo y plancton, algo se mueve. Allá abajo se estremece una roca más grande que un hombre. La jaiba se muerde el labio al tiempo que la gran piedra irregular sale despedida de repente y empieza a descender a saltos.

El estrépito de su paso sigue resonando mucho tiempo después de que haya dejado de verse.

Ahora hay un agujero en la ladera, un agujero que tiñe el mar de oscuridad. Nada se mueve y nada se escucha durante un rato y los dedos de la jaiba acarician el arpón con ansiedad, lo aferran, lo empuñan y siente que todo su cuerpo tiembla.

Y entonces, con suavidad, algo frío, algo que no tiene color brota deslizándose de la oscuridad.

Confunde a la vista, revoloteando con una grotesca premura orgánica que parece carecer de propósito, como la sangre al manar de una herida. La jaiba no se mueve. Su miedo es intenso.

Emerge otra forma. Tampoco a ésta puede distinguirla: lo evade, es como un recuerdo o una impresión, algo que no puede especificarse. Es rápida y corpórea y fríamente aterradora.

Aparece otra y luego otra más, hasta que la oscuridad supura una corriente rápida y constante. Las presencias se mueven y cambian, no del todo invisibles, fundiéndose y disipándose, con movimientos opacos.

La jaiba permanece inmóvil. Puede oír extraños conciliábulos susurrados en las mareas.

Sus ojos se abren al avistar enormes dientes retráctiles, cuerpos salpicados de concreciones y arrugas. Cosas sinuosas y fuertes que aletean en las gélidas aguas.

La jaiba empieza a retroceder con pasos que apenas rozan la roca de la ladera, tratando de moverse silenciosamente, pero demasiado despacio: hace pequeños ruidos.

Con un solo movimiento, una convulsión perezosa y predatoria, las siniestras cosas que farfullan apelotonabas debajo de él se mueven. La jaiba avista la oscuridad de una docena de ojos y sabe que lo están observando.

Y entonces, con una elegancia monstruosa, se elevan y caen sobre él.

Primera Parte
Canales
1

Sólo han transcurrido quince kilómetros desde la ciudad cuando el río pierde su impulso y se amolda con discurrir moroso al salobre estuario que alimenta la Bahía de Hierro.

Los barcos que salen de Nueva Crobuzón en dirección este llegan a unas tierras más bajas. Al sur hay cabañas y pequeños embarcaderos desde los que los campesinos pescan para complementar su monótona dieta. Los niños saludan a los viajeros con cautela. De vez en cuando se ve un afloramiento de roca o un pequeño bosque de arboscuros, lugares en los que no puede cultivarse la tierra, pero en su mayor parte ésta es una zona de labranza.

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