La cicatriz (29 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Su mano encontró algo cálido y suave, algo que cedió frente a la presión de sus dedos de una manera horripilante y Tanner apartó la mano al instante. Por un momento volvió la vista hacia el hombre que tenía a su lado.

Se encontró de cara con un casco lleno de agua, tras el cual lo observaban unos ojos protuberantes y una boca distendida e inmóvil. El cuero de la parte central del traje había sido arrancado y el estómago del hombre estaba hecho pedazos. Sus entrañas se mecían a merced de las aguas, como anémonas.

Tanner soltó un gemido y se apartó como impulsado por un resorte, mientras sentía la proximidad del dinichtys debajo de sí. Lanzó patadas aterrorizadas que no acertaron a nada y entonces, con una oleada brusca y salvaje, el hueso y las escamas pasaron a su lado como una exhalación, toneladas de músculos en tensión, el sonido de un entrechocar de huesos resonando por el agua, y la tubería se estremeció al serle arrancado el cuerpo. El cazador blindado se alejó zigzagueando del bosque invertido de las quillas de Armada, llevándose el cadáver del buceador entre las mandíbulas.

Juan el Bastardo y los tritones de Soleado lo siguieron, aunque incapaces de igualar su implacable velocidad. Conmocionado, Tanner Sack sacudía las piernas en dirección a ellos pero no lograba avanzar. El recuerdo de la presencia del monstruoso pez lo frenaba y lo helaba. Era consciente de una manera vaga de que debería salir a la superficie, debería calentarse y beber una taza de té dulce, de que se sentía enfermo y muy asustado.

El dinichtys se estaba dirigiendo ahora hacia las profundidades, hacia los reinos de las presiones aplastantes en las que sus perseguidores jamás podrían sobrevivir. Tanner observó su marcha, mientras se movían muy despacio y trataba de no respirar la sangre, que empezaba a disiparse. Ahora estaba solo.

Se arrastró por aguas que eran como alquitrán, por zonas de la ciudad sumergida que no le resultaban familiares, desorientado y perdido. Aún podía ver el rostro del muerto y sus entrañas desparramadas. Y, mientras iba recobrando el control de sí mismo, mientras se revolvía y avistaba los barcos móviles de Puerto Basilio y los botes como pequeñas motas que formaban el Mercado de Invercaña, levantó la mirada y vio, bajo la fría y afilada sombra del navío que había sobre él, una de las formas inmensas e indistintas que se escondían bajo el vientre de la ciudad, oculta por encantamientos y cuidadosamente guardada, cuya visión estaba prohibida. Vio que estaba unida a otras y ascendió un poco más sin que nada lo estorbara, pues el tiburón que la protegía estaba ahora muerto y la forma se hizo más clara y de pronto estuvo muy cerca, apenas a unos pocos metros y él había atravesado las tinieblas y los hechizos de ocultación y podía verla con toda claridad y supo lo que era.

Al día siguiente, Bellis fue sometida a horripilantes descripciones del ataque del monstruo por parte de sus colegas.

—Por todos los putos dioses —le dijo Carrianne, espantada—. ¿Te lo imaginas? Partido en dos por ese bastardo —sus descripciones se volvían cada vez más grotescas y desagradables.

Bellis no le prestaba atención. Estaba pensando en lo que Silas le había contado. Lo abordaba como hacía con la mayor parte de las cosas: de una manera fría, tratando de someterlo a un análisis intelectual. Buscó libros sobre Las Gengris y los grindilú pero encontró muy pocas cosas, aparte de cuentos de niños y especulaciones absurdas. Le resultaba difícil —casi hasta lo imposible— asumir la escala de la amenaza a la que se enfrentaba Nueva Crobuzón. Durante todos los años de su vida, la ciudad había existido a su alrededor, enorme, multicolor y permanente. La idea de que pudiese ser amenazada resultaba casi inconcebible.

Pero, claro, también los grindilú eran inconcebibles.

Bellis descubrió que estaba verdaderamente alarmada por las descripciones de Silas y su evidente temor. Con una especie de extravagancia mórbida, había tratado de imaginarse Nueva Crobuzón tras una invasión. Arruinada y hecha pedazos. Había empezado como un juego, una especie de desafío que se había insinuado en las márgenes de su mente y en el que ésta se llenaba de imágenes horripilantes. Pero luego las imágenes la habían recorrido sin que pudiera impedirlo, como si estuvieran siendo proyectadas por una linterna mágica y la habían aterrorizado.

Vio los ríos coagulados por los cuerpos y el brillo de los grindilú por debajo de ellos. Vio las cenizas de los pétalos que volaban desde la Casa Fucsia mientras ésta se quemaba; los escombros del Parque Gárgola, el Invernadero abierto como un huevo y cubierto de cadáveres de cactos. Se imaginó hasta la Estación de la Calle Perdido desplomada, las vías retorcidas, la fachada hecha añicos para sacar a la luz la intrincada arquitectura de sus entrañas.

Bellis se imaginó las antiquísimas e inmensas Costillas que se erguían en arco sobre la ciudad, partidas, su curva interrumpida en una cascada de polvo de hueso.

Estaba aterrada. Pero no había nada que pudiera hacer. En aquel lugar a nadie, a nadie de los que tenían el poder, le importaría. Silas y ella estaban solos y, hasta que comprendieran lo que estaba ocurriendo en Armada, hasta que supieran adónde se estaban dirigiendo, no podrían dar con un modo de escapar.

Escuchó que la puerta se abría y levantó la mirada de la pila de libros. Shekel esperaba en el umbral, con algo entre las manos. Estaba a punto de saludarlo cuando reparó en su semblante.

Había en él una expresión de gran seriedad e incertidumbre, como si no estuviese seguro de si había hecho algo malo.

—Tengo que enseñarte una cosa —le dijo el muchacho con lentitud—. Ya sabes que escribo todas las palabras que al principio no entiendo. Y así, cuando vuelvo a encontrarlas en otros libros, ya las conozco. Bueno… —miró el libro que sostenía—, bueno, ayer encontré una. Y el libro no está en ragamol y la palabra no es… ni un verbo ni un sustantivo ni nada de eso. —Recalcó los términos técnicos que ella le había enseñado: no con orgullo sino para explicarse mejor.

Le tendió el libro.

—Es un nombre.

Bellis lo examinó. El nombre del autor, pintado de verde metálico, estaba grabado en la portada.

Krüach Aum
.

La obra que Tintinnabulum estaba buscando y que era de importancia capital para el proyecto de los Amantes. Shekel la había encontrado.

Se había topado con ella en las estanterías de la sección infantil. Mientras Bellis se sentaba y la hojeaba, no le sorprendió en absoluto que la hubieran catalogado mal. Estaba llena de dibujos en un estilo primitivo: ejecutados con trazos gruesos y simples y una perspectiva infantil que hacía que las proporciones fueran poco claras y un hombre pudiera tener la altura de una torre que estaba a su lado. Las páginas derechas contenían texto y las izquierdas una lámina, de modo que en su conjunto el librillo parecía una fábula ilustrada.

Era evidente que quienquiera que la hubiese catalogado le había dedicado poca atención y, al no comprenderla, la había colocado sin más examen con otros libros ilustrados: libros para niños. Su entrada no había sido registrada. Había permanecido allí, sin que nadie lo tocase, durante años.

Shekel le estaba diciendo algo pero ella no lo oía con claridad:
no sé qué hacer
, estaba diciendo con tono incómodo,
pensé que tú podrías ayudarme, el que Tintinnabulum estaba buscando, hice lo que creí mejor
. La adrenalina y una excitación tremenda la inundaron mientras examinaba el volumen. No tenía título. Lo abrió por la primera página y el corazón le dio un vuelco al descubrir que había estado en lo cierto con respecto al nombre de Aum. El libro estaba escrito en Kettai Alto.

Era la lengua arcana y clásica de Gnurr Kett, la nación isleña situada miles de kilómetros al sur de Nueva Crobuzón, en un extremo del Océano Hinchado, donde las cálidas aguas se convertían en el Mar de la Arena Negra, una lengua muy difícil que utilizaba el alfabeto ragamol pero derivaba de una raíz muy diferente. El Kettai base, el idioma cotidiano, resultaba mucho más sencillo pero las relaciones entre ambos eran muy antiguas y se habían atenuado con el paso del tiempo. La fluidez con uno de ellos proporcionaba tan solo un conocimiento superficial del otro. El Kettai Alto, hasta en la propia Gnurr Kett, era patrimonio de los juglares y de unos pocos intelectuales.

Bellis lo había estudiado. Fascinada por su estructura de verbos interrelacionados, el primer libro que había escrito había versado sobre el Alto Kettai. Habían pasado quince años desde la publicación de la
Gramatología del Kettai Alto
pero, aunque su recuerdo estaba un poco oxidado, al examinar la introducción fue aprehendiendo poco a poco su significado.

Mentiría si dijera que escribo esto sin orgullo, leyó Bellis en silencio y levantó la mirada, tratando de calmarse, casi temerosa de continuar.

Pasó las páginas rápidamente mientras examinaba las ilustraciones. Un hombre en una torre junto al mar. El hombre en una playa, cuya arena está salpicada de los esqueletos de grandes motores. El hombre haciendo cálculos bajo el sol y bajo las sombras de unos árboles extraños. Pasó la cuarta página y se quedó sin aliento. Se le puso la carne de gallina.

En la cuarta ilustración, el hombre volvía a estar en la playa —sus vacíos y estilizados ojos, dotados por el artista de la placidez de una vaca, eran el único rasgo visible en su rostro— y sobre el mar, nadando en dirección a un bote que se aproximaba, se veía una bandada de figuras oscuras. El dibujo era poco claro pero Bellis podía ver finos brazos y piernas colgantes y una confusión de alas.

Hizo que se sintiera inquieta.

Lo examinó mientras trataba de recordar el idioma. Había algo muy extraño en aquel libro. Parecía diferente a todas las demás obras en Kettai Alto que ella hubiera visto. Había algo incongruente en el tono, una acusada diferencia con respecto a la poesía que caracterizaba al antiguo canon de Gnurr Kett.

Hubiera pedido ayuda a los extranjeros, tradujo poco a poco, pero todos ellos rehuían nuestra isla por temor a nuestras voraces mujeres.

Bellis levantó la mirada.
Jabber sabe
, pensó,
en qué he puesto las manos
.

Pensó con rapidez, tratando de decidir lo que debía hacer. Sus manos seguían pasando páginas como si fuesen las de un constructo y entonces, al bajar la mirada hacia mitad del libro, vio al mismo hombre en el mar, sentado en una pequeña embarcación. Tanto su figura como la de su barco eran muy pequeñas. Estaba sumergiendo una cadena y un enorme anzuelo en el mar.

Muy abajo, en mitad de las espirales que representaban la superficie del agua, había unos círculos concéntricos que empequeñecían su bote.

El dibujo atrajo su atención.

Lo miró con atención y en su interior se conmovió algo. Contuvo la respiración. Y, en un instante de comprensión, la imagen se reconfiguró como una ilusión óptica para niños y vio lo que era, supo a qué estaba mirando y su estómago se encogió con tal fuerza que sintió que caía a un abismo.

Supo cuál era el proyecto secreto de Anguilagua. Supo adonde se estaban dirigiendo. Supo lo que Johannes estaba haciendo.

Shekel seguía hablando. Ahora le estaba contando lo del ataque del dinichtys.

—Tanner estaba allí abajo —le oyó decir con orgullo—. Fue para ayudar pero no pudo llegar a tiempo. Pero te contaré algo divertido. ¿Te acuerdas que hace algún tiempo te conté que había cosas bajo la ciudad, formas que no lograba distinguir del todo? ¿Y que no le permitían que las viera? Bueno, pues ayer, después de ese ictihueso se marchara, el pobre Tanner apareció justo debajo de una de ellas, ¿sabes? Pudo verla con toda claridad. Ahora sabe lo que hay allí. Adivina lo que era…

Hizo una pausa teatral para permitir que Bellis elucubrara. Ella seguía mirando la ilustración.

—Una brida —dijo ella, con voz casi inaudible. La expresión de Shekel cambió, sustituida por una de confusión. De repente, ella habló en voz alta—. Una brida gigante, un bocado, riendas, unos arreos más grandes que un edificio entero. Cadenas, Shekel, del tamaño de barcos —dijo. Él se la quedó mirando y asintió, boquiabierto, mientras ella concluía—. Tanner vio unas cadenas.

Pero aún no levantó la mirada del dibujo: un hombre pequeño a bordo de un pequeño barco en un mar de olas congeladas que se solapan en una secuencia perfecta, como escamas de pez, y por debajo de ellos, dibujado con una espiral de tinta de trazos finos y apretados, eclipsando con mucho las dimensiones del barco, un círculo dentro de un círculo dentro de un círculo, vasto por muy lejana que sea la perspectiva, inconcebiblemente grande, con un centro lleno de oscuridad. Mirando hacia arriba, mirando al pescador que aguarda a su presa.

Esclerótica, iris y pupila.

Un ojo.

Tercer interludio
En otro lugar

Hay intrusos en Salkrikaltor. Aguardan en silencio, espiando a la ciudad y a las jaibas, comedidos e inexorables como desagües.

Han dejado tras de sí un rastro de granjeros y aventureros submarinos y trotamares y burócratas de menor importancia desaparecidos. Han extraído información utilizando la persuasión, la taumaturgia y la tortura.

Los intrusos observan con ojos que son como petróleo.

Han explorado. Han visto las simas de los tiburones y las galerías y las arcadas y los barrios bajos de las jaibas, la arquitectura de los bajíos. Conforme la luz se apaga y empiezan a brillar los globos de Salkrikaltor, el tráfico se incrementa. Las jaibas jóvenes y presumidas pelean y se pavonean en las plataformas que ascienden en espiral por encima de ellos (sus acciones se reflejan en los ocultos ojos de los espías).

Pasan las horas. Las calles se vacían. La luz de los globos se atenúa un tanto en las horas que preceden al amanecer.

Y entonces se hace el silencio. Y la oscuridad. Y el frío.

Y los intrusos se mueven.

Pasan por las calles vacías, envueltos en un sudario de sombras.

Se mueven como cúmulos de desechos, como si no fueran nada, como si fueran arrastrados por corrientes y reflujos fortuitos. Se adentran en los callejones donde moran las anémonas.

No hay nada vivo en las calles salvo los peces nocturnos, los caracoles marinos y los cangrejos que se quedan helados de terror al aproximarse los intrusos. Pasan junto a los mendigos a la sombra de los edificios. Penetran por una grieta en un almacén al que le falta muy poco para convertirse en polvo. Cruzando el nivel más bajo de un paisaje de tejados que semeja un macizo coralino, se insinúan en el interior de sombras que parecen demasiado pequeñas para contenerlos. Rápidos como morenas.

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