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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (85 page)

BOOK: La cicatriz
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Tendrían que ser cuidadosos al alimentarse. Tendrían que ser selectivos, comedidos y brutales. No podían dejar presas vivas. Pues cuando fueran encontrados —y lo serían, los hombres de Anguilagua los buscaban de forma implacable— los matarían.

Ya nadie los temía.

Y mientras tanto, el architraidor, el mismísimo Brucolaco, seguía tendido en su cruz de metal, quemándose y consumiéndose lentamente hasta la muerte.

El avanc había reanudado su estúpido y moroso avance. Pero su marcha seguía siendo lenta y ya no era tan regular como antes. Nadaba y arrastraba la ciudad y aceleraba y frenaba y nunca terminaba de alcanzar la velocidad que había tenido antes.

Mientras pasaban las horas y los días, los navegantes se fueron convenciendo de que sus heridas, sufridas en circunstancias desconocidas para todos salvo para un pequeño puñado de armadanos, no estaban curándose. Seguía sangrando y debilitándose.

No hubo venganza contra los ciudadanos de Otoño Seco, declarados inocentes de la culpa de su gobernante en un anuncio realizado por los Amantes. Incluso se promulgó una amnistía contra los amotinados. Eran tiempos caóticos: los Amantes gobernaban, nadie sabía lo que estaba pasando; reinaba la confusión, era un momento para unir a la ciudad, el castigo no resultaba apropiado.

Sin embargo, las patrullas más grandes y mejor armadas de alguaciles y ciudadanos reclutados seguían estando en Otoño Seco. Los ciudadanos los observaban con resentimiento, desde los umbrales de las puertas, mientras ocultaban las magulladuras y heridas sufridas aquella noche. No confiaban en la misericordia de los Amantes.

Como el humo de los incendios provocados por los motines, algo se había extendido por toda la ciudad aquella noche y aún seguía allí; una incertidumbre traumática, un rencor. E incluso muchos de quienes habían luchado para repeler las fuerzas del Brucolaco se vieron afectados por ello.

Sangre, violencia y miedo. Éste parecía el legado de los proyectos de los Amantes. Tras siglos de paz, Armada había librado dos guerras en menos de treinta días… y una de ellas contra sí misma. Bajo el peso del fervor de los Amantes, las sutilezas de la diplomacia de la ciudad se habían desplomado, las redes de obligaciones e intereses se estaban desgarrando y la ciudad se hacía pedazos.

Los Amantes lo estaban subordinando todo a la búsqueda del abstracto poder de la Cicatriz. Aquello era una contradicción abierta con la venalidad mercantil de Armada: esa clase de intrepidez, esa clase de travesía estaba gobernada por una lógica diferente y más antigua. Los ciudadanos de Armada eran piratas y, a medida que iba creciendo su entendimiento del proyecto de los Amantes, lo hacía también su alineación. Los Amantes no les proponían saqueos o depredaciones, ni siquiera una táctica de supervivencia. Aquello era algo muy diferente.

Mientras Armada estaba en la cresta de la ola, mientras su poder iba en aumento y se conseguía una proeza tras otra, los Amantes habían engatusado a los ciudadanos con su retórica y su celo.

El robo de la
Sorghum
había sido la mayor gesta militar de la historia reciente de Armada y todo el mundo podía ver que le daba poder a la ciudad, que sus barcos y sus motores recibían ahora más combustible. Cuando habían invocado al avanc, los Amantes habían hablado de las antiquísimas cadenas, de la misión histórica y secreta de Armada, por fin culminada, de la posibilidad de navegar rápidamente de un puerto a otro, de una búsqueda de botín que podía llevarlos por todo el mundo.

Pero ahora se demostraba que todo aquello había sido un engaño. Su propósito verdadero era una opaca búsqueda. Y aunque seguía habiendo miles de armadanos que se sentían excitados por lo que estaban tratando de conseguir, había miles más a quienes ya no les importaba y un número cada vez más grande que se sentían estafados.

Y con el avanc tan debilitado —todo el mundo podía darse cuenta— cabía la posibilidad de que incluso el verdadero propósito de todo ello, la búsqueda de la Cicatriz, acabase en nada. Si el avanc seguía frenando, ¿quién sabe lo que podía ocurrir?

Tras el motín del Brucolaco y las muertes y la quiebra de la confianza que había acarreado, la moral en Armada estaba baja y empeoraba día tras día. Las patrullas de los leales a Anguilagua sentían una hostilidad creciente, una rabia que no tenía forma… incluso el propio paseo.

Centenares de armadanos habían muerto. Abiertos en canal, mordidos, paralizados y succionados por los vampiros, atrapados en tiroteos, aplastados por el colapso de los edificios, quemados en los incendios, apaleados hasta la muerte. Eran muchos menos que los que habían caído en la batalla contra Nueva Crobuzón pero el trauma provocado por estas muertes era mucho más grande. Aquella había sido una guerra civil, la gente había sido asesinada por los suyos. Aquel hecho entumecía y aplastaba a muchos.

No faltaban quienes habían atisbado a los grindilú y quienes se daban cuenta de que el Brucolaco nunca hubiese podido detener al avanc por sí solo y que no era capaz de lanzar aquellos rayos taumatúrgicos que retorcían la realidad. Pero, en toda Armada, sólo un puñado sabía la verdad de lo ocurrido. En su mayor parte, la gente realizaba vagas y escuetas referencias a extraña magia vampírica y ponía punto final a la discusión.

Los grindilú habían venido y se habían marchado y, entre los pocos que los habían visto, no había casi nadie que supiera quiénes eran. Su presencia seguía siendo un hecho inexplicable, eclipsado por la guerra civil.

Cientos de armadanos habían muerto, asesinados por los suyos.

Krüach Aum estaba muerto. Bellis no lloraba su defunción —la había perturbado con su calma sociopática y aquel cerebro que era como un motor diferencial— pero sentía una especie de tristeza abstracta por su asesinato.

Fugado de una isla prisión erigida por su propia historia. Acogido por la ciudad más extraña de todo Bas-Lag, utilizado con tanto egoísmo como el anteriormente demostrado por las autoridades de Kettai, asesinado mientras investigaba la criatura a la que había contribuido a invocar. Qué vida más extraña y descolorida.

Johannes Lacrimosco estaba muerto. Para Bellis supuso una sorpresa lo mucho que la había afectado. Sentía una auténtica tristeza, un enorme pesar por su desaparición. Cuando lo recordaba se le hacía un nudo en la garganta. La forma de su muerte resultaba impensable: tanto miedo debía de haber sentido, tanta claustrofobia, allí en la oscuridad y el frío, tan lejos del mundo. Lo recordaba mientras se preparaba para descender, lleno tan sólo de excitación y fascinación. Había sido algo impresionante para un cobarde.

Shekel estaba muerto.

Eso la había hecho pedazos.

Al día siguiente del motín, cuando sus piernas estuvieron lo bastante fuertes como para andar, había vagado por entre los escenarios de la batalla.

No había nada en aquellas escenas de guerra que la hubiera obligado a detenerse mientras caminaba arrastrando los pies entre los cadáveres y dejando tras de sí un rastro de sangre.

En uno de los travesaños, junto a las ruinas del
Montonero
, a la sombra de un almacén de madera levantado sobre unos adoquines llenos de sangre, vio a Tanner Sack. Estaba doblado sobre sí mismo, junto a un muro. A su lado se encontraba Angevine, la mujer Rehecha. Las lágrimas abrían veredas entre la mugre de su rostro.

Entonces se dio cuenta, pero no pudo sino salir corriendo con las manos sobre la boca, parpadeando ante el dolor de Tanner Sack. Como había supuesto, la cosa que descansaba sobre el regazo era el cadáver de Shekel. Destripado. Parecía perplejo, asombrado por su propio estado.

Tuvo que caminar entre los recuerdos que conservaba de él. Lo odió. Odió la tristeza. Odió la miseria, la
perplejidad
que sentía cuando pensaba que estaba muerto. El chico le había gustado mucho.

Pero por encima de todo odiaba la culpa. La inundaba. Ella lo había utilizado. No de mala fe, por supuesto pero igualmente lo había utilizado. Era consciente, de una manera odiosa e imprecisa, que de no haber sido por cosas que ella había hecho, Shekel seguiría vivo. Si no le hubiera quitado el libro y no lo hubiera utilizado. Si hubiera tirado la puta cosa por la borda…

Aum estaba muerto, Johannes estaba muerto, Shekel estaba muerto.

(Silas Fennec está vivo)
.

Mucho más tarde se encontró con Carrianne, que vagaba con aire aturdido por entre las calles que rodeaban su casa. Había pasado la noche escondida, con la puerta atrancada y al salir había descubierto que ahora era la ciudadana de un paseo que no era tal.

No podía creer que el Brucolaco hubiese tratado de hacerse con el control de la ciudad y no podía creer que hubiera sido capturado. Estaba tan confundida como una niña enfrentada a cosas que no comprendía.

Bellis no podía contarle todo cuanto había presenciado y hecho a bordo del
Grande Oriente
. Lo único que le dijo fue que Shekel había muerto.

Fueron juntas a ver hablar a los Amantes.

Habían pasado dos días desde el motín y los señores de Anguilagua habían convocado una audiencia pública en la cubierta del
Grande Oriente
. Al principio Carrianne había dicho que no iría. Se había enterado de lo que le habían hecho al Brucolaco y no quería verlo de aquella manera. Era un castigo que él no se merecía. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, insistió, no se lo merecía.

Pero finalmente a Bellis no le costó demasiado persuadirla. Carrianne tenía que ir: tenía que escuchar lo que se decía. Los Amantes sabían lo que estaba en juego, sabían lo que le estaba pasando a la ciudad. Aquél era su intento por recuperar el control.

La cubierta de proa estaba llena casi por completo: hombres y mujeres en filas, ojerosos todos ellos, malhumorados, esperando.

Encima de sus cabezas, el Brucolaco farfullaba y gemía débilmente bajo la luz del sol. Tenía la piel llena de cicatrices y manchas, como un mapa.

Cuando Carrianne lo vio, lanzó un grito de repugnancia y tristeza y volvió la cabeza y le dijo a Bellis con voz tensa que se marchaba. Pero al cabo de un minuto volvió a mirarlo. Le resultaba imposible tomarse en serio la idea de que aquella figura demacrada y supurante que babeaba mientras movía las mandíbulas flojas era el Brucolaco. Podía levantar la mirada hacia aquella cáscara sin sentir otra cosa que lástima.

Los Amantes se encontraban sobre una plataforma y se dirigieron a la multitud, con Uther Doul a un lado. Parecían abatidos y terriblemente cansados y los ciudadanos reunidos allí los miraban con una extraña mezcla de respeto y desafío.

Un paso por detrás de los Amantes, Uther Doul la miró a los ojos. Por primera vez se daba cuenta de lo que había hecho la noche del motín, lo que había arriesgado. Había irrumpido en su habitación y había robado un artefacto de una raza extraña y luego se lo había entregado a los atacantes. Pero estaba demasiado harta del miedo como para sentirlo ahora.

Cuando la reunión terminó y mientras la multitud se dispersaba, Doul cruzó la cubierta y se detuvo frente a ella, sin dar muestra alguna de rencor o amistad.

—¿Qué pasó? —dijo con voz suave—. Fuiste tú la que entró en mi cuarto. Encontré los restos en el fondo de la celda. La aleta del mago estaba allí, pudriéndose. La quemé. ¿Así que no era eso lo que querían, después de todo?

Bellis sacudió la cabeza.

—Vinieron —dijo—, pero no por eso. Yo pensé que sí y por eso… siento lo de tu puerta. Estaba tratando de conseguir que se marcharan. Dijeron que se marcharían cuando tuvieran lo que les habían robado. Pero no era eso. Fueron ellos los que… Fennec…

Doul asintió.

—Está vivo —susurró Bellis y por un instante los ojos de Doul se abrieron ligeramente.

Bellis esperó. Se preguntó con fatigado nerviosismo lo que iba a hacerle. Había un montón de cosas por las que podía castigarla. Le había robado a Armada la figurilla grindilú, y para nada. Innecesariamente. ¿O había un rastro de la antigua proximidad en él?

Pero no parecía haber en su comportamiento más que neutralidad, una especie de resignación y Bellis no se sintió sorprendida cuando finalmente él asintió, le dio la espalda y volvió a atravesar la cubierta. Se sintió un poco decepcionada mientras lo observaba.
¿Qué pensarán los Amantes de esto?
, se preguntó. No podía imaginárselos renunciando a la aleta del mago sin cólera.
¿Es que no les importa?

¿O es que no lo saben?
, pensó de repente.
Y si saben que ha desaparecido, ¿sabrán que fui yo?

Aquella noche, Tanner Sack apareció en su puerta. Se quedó perpleja.

Él se encontraba allí, mirándola con los ojos inyectados en sangre, con la tez tan pálida que parecía un yonqui. La miró con aversión durante unos pocos segundos y entonces le entregó un montón de papeles.

—Toma —dijo. Eran unas hojas muy usadas en las que reconoció la entusiasta escritura de Shekel. Listas de palabras que había encontrado, que había visto y quería recordar, para contrastar, para buscar en los libros de cuentos que obtenía en sus saqueos.

—Tú le enseñaste a leer —dijo Tanner— y eso le encantaba —mantuvo sus ojos en los de ella y una expresión inmutable—. Puede que quieras guardarlos, para recordarlo.

Bellis estaba asombrada y avergonzada. Ella no era así. El acumular empalagosos y mórbidos recuerdos de los muertos era algo que iba completamente en contra de su naturaleza. Ni siquiera cuando su madre o su padre habían muerto y, desde luego, no por la muerte de este muchacho al que apenas había conocido, por mucho que sintiera su pérdida.

Estuvo a punto de rechazarlos. Casi se refugió en el pretexto de que no los merecía
(¡como si alguien pudiera merecerse estos papeluchos garabateados!)
, pero dos cosas la detuvieron.

Una de ellas era la culpa.
No huyas, cobarde
, pensó. Sus gustos personales sobre la muerte no eran lo importante: qué conveniente resultaría dejar que esto la obligara a rechazarlos. Y, además de la culpa, estaba el respeto por Tanner Sack.

Allí estaba él, sosteniendo aquellas cosas que debían de serle preciosas, ofreciéndoselas a alguien que le había hecho tanto daño. Y no porque compartiesen una espuria comunidad en el dolor. Le ofrecía aquellos papeles porque era un buen hombre y pensaba que también ella había perdido a Shekel.

Avergonzada, los aceptó y asintió en silencio para darle las gracias.

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