Read La ciudad de la bruma Online
Authors: Daniel Hernández Chambers
Tags: #Infantil y juvenil, Intriga
—En realidad, Annie no era muy buena cultivando amistades. Más de uno en la pensión había tenido problemas con ella, aunque no creo que hasta el punto de… Bueno, ya sabes.
—Un criminal de esa especie era lo último que hacía falta en Whitechapel —dijo Joseph.
Lo cierto era que William también había ocupado su tiempo en pensar en los crímenes, principalmente porque la tercera víctima hubiera podido conducirle hasta Elizabeth, y porque no había esquina desde la que no voceara un vendedor de periódicos las teorías descabelladas de algún fantasioso periodista con ansias de celebridad. Parecía que Londres entero estuviese pendiente de un solo hombre, uno, además, que todavía no tenía nombre.
La velada se alargó sin que se dieran cuenta, dándole vueltas al enigma que mantenía a toda la ciudad en ascuas.
—Tengo una idea, amigos —dijo Joseph—. Hagamos lo posible por resolver nosotros este misterio. Atrapemos al asesino de esas pobres mujeres.
William y Gregory miraron a su compañero con incredulidad.
—Sí, ya sé que será difícil, tal vez imposible. Pero… tomémoslo como un juego, si queréis. La policía parece hasta la fecha incapaz, y nadie se resiste a lanzar su propia teoría sobre la identidad del criminal. —Sabía perfectamente que su propio nombre había sido pronunciado como probable culpable—. Además, ¿tenemos algo más interesante que hacer?
—Yo tengo que encontrar un trabajo, para empezar— señaló Gregory.
—Eso déjalo de mi cuenta—repuso William.
Los ojos de Gregory se iluminaron. Los empleos que había ido encontrando desde que llegara a Londres no solían durar más que unos pocos días, o incluso unas pocas horas, porque se trataba casi siempre de la limpieza de un almacén o de deshollinar una chimenea, cosas por el estilo, y entre uno y otro transcurrían varios días en los que el hambre y la sed a veces le hacían preguntarse si no sería mejor abandonar sus sueños y regresar a Dinnington, donde no tendría problema para encontrar ocupación en las minas.
—En realidad no sé cómo no se me ocurrió antes, tengo demasiadas cosas en las que pensar —continuó William—. Puedo conseguirte un trabajo en la compañía Ravenscroft.
—¿Lo dices en serio?
—Claro. ¿Qué sabes hacer?
Gregory se encogió de hombros. Podría decirse que sabía un poco de todo, pero no era un experto en nada. William comprendió la mueca que había en su rostro.
—Bien, sabes escribir, eso es más que suficiente. Mañana mismo hablaré con el presidente y veremos qué puesto te pueden dar.
—¿Lo dices en serio? —repitió el otro, sin poder creérselo del todo.
—Somos amigos, ¿no?
—Sí, desde luego que sí —afirmó Gregory, recordando aquella noche semanas atrás en que salió al encuentro de William en Whitechapel High Street pensando ganarse unas cuantas monedas. Sin lugar a dudas, había sido una de las mejores decisiones que había tomado últimamente.
—Bien, estupendo —aplaudió Joseph—. Con eso solucionado, ¿qué me decís de lo que acabo de proponeros?
—Sí, ¿por qué no? —aceptó Gregory. Se sentía tan eufórico que en aquel momento habría aceptado con gusto cualquier propuesta, por mucho que fuese el descabellado intento de atrapar a un enigmático asesino.
William encogió los hombros.
—No tengo inconveniente, pero realmente no sé cómo nosotros podemos desvelar ese misterio.
—Tal vez no podamos, pero será entretenido intentarlo.
* * *
Al día siguiente William envió aviso al presidente de la Ravenscroft Limited para solicitarle un empleo para Gregory. La respuesta de Herbert Dawson fue al principio negativa:
—Pero, Mr. Ravenscroft, en este momento no tenemos ningún puesto vacante; es más, diría incluso que nos convendría realizar algunos despidos… —William exageró una expresión de sorpresa: aunque por cortesía había realizado su solicitud como si estuviera pidiendo un favor, en realidad no estaba dispuesto a aceptar que se lo denegasen. Dawson debió al fin comprenderlo y carraspeó—: Ese joven al que usted se refiere… ¿qué sabe hacer?
—Es inteligente y sabe leer y escribir, seguro que solo con eso supera la media de nuestros empleados, así que póngalo en alguna oficina.
Dawson resopló. No le agradaba aquello, pero era consciente de que no tenía otro remedio que aceptar el capricho de William.
* * *
No se le ocurrió a Jeremiah Winston nada mejor que meterse en el primer pub que se cruzó en su camino y comenzar a gastar alguno de los billetes que abultaban su bolsillo. No era una celebración, más bien un intento de olvidar todo lo que le había acontecido en los últimos tiempos.
A media tarde ya estaba completamente borracho, y aun así continuó bebiendo. Una y otra vez brindaba con algún desconocido por un nuevo comienzo, prometiéndose a sí mismo en voz alta que sería capaz de reconstruir todo cuanto había perdido.
Cuando salió del local se fue tambaleando a punto de caer hasta que sintió que unas manos le sujetaban. Con la vista emborronada por el alcohol miró a aquel buen samaritano para darle las gracias y reconoció el uniforme de Scotland Yard.
—Buenas tardes, agente —gruñó.
—¿Jeremiah Winston?
—El mismo, ¿nos conocemos?
—Acompáñeme, queda usted bajo arresto.
Jeremiah intentó zafarse, pero otro agente que aguardaba a su espalda se lo impidió.
—¡Eh, solo he bebido un poco! Déjenme.
Más tarde supo que sir Ernest Ravenscroft le había acusado de robo, y sus explicaciones no resultaron muy creíbles. A nadie le pareció lógico pensar que sir Ernest le hubiera ofrecido coger el dinero así como así, especialmente cuando este negaba tal punto y aseguraba haber sido obligado a dárselo. La historia que sir Ernest contó era la de un ex soldado abandonado por su prometida que había entrado en sus oficinas rompiendo una ventana y al que él había sorprendido en su despacho; una vez allí, la mayor fortaleza y juventud del intruso habían llevado a sir Ernest a entregarle el dinero, sintiéndose amenazado.
Cuando el juez le preguntó si admitía los hechos de los que le acusaban, Jeremiah no contestó, consciente de que nada de lo que pudiera decir iría en su favor. Había caído en una burda trampa. El juez tomó su silencio como lo más cercano a una confesión.
Jeremiah ni siquiera escuchó la sentencia. Dejó que le arrastraran hasta la prisión de Newgate, de donde no saldría hasta comienzos de 1888.
Elizabeth estaba aterida. Trató de encogerse todavía más dentro del abrigo, pero el frío seguía colándose y acariciando su piel con dedos ásperos y cortantes. Llevaba días sin quitárselo ni un segundo, pero en realidad no le estaba resultando nada útil; de día había momentos en que le producía calor y sentía cómo el sudor empapaba su cuerpo, y de noche no era suficiente para combatir el frío. Sin embargo, sabía que no podía desprenderse de él, no tenía dónde dejarlo, y bajo él el resto de sus ropas presentaban un aspecto desolador. El abrigo era mejor que nada y, al menos, le servía para cubrirse. La habían echado de la última pensión en la que había encontrado alojamiento por unos días y ahora no tenía dinero para una nueva habitación.
Pensó, imaginando su apariencia exterior, que todo en ella, en el conjunto que conformaban sus ropas, su rostro y su cabello, debía ser verdaderamente horrible. En los últimos días no se había mirado en un espejo, así que suponía que en cuanto tuviese oportunidad de hacerlo no le gustaría en absoluto el reflejo que le devolvería el cristal. Sentía la cara sucia, aunque seguramente nada comparable a la porquería que se había instalado bajo sus uñas y en las palmas de las manos.
Sintió una punzada en el estómago, la sensación de hambre era tan intensa que se había convertido en dolor. Intentó engañarse a sí misma, y a su estómago en particular, recordando al detalle el escaparate de la tienda de comestibles que había visto esa mañana. Repasó uno a uno todos los artículos que había tras el ventanal del establecimiento… pero el resultado fue el contrario al deseado, la sensación se acentuó aún más.
Sabía que podría obtener dinero fácilmente… tal y como lo obtenían otras mujeres en el East End. Ella era joven y, bajo sus ropas desastradas y la capa de mugre que la cubría, bastante atractiva; más de un hombre pagaría gustoso por unos minutos con ella… Pero se negaba a hacerlo. El orgullo era una de las pocas cosas que le quedaban intactas, el mismo orgullo que le había llevado a escapar del internado donde se había sentido prisionera, el mismo orgullo que le había hecho tomar la decisión de no regresar a la Mansión Ravenscroft. ¿Para qué volver, si en aquel lugar nadie la quería? Ni sir Ernest, que se había encargado de pagar una gran suma a aquel colegio-reformatorio para deshacerse de ella, ni su madre, que lo había permitido. En ese instante reapareció en su mente el recuerdo de William, el pequeño William, el único inocente dentro de la Mansión Ravenscroft. Tal vez él estuviese dispuesto a ayudarla… a no ser que con los años su alma se hubiese podrido también. Y, de todos modos, ¿cómo llegar hasta él sin que ni su madre ni sir Ernest se enterasen?
No, era demasiado orgullosa para solicitar ayuda de nadie. Conseguiría el dinero para subsistir por sí misma, no sabía cómo, pero desde luego no lo haría entregando su cuerpo a un hombre a cambio de unas miserables monedas. Antes soportaría el hambre y el frío, antes soportaría cualquier cosa.
Le pareció oír unos pasos aproximándose y se asustó. Escuchó con atención, hasta que dejaron de oírse… no sabía con seguridad si porque se habían alejado o porque se habían detenido. Simplemente no se oían más. De un tiempo a esta parte todo le daba miedo. Desde que Annie había sido asesinada, desde que aquel criminal sin rostro merodeaba por las calles en las que ella se veía obligada a pasar las noches, no encontraba un momento de paz, no podía cerrar los ojos por temor a que algo o alguien surgiese ante ella cuando volviese a abrirlos.
* * *
Tras un nuevo episodio de ruidos inciertos en la planta superior y una nueva búsqueda de su origen sin resultados, William se encontró con que el sueño le había abandonado. Estaba completamente desvelado, a pesar de que apenas había dormido unas tres horas.
Tal vez sea mejor así
, se dijo, pensando que sería bueno para su salud regresar a la rutina normal de dormir de noche y permanecer despierto de día. Últimamente se sentía más débil que de costumbre, y lo achacaba a ese horario trastocado que regía sus costumbres desde el fallecimiento de la señora Connelly. No podía ser saludable dormir de día y pasar las noches despierto, comiendo apenas, continuamente inmerso en sus pensamientos. Si hubiese encontrado a Elizabeth seguramente todo eso habría cambiado, pero al no hacerlo necesitaba hallar otro modo de ocupar su energía en vez de permitir que se malgastase por no ser utilizada. Se le ocurrió la posibilidad de involucrarse más en los negocios Ravenscroft, pero enseguida la desechó: no le atraía lo más mínimo. Sentía un rechazo hacia todo lo que tenía que ver con el imperio creado por su padre, porque pensaba que aquellos negocios eran los culpables de que no le hubiese dedicado más tiempo a él.
Aunque Mrs. Christie y Leonard solían madrugar, aún no parecían haberse despertado, así que William bajó a la cocina y comenzó a prepararse un té y, mientras esperaba a que el agua hirviese, se asomó por la ventana. Afuera el amanecer se abría paso a trompicones por las calles de Londres; la luz rasgaba la neblina nocturna y poco a poco apartaba las sombras. El paisaje que iba apareciendo ante los ojos de William era triste y gris; el barrio parecía estar desierto, allí vivía gente acomodada y eran pocos los que tenían la necesidad de salir temprano de sus hogares… Solo vio la silueta de un hombre apoyado en un chaflán, con los brazos cruzados como para guarecerse del frío matutino. Oyó el ruido del agua en ebullición, pero no apartó la mirada de aquel hombre que daba la impresión de estar esperando algo o a alguien; a William le pareció familiar, pero no acertaba a saber exactamente por qué, no podía verle bien, pero había algo en él que le hacía pensar que conocía a ese hombre…
Se olvidó por completo del té al reconocerle por fin.
—¡Maldita sea! —profirió entre dientes, dándose cuenta de que aquel hombre era Stevens, el investigador que le había recomendado Mr. Dawson, y que lo que estaba haciendo allí a aquellas horas era sin duda vigilar la Mansión Ravenscroft. O, más bien, vigilarle a él.
Notó que la rabia le invadía y corrió hacia la puerta principal, pero justo antes de abrirla lo pensó mejor y regresó a la cocina, procurando calmarse. Vertió la infusión en una taza y se sentó a tomarla con parsimonia, preparándose mentalmente para lo que iba a hacer a continuación.
* * *
Las oficinas centrales de la Ravenscroft Limited habían sido trasladadas a causa del incendio que asoló las originales y la fábrica adyacente a comienzos del verano de 1888 y en el que habían resultado muertos cinco obreros y el dueño de la compañía, sir Ernest. Ahora se hallaban situadas en la confluencia de las calles Cannon y Reina Victoria, cerca de la Catedral de San Pablo. De camino hacia allí William escuchó las campanadas de la catedral marcando las diez. No estaba seguro de ello, pero apostaría a que Stevens le estaba siguiendo.
Entró en el edificio y se dirigió directamente al despacho de Herbert Dawson, designado presidente tras el fallecimiento de su padre. Con anterioridad, muy pocas veces se había presentado allí; generalmente enviaba un mensaje a Dawson a través de Leonard para que él acudiese a la Mansión. De modo que al entrar como un ciclón, llevado por el enfado que sentía, percibió claramente varias miradas curiosas a su paso, y aunque probablemente nadie sabía quién era aquel muchacho que avanzaba con decisión por una zona del edificio por la que normalmente solo se aventuraban los miembros de la junta directiva y sus secretarios, tan solo al llegar frente a la puerta misma del despacho intentaron detenerle. Un hombre que debía rondar los treinta años, alto y delgado y muy repeinado, se le plantó delante y le preguntó:
—¿A dónde se dirige, caballero? En esta área está restringido el acceso del público.
—Vengo a ver a Mr. Dawson.
—Oh, Mr. Dawson está reunido, me temo. ¿Tiene usted cita? ¿No? Es necesario concertar cita Mr. Dawson es un hombre muy ocupado. Si me permite, le acompañaré a la salida…