La cicatriz (12 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Había un nadador que llevaba el pecho desnudo y de éste sobresalían dos largos tentáculos, movidos por la corriente pero también por sus propias y tenues inclinaciones.

Era Tanner Sack.

Sacudiendo la cola, el delfín cruzó los límites de la ciudad y ascendió hacia la luz. Atravesó la presión cada vez menor de las aguas y salió de un salto a la superficie, coleó suspendido en la espuma levantada mientras contemplaba la ciudad con ojo vigilante.

De nuevo abajo, se revolvió y regresó entre las estrías de agua. A cierta distancia, podían entreverse unas formas enormes, medio ocultas por el agua y un velo de taumaturgia. Defendidas por patrullas de tiburones esclavos, no habían de ser investigadas. Ningún ojo debía verlas.

No había nadadores sobre ellas.

El sonido de unas voces despertó a Bellis.

Habían pasado semanas desde su llegada a Armada.

Cada mañana era igual. Despertaba y se incorporaba, esperando, mirando su pequeña habitación con una incredulidad, una palpitante sensación de irrealidad que se negaba a desvanecerse. Era incluso más fuerte que la nostalgia que sentía por Nueva Crobuzón.

¿Cómo he llegado aquí?
La pregunta nunca la abandonaba.

Abría las cortinas, se apoyaba sobre el alféizar de la ventana y contemplaba la ciudad.

Cuando habían llegado, el primer día, habían esperado con sus equipajes en la cubierta del
Terpsícore
, rodeados de guardias y hombres y mujeres con formularios y documentos. Los rostros de los piratas eran duros, el tiempo los había vuelto crueles. Bellis se asomaba con cuidado por encima de su miedo y no lograba entenderlos. Eran una disparidad, una mezcla de etnias y culturas. Cada tez era de un color diferente. Algunos lucían escarificaciones con dibujos abstractos, otros llevaban túnicas de batik. No parecían compartir más que un mismo aire sombrío.

Un hombre y una mujer jóvenes se adelantaron hacia los centinelas. Al verlos, Bellis no pudo apartar la mirada.

El hombre llevaba un traje gris marengo; la mujer, uno azul, muy sencillo. Eran altos y se conducían con inmensa autoridad. El hombre lucía un bigote bien recortado y una arrogancia desenvuelta. Los rasgos de la mujer eran gruesos e irregulares pero la carne de su boca era sensual y el brillo cruel de sus ojos, sugerente.

Pero lo que hizo que Bellis los mirara con fascinación y desagrado a un tiempo fueron las cicatrices.

Dibujando todo el exterior del rostro de la mujer, desde el rabillo de su ojo izquierdo hasta la comisura de los labios. Delgada e ininterrumpida. Otra, más gruesa y más corta y de aspecto más feo, discurría desde el lado derecho de su nariz, recorría la mejilla y describía una curva, como si fuera a envolver el ojo. Y había más, por todas partes de su rostro. Desfiguraban su tez ocre con precisión estética.

Al pasar la mirada al hombre, Bellis había sentido como si algo se cuajara en su interior.
¿Qué puta cosa malsana es ésta?
, había pensado con una sensación de inquietud.

Él estaba adornado con marcas idénticas aunque opuestas, una larga cicatriz por debajo de la parte derecha de su rostro, un corte menos largo bajo el ojo izquierdo. Como si fuera el reflejo distorsionado de la mujer.

Mientras Bellis observaba horrorizada a la pareja, la mujer habló.

—Supongo que ya se habrán dado cuenta —dijo en un ragamol perfecto, proyectando su suave voz de manera que todos pudieran oírla— de que Armada no es como otras ciudades.

¿Es eso una bienvenida?
, había pensado Bellis. ¿Era eso todo lo que iban a ofrecerle a los traumatizados y perplejos supervivientes del
Terpsícore?

La mujer había proseguido.

Les había hablado de la ciudad.

De vez en cuando se callaba y entonces, sin mediar un segundo de pausa, el hombre hablaba. Eran casi como mellizos, el uno terminaba las frases del otro.

Le había costado comprender lo que les estaban diciendo. Sentía una enorme curiosidad por los sentimientos que veía discurrir entre ellos cada vez que se miraban. Una especie de voracidad, sobre todo. En aquel momento había sentido un cierto desapego: como si todo aquello fuese sólo un sueño.

Más tarde se daría cuenta de que había absorbido gran parte de lo que les dijeron, que lo había procesado a un nivel situado por debajo de la consciencia. Y todo saldría a la superficie mientras empezaba, contra su voluntad, a vivir en Armada.

En aquel momento, sólo había sido consciente de la intensidad que compartía aquella pareja y de la excitación pasmada que provocó la última frase de la mujer.

Las palabras habían alcanzado a Bellis segundos después de haber sido pronunciadas, como si su cráneo fuera un medio denso por el que el sonido tuviese dificultades para trasladarse.

Hubo un masivo jadeo de asombro y luego un grito y por fin un estallido de felicidad incrédula, una enorme rompiente de alegría de los centenares de exhaustos prisioneros Rehechos que se apelotonaban, apestosos y temblorosos, en cubierta. Se alzó más y más, insegura al principio y enseguida delirante de triunfo.

—Humanos, cactos, hotchi, jaibas…
Rehechos
—había dicho la mujer—. En Armada todos vosotros sois marineros y ciudadanos. En Armada no sois diferentes. Aquí sois libres e iguales.

Allí, por fin, una bienvenida. Y los Rehechos la aceptaron con un agradecimiento ruidoso y lleno de lágrimas.

A Bellis la habían llevado junto con los compañeros que le habían tocado en suerte a la ciudad, donde hombres y mujeres de negocios los esperaban con miradas y contratos ansiosos y duros. Y mientras salía arrastrando los pies de la sala, volvió a mirar al grupo de líderes y vio con asombro que alguien se había unido a ellos.

Johannes Lacrimosco estaba mirando, completamente confuso, la mano que le ofrecía el hombre de las cicatrices, no con repulsa, sino como si no se le ocurriese lo que se suponía que debía hacer con ella. El anciano que acompañaba al asesino y a la pareja se había adelantado acariciándose la barba blanca y había saludado a Johannes por su nombre.

Eso era todo lo que Bellis había visto u oído antes de que se la llevasen. Fuera del barco, a Armada, a su nueva ciudad.

Una flotilla de viviendas. Una ciudad construida sobre los huesos de barcos viejos.

Por todas partes, ropas hechas jirones se sacudían y secaban bajo una brisa constante. Se agitaban en los callejones de Armada, junto a altos enladrillados, campanarios, mástiles, chimeneas y antiquísimos aparejos. Desde su ventana, Bellis contemplaba una vista de mástiles y baupreses reconfigurados, un paisaje urbano de mascarones y castilletes de proa. Muchos centenares de barcos amarrados entre sí sobre casi dos kilómetros cuadrados de mar, y una ciudad construida sobre ellos.

Incontables arquitecturas navales. Drákkares denudados; galeras escorpión; lugres y bucaneros; enormes vapores de casi cien metros de eslora junto a canoas apenas del tamaño de un hombre. Había navíos insólitos: ur-queches, una barcaza construida con la osamenta de una ballena. Envueltos en cabos y unidos por pasarelas móviles de madera, centenares de navíos dispuestos en todas direcciones cabalgaban sobre el oleaje.

Era una ciudad ruidosa. Perros atados, los gritos de los guardacostas, el zumbido de los motores, martillos y tornos y el crujido de las piedras al ser despedazadas. Cláxones de los puestos callejeros. Risas y gritos, todos ellos en el dialecto sal, la lengua mestiza de los marineros, que era el idioma de Armada. Y por debajo de aquellos sonidos urbanos, el ruido ronco de los barcos. Las quejas de la madera y los chasquidos del cuero y los cabos, la percusión de casco contra casco.

Armada se movía constantemente, sus puentes se balanceaban de un lado a otro, sus torres se escoraban. La ciudad temblaba sobre las aguas.

Los navíos habían sido reclamados en su totalidad. Los mamparos y literas se habían convertido en casas; había tiendas en viejas cubiertas de artillería. Pero la ciudad no se había dejado encasillar por las formas preexistentes de los barcos. Las había transformado. Había construido sobre ellas, había amontonado estructuras, estilos y materiales procedentes de un centenar de historias y estéticas diferentes para crear una arquitectura compuesta.

Pagodas con cientos de años de antigüedad se tambaleaban sobre las cubiertas de viejos barcos de madera y monolitos de cemento se alzaban como chimeneas adicionales sobre los vapores de paletas apresados en los mares del sur. Las calles que separaban los edificios eran estrechas. Discurrían entre los barcos por puentes, atravesando laberintos y plazas y lo que parecían ser mansiones. Los parques se extendían sobre la superficie de veleros, sobre santabárbaras en cubiertas ocultas. Las casas de los mamparos estaban cubiertas de grietas y manchas a causa del constante movimiento de las embarcaciones.

Bellis podía ver los toldos del Mercado de Invercaña: centenares de embarcaciones de recreo y barcazas de casco plano, ninguna de las cuales superaba los siete metros de eslora, que llenaban los espacios existentes entre barcos de mayor tamaño. Las pequeñas naves chocaban constantemente entre sí, unidas con cadenas y cabos cubiertos por una costra de sedimentos. Los dueños de los puestos estaban abriendo en aquel momento y engalanaban sus pequeñas tiendas-barco con ribetes y señales al tiempo que exponían sus mercancías. Los tenderos más madrugadores descendían al puerto desde los navíos aledaños cruzando estrechos puentes de cuerda y saltando de nave a nave con destreza de auténticos expertos.

A un lado del mercado había una corbeta cubierta de hiedras y flores trepadoras. Sobre ella se habían construido edificios bajos tallados con mano diestra. Los mástiles no habían sido talados y estaban envueltos en una materia verde que los hacía parecer árboles antiguos. Había un submarino que llevaba décadas sin sumergirse. Una serpentina de casas delgadas se extendía alrededor de su periscopio como una aleta dorsal. Las dos embarcaciones estaban unidas por puentes hechos de tablas de madera que pasaban sobre el mercado.

Un vapor con el casco perforado de nuevas ventanas y una estructura de malla metálica para que jugaran los niños en cubierta, había sido convertido en un bloque residencial. Un palero cuadrado albergaba granjas de champiñones. Una nave-carroza con bridas ornamentales estaba cubierta de terrazas de ladrillo que llenaban sus cimientos navales. Sus chimeneas escupían cadenas de humo.

Edificios con encajes de huesos, colores que iban desde el gris y el óxido a los extravagantes brillos de la heráldica: una ciudad de formas esotéricas. Su híbrida multiplicidad era severa y estaba privada de todo encanto y copulaba con la decadencia y las imágenes icónicas pintadas en muros y paredes. La arquitectura se agachaba y se elevaba y volvía a agacharse de nuevo contra el agua, vagamente amenazadora.

Había tugurios y mansiones en los cuerpos de barcos mercantes y edificios tambaleantes erigidos sobre balandras. Había iglesias y sanatorios y casas abandonadas, cubiertas todas ellas por una película perenne de humedad, delineadas por la sal… empapadas en el sonido de las olas y el olor fresco y pútrido del mar.

Los barcos estaban unidos formando una hilera de cadenas y vigas con bisagras. Cada uno de ellos era un pontón en una red de puentes de cuerda. Las embarcaciones se apelotonaban formando rompientes móviles que rodeaban a las naves que aún podían navegar. Puerto Basilio, donde recalaban los visitantes y la marina de Armada para descargar o ser reparados, estaba a cubierto de las tormentas.

Los barcos más grandes vagaban alrededor de los extremos de la ciudad, más allá de los remolcadores y vapores que conformaban sus límites. En el exterior, ya en mar abierto, navegaba la flota pesquera, los barcos de guerra de la ciudad, los navíos-carroza, los pesqueros de arrastre y otras naves. Y luego estaba la marina pirata de Armada, que marchaba a recorrer los océanos del mundo y regresaba para descargar las bodegas llenas con los cargamentos de los enemigos saqueados en el mar.

Y más allá de todo esto, más allá del firmamento de la ciudad donde se apiñaban pájaros y otras formas, más allá de todas las embarcaciones, se encontraba el mar.

Mar abierto. Olas como insectos, en constante movimiento.

Asombroso y vacío.

A Bellis se le hizo difícil comprender que estaba bajo la protección de quienes la habían capturado. Era una residente del Paseo de Anguilagua, gobernado por el hombre y la mujer de las cicatrices. Habían prometido trabajo y vivienda a todos los que habían capturado y no habían tardado en cumplir su promesa. Los aterrorizados y confundidos recién llegados se habían encontrado con agentes que habían leído sus nombres en unas listas, habían verificado las habilidades que poseían y sus detalles personales y les habían explicado con brusquedad y en un sal tosco el trabajo que les había tocado en suerte.

Bellis había tardado varios minutos en comprender, y varios más en creer, que le estaban ofreciendo trabajo en una biblioteca.

Había rellenado los formularios que se le ofrecían. A los oficiales y marineros del
Terpsícore
se los habían llevado para que fueran sometidos a «asesoramiento» y «reeducación» y Bellis no se había sentido con fuerzas para protestar. Había garabateado su nombre con letra tensa de resentimiento.
¿A esto lo llaman un puto contrato?
, había deseado gritar.
No hay elección y todo el mundo lo sabe
. Pero había firmado.

La organización, aquella mímica de legalidad, la confundía.

Eran piratas. Aquello era una ciudad pirata, gobernada por el mercantilismo más cruel, enclavada en los poros del mundo para robarle nuevos ciudadanos a sus barcos, un espacio de libertad flotante para la compraventa de mercancías robadas, donde el poder era sinónimo de razón. La evidencia de aquello estaba por todas partes: en la severidad de sus ciudadanos, en las armas que llevaban abiertamente, en los cepos y potros de azote que se veían en las embarcaciones de Anguilagua. Armada, pensaba ella, debía de estar gobernada por la disciplina de los mares, el látigo.

Pero la ciudad-barco no era la tosca brutocracia que había esperado. Otras lógicas operaban en su seno. Existían contratos y oficinas que regulaban las nuevas llegadas. Y una especie de funcionarios, una casta de ejecutivos administrativos, igual que en Nueva Crobuzón.

Junto a la ley marcial de Armada, o apoyándola, o como un tegumento a su alrededor, se encontraba la ley burocrática. Aquello no era un barco, sino una ciudad. Había entrado en un país nuevo, tan complejo y organizado como el suyo.

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