La Ciudad de la Alegría (37 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Después de la ceremonia, el primogénito del «Viejo» invitó a todos los trabajadores y a sus familias a sentarse en la hierba. Los que procedían de las mismas regiones se agruparon, lo mismo que los que habían acudido con sus familias. Los otros hijos depositaron entonces ante cada uno una hoja de banano, sobre la que vertieron varios cucharones de arroz y de
curry
de cordero, con
chapatis
, dulces y una mandarina. Un verdadero banquete que los estómagos encogidos por las privaciones no tenían la posibilidad de absorber del todo. «De todas formas», dijo Hasari, «a mí lo que más me llenaba el estómago era el espectáculo de nuestros patronos inclinados hacia nosotros para servirnos. Era como ver a una familia de tigres ofrecer hierba a un rebaño de antílopes».

44

L
LAMARON a la puerta del 19 Fakir Bhagan Lane. Era Anonar. Paul Lambert ayudó al lisiado a franquear el umbral y le instaló sobre la estera de paja de arroz que le servía de cama. El visitante tenía un aire embarazado.

—Paul, gran hermano, tengo que pedirte un gran favor —terminó por decir, juntando sus palmas atrofiadas en un gesto de súplica.

—Soy tu hermano, puedes pedírmelo todo.

—Pues bien, ¿podrías ir a decirle a Puli que quiero casarme con Meeta?

—¿Con Meeta? —repitió Lambert estupefacto—. ¡Pero si es su mujer!

—Ya lo sé, Paul, gran hermano, por eso quisiera que fueses tú quien se lo pida. A ti te escuchará. A ti todo el mundo te respeta.

Puli era un hombrecillo reseco de piel negrísima que tenía unos cincuenta años. Originario del sur, un día hizo escala en Calcuta y ya no había salido de la ciudad. Seguramente contrajo la lepra en su juventud, en el curso de las largas peregrinaciones de su vida nómada: era presentador de monos. Una vez convertido en mendigo, frecuentó durante años las escaleras del templo de Kali. Una disputa con el jefe local del
racket
de los mendigos le obligó a trasladarse a las escaleras de la estación de Howrah, al otro lado del río. Sus habilidades de comediante le proporcionaban apreciables ingresos. No había viajero que se resistiese a la comicidad de su mímica y al horror de sus llagas. Como la enfermedad que sufría no le había mutilado de un modo aparatoso, él mismo se preparaba falsos vendajes que embadurnaba con litros de mercurocromo.

Vivía en uno de los corralillos más miserables de la colonia de leprosos de Anand Nagar con su esposa Meeta, una dulce joven de veintisiete años, y tres hermosos hijos que tenían de cuatro años a seis meses. Meeta, hija de un alfarero refugiado del Pakistán Oriental, había nacido en el
slum
. A los dieciséis años, cuando sus padres iban a casarla con un alfarero de su casta, la joven descubrió en su mejilla derecha una manchita blancuzca insensible al tacto. Después de varias semanas de vacilaciones, fue a hacer cola en la consulta del hospital de Howrah. El veredicto del médico fue inmediato. Se trataba de una mancha de lepra. Para sus padres, Dios había maldecido a la hija. La echaron inmediatamente de la choza familiar. De no hacerlo, era toda la familia la que corría el peligro de ser expulsada por los vecinos. Obligada a mendigar por los alrededores de la estación, Meeta fue recogida por un bengalí que la vendió a una casa de citas de Calcuta. Cuando el propietario descubrió que su nueva pupila era leprosa, la molió a palos y la arrojó a un vertedero. Allí la recogieron unos traperos, fue conducida al asilo de la Madre Teresa y allí salvada
in extremis
. Entonces volvió a mendigar cerca de la estación, donde la conoció el antiguo presentador de monos.

La petición de Anonar dejó a Lambert sin habla. Aún ignoraba en qué medida el mundo de los leprosos era un universo aparte con sus propias leyes. La lepra —sobre todo en sus fases más avanzadas— exacerba la sensualidad. Los leprosos fornican y se reproducen como conejos. No hay norma que les frene. Como se saben malditos por Dios y excluidos por el resto de los hombres, no respetan ningún tabú. Son libres. Ningún representante de la ley meterá nunca la nariz en sus asuntos. En Anand Nagar, esos hombres desfigurados, mutilados, degradados, no carecían de mujeres. Sus ganancias de mendigos siempre les permitían comprar alguna. El último recurso de una familia muy pobre que no conseguía casar a alguna de las hijas a causa de su físico poco agraciado o de alguna deformidad, era venderla a un leproso. Pero una sola esposa raramente bastaba para los apetitos de un enfermo. La mayoría de las mujeres tenían, pues, varios maridos, y recíprocamente. Estos concubinatos se organizaban gracias a un intermediario antes de oficializarse con una fiesta tan costosa como las de las demás bodas.

—Paul, gran hermano —insistió Anonar, con vigor—, te aseguro que no te costará convencer a Puli. Puedo darle lo que pida.

Con estas palabras, el leproso hundió sus muñones en el cinturón del taparrabo y sacó un fajo de billetes atados con un cordel. «Trescientas rupias, ¡no me va a decir que no!».

—¿Lo has consultado con Meeta? —preguntó Lambert, para quien esta cuestión era primordial.

Anonar pareció sorprenderse.

—Meeta hará lo que su marido le mande —replicó tranquilamente.

Desde luego, Lambert se negó a intervenir. Estaba dispuesto a hacer todo lo que pudiera al servicio de sus hermanos, pero no a servir de alcahuete. Anonar se vio obligado a dirigirse directamente a su «rival». Después de laboriosas negociaciones, el trato se cerró finalmente por quinientas rupias, doscientas más de las que contenía el fajo del cinturón del lisiado. Anonar pidió prestada la diferencia (e incluso mucho más para los gastos de la boda) al usurero de la colonia, un gordo punjabí por cuya cuenta trabajaban varios mendigos.

En esta comunidad, en la que todos los miembros se sabían impuros y malditos, la religión no intervenía para nada. Jamás un brahmán o un
mollah
había ido allí a celebrar una ceremonia. Hindúes, musulmanes y cristianos vivían mezclados en una relativa indiferencia por las creencias y los ritos de sus religiones de origen. Sin embargo, había algunos pocos usos que se perpetuaban, como la elección de una fecha propicia para una boda. La colonia poseía incluso su astrólogo, un anciano de barba blanca llamado Joga que durante cuarenta años había dicho la buenaventura en la explanada del Maidan. Su trabajo no siempre era fácil, sobre todo cuando los futuros novios ignoraban, como en el caso de Anonar y de Meeta, su fecha de nacimiento. El viejo Joga se contentó con sugerir un mes que estuviese bajo la influencia benéfica del planeta Venus, y un día de la semana que no fuese ni martes ni sábado ni domingo, los tres días nefastos del calendario semanal indio.

Un gueto de condenados en plena bacanal. El día elegido, deslumbrado por las luces de los focos, asordado por los berridos de unos altavoces que parecían a punto de enloquecer, Paul Lambert penetró en el barrio de los malditos. Aunque desaprobase interiormente la naturaleza de la alianza que iba a concertarse, no había querido rechazar la invitación de sus amigos. Tan raras eran las personas saludables que ofrecían a aquellos parias el consuelo de su presencia. Unas leprosas envueltas en saris de muselina multicolor esperaban en la puerta al invitado de honor de los novios para adornarle con guirnaldas de claveles y de jazmín, y para poner sobre su frente el
tilak
de bienvenida, la mancha de polvo escarlata que simbolizaba el tercer ojo del conocimiento. Paul Lambert iba a necesitar aquel ojo suplementario para captar todos los refinamientos de la insólita fiesta de la cual iba a ser el príncipe. Había cambiado sus zapatillas de deporte y su vieja camisa negra por unas babuchas en forma de góndola y una magnífica
kurta
de algodón blanco bordado, regalos de los futuros esposos a su hermano de miseria. A su alrededor, el espectáculo era increíble. Con sus camisas nuevas y sus chalecos de colores, con las mejillas bien afeitadas y los vendajes inmaculados, los leprosos casi habían recuperado una apariencia humana. Su alegría confortaba el corazón. El maestro de ceremonia era el propio Puli, primer esposo de la futura novia. No se sabía de dónde había sacado un frac y una chistera que le hacía parecer un Monsieur Loyal de Magic Circus.

—¡Bienvenido a nuestra casa, Paul, gran hermano! —gritó con su voz de falsete, apretando a Paul Lambert contra sí con sus muñones.

Por su aliento se advertía que ya había hecho algunas visitas a las provisiones de
bangla
destinadas a la fiesta. Llevó a su invitado de honor hacia el cuarto del «novio». A Lambert le costó trabajo reconocer la inmunda choza. Los leprosos lo habían pintado todo en honor de la boda de Anonar. Guirnaldas de flores colgaban del techo de bambú y la tierra apisonada del suelo relucía como un jardín de
rangoli
. Expresión de alegría popular con motivo de fiestas y de grandes solemnidades, los
rangoli
son magníficas composiciones geométricas de buen agüero, trazadas con harina de arroz y polvos de colores. Los enfermos más graves se encontraban ahora alojados en casas de diferentes familias. En medio de la choza, sólo había un
charpoi
, también decorado con guirnaldas de flores y cubierto por un soberbio
patchwork
de Madrás hecho de docenas de cuadraditos abigarrados. Sentado sobre aquel lecho principesco estaba Anonar, el hombre sin piernas. A su lado había el trono en el cual no tardaría en hacerse llevar hasta el lugar de la ceremonia. Acogió a su testigo de boda con efusiones de cariño. Luego, bruscamente, se puso serio.

—Paul, gran hermano, ¿no llevas encima ninguna ampollita? —preguntó en voz baja—. Precisamente hoy me duele mucho.

Debido a su experiencia, Paul Lambert nunca visitaba a los leprosos sin llevar en el bolsillo una dosis de morfina. Sin embargo, aquella noche se preguntó qué efectos podía causar aquel calmante tan enérgico en el comportamiento de su amigo durante la fiesta, y sobre todo más tarde, cuando se quedase a solas con la novia. Por precaución sólo le inyectó la mitad de una ampolla. Apenas había guardado su jeringuilla, cuando media docena de matronas vestidas de largas túnicas multicolores, la cabeza ceñida por una diadema, el cuello y los brazos cubiertos de bisutería, entraron cantando
bhajans
, cánticos religiosos. El atuendo y sus adornos hacían olvidar su mal. Aunque Anonar fuese de origen musulmán, las mujeres iban a cumplir uno de los ritos esenciales de toda boda hindú, el «
holud-nath
», la purificación del novio. Se apoderaron del cuerpo del pobre Anonar y lo friccionaron con ayuda de toda clase de ungüentos y pastas amarillas que despedían un fuerte olor de almizcle y de azafrán. La escena hubiera sido de una comicidad irresistible de no ser el objeto de todos aquellos cuidados un cuerpo semidestruido. Una vez terminadas las unciones, las matronas procedieron al aseo del novio, rociándole de agua. Luego se dedicaron a vestirle. Anonar dejaba hacer como un niño. Empezaron por ponerle la
kurta
, una soberbia camisa de seda verde con botones dorados. Aquel hombre que se arrastraba por el fango sobre una tabla con ruedas, ¿había podido soñar alguna vez que llevaría una prenda semejante? Luego llegó el turno de un holgado pantalón de seda rojo intenso. El leproso sacudió con sus manos atrofiadas las dos perneras vacías y se echó a reír.

—¡Eso te sentaría mejor a ti que a mí! —espetó a Lambert.

«Las perneras vacías del pantalón en aquel decorado de fiesta le ponía a uno como un nudo en el estómago», confesará el francés. En ausencia de toda autoridad religiosa, el maestro de ceremonias era quien debía disponer todo el acto. Ningún teólogo de ninguna religión hubiera podido orientarse en aquel embrollo ritual de los leprosos de Anand Nagar. Pero Puli era un as, y al fin y al cabo aquella boda le atañía muy de cerca. Y por lo tanto no había olvidado nada, empezando por el cumplimiento de la sacrosanta costumbre de la cual iba a ser el beneficiario indirecto: el novio tenía que hacer unos regalos a su prometida.

—Paul, gran hermano, tú que eres el testigo tienes que llevar los regalos de Anonar a Meeta —dijo a Lambert.

Y subrayó estas palabras con un guiño que quería decir: «Al menos si los llevas tú estaré seguro de que no va a desaparecer nada por el camino».

Entonces Anonar sacó de su jergón una serie de paquetitos envueltos en papel de periódico y atados con gomas. Cada paquete contenía algún adorno o aderezo. Aparte de tres anillos de plata de verdad, el resto era más bien pacotilla de bazar, una sortija para los dedos de los pies, unos pendientes, una piedra para la nariz, un collar de ámbar y una
matika
, la diadema que llevaban las matronas. De todas formas, la elección de aquellos regalos ya había sido acordada entre Puli y Anonar. A las alhajas se añadían dos saris, varios tubos de cosméticos y una caja de golosinas de canela. Puli lo puso todo en una cesta y lo tendió a Lambert. Luego llamó a la escolta. Ocho leprosos tocados con chacós de cartón rojo y vestidos con chalecos amarillos con alamares y pantalones blancos, entraron en la choza. Eran los músicos. Dos de ellos sujetaban entre sus roídas falanges palillos de tambor, otros dos unos címbalos y los dos últimos unas abolladas trompetas. Puli levantó su chistera y la pequeña procesión se puso en marcha en medio de un bullicio de carnaval. Tan majestuoso como Baltasar rumbo a Belén, Paul Lambert avanzaba con su cesta de ofrendas sobre la cabeza, atento a no resbalar en una cloaca con sus babuchas en forma de góndola. Puli estaba tan orgulloso de exhibir su invitado de honor ante toda la colonia que hizo que el cortejo diera varias veces la vuelta al barrio antes de penetrar en el corralillo de Meeta. La visión que esperaba a Lambert en aquel cuchitril donde había pasado tantas horas confortando a los malditos del
slum
, era tan insólita que se preguntó si no era víctima de una alucinación. Todo el patio estaba cubierto de velos de muselina y tapizado de guirnaldas de claveles, de rosas, de flores de jazmín. Alimentadas por la electricidad de un generador que habían alquilado especialmente para la fiesta, sartas de bombillas iluminaban el patio con una claridad que jamás había conocido. Dibujado con polvo en el suelo, una alfombra de
rangoli
brillaba como un encaje de mármol. Era algo soberbio.

Lambert entregó su cesto de ofrendas a una de las matronas que montaban guardia en la puerta de la choza de Meeta. Luego, arrastrado por Puli y la fanfarria que rivalizaba en ardor con los berridos de los altavoces, volvió al domicilio de Anonar. Era casi medianoche. Era la hora propicia en la que en el cielo «el día está a caballo sobre la noche». La ceremonia podía empezar. No había yegua blanca enfundada en oros y en terciopelos para conducir al lisiado hasta el patio recubierto de muselina en el que le esperaba la novia, Meeta, con la cara tapada por un cuadrado de algodón rojo. Pero su sillón decorado de flores y llevado como un palanquín, por otros cuatro leprosos, bien podía compararse con la mejor de las monturas. Tocado con un turbante dorado, precedido por el inenarrable Puli, que saludaba a la muchedumbre a sombrerazos, acompañado por el estrépito de la fanfarria que agrietaba las paredes de adobe, atravesó el barrio como un maharajá que se dirige a su coronación. Tras él, Lambert llevaba ceremoniosamente un pedazo de tela doblado que unos instantes después cubriría la cara de Anonar antes de entrar en el patio de la boda. En medio de esos ruidos, de esas risas, de esos olores, entre aquellos seres desfigurados y mutilados, el francés vivía una «fantástica lección de esperanza», maravillado de que «tanta vida y tanta alegría pudieran surgir de una abyección semejante».

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