Cuando Skarakatchi habló, el intérprete imitó la suavidad de su tono.
—No sabemos nada sobre eso.
El capitán Myzovic entrelazó las manos.
—Eso ha ocurrido apenas a ciento cincuenta kilómetros de aquí, en aguas territoriales de Salkrikaltor, en una región por la que patrullan regularmente tanto su marina como sus cazadores, ¿y pretende decirme que no saben nada? —hablaba con tono controlado pero amenazador—. Consejeros, eso es sencillamente extraordinario. ¿No tienen ni la menor idea de lo que ha ocurrido? ¿Si naufragó en una extraña tormenta o fue atacada y hundida? ¿Van a decirme que no han oído
nada
? ¿Que algo de este calibre podría ocurrir junto a sus mismas costas sin que se den cuenta?
Hubo un largo silencio. Las dos jaibas se aproximaron y cuchichearon entre sí.
—Muchos rumores llegan hasta nuestros oídos —dijo el rey Skarakatchi. Drood'adji le lanzó una mirada severa y luego se volvió hacia el intérprete—. Pero no hemos oído nada de esto. Podemos ofrecerle apoyo y condolencias a nuestros amigos de Nueva Crobuzón… pero no información.
—Debo decir —respondió el capitán Myzovic después de discutir en voz baja con Cumbershum— que me siento profundamente disgustado. Nueva Crobuzón no puede seguir pagando una cuota de amarre por una plataforma que ya no está allí. Por tanto, disminuiremos los pagos en una tercera parte. Y pienso informar a la ciudad sobre su negativa a ofrecer ayuda. Esto no puede sino proyectar algunas dudas sobre la capacidad de Salkrikaltor para actuar como custodio de nuestros intereses. Nuestro gobierno querrá discutir el asunto en mayor profundidad. Tendrán que rehacerse los tratados. Gracias por su hospitalidad —dijo, antes de apurar su vaso—. Pasaremos una noche en el puerto de Salkrikaltor. Zarparemos a primera hora de la mañana.
—Un momento, capitán, por favor —el líder del consejo levantó la mano. Le susurró unas rápidas palabras a Drood'adji y éste asintió y se escabulló dignamente de la sala—. Hay un asunto más que debemos discutir.
Cuando regresó Drood'adji, los ojos de Bellis se abrieron un poco más. Un ser humano venía tras él.
Estaba tan fuera de lugar que la tomó por completo por sorpresa. Se lo quedó mirando como una idiota.
El hombre era un poco más joven que ella y tenía un rostro franco y alegre. Llevaba una mochila de grandes dimensiones y su ropa estaba limpia aunque en mal estado. Esbozó una sonrisa encantadora dirigida a Bellis. Ella frunció ligeramente el ceño y apartó la mirada.
—¿Capitán Myzovic? —el hombre hablaba el ragamol con acento de Nueva Crobuzón—. ¿Capitán de corbeta Cumbershum? —les estrechó las manos—. Me temo que no conozco su nombre, señora —dijo con la mano extendida.
—La señorita Gelvino es nuestra intérprete —dijo el capitán antes de que Bellis pudiera responder—. Es conmigo con quien debe hablar. ¿Quién es usted?
El hombre extrajo del interior de su chaqueta un rollo de aspecto oficial.
—Esto debería explicarlo todo, capitán —dijo.
El capitán leyó el pergamino con toda atención. Al cabo de medio minuto levantó la mirada bruscamente y agitó el escrito de forma desdeñosa.
—¿Qué demonios es esta estupidez? —siseó de repente, haciendo que Bellis se sobresaltase. Le entregó el pergamino a Cumbershum.
—Creo que deja las cosas razonablemente claras, capitán —respondió el hombre—. Tengo otras copias, por si ocurriera que lo abrumara un ataque de cólera. Me temo que voy a tener que tomar el mando de su nave.
El capitán soltó una risotada.
—Oh, ¿de veras? —parecía tenso hasta un punto peligroso—. ¿Es eso cierto, señor… —se inclinó y leyó el nombre en el documento que tenía su lugarteniente entre las manos— Fennec? ¿Es eso
cierto
?
Bellis se volvió hacia Cumbershum y vio que estaba mirando al recién llegado con asombro y alarma. Entonces interrumpió al capitán.
—Señor —dijo con tono de urgencia—, ¿me permite sugerir que demos las gracias a nuestros anfitriones y que les dejemos seguir con sus asuntos? —lanzó una mirada significativa a las jaibas. El intérprete estaba escuchando con atención.
El capitán titubeó y asintió con un gesto fugaz de la cabeza.
—Por favor, informe a nuestros anfitriones de que su hospitalidad es excelente —ordenó a Bellis de forma brusca—. Agradézcales su tiempo. Podemos encontrar la salida solos.
Mientras Bellis traducía, las jaibas se inclinaron con elegancia. Los dos consejeros se adelantaron y volvieron a estrecharles las manos a todos los presentes. El capitán apenas conseguía ocultar su furia. Se marcharon por donde había entrado el señor Fennec.
—¿Señorita Gelvino? —el capitán le indicó la puerta que conducía de regreso al sumergible—. Espere fuera, por favor. Estos son asuntos del gobierno.
Bellis se demoró un instante en el corredor mientras maldecía para sus adentros. Podía oír la voz belicosa del capitán a través de la puerta. Sin embargo, por mucho que se esforzara, no lograba entender lo que estaban diciendo.
—
Maldita
sea —murmuró y regresó a la anodina sala en la que descansaba el sumergible como una especie de grotesca criatura varada. La jaiba asistente esperaba, impertérrita, mientras farfullaba algo para sí.
El piloto de la embarcación se estaba limpiando la dentadura con un mondadientes. Le olía el aliento a pescado.
Bellis se apoyó contra una pared y esperó.
Después de más de veinte minutos el capitán irrumpió por la puerta, seguido por Cumbershum, que hacía esfuerzos desesperados por aplacarlo.
—No me toque las narices en este momento, ¿estamos, Cumbershum? —gritó el capitán. Bellis lo miró, asombrada—. Usted asegúrese de mantener al
jodido señor Fennec
fuera de mi vista o no me hago responsable de lo que pueda ocurrir, con misiva firmada y sellada por la puta comisión o sin ella.
Tras el lugarteniente, Fennec asomó la cabeza por la puerta.
Con un gesto, Cumbershum les indicó a Bellis y a él que subieran deprisa a bordo del submarino. Parecía haber sucumbido al pánico. Cuando se sentó enfrente de Bellis, junto al capitán, la mujer se percató de que trataba de mantenerse lo más alejado posible de Myzovic.
Mientras el agua empezaba de nuevo a entrar por las paredes de la sala de hormigón y el sonido de los motores ocultos hacía vibrar al navío, el hombre vestido con la chaqueta de piel a rayas se volvió hacia Bellis y sonrió.
—Silas Fennec —susurró y le tendió la mano. Bellis esperó un instante y a continuación se la estrechó.
—Bellis —murmuró—. Gelvino.
Nadie habló durante el viaje de regreso a la superficie. Una vez en la cubierta del
Terpsícore
, el capitán regresó a su oficina hecho una furia.
—Señor Cumbershum —dijo a voz en grito—. Tráigame al señor Fennec.
Silas Fennec vio que Bellis lo estaba observando. Sacudió la cabeza en dirección al capitán y durante un momento muy breve puso los ojos en blanco. A continuación, asintió a modo de despedida y fue al trote en pos de Myzovic.
Johannes había desaparecido. Debía de encontrarse en Salkrikaltor. Bellis contempló con cierto resentimiento las luces de las torres que se elevaban al otro lado de las aguas. No había botes a los costados del
Terpsícore
y nadie iba a llevarla a remo hasta allí. Hasta la mojigata hermana Meriope había encontrado fuerzas para dejar el barco.
Se fue a buscar a Cumbershum. Estaba supervisando la reparación de una de las velas.
—Señorita Gelvino —la miró sin la menor calidez.
—Capitán —dijo ella—. Quería saber cómo podría depositar una carta en una consigna de la que el capitán Myzovic me ha hablado. He de enviar algo urgente…
Su voz se apagó. El hombre estaba sacudiendo la cabeza.
—Imposible, señorita Gelvino. No me sobra un solo hombre para su escolta, no tengo la llave y
no
tengo la menor intención de pedírsela al capitán en este momento… ¿Quiere que continúe?
Bellis sintió una punzada de miseria y se mantuvo muy quieta.
—Capitán —dijo lentamente, sin ninguna emoción en la voz—. El capitán en persona me prometió que podría dejar mi carta allí. Es de la máxima importancia.
—Señorita Gelvino —le interrumpió él—. Si por mí fuese, la escoltaría personalmente, pero no
puedo
y me temo que no hay más que hablar. Pero aparte de esto… —levantó una mirada furtiva y volvió a susurrar—. Además… le ruego que no comente esto pero… no necesitará usted de esa consigna. No puedo decirle más. Lo entenderá dentro de pocas horas. El capitán ha convocado una reunión para mañana por la mañana. Él se lo explicará. Créame, señorita Gelvino. No es necesario que deposite usted su carta aquí. Le doy mi palabra.
¿Qué está queriendo decirme?
, pensó Bellis, aterrorizada y entusiasmada a un tiempo.
¿Qué demonios está queriendo decirme?
Como la mayoría de los prisioneros, Tanner Sack nunca se alejaba demasiado del espacio que había reclamado. Próximo a la escasa luz que llega desde arriba y a la comida, era uno de los más codiciados. En dos ocasiones habían tratado de robárselo, ocupándolo cuando él se había marchado a mear o a cagar. En ambas ocasiones había conseguido persuadir al intruso sin necesidad de pelear.
Permanecía sentado, de espaldas a la pared, en un extremo de la jaula, a veces durante varias horas seguidas. Shekel nunca tenía que ir a buscarlo.
—Oye, Sack.
Tanner estaba adormilado y las nubes de su cabeza tardaron un rato en disiparse.
Shekel lo sonreía desde el otro lado de los barrotes.
—Despierta, Tanner. Quiero hablarte de Salkrikaltor.
—Cierra el pico, muchacho —gruñó un hombre junto a Tanner—. Estamos intentando dormir.
—Que te follen, mierda Rehecha —le espetó Shekel—. Querrás que te toque algo de comida la próxima vez que venga, ¿verdad? —Tanner estaba agitando las manos para tratar de calmar los ánimos.
—Está bien, muchacho, está bien —dijo mientras terminaba de despertarse—. Háblame de lo que quieras pero en voz baja, ¿vale?
Shekel sonrió. Estaba borracho y excitado.
—¿Has visto Ciudad Salkrikaltor alguna vez, Tanner?
—No, chico. Nunca había salido de Nueva Crobuzón hasta ahora —dijo Tanner con voz suave. Hablaba bajo, con la esperanza de que Shekel lo imitase.
El muchacho puso los ojos en blanco y se reclinó.
—Te montas en un pequeño bote y pasas entre edificios que salen del agua. En algunos sitios están tan juntos como árboles. Y hay enormes puentes que pasan sobre ellos y algunas veces… algunas veces ves a alguien, humano o jaiba, que salta. Y cae de cabeza si es humano o sobre las cuatro patas si no y sale nadando o desaparece en el agua. Estaba en un bar del Barrio de la Superficie. Había… —sus manos hacían y deshacían formas estrechas mientras ilustraban lo que estaba diciendo—. Sales del bote por una gran puerta y llegas a una sala grande en la que hay bailarinas… bailarinas humanas. —Esbozó una sonrisa pueril—. Y junto a la barra el suelo desaparece… y hay una rampa que se hunde hasta varios kilómetros de profundidad. Todo está iluminado. Y hay jaibas yendo y viniendo, entrando por la rampa o marchándose de regreso a casa, entrando y saliendo del agua.
Shekel no dejaba de sonreír y sacudir la cabeza.
—Uno de nuestros marineros estaba tan borracho que se cayó al agua —se rió—. Tuvimos que sacarlo de allí, medio ahogado. No sé, Tanner, nunca había visto nada igual. Están nadando a nuestro alrededor ahora mismo, por debajo mismo de nosotros.
Ahora
mismo. Es como un sueño. El modo en que descansa sobre el agua. Y hay más debajo que encima. Es como si se reflejara en el agua… sólo que también pueden andar por el reflejo. Quiero verlo, Tanner —dijo con tono de urgencia—. Hay trajes y cascos y todas esas cosas en el barco. Bajaría ahora mismo, ¿sabes? Me encantaría ver lo que hacen allí.
Tanner estaba tratando de pensar en algo que decir pero estaba todavía muy cansado. Sacudió la cabeza y trató de recordar algún pasaje de las Crónicas de Pata de Cuervo que hablara sobre la vida en el mar. Pero antes de que pudiera hablar, Shekel se levantó a trancas y barrancas.
—Será mejor que me vaya, Tanner —dijo—. El capitán ha dado toda clase de órdenes. Reunión al amanecer, instrucciones importantes, bla, bla, bla. Será mejor que vaya a echar una cabezada.
Tanner tardó aún un rato en recordar la historia de Pata de Cuervo y los Asesinos de Conchas. Para entonces, Shekel ya había desaparecido.
Cuando Bellis se levantó al día siguiente, el
Terpsícore
se encontraba en mar abierto.
El frío había ido en descenso conforme viajaban hacia el este y los pasajeros que se habían congregado en cubierta a instancias del capitán ya no llevaban sus abrigos más gruesos. La tripulación se encontraba a la sombra del palo de mesana y los oficiales en las escaleras que conducían al puente.
El recién llegado, Silas Fennec, estaba solo. Se dio cuenta de que Bellis lo estaba observando y le sonrió.
—¿Lo conoce? —dijo Johannes Lacrimosco, tras ella. Se estaba frotando la barbilla y observaba a Fennec con interés—. Usted estaba abajo con el capitán, ¿verdad? Cuando el señor Fennec apareció.
Bellis se encogió de hombros y apartó la mirada.
—No hablamos —dijo.
—¿Tiene idea de por qué nos hemos desviado? —preguntó Johannes. Bellis frunció el ceño mostrando su perplejidad. Él la miró con exasperación—. El sol —dijo él con lentitud—. Está a nuestra izquierda. Nos dirigimos al sur. Vamos en dirección equivocada.
Cuando el capitán apareció sobre ellos, en las escaleras, los murmullos se extinguieron en cubierta. Se llevó un embudo de cobre a los labios.
—Gracias a todos por haberse reunido tan deprisa —su voz alzada resonaba con ecos metálicos sobre todos ellos—. Tengo noticias inquietantes —bajó el megáfono un momento mientras parecía considerar lo que iba a decir a continuación. Cuando volvió a hablar se mostraba más agresivo—. Permítanme que les diga que no toleraré controversia o disenso alguno. Este tema no está abierto a discusión. Me veo obligado a responder ante circunstancias imponderables y no pienso permitir que me cuestionen. No vamos a dirigirnos a Nova Esperium. Regresamos a la Bahía de Hierro.
El pasaje estalló en exclamaciones de asombro y cólera y la tripulación en murmullos de perplejidad.
¡No puede hacerlo!
, pensó Bellis. Sintió una oleada de pánico, pero no sorpresa. Se dio cuenta de que lo había estado esperando desde la insinuación de Cumbershum. Se dio cuenta también de que en alguna parte de su interior el pensamiento del regreso le hacía sentir júbilo. Acalló ese sentimiento.
No puedo regresar a casa
, pensó enloquecida.
Tengo que escapar. ¿Qué voy a hacer?