La cicatriz (58 page)

Read La cicatriz Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
7.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

Está celoso
, se dio cuenta Bellis.
Despechado, abandonado y bien jodido
. El trabajo de Johannes —y el propio Johannes— era de valor incalculable para la invocación del avanc, pero para lo que quiera que viniese después no lo necesitaban.

Cauta, sutilmente, Bellis sondeó la herida. Momento tras momento, intercalando minucias insignificantes con su investigación.

En su enfado, Johannes estaba dispuesto a hablar sobre las dudas que había levantado el proyecto de los Amantes.

Paseaban entre los boscosos barcos, entre las chimeneas y los mamparos reclamados tiempo atrás, mientras Bellis alimentaba el resentimiento de Johannes con un interrogatorio tímido y astuto y descubría cosas, fragmento a fragmento.

Una vez que empezó a prestar atención, Bellis escuchó los mismos nombres, los mismos rumores por todas partes. La pátina de lealtad que se había pintado sobre Armada era muy fina. Las ansiedades y las controversias podían seguirse ahora con la misma facilidad que las líneas de la madera por debajo del barniz.

Empezaba a darse cuenta de que no eran sólo los prohombres de Soleados y Raleas los que estaban ligados a las voces del disenso. Algunos de los más leales servidores de Anguilagua albergaban dudas y tenían lazos con los renegados.

El consenso de los Amantes, advirtió, no era estable. Y, como había esperado al menos en parte, el nombre que más a menudo se mencionaba, el que salía a la luz una vez tras otra como foco de este descontento, era el de Simon Fench.

Bellis empezó a buscarlo.

Preguntó a toda la gente que conocía por Simon Fench. Carrianne se encogió de hombros pero le dijo que mantendría los ojos y los oídos abiertos. Johannes la miró con recelo y no dijo nada. Shekel, en uno de sus infrecuentes encuentros asintió. «Ange lo mencionó», dijo. Fingiendo un tenue interés, Bellis le pidió que averiguara lo que pudiera.

Sus pesquisas la llevaron a las esquinas de los callejones, entre los jóvenes que pasaban el rato junto a las bordas de los barcos, disparando con catapultas a los monos de la ciudad, o sentados en los bares, jugando a las cartas y haciendo pulsos. Cada uno de ellos tenía sus propios amigos, sus propios contactos, hombres y mujeres que les ofrecían comida, dinero y favores a cambio de cualquier servicio trivial que aquellos muchachos y muchachas pudieran proporcionar. A través de ellos, las preguntas de Bellis recorrieron los garitos de Anguilagua y Sombras, de Libreros y Vos-y-los-Vuestros.

En Nueva Crobuzón, lo que no estaba regulado era ilegal. En Armada las cosas eran diferentes. Después de todo, era una ciudad pirata. Lo que no amenazaba directamente a la ciudad no concernía a sus autoridades. El mensaje de Bellis, como tantos otros, no tenía que esforzarse por ser secreto, como ocurriría en su hogar si no quería atraer la atención de la milicia. En cambio, aquí podía recorrer el laberinto de calles con rapidez y facilidad, dejando tras de sí un tenue rastro para aquellos que supieran cómo mirar.

—Querías verme.

Silas estaba de pie junto a la cama de Bellis. Ella no se había desvestido aún. Estaba sentada con las rodillas en alto, leyendo un libro a la luz de un quinqué. Un momento antes, había estado sola.

¿Más taumaturgia, Silas?
, se preguntó.

Era la noche del Dicostra 10 de Halconeras, el último día del Cuarto, una fiesta. Reinaba una algarabía en las calles, la gente estaba borracha, gritaba y reía. Las calles y los barcos estaban engalanados con banderines de colores. El aire estaba lleno de fuegos artificiales y confeti (y a pesar de todo, los trabajos proseguían bajo el agua).

—Así es —dijo.

—Deberías tener cuidado. No te conviene que se te relacione con disidentes.

Bellis rió.

—Por Jabber, Silas, joder. Deberías ver la lista de tus supuestos amigos… o los del señor Fench. Incluye peces bastante más gordos que yo, mucho más. ¿Es verdad que sales de copas con Hedrigall? —él no contestó—. De modo que no creo que nadie se preocupe por mí.

Se miraron en silencio.
¿Cuántas veces hemos hecho esto?
, pensó Bellis, hastiada.
Conversar en secreto, mientras tomamos una taza de té, en mi habitación, de noche, para decidir lo que debemos y no debemos hacer

—Están planeando algo —dijo y el tono conspirador que había utilizado ella misma estuvo a punto de hacer que soltara una risotada amarga—. La cosa no acaba con el avanc. Aum está aprendiendo sal a marchas forzadas y se lo han llevado para que los ayude en algún nuevo proyecto secreto. Están todos los importantes, Tintinnabulum, los Amantes, Aum… y esta vez participa Uther Doul. Están planeando algo.

Silas asintió. Era obvio que ya lo sabía.

—¿Y? —inquirió—. ¿De qué se trata?

—No lo sé —dijo y ella no supo si lo creía.

—Si pudiéramos averiguar lo que planean —le dijo—, tal vez nos ayudara a… escapar de aquí.

—Sinceramente —dijo él con lentitud—, no puedo ni imaginar qué es lo que planean. Si lo descubro te lo diré, por supuesto.

Se estudiaron el uno al otro.

—Tengo entendido que Uther Doul te hace la corte —continuó Silas. No estaba tratando de ser desagradable pero su sonrisilla resultaba irritante.

—No sé qué es
exactamente
lo que está haciendo conmigo —dijo Bellis con brusquedad—. Algunas veces me parece que es eso, que me está cortejando, pero si es así, la verdad es que le falta mucha práctica. Algunas veces creo que tiene otros motivos pero no se me ocurre cuáles pueden ser.

De nuevo silencio. Fuera, un gato empezó a maullar.

—Dime, Silas —dijo Bellis—. Éste es tu mundo. ¿Existe alguna oposición seria a su proyecto?
Seria
, me refiero. Y si la hay, ¿podríamos utilizarla para salir de aquí? ¿Puede servirnos de ayuda?

¿En qué estoy pensando exactamente?
, se preguntó.
Hemos enviado un mensaje a casa. La hemos
salvado,
por el amor de Jabber. No hay nada más que hacer. No hay facciones a las que podamos derrotar. No hay nadie a quien podamos persuadir para que nos lleve a casa
.

Por mucho que Silas dijera sobre regresar a casa, el modo en que se había sumergido en el escenario de Armada, el modo en que se había ocultado, se había convertido en Simon Fench, se había suspendido en una telaraña de rumores y tratos y favores y amenazas… aquéllas eran tácticas de supervivencia. Silas se estaba adaptando.

No había nada que Bellis pudiera hacer. Ninguna conjura en la que pudiese participar, ningún plan secreto.

Aún soñaba con aquel río entre Nueva Crobuzón y la Bahía de Hierro.

No
, pensó con fiereza, negándose a dar su brazo a torcer.
Sea cual sea la verdad, sea cual sea el caso, por muy desesperada que sea la causa… no pienso abandonar la idea de escapar
.

Había necesitado bastante esfuerzo para alcanzar el fondo de aquella sima llena con el ardiente hielo de la cólera, del deseo de escapar y abandonarla ahora sería insoportable.

Así que mantuvo aquel
No
en el fondo de su mente, sin permitir que la duda lo diluyera.

Al día siguiente despertó y se asomó por la ventana. Soplaba un viento cálido sobre los exhaustos grupos de limpiadores que recogían los desperdicios de la fiesta de la pasada noche de las calles y cubiertas (formando enormes pilas de polvo y trapos de colores, trajes y disfraces de los bailes de máscaras, los desperdicios provocados por el consumo de drogas).

Las biliosas llamas habían dejado de brotar de la punta de la plataforma
Sorghum
. La grúa se había enfriado después de absorber y almacenar toda la cosecha de petróleo y leche de roca. Sobre los tejados de la ciudad, se veían los vapores de los remolcadores y los achaparrados navíos industriales que regresaban a la ciudad, como virutas de hierro atraídas por un imán. Bellis observaba mientras sus tripulaciones los amarraban a los extremos de Armada.

Una vez que todas las embarcaciones de servicio hubieron unido sus cadenas a la ciudad, empezaron a moverse en dirección sureste, una comitiva de naves que arrojaban bocanadas de humo negro mientras sus motores devoraban enormes cantidades de carbón robado y cualquier otra cosa que pudiera arder. Con pasmosa lentitud, Armada se puso en marcha.

Debajo de ella, en las aguas transparentes, los buceadores continuaban con su trabajo. Los desguaces de naves no habían parado, ni los envíos de su sustancia a las fundiciones ni el interminable tren de dirigibles que discurría entre los cadáveres de los barcos y las forjas.

El mar se movía en débiles corrientes alrededor del inmenso armazón que se escondía bajo las olas. El avance de Armada era casi imperceptible, apenas dos o tres kilómetros por hora.

Pero no disminuía. Era incesante. Bellis sabía que, cuando hubiesen llegado al lugar al que se dirigían, cuando se bajaran las cadenas, cuando la taumaturgia fuera empleada, todo cambiaría. Y se oyó decir de nuevo
No
, negándose a aceptarlo, negándose a hacer de aquel lugar su hogar.

A medida que pasaban los días, sus servicios iban siendo menos necesarios. Las sesiones de traducción con los ingenieros eran cada vez menos, conforme los grupos de trabajadores seguían adelante con sus trabajos y los problemas de diseño iban siendo abordados, uno detrás de otro, y resueltos. Bellis sentía cómo se iba alejando del centro de las cosas.

Salvo por Doul. Seguía hablando con ella, seguía ofreciéndole vino en su camarote. Aún había algo velado entre ambos pero Bellis no sabía bien lo que era. Y las conversaciones de Doul eran tan crípticas como de costumbre y no le proporcionaban el menor consuelo. Una, dos veces más, la llevó a aquella pequeña cámara, la caja de resonancia oculta bajo los aposentos de los Amantes. No sabía por qué lo acompañaba. Pasaba siempre de noche, siempre en secreto. Ella oía sus jadeos, sus declaraciones, sus gemidos de dolor y deseo. La emoción seguía asombrándola y asqueándola, como algo que se estuviera descomponiendo en su estómago.

La segunda vez oyó unos siseos de lo que quiera que ellos considerasen placer y al día siguiente, cuando entró en la sala de reuniones con Aum, los Amantes la miraban con heridas recientes, costras de sangre en las frentes, profundas e idénticas como imágenes de un espejo sobre sus rostros.

Y Bellis se había hundido. No podía soportar la idea de estar a merced de personas sometidas a las emociones que había oído.

No
.

A pesar de que el tiempo se volvía aún más caluroso, día tras día hasta que una semana y luego dos hubieron pasado y el arnés estaba casi terminado y Silas no había aparecido y seguía sin entender a Doul y el alivio de no tener que ver a los Amantes a diario se diluía por la sensación que tenía de ser cada vez más inútil; a pesar de haber perdido el último jirón de poder que alguna vez había tenido; a pesar de que era evidente que estaba atrapada, la voz del interior de Bellis se endureció y se hizo absolutamente clara.

No
.

32

Armada encontró el lugar que estaba buscando.

La ciudad se hallaba cerca de la frontera meridional entre el Océano Hinchado y el Mar de la Arena Negra. Cuando Bellis se enteró se quedó boquiabierta.
¿Cómo coño hemos llegado tan lejos?
, se preguntó.

Estaban completamente inmóviles en el agua. Utilizando técnicas arcanas como la resonancia de eco y la proyección sensorial, la ciudad había encontrado el centro mismo de una zona muerta. Las había por todos los mares: franjas de mar de apenas unos kilómetros de anchura en las que no había vientos ni corrientes. Si carecían de potencia locomotora, las cosas flotaban en la superficie de las zonas muertas mecidas por el oleaje pero no se movían ni un ápice en dirección alguna de la brújula.

Había signos de fosas abisales.

En aquella región, la profundidad del océano variaba entre cinco y siete kilómetros de profundidad. Pero bajo la zona muerta, el lecho marino descendía formando un escarpado cono hasta un agujero cilíndrico que se extendía más allá del alcance de cualquier geo-émpata.

La fosa tenía dos kilómetros de ancho y carecía de fondo.

Se extendía hasta tal profundidad que parecía imposible que la dimensión de Bas-Lag pudiera contener la gravedad y densidad del agua y en sus profundidades la realidad era inestable. La fosa era un conducto entre reinos. El lugar por el que entraban los avancs.

No hubo un momento en que Krüach Aum y sus nuevos subordinados declarasen el fin de sus investigaciones, no hubo ningún anuncio repentino, ningún festejo por la resolución del último de los problemas. Bellis no podía decir cuándo supo con exactitud que Armada estaba preparada.

Doul no se lo dijo. El conocimiento la fue empapando, a ella tanto como a otros ciudadanos. Por rumores y sospechas, por las especulaciones triunfantes y luego por el propio triunfo, la noticia se extendió.
Lo han conseguido. Saben cómo hacerlo. Están esperando
.

Bellis no quería creerlo. La consciencia de que los científicos habían refinado las técnicas que necesitaban se abatió sobre ella con tal delicadeza que no hubo ningún choque brusco, sólo una sensación premonitoria que fue lentamente menguando. Consideró la magnitud de lo que estaban intentando y la pregunta la abrumó:
¿Cómo pueden hacerlo?

Pensó en todo lo que había de hacerse, el conocimiento que habían tenido que amasar, las máquinas que debían construirse, el poder que habría que canalizar. Parecía imposible.
¿Se debe todo a mí?
, se preguntaba con incredulidad.
Sin Aum, sin su libro, ¿hubiera podido hacerse?

A cada hora que pasaba, Bellis podía sentir la tensión, la ansiedad y la excitación que se iba incrementando por todas partes, a su alrededor.

Días después de que hubieran llegado a la zona muerta, llegó por fin el anuncio que todo el mundo había estado esperando. Carteles y pregoneros anunciaron a la gente que debía estar preparada, que la investigación había concluido y que se haría un intento.

Y por súbito, por extraordinario que fuera, no sorprendió a nadie. Después de un silencio oficial tan prolongado, hasta para Bellis aquella confirmación supuso casi un alivio.

Para Tanner Sack, el arnés y las cadenas ahora visibles resultaban un gran placer para la vista. Había nacido y se había criado en Nueva Crobuzón, donde las montañas ocultaban el cielo de poniente y la arquitectura era compleja y omnipresente. Había veces, tenía que admitirlo, en que los interminables cielos abiertos de Armada, las aguas sin límites debajo de ella, llegaban a inquietarlo.

Other books

The Oilman's Daughter by Evan Ratliff
A Private Affair by Dara Girard
Be Safe I Love You by Cara Hoffman
Remedy is None by William McIlvanney
A Hope Christmas Love Story by Julia Williams
Cry of the Newborn by James Barclay