La ciudad de la bruma (12 page)

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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La ciudad de la bruma
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—¿Dos días?

—Necesito tu nombre para anotarlo en el libro de registro.

—Elizabeth.

—Elizabeth ¿qué más?

—Connelly.

—¿Irlandesa?

—Mi madre.

—El doctor me ha dicho que mañana por la mañana te dará el alta —bajó la voz para añadir—: Es un buen hombre, otros te la habrían dado ya y tendrías que marcharte.

—Dele las gracias de mi parte.

—Podrás dárselas tú misma, luego pasará a verte haciendo su ronda vespertina.

No había hecho falta ninguna explicación para que tanto aquella enfermera como el doctor que la había tratado se dieran cuenta de que a Elizabeth le vendría bien una noche más en una cama y algo de alimento. Su lamentable estado cuando fue llevada al hospital lo había dejado todo claro.

Cerca de una hora después el médico llegó en el transcurso de su ronda hasta la cama ocupada por Elizabeth.

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor, gracias.

—Estabas muy débil.

—No había comido apenas en varios días.

El doctor no quiso preguntar. Había visto demasiados casos similares, demasiadas mujeres vestidas con ropas sucias y raídas, mal nutridas y apestando a cerveza (aunque esto último no se daba en la joven que tenía delante), mujeres que vivían la mayor parte del tiempo en plena calle y solo en contadas ocasiones podían disfrutar de un lecho plagado de chinches y piojos. El doctor sabía muy bien cómo eran los barrios que rodeaban el hospital.

—Lo siento, pero mañana tendré que darte de alta.

—Lo sé, no se preocupe. También sé que podría habérmela dado ya hoy. Gracias… por no hacerlo.

—Procura cuidarte, ¿de acuerdo? Tu cuerpo está muy frágil por la falta de alimento.

Elizabeth asintió mordiéndose el labio inferior. Sabía perfectamente que necesitaba conseguir comida, pero no tenía la menor idea de cómo podría hacerlo. Nadie parecía querer darle un trabajo, y no estaba dispuesta a seguir el ejemplo de Annie Chapman y autodestruirse a toda velocidad.

—Bien, por la mañana volveré a verte. Intenta dormir.

—Doctor, ¿puedo hacerle una pregunta? —el médico asintió—. ¿Qué sucedió esta mañana, cuando desperté?

Elizabeth estaba convencida de que alguna medicina que le habían suministrado mientras estaba inconsciente le había provocado alucinaciones.

—Ah, no tienes que preocuparte. Él suele venir a esta sala aunque le hemos pedido que no lo haga; le gusta ver a la gente.

—¿Él? ¿Quién? ¿No fue una alucinación?

—No, a quien viste fue a Joseph.

—¿Quién es, otro paciente?

El doctor dudó un momento. Aunque su colega el doctor Treves estaba sometiendo a Joseph Merrick a estudio, no podía decirse que fuera un paciente, no al menos un paciente normal.

—Él reside aquí.

* * *

Aprovechó la bondad del médico para dormir y descansar todo lo que pudo, y a la mañana siguiente la despertaron las voces de las ocupantes de las camas próximas.

Los tres días en el hospital (aunque solo tenía conciencia de uno de ellos) habían sido un paréntesis, había recuperado fuerzas y energías, pero saber que estaba obligada a regresar al exterior, a las calles de Whitechapel, le resultaba frustrante y descorazonador. La invadió el desánimo al pensar en ello. Si no tenía un golpe de suerte en muy poco tiempo volvería a estar en la misma situación que la había llevado hasta allí, y a lo largo de su vida los golpes de suerte escaseaban.

Junto al desánimo, tenía también una sensación de vergüenza. Había estado pensando en lo ocurrido el día anterior y sabía que su forma de comportarse no era digna de elogio.

—Buenos días, ¿cómo sigues? —inquirió el doctor.

—Bien —mintió Elizabeth, sin apenas despegar los labios.

—Me temo que hoy tendrás que irte.

La joven cabeceó asintiendo.

—Doctor, hay una cosa… Quería pedirle un pequeño favor.

El médico la miró. Por mucho que él quisiera, no podría mantenerla en el hospital ni una hora más, necesitaban aquella cama.

—Me gustaría disculparme con ese hombre, Joseph, ¿dijo usted que se llamaba así?

Desde luego, aquello no se lo había esperado el doctor. Involuntariamente, sonrió como hacía tiempo que no lo había hecho.

—¿Hablas en serio? Bien, entonces acompáñame.

La guió por los pasillos laberínticos del hospital hacia el ala este, hasta llegar ante una puerta cerrada. El doctor llamó con los nudillos y del interior respondió una voz, algo parecido a un «adelante», o eso creyó entender Elizabeth.

—Buenos días, Joseph. Vengo con una visita, alguien que desea hablar contigo —dijo el doctor tras abrir la puerta. Se hizo a un lado para permitir el paso a la joven.

A Elizabeth le costó avanzar los dos pasos que hacían falta para entrar en la habitación. Delante de ella estaba el hombre que había confundido con un monstruo escapado de un mal sueño, un hombre real, de carne y hueso, deforme pero real. Intentó con esfuerzo que su voz no delatase su turbación:

—Buenos días.

Joseph estaba incorporándose de su asiento, tarea que requería casi un minuto entero y toda la fuerza de sus piernas y su brazo izquierdo. Cuando estuvo finalmente de pie, respondió al saludo.

—La hermosa joven a la que asusté ayer —dijo.

—Quería disculparme precisamente por eso. Me avergüenza mi actitud.

—No hay por qué. —Joseph emitió un sonido gutural que intentaba ser una risa amable—. Estoy acostumbrado.

Elizabeth miró momentáneamente al doctor, pero enseguida volvió a mirar a Joseph directamente a los ojos. No hacerlo sería una falta de educación.

—Me alegra ver que estás repuesta. ¿Hasta cuándo estarás aquí, en el hospital?

—Debe marcharse ya —terció el médico.

—Oh, en ese caso por favor permite que te invite a un té antes de que te vayas.

—No sé si…

—Por favor. ¿O acaso alguien te espera?

—No, en realidad no tengo ninguna prisa por marcharme —reconoció Elizabeth.

—Ah, entonces no acepto excusas. Gracias por traerme compañía, doctor Hollow. Por supuesto le invitaría a usted también, pero sé que sin duda deberá regresar a sus obligaciones.

—Así es. En otro momento aceptaré encantado, Joseph, ya ha llegado a mis oídos que el té que preparas es exquisito.

—Habladurías.

—No quiero ser una molestia —dijo Elizabeth cuando ya el doctor se dirigía hacia la puerta.

—Ninguna molestia, querida. Jamás me ha molestado la compañía, al contrario. Por favor, siéntate.

Aunque al principio resultó complicado porque no sabían nada el uno del otro, poco a poco entablaron una conversación que sin que se dieran cuenta se alargó hasta alcanzada la hora de comer. Elizabeth estaba acostumbrada a ignorar las quejas de su estómago, pero Joseph mantenía desde su ingreso en el hospital un horario bastante inflexible en ese aspecto. Al presentarse la enfermera con una bandeja, Elizabeth se puso en pie como un resorte:

—Es hora de que me marche.

—Oh no, por favor, no —suplicó Joseph—. No hemos terminado de hablar.

—Pero ya no tengo derecho a estar en este hospital.

—Digamos entonces que ahora eres una visita, mi visita. Seguro que hay por ahí algo de comida que ofrecerle a mi acompañante, ¿verdad, Lucy? —preguntó a la enfermera.

—Veré lo que puedo hacer.

Elizabeth iba a protestar, ruborizada, pero Joseph le hizo un gesto con su mano izquierda para que se callara.

—¿Qué tipo de anfitrión sería yo si no te invitara a comer conmigo?

La muchacha volvió a sentarse, asombrada con la cortesía y amabilidad del extraordinario hombre que tenía delante.

Lo cierto era que daría lo que pudiera por quedarse allí eternamente y no tener que salir de nuevo a la calle.

* * *

Cuando horas más tarde no hubo más remedio que dar por terminada aquella primera toma de contacto, ambos sabían que contaban con un nuevo amigo.

* * *

William estuvo varios días en estado de conmoción. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado frente al ventanal, con el Támesis enfrente y, más allá, la ribera sur con sus fábricas con aspecto de abandono; hundía la cabeza en las manos y repasaba una y otra vez, sin tregua, la historia que había escuchado en boca de Herbert Dawson. No podía ser cierto, y sin embargo lo era, tenía que serlo, algo en sus entrañas le decía que lo era. ¿Por qué no lo había sabido antes, por qué nadie se lo había contado? ¿Qué les había hecho callar y esconder la verdad?

—Siento mucho no haberme atrevido… a decírtelo… —De nuevo sonó en sus oídos la voz quebradiza de la señora Connelly en su lecho de muerte—. …Elizabeth… Búscala… ella es…

Ahora ya sabía cómo terminaba aquella frase:


Ella es tu hermana.

No se había atrevido a confesárselo, y solo podía haber una razón: había aceptado un acuerdo que exigía su silencio y no había tenido el valor de romperlo. Había firmado un pacto con el diablo… y el diablo no era otro que el mismísimo sir Ernest Ravenscroft.

—¡Maldito seas, padre! —los labios de William repetían sin cesar las mismas palabras—. ¡Maldito seas! ¿Cómo has sido capaz?

Según lo que Dawson había relatado, William era hijo de Margaret Connelly, lo cual podría explicar el profundo amor que ella siempre le había mostrado, tal vez excesivo para provenir de una institutriz, pero al mismo tiempo significaba que le habían mentido toda su vida. Le habían engañado haciéndole creer que su madre había muerto al dar a luz, todo lo que le habían dicho sobre ella era falso. El artífice del embuste había sido sir Ernest Ravenscroft, pero la señora Connelly había colaborado en él, aunque obligada, y lo había mantenido incluso durante las últimas semanas, con la ausencia de sir Ernest.

* * *

Se dirigió a la cocina. Mrs. Christie estaba atareada con la preparación de la comida y se sorprendió al verle aparecer; la cocina era su reino particular y no era habitual que el joven Mr. Ravenscroft entrase allí; ni siquiera Leonard lo hacía si no era necesario.

El silencio y los cacharros solían ser sus únicos compañeros.

En cuanto le vio, Mrs. Christie se apresuró a secarse las manos con el delantal que llevaba atado a la cintura y dio unos pasos hacia él. Era una mujer muy mayor, menuda y entrada en carnes, que al intentar sonreír dejaba al descubierto su dentadura quebrada y amarillenta.

—Mr. Ravenscroft, ¿qué desea?

—Mrs. Christie, ¿está Leonard por aquí?

—No, creo que está arriba.

—Mejor, quiero hablar con usted a solas.

—¿Conmigo? ¿Ocurre algo, Mr. Ravenscroft?—Mrs. Christie no disimuló una cierta intranquilidad: generalmente su único interlocutor era el mayordomo; no era habitual que William hablase con ella directamente.

—Necesito que me confirme una cosa. Usted debe saberlo.

—¿Yo, señor?

—Usted lleva trabajando en esta casa mucho tiempo.

—Oh, toda una vida.

—Lo sé, y por esa razón sabrá la verdad, ¿me equivoco?

—¿A qué se refiere, Mr. Ravenscroft? ¿Qué verdad?

—La verdad acerca de mi madre.

Mrs. Christie volvió a hacer el gesto de secarse las manos con el delantal, aunque ya no las tenía mojadas, al tiempo que bajaba la mirada al suelo y tragaba saliva.

—Pero señor, yo siempre estoy aquí en mi cocina, siempre lo he estado, no acostumbro a atender a lo que sucede arriba…

—Vamos, Mrs. Christie, todo lo que ocurre arriba es comentado aquí abajo. Quiero que me hable sobre mi padre y la señora Connelly.

La cocinera se dio la vuelta para que William no viera su turbación.

—No… —apenas pudo escucharse su voz—. Yo no sé nada de eso, Mr. Ravenscroft. No puedo decirle nada respecto a eso.

—¿No puede? Mrs. Christie, se lo estoy pidiendo por favor, pero también puedo ordenárselo. Estoy harto de que me escondan la verdad.

Ahora la mujer miró hacia la puerta y William comprendió enseguida. Estaba preocupada por si Leonard les escuchaba. La cogió de la mano y tiró de ella.

—Venga a mi habitación, allí hablaremos más tranquilos.

—Señor, la comida…

—Olvide la maldita comida.

* * *

William no podía comprender por qué Mrs. Christie parecía estar tan asustada. No podía deberse solo a la posibilidad de que el mayordomo supiese lo que se disponía a contar.

—Mr. Ravenscroft —casi gimió la cocinera—, me incomoda verme obligada a hablar de asuntos que no me conciernen. Yo nunca…

—Piense hasta qué punto me incomoda a mí el hecho de que las dos personas en quienes más debería poder confiar me ocultan la información que busco. Usted y Leonard conocen sin duda la identidad de mi madre.

—Pregúntele a él, pregúntele a Leonard, por favor.

—Le estoy preguntando a usted, Mrs. Christie.

—Pero si su padre supiera que yo…

—¡Deje a mi padre! —no podía soportar que la figura de su padre siguiera teniendo más autoridad que la suya—. ¡Él está muerto!

Finalmente, la resistencia de Mrs. Christie cedió. Entre titubeos y sollozos comenzó a hablar. Su voz parecía una letanía apenas audible.

Años atrás sir Ernest Ravenscroft había contraído matrimonio con una mujer bastante más joven que él. Aquel hecho, que en buena lógica debía haber supuesto un cambio a mejor en su vida, hasta entonces exclusivamente dedicada al trabajo, significó en la realidad todo lo contrario. Ellen Robson, la joven esposa, había sido conducida al matrimonio por su padre, un pequeño empresario que creyó poder medrar económica y socialmente gracias a la unión de su hija con el dueño del imperio Ravenscroft; sin embargo, a los pocos meses de celebrado el enlace, Ellen huyó con el que había sido su novio, un desgarbado pelirrojo empleado de los almacenes Robson, arruinando con ello los ambiciosos planes de su padre y humillando a sir Ernest.

William recibió un nuevo golpe al escuchar aquello: la mujer a la que siempre había considerado su madre, Ellen Robson, no había fallecido a causa de las complicaciones en el parto, sino que se había fugado.

—¿Eso sucedió antes de la llegada de la señora Connelly?

—Sí, varios años antes.

El carácter de sir Ernest, que nunca había sido agradable, empeoró hasta extremos insospechados.

Avergonzado, una de sus primeras decisiones después de la desaparición de Ellen fue despedir a la servidumbre de la Mansión. Al parecer, sorprendió a alguna de las criadas haciendo burla de la huida de su esposa y lo pagó echándolos a todos a la calle, solo mantuvo a su fiel Leonard y a Mrs. Christie, en quienes confiaba plenamente. Su siguiente objetivo fue hundir los negocios de la familia Robson.

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