La Ciudad de la Alegría (15 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Al acercarse al cuchitril, advirtió miradas hostiles. ¿Qué iba a hacer aquel cura católico en la casa del pequeño musulmán que se estaba muriendo? ¿Quería convertirlo a su religión? ¿Decirle que Alá no era el verdadero Dios? En el barrio eran numerosos los que desconfiaban del francés. Se contaban tantas historias sobre el celo de los misioneros cristianos, sobre su habilidad diabólica para infiltrarse por todas partes. ¿Acaso aquél, para no despertar sospechas, llevaba en vez de sotana pantalones y zapatillas de deporte? Pero la madre de Sabia le recibió con su hermosa sonrisa. Mandó a su hija mayor en busca de una taza de té en la tienda del viejo hindú e invitó al sacerdote a entrar bajo su techo. Un olor a carne putrefacta le hizo dudar unos segundos en el umbral. Luego se hundió en la penumbra.

El pequeño musulmán yacía en un colchón de trapos, con los brazos en cruz, la piel ahuecada por úlceras llenas de moscas, las rodillas medio dobladas hacia el descarnado torso. Paul Lambert permaneció quieto ante él. El niño abrió los ojos. Un destello de alegría iluminó su mirada. Paul Lambert quedó conmovido hasta lo más hondo. «¿Cómo creer lo que estaba viendo? ¿Cómo podía emanar tanta serenidad de aquel cuerpecito martirizado?». Sus dedos se crisparon sobre la ampolla de morfina.


Salam
, Sabia —murmuró, sonriendo a su vez.

—¡
Salam
, gran hermano! —respondió el niño con voz débil—. ¿Qué llevas en la mano, bombones?

Sorprendido, Paul Lambert dejó caer la ampolla, que se rompió. «Sabia no necesitaba morfina. Sus facciones destilaban una paz que me desarmó. Estaba magullado, mutilado, crucificado, pero no estaba vencido. Acababa de ofrecerme la mayor de las riquezas: una razón secreta para no desesperar, una luz cegadora en las tinieblas».

¿Cuántos hermanos y hermanas de luz, como Sabia, tenía Paul Lambert en aquel lugar de sufrimiento? Centenares, millares tal vez. Todas las mañanas, después de haber celebrado la Eucaristía, iba a llevarles los socorros de que disponía: un poco de comida, o simplemente el consuelo de su presencia. Nada estimulaba más su moral que sus visitas a una cristiana leprosa y ciega que vivía cerca de las vías del tren. Por increíble que pudiera parecer, aquella mujer hundida en el corazón de la podredumbre más innombrable, irradiaba también una total serenidad. Permanecía días enteros rezando, encogida en un rincón de su chamizo sin luz ni ventilación. Tras ella, colgado de un clavo en la pared de adobe, había un crucifijo, y encima de la puerta una hornacina albergaba una estatua de la Virgen, negra de hollín. Estaba tan delgada, que su piel, completamente apergaminada, dejaba ver las aristas de los huesos. ¿Qué edad debía de tener? Seguramente mucha menos de lo que parecía. Cuarenta años como máximo. No sólo era ciega, sino que además la lepra había convertido sus manos en muñones y le había devorado la cara. Era viuda de un modesto empleado del ayuntamiento y vivía en el
slum
desde hacía veinte años. Nadie sabía cómo había contraído la lepra, pero el mal se hallaba en un estado tan avanzado que ahora ya era demasiado tarde para hacer algo. En un rincón del cuartucho, sus cuatro nietos, de dos a seis años, dormían uno junto al otro en un pedazo de estera muy raída.

En torno a aquella cristiana y a los suyos se había tejido una de esas redes de ayuda mutua y de amistad que hacían de la Ciudad de la Alegría uno de los lugares privilegiados de los que habló Jesús de Nazaret cuando invitó a sus discípulos para reunirse en una tierra propicia y esperar allí el Juicio Final y la Resurrección. El hecho era aún más notable porque los vecinos eran todos hindúes, lo cual normalmente les prohibía tocar a alguien enfermo de lepra, entrar en su casa e incluso, se decía a veces, mancillar su mirada con semejante visión. Sin embargo, todos los días aquellos hindúes se turnaban para llevar a aquella cristiana un plato de arroz y de legumbres, para ayudarla a lavarse, a limpiar la choza y a ocuparse de los niños. El
slum
, por otra parte tan inhumano, le brindaba lo que ningún hospital hubiera podido procurarle. Aquella mujer deshecha no carecía de amor.

Un sexto sentido advertía cada vez a la ciega de la llegada de Lambert. Cuando le oía acercarse, hacía un esfuerzo para incorporarse. Con lo que le quedaba de manos, se alisaba la cabellera, patético gesto de coquetería en el fondo de su absoluta desgracia. En seguida, preparaba un lugar a su lado, poniendo en orden a tientas un almohadón andrajoso para acoger a su visitante. Era feliz, sólo podía cargarse de paciencia, repitiendo su rosario con sus mutilados labios. Aquella mañana, la visita del sacerdote era una fiesta.


Good morning
, Father! —se apresuró a decir, apenas oyó sus pasos.


Good morning
, Grandma! —respondió Lambert, descalzándose en el umbral—. Me parece que hoy te encuentras muy bien.

Nunca la había oído quejarse ni lamentar su suerte. Una vez más le impresionó ver su devastado rostro con aquella expresión de felicidad. Le hizo señas de que se sentara a su lado. Apenas sentarse, tendió hacia él sus brazos descarnados en un gesto de amor maternal. Acercó sus muñones a su cara, los paseó por el cuello, las mejillas, la frente. La leprosa acariciaba el rostro del sacerdote como para palpar la vida. «Yo estaba muy conmovido», dirá. «Tenía la impresión de que era ella la que me daba lo que buscaba en mí. Había más amor en el roce de aquella carne podrida que en todos los abrazos del mundo».

—Father, ¡deseo tanto que Dios venga por fin a buscarme! ¿Qué espera para pedírselo?

—Si Dios te conserva con nosotros, Grandma, es que aún te necesita aquí.

—Father, si hay que sufrir más, estoy dispuesta —dijo—. Estoy dispuesta sobre todo a rezar por los demás, a rezar para ayudarles a soportar también sus sufrimientos. Father, tráigame sus sufrimientos.

Paul Lambert contó entonces la visita que había hecho al pequeño Sabia. Ella le escuchaba, fijando en él sus ojos sin luz.

—Dígale que rezaré por él.

El sacerdote sacó del bolsillo un trozo de
chapati
consagrado en la misa de la mañana. Desplegó el pañuelo en el que lo había envuelto. El ruido intrigó a la leprosa.

—¿Qué hace usted, Father?

—Grandma, te he traído la comunión. Éste es el cuerpo de Cristo.

—¡Amén! —respondió, abriendo la boca.

Depositó el fragmento de torta sobre sus labios. Ella lo recibió con gravedad. Luego su rostro expresó una intensa alegría. Hubo un largo silencio que sólo turbaron el zumbido de las moscas y los gritos de una riña en el exterior. Los cuatro cuerpecitos dormidos no se habían movido.

Cuando Paul Lambert se puso en pie para irse, la leprosa levantó hacia él su rosario en un gesto de salutación y de ofrenda.

—No deje de decir a todos los que sufren que rezo por ellos.

Aquella noche Paul Lambert escribió en su cuaderno: «Esta mujer sabe que su sufrimiento no es inútil. Yo afirmo que Dios quiere utilizar este sufrimiento para ayudar a otros seres a soportar el suyo». Unos renglones más abajo, concluía: «Por eso mi oración ante esta desventurada ya no puede ser dolorosa. El sufrimiento de esta mujer es el mismo que el de Cristo en la cruz; es positivo, redentor. Es la esperanza. Salgo siempre vivificado de la choza de mi hermana, la leprosa ciega. Sí, ¿cómo es posible desesperar en este
slum
de Anand Nagar? Este lugar merece verdaderamente su nombre de Ciudad de la Alegría».

18

R
EINABA sobre su flotilla de carritos como un jefe de la mafia sobre un ejército de prostitutas. Nadie le veía jamás. Pero todos —sus conductores, su administrador e incluso los policías— aceptaban desde hacía cincuenta años el poder oculto del llamado Bipin Narendra, el mayor propietario de
rickshaws
de Calcuta. Nadie sabía con exactitud cuántos vehículos circulaban con sus colores. El rumor hablaba al menos de cuatrocientos, de los cuales más de la mitad circulaban ilegalmente sin placa oficial. Pero si alguien hubiese tropezado con Bipin Narendra en las escaleras del templo de Kali, sin duda alguna le hubiese dado una limosna. Con su pantalón demasiado holgado, sus sandalias remendadas, su camisa flotante y llena de manchas y su muleta que sostenía una pierna ligeramente atrofiada, se parecía más a un mendigo que a un capitán de industria. Tan sólo el sempiterno gorro blanco sobre la calva de su cráneo realzaba un poco el aspecto miserable del personaje. Nadie conocía su edad, ni siquiera él hubiera podido decirlo sin equivocarse en tres o cuatro años. Se decía que debía de tener unos noventa años, lo cual era muy posible, porque nunca había probado ni una gota de alcohol, ni fumado un cigarrillo, ni comido un gramo de carne. Ni, desde luego, sudado entre las varas de los
rickshaws
que constituían hoy su riqueza, pero que destruían a un hombre en menos de dos decenios.

Su recuerdo más lejano se remontaba a la época en que había salido de su Bihar natal para ir a Calcuta a ganarse la vida. «Era el comienzo de la gran guerra en Europa», contaba. «Había muchos soldados en Calcuta, y todos los días embarcaban tropas. Había desfiles en el Maidan con bandas que tocaban música militar. Era muy alegre. Más alegre que en el campo, donde yo había nacido. Mis padres eran campesinos sin tierra, braceros. Mi padre y mis hermanos alquilaban sus brazos a los
zamindars
. Pero sólo había trabajo unos meses al año, aquello no era vida».

Bipin Narendra consiguió su primer empleo como ayudante del conductor de un autobús que pertenecía a un
bihari
de su aldea. Su obligación consistía en abrir las puertas al llegar a una parada y hacer bajar o subir a los viajeros. Otro empleado hacía de cobrador. Él era quien cobraba el importe del viaje, que variaba según la distancia. Y también él hacía sonar la campanilla para dar la señal de arrancar después de cada parada. «Yo le envidiaba mucho, porque cobraba un tanto por ciento de cada uno de los billetes vendidos, y como iba a medias con el conductor, todos los autobuses corrían como locos para ser los primeros en tomar pasajeros». Hay quien dice que ese sistema todavía está en vigor hoy en día.

Al cabo de tres años, el propietario del autobús pudo comprar un segundo vehículo, y Bipin Narendra obtuvo el puesto de cobrador. Hubiera sido incapaz de decir cuántos millones de kilómetros había recorrido a través de la gigantesca metrópoli. «Pero en aquellos años la ciudad no era como ahora. Había muchos menos habitantes y las calles estaban limpias y bien cuidadas. Los ingleses eran muy severos. Era posible ganar dinero sin esconderse, trabajando honradamente».

Desde su aparición, los
rickshaws
habían sido muy populares, porque eran un medio de transporte más barato que los coches de caballos o los taxis automóviles. Un día de 1930, Bipin Narendra compró dos de aquellos artefactos. Nuevos, valían doscientas rupias. Pero los encontró de ocasión sólo por cincuenta rupias. En seguida los alquiló a unos
biharis
originarios de su aldea. Más adelante, pidió prestadas mil seiscientas rupias al propietario de los autobuses para quien trabajaba, y compró ocho
rickshaws
japoneses más, completamente nuevos. Fue el comienzo de su fortuna. Al cabo de unos años, aquel a quien ya sólo se llamaba «el Bihari», poseía una treintena de carritos. Con los alquileres que él mismo cobraba todos los días, se compró un terreno en Ballygunge, al sur de Calcuta, y allí se hizo construir una casa. Era un barrio bastante pobre habitado sobre todo por modestos empleados hindúes y musulmanes. El metro cuadrado no costaba mucho. Mientras, el Bihari se había casado, y cada vez que su mujer quedaba encinta, hacía construir una habitación más. Actualmente era propietario de una casa de cuatro pisos, la más alta del barrio, porque su mujer le había dado nueve hijos, tres varones y seis hembras.

El Bihari era muy trabajador. Todas las mañanas se levantaba a las cinco y con su bicicleta hacía el recorrido de todos sus
rickshaws
para cobrar la suma correspondiente al alquiler diario. «Yo no sabía leer ni escribir», dice con orgullo, «pero siempre he sabido contar, y jamás he dejado que se me escapara ni una sola de las rupias que me debían». A medida que cada uno de sus hijos había ido alcanzando la edad de trabajar, había diversificado sus negocios. Al primogénito le conservó a su lado para secundarle en la administración de su flotilla de
rickshaws
, que había llegado a contar más de trescientas unidades. Puso al segundo al frente de una fábrica de pernos que trabajaba para los ferrocarriles. Al menor le había comprado un autobús que cubría el trayecto entre Dalhousie Square y el suburbio de Garia. Para obtener la concesión de este trayecto, particularmente lucrativo, había pagado una sustanciosa gratificación a una personalidad del ayuntamiento. En cuanto a sus hijas, las había casado a todas, y bien casadas. ¡Feliz padre! La mayor era la esposa de un teniente coronel del ejército de tierra, la segunda estaba casada con un comandante de la marina. A las dos siguientes las casó con comerciantes, a la quinta con un
zamindar
del Bihar, y a la más pequeña con un ingeniero de caminos, canales y puertos que trabajaba para el gobierno de Bengala. Un soberbio palmarés para la descendencia de un campesino analfabeto.

No obstante, en el declive de su vida, el Bihari había perdido gran parte de aquel gran entusiasmo de antaño. «Los negocios ya no son lo que eran», se quejaba. «Ahora hay que ocultarse para ganar dinero. El esfuerzo, el éxito y la fortuna se consideran cosas culpables. Todos los gobiernos que se han sucedido en este país han tratado de eliminar a los ricos y de apropiarse del fruto de su sudor. ¡Como si hacer que los ricos sean más pobres hiciera a los pobres más ricos! Aquí, en Bengala, los comunistas han dado leyes para restringir la propiedad privada. Se ha decretado que un individuo no tenía derecho a poseer más de diez
rickshaws
. ¡Diez
rickshaws
, imagínese! Como si fuera posible mantener a la familia con diez
rickshaws
, teniendo en cuenta que hay que pagar la conservación, las reparaciones, los accidentes y los
bakchichs
a la policía. No he tenido más remedio que espabilarme. He hecho lo mismo que todos los grandes terratenientes a quienes se prohibía poseer más de veinte hectáreas. La propiedad de mis
rickshaws
está repartida entre mis nueve hijos y mis veintidós nietos. Oficialmente, mis trescientos cuarenta y seis vehículos pertenecen a treinta y cinco propietarios diferentes».

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