La cicatriz (16 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Y viniendo de ella, de alguien que no se hacía la menor ilusión con respecto a la brutalidad, o la miseria o la represión de la ciudad, aquella declaración cobraba muchísima más fuerza que en boca de cualquier parlamentario.

—¿Y tú vienes a decirme —dijo por fin— que me han exiliado de mi ciudad, de mi
vida
, por tu culpa?

Johannes la estaba mirando, acongojado.

—Bellis —dijo con lentitud—. No sé qué decir. Sólo puedo decir que… lo siento. No fue decisión mía. Los Amantes sabían que estaba entre los pasajeros y… Ésa no fue la única razón. Necesitaban más cañones, así que puede que hubieran atacado el barco de todas maneras, pero…

Se le quebró la voz.

—Pero lo más probable es que no. Sobre todo vinieron por mí. ¡Pero, Bellis, por favor! —se inclinó hacia ella con aire necesitado—. Yo no tomé la decisión. No es culpa mía. Yo no lo sabía.

—Pero tú lo has aceptado, Johannes —dijo Bellis. Al fin se puso en pie—. Estás en paz con ello. Tienes la suerte de haber encontrado algo aquí que te hace feliz, Johannes. Comprendo que no fue decisión tuya pero espero que

entenderás que no puedo sentarme aquí como si tal cosa, charlando alegremente, cuando es por ti por lo que me he quedado sin un hogar. Y no llames a esos cabrones
Amantes
, como si fuera un título, como si esos dos pervertidos fueran una constelación o algo así. Mira cómo los veneras. Son como nosotros, tienen nombre. Podrías haber dicho no, Johannes. Podrías haberte negado.

El hombre levantó la mirada hacia ella, las manos entrelazadas sobre la mesa.

—Bellis —dijo con la misma voz—. Lamento… lamento de veras que te sientas secuestrada. No tenía ni idea. Pero ¿qué es lo que tienes en contra? ¿El vivir en una ciudad parasitaria? Lo dudo. Puede que Nueva Crobuzón sea más sutil que Armada en el día a día pero prueba a decirle a quienes viven entre las ruinas de Suroc que Nueva Crobuzón no es una ciudad pirata. ¿La cultura? ¿La ciencia? ¿Las artes? Bellis, ¿es que no comprendes dónde
estamos
? Esta ciudad es la suma de
centenares
de culturas. Cada nación marítima ha perdido barcos a causa de la guerra, de la piratería o la deserción. Y están
aquí
. Son ellos los que levantaron Armada. Esta ciudad es la suma de la historia de los barcos perdidos. En este lugar hay vagabundos y parias y sus descendientes, de culturas de las que Nueva Crobuzón apenas ha oído hablar. ¿Te das cuenta de eso? ¿Comprendes lo que significa? Sus renegados se reunieron aquí y se solaparon como una piel de escamas para crear algo nuevo. Armada ha estado navegando por el Océano Hinchado desde siempre, joder, recogiendo a los exiliados y los fugados de
todas partes
. Por el esputo de los Dioses, Bellis, ¿es que no sabes
nada
? ¿La historia? Las leyendas y rumores sobre este lugar han existido en todas las naciones marineras durante siglos, ¿lo sabías? ¿Conoces cuentos de marineros? La embarcación más antigua de este lugar tiene
mil años de edad
. Los barcos pueden cambiar pero la ciudad remonta sus orígenes hasta los tiempos de las Guerras de los Devoradores de Carne, como mínimo y algunos dicen que hasta los del maldito Imperio de los Espectrocéfalos… ¿Una aldea? Nadie conoce la población de Armada, pero se cuenta por centenares de miles como mínimo. Si sumas todas las capas y capas de cubiertas, seguramente hay tantas calles aquí como en Nueva Crobuzón. No, Bellis, no, no te creo. No creo que tengas ninguna razón para no querer vivir aquí, ninguna razón objetiva para preferir Nueva Crobuzón. Creo que es sólo que echas de menos tu hogar. No me malinterpretes. No tienes por qué darme explicaciones. Es comprensible que ames Nueva Crobuzón. Pero lo único que en realidad estás diciendo es «No quiero estar aquí, quiero irme a casa». —Por primera vez la miró con algo que parecía desagrado—. Y si se trata de comparar tu deseo de regresar con los deseos de, por ejemplo, los centenares de Rehechos del
Terpsícore
a los que ahora se les permite vivir como algo más que meros animales, me temo que encuentro tu necesidad menos acuciante.

Bellis no apartó la mirada.

—Si por casualidad a alguien se le ocurriera informar a las autoridades de que yo podría ser un caso apropiado para encarcelamiento y reeducación, te juro que pondré fin al problema personalmente.

La amenaza era ridícula y falsa y estaba segura de que él lo sabía, pero era lo más cercano a una súplica que podía permitirse. Sabía que él estaba en posición de causarle muchos problemas.

Era un colaborador.

Se dio la vuelta y se marchó, salió a la llovizna que seguía cayendo sobre Armada. Había muchas cosas que había querido decirle y preguntarle. Había querido saber más sobre la
Sorghum
, aquel enigma llameante y colosal que se encontraba ahora en una pequeña ensenada de barcos. Quería saber por qué la habían robado los Amantes y para qué servía y lo que planeaban hacer con ella. ¿Dónde estaban sus tripulantes?, quería preguntarle. ¿Dónde está el geo-émpata al que nadie ha visto? Y estaba segura de que Johannes lo sabía. Pero por nada del mundo hubiese hablado en ese momento con él.

No podía sacarse sus palabras de la cabeza. Confiaba fervientemente en que a él le ocurriese lo mismo.

8

Cuando Bellis miró por la ventana de su cuarto a la mañana siguiente vio, por encima de los tejados y las chimeneas, que la ciudad se estaba moviendo.

En algún momento de la noche, los centenares de remolcadores que constantemente daban vueltas alrededor de Armada como abejas en una colmena, habían enjaezado la ciudad. Utilizando gruesas cadenas se habían unido en gran número a sus extremos. Se extendían a su alrededor con las cadenas tensas.

Bellis se había acostumbrado a las inconsistencias de la ciudad. El sol saldría un día a la izquierda de su chimenea y a la derecha el siguiente, después de que Armada hubiera descrito un lento giro durante la noche. Las rutinas solares resultaban desconcertantes. Sin tierra alguna a la vista, uno no tenía más que las estrellas para determinar su posición y a Bellis siempre le había aburrido mirar las estrellas: no era una de esas personas que podían reconocer al instante el Tricornio o el Niño o las demás constelaciones. El cielo nocturno no significaba nada para ella.

Hoy el sol había salido justo enfrente de su ventana. Los barcos que arrastraban la masa de Armada se encontraban frente a su campo de visión y al cabo de un momento calculó que debían de estar avanzando en dirección sur.

Aquel esfuerzo prodigioso la asombraba. La ciudad empequeñecía con mucho la proliferación de barcos que la arrastraba. Resultaba difícil estimar su movimiento pero observando el agua que discurría entre los barcos o el choque del oleaje contra los rompientes, Bellis suponía que su avance debía de ser terriblemente lento.

¿Adónde vamos?
, se preguntó.

Se sentía curiosamente avergonzada. Hacía semanas que había llegado a Armada y se daba cuenta de repente de que ni una sola vez se había preguntado nada sobre su movimiento, sobre sus itinerarios o sobre el modo en que la flota que partía en sus misiones de saqueo lograba encontrar el camino de regreso a un hogar que se desplazaba. Con un escalofrío repentino recordó el ataque a que Johannes la había sometido la pasada noche.

Parte de lo que le había dicho era verdad.

También mucho de lo que ella había dicho, por supuesto, y seguía enfurecida con él. No quería vivir en Armada y la idea de ver cómo se iban deslizando sus días en aquel laberinto de tubos mohosos hacía que su boca se frunciera con una furia tan fuerte como el pánico. Y, no obstante…

Y, no obstante, era cierto que se había aislado en su infelicidad. Ignoraba la realidad de su situación, ignoraba la historia y la política de Armada y se daba cuenta de que eso era peligroso. No comprendía la economía de la ciudad. No sabía de dónde venían los barcos que echaban el ancla en el puerto Basilio y en el de la Espina del Erizo. No sabía dónde había estado la ciudad ni adónde se dirigía.

Vestida aún con el camisón, empezó a abrir su mente mientras contemplaba cómo se derramaba el sol sobre las proas de la ciudad en su lento avance. Sintió que su curiosidad se iba desperezando.

Los
Amantes
, pensó asqueada.
Empecemos por ahí. Por el esputo de los dioses, los Amantes. ¿Qué son, en el nombre de Jabber?

Shekel tomó un café con ella en la cubierta superior de la biblioteca.

Era un muchacho excitable. Le dijo que estaba haciendo algo con una persona y otra cosa con otra y que se había peleado con una tercera y que una cuarta vivía en el paseo Otoño Seco, y el conocimiento que con tanto desparpajo demostraba sobre la ciudad hizo que ella se avergonzara. Volvió a sentirse desgraciada por su ignorancia y prestó más atención a sus divagaciones.

Shekel le habló de Hedrigall, el aeronauta cacto. Le contó que tenía un pasado notorio como pirata en Dreer Samher y le describió los viajes que había hecho hasta la monstruosa isla situada al sur de Gnurr Kett para comerciar con los hombres-mosquito.

A su vez, Bellis le preguntó sobre los paseos, el barrio encantado, la ruta de la ciudad, la plataforma
Sorghum
, el capitán Tintinnabulum. Sacaba sus preguntas como si fueran cartas.

—Sí —dijo él lentamente—. Conozco a Tinnabol. Y a sus colegas. Son tíos raros. Makler, Metzger, Promus y Tinnabol. Hay uno llamado Argentarius que está loco, al que nadie ve nunca. A los demás no los recuerdo. En el interior del
Castor
no hay más que trofeos por todas partes. Horribles. Trofeos marinos. Por todas las paredes. Peces martillo y orcas, cosas con garras y tentáculos, cráneos. Y arpones. Y helios de la tripulación de pie sobre cadáveres de cosas que espero no ver nunca. Son cazadores. No llevan mucho en la ciudad. A ellos no los capturaron. Hay montones de historias sobre lo que están haciendo, sobre por qué están aquí. Es como si estuvieran esperando algo.

Bellis no entendía cómo era posible que Shekel supiera tantas cosas sobre Tintinnabulum, hasta que el muchacho sonrió y continuó.

—Tintinnabulum tiene una… ayudante —dijo—. Se llama Angevine. Es una dama interesante —volvió a sonreír y Bellis apartó la mirada, avergonzada por su torpe entusiasmo.

En Armada había imprentas y autores y editores y traductores y libros nuevos y se editaban traducciones al sal de los textos clásicos. Pero el papel escaseaba: las ediciones eran minúsculas y los libros eran caros. Los paseos de la ciudad dependían de la Biblioteca Gran Ingenio y pagaban primas para asegurarse sus derechos de compra.

Los libros provenían en su mayor parte de los saqueos llevados a cabo por los barcos de Anguilagua. Durante incontables siglos el más poderoso paseo de Armada había donado todos los libros que caían en sus manos a la Espuela del Reloj. Mandase quien mandase en Libreros, estas donaciones habían asegurado su lealtad. Otros paseos copiaban esta práctica aunque no con tan severa rigurosidad. De vez en cuando permitían que un prisionero conservase algún libro o vendían los volúmenes más raros que caían en sus manos. Anguilagua, que consideraba la posesión de libros un grave crimen, nunca lo hacía.

Algunas veces los barcos de Anguilagua merodeaban por los asentamientos costeros de Bas-Lag llevando a cabo ocasionales saqueos y los piratas irrumpían en las casas para llevarse cada manuscrito y libro que encontraban. Y todo para complacer a Libreros, la Espuela del Reloj.

La entrada de este botín era constante, de modo que a Bellis y a sus colegas nunca les faltaba el trabajo.

Las khepri, cuyos Barcos de la Misericordia habían sido interceptados casualmente por Armada, se habían hecho con el control de Libreros en un golpe incruento hacía poco más de un siglo. A pesar de la tradicional falta de interés khepri hacia los textos escritos —sus ojos compuestos convertían la lectura en algo complicado—, habían sido lo bastante inteligentes como para darse cuenta de que el paseo dependía de su biblioteca. Habían seguido mimándola.

Bellis era incapaz de estimar el número de libros que poseía: había tantas bodegas diminutas en los barcos de la biblioteca, tantas chimeneas y mamparos acondicionados, tantos camarotes y anexos y todos ellos estaban atestados de libros. Muchos eran antiquísimos, incontables millares de ellos que no eran molestados desde hacía años. Armada llevaba muchos siglos robando libros.

Los catálogos estaban incompletos. Durante los últimos siglos había aparecido una burocracia cuya función era elaborar la lista de los contenidos de la biblioteca pero en algunos períodos había sido más cuidadosa que en otros. Siempre había errores. Algunas adquisiciones se archivaban de forma casi fortuita, después de haber sido insuficientemente catalogadas. Los errores se introducían de puntillas en los sistemas y engendraban nuevos errores. Había décadas enteras de volúmenes ocultos en la biblioteca, colocados a la vista y sin embargo invisibles. Florecían las leyendas sobre sus poderosos, perdidos, ocultos o prohibidos contenidos.

La primera vez que se internó por los oscuros corredores, Bellis había pasado la mano por los kilómetros de estanterías mientras caminaba. Había elegido un libro al azar, lo había sacado y, tras abrirlo, se había detenido en seco al ver el título manuscrito y casi borrado en la primera página. Había sacado otro volumen y se había encontrado con otro nombre, escrito con una caligrafía y una tinta apenas más recientes. El tercer libro no tenía adornos pero el cuarto, de nuevo, estaba marcado como propiedad de un dueño muerto mucho tiempo atrás.

Bellis se había quedado allí y había leído los nombres una vez tras otra y de repente había empezado a sentir claustrofobia. Estaba encerrada entre libros robados, enterrada en ellos como lo hubiera estado en la tierra. Al pensar en los incontables centenares de miles de nombres que la rodeaban, vanamente garabateados en esquinas superiores derechas, el peso de toda aquella tinta ignorada, la interminable proclama de
esto es mío esto es mío
, cada uno de ellos robado sencilla e imperiosamente, Bellis sintió que le faltaba el aire de los pulmones. Con qué facilidad eran quebrantadas aquellas pequeñas órdenes.

Se sintió como si a su alrededor flotara una hueste de fantasmas quejumbrosos, incapaces de aceptar que los libros ya no les pertenecían.

Aquél día, mientras examinaba las nuevas adquisiciones, Bellis encontró una de sus propias obras.

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