Read La ciudad de la bruma Online
Authors: Daniel Hernández Chambers
Tags: #Infantil y juvenil, Intriga
—¿Por qué, padre, por qué? —murmuró William, ascendiendo las escaleras que llevaban a la planta donde su padre se había refugiado del mundo cuando regresaba del trabajo. Le resultaba tristemente irónico que al pensar en sir Ernest Ravenscroft aún seguía llamándolo «padre», mientras que a la señora Connelly no conseguía denominarla todavía «madre», aunque desde luego ella había merecido esa denominación mucho más que él. Debía ser la fuerza de la costumbre, y lo difícil que estaba siendo aceptar la nueva versión de su propio pasado.
De nuevo inspeccionó lo que allí quedaba de sir Ernest, su dormitorio, los muebles donde había guardado sus cosas, sus papeles. No había nada en todo ello que le explicase lo ocurrido, que le diese un por qué a la despótica actitud de aquel hombre.
Otra vez había dejado para el final el despacho. Los peldaños volvieron a crujir bajo su peso y las bisagras de la puerta, como en su anterior visita a aquel lugar, chirriaron al abrirla. Iluminó con el candil que portaba la alargada estancia y el sillón y la mesa en el fondo. En realidad tampoco esperaba encontrar nada allí arriba, ya lo había registrado todo la otra vez, pero no quería dejar ningún rincón sin examinar de nuevo. Necesitaba hallar algo, una razón, un por qué.
En los papeles que había en el interior de los cajones de la mesa, cuyo cerrojo había tenido que romper, no había nada nuevo. Recordó que allí habían aparecido las cartas de Elizabeth, que sin duda sir Ernest había ocultado a Margaret… ¿A qué se debía esa obstinación en hacerla desaparecer, en borrar su recuerdo? ¿Por qué Elizabeth había generado semejante rechazo en sir Ernest? Dawson había dicho que lo que quería era evitar que Elizabeth pudiera exigir una parte de la herencia, pero ¿hasta qué punto podría ella haberlo hecho, no siendo hija directa de él? Tal vez hubiese temido que la relación entre los dos niños se hubiese hecho tan fuerte que el propio William decidiese repartir su herencia bajo la influencia de la señora Connelly.
Se sentó en el sillón y apoyó su frente en la mesa. Por la claraboya se colaba un rayo de luz de luna.
No conseguía comprender nada. Todo era excesivamente complicado; los actos de su padre carecían de lógica, parecían los de un demente.
Tras varios minutos en la misma posición, alzó la mirada. Los libros viejos cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. Eran lo único que no había mirado antes, por miedo a que se deshicieran bajo su tacto.
Mentalmente repitió la misma pregunta que se hizo la otra vez: ¿había leído su padre todos aquellos libros o eran un simple adorno?
A falta de otra cosa que hacer, se levantó del sillón y fue a la estantería más cercana. Con el candil alumbró los libros y algunos los fue sacando de su sitio para ojearlos (no le importaba ya que pudieran deshacerse al cogerlos; es más, casi lo estaba deseando para dar así vía libre a la rabia que se había ido apoderando de él). La mayoría de los títulos le eran completamente desconocidos, otros le resultaban vagamente familiares, pero su interés no estaba en leerlos, sino en tratar de averiguar por qué su padre los había guardado allí como si fueran una especie de tesoro.
Prácticamente todos estaban en muy mal estado y cubiertos de polvo, pero al rato de estar observándolos reparó en que los que ocupaban la parte alta de una de las estanterías estaban mejor, como si fueran más nuevos. Eran diez o doce, juntos en el estante que quedaba justo frente a los ojos de William; sus lomos estaban limpios. Examinó sus títulos y vio que se trataba de libros que jamás hubieran atraído su atención, eran tratados de teología, de aritmética y geometría, de filosofía, un par de gruesos volúmenes de historia del Imperio romano… libros, en definitiva, que William no podía imaginar a su padre leyendo. Por curiosidad, fue a sacar uno pero al hacerlo se dio cuenta de que todos formaban un bloque, estaban pegados unos a otros. Lo que había parecido el lomo irregular de los doce volúmenes era en realidad una placa diseñada para simular un conjunto de libros.
Al tirar de la placa con su dedo índice se produjo un ruido, un chasquido suave seguido por un sonido de deslizamiento. Instintivamente se giró hacia la puerta, pero esta permanecía inmóvil, tal y como la había dejado al entrar. No era la puerta lo que se movía, sino la estantería que tenía enfrente. Uno de los laterales se había movido hacia delante, haciendo que el otro basculara hacia atrás, dejando abierto un pequeño hueco en la pared, un agujero oscuro por el que cabía perfectamente el cuerpo de una persona adulta.
* * *
Gregory se inclinó sobre lo que Joseph le mostraba. El aspirante a poeta estudió el mapa y las curiosas anotaciones de su amigo durante un par de minutos, para terminar arqueando las cejas y admitiendo:
—No entiendo nada. ¿Qué es lo que se supone que debería ver ahí?
—Estos pequeños círculos son los lugares donde se cometieron los crímenes: la calle Hanbury, la plaza Mitre, etcétera.
—¿Y esas rayas? —quiso saber Gregory, señalando unas líneas garabateadas sobre el mapa sin aparente ton ni son.
—Dejémoslas a un lado por ahora. Ya volveremos sobre ellas. Mira, en estos últimos días le he estado dando vueltas a una idea; échale un vistazo a esto. —Joseph abrió un cajón y le tendió a Gregory una hoja en la que había dibujado algo similar a una flecha. De nuevo el joven poeta puso cara de no comprender lo que veía—. Se me ocurrió que tal vez el asesino quisiera decir algo a través de los crímenes, y que podría hacerlo de diversas formas. La más sencilla, creo, habría sido dejar notas sobre los cuerpos, pero eso, que sepamos, no lo ha hecho. Sin embargo, pensé que quizás la localización de los asesinatos, los lugares donde los llevó a cabo, tuvieran cierto significado…
—¿Como si hubiese elegido esos lugares por una razón concreta, no sencillamente por estar apartados y oscuros?
—Eso es. Fíjate, es curioso: si partimos de la plaza Mitre, donde dio muerte a la señorita Eddowes, y lo unimos con los demás lugares, la calle Hanbury, la calle Berner y Buck's Row, se forma esa flecha que tienes ahí.
Los ojos de Gregory analizaron el burdo dibujo de la flecha y a continuación el mapa.
—¿La punta de la flecha sería la plaza Mitre? Entonces, apunta…
—¡Exacto! Aquí viene lo mejor. La flecha apunta a Westminster, directamente al Parlamento.
—¿Quieres decir que…?
Joseph sonrió con aires de misterio.
—No quiero decir nada.
—Pero si apunta al Parlamento, ¡tal vez sea porque el propio asesino quiere dar pistas sobre su identidad!
Joseph levantó la palma de su mano izquierda para indicarle que se detuviera en sus suposiciones.
—No vayas tan rápido. No te has dado cuenta de que para dibujar la flecha he tenido que dejar fuera el crimen de Martha Tabram, porque si lo incluimos ya no podemos dibujar esa imagen.
Gregory le miró perplejo.
—¿Qué diablos, Joseph? No te entiendo; entonces, si no hay flecha, ¿qué me quieres decir?
—Bueno, en algunos periódicos dicen que Scotland Yard duda de que la muerte de Martha Tabram tenga relación con las demás. Probablemente no se trate del mismo asesino.
—¿En qué quedamos? ¿Hay una flecha apuntando al Parlamento o no la hay?
Joseph emitió una carcajada que sonó como un gorjeo.
—Vuelve a mirar el mapa con atención. ¿Qué ves?
Gregory obedeció y contempló durante unos instantes las calles de Whitechapel con los círculos y líneas marcadas por su amigo.
—Hombre, ahora que la has mencionado no dejo de ver la flecha.
—¿Y si te digo que en vez de una flecha lo que hay es una cruz? —Al tiempo que hablaba le tendía una nueva hoja en la que había dibujado dos líneas rectas que se cruzaban formando el símbolo de la cruz.
—¿Ahora qué? ¿Me vas a decir que el asesino es un religioso…? ¿Y acaso que mata a prostitutas porque viven en pecado?
—Eso es precisamente lo que se me ocurrió pensar. Pero luego caí en mi error: ¿no lo ves? Otra vez solo he empleado cuatro de los cinco crímenes cometidos hasta ahora para trazar la imagen de la cruz; con los cinco no hay ni flecha ni cruz, y en realidad con cuatro puntos podríamos dibujar también otras figuras. Además, si aceptáramos que el asesino pretendía crear cualquiera de las dos imágenes, estaríamos dando por sentado que no va a cometer ningún crimen más, y eso me temo que no sea más que un deseo.
Gregory se dejó caer sobre su silla y miró a su compañero.
—Veo que le has dedicado horas a pensar en todo esto, ¿eh?
—Así es. Es una manera de mantenerme ocupado cuando estoy solo.
—¿Has pensado en alguna otra teoría?
En el rostro deformado de Joseph se esbozó una sonrisa de entusiasmo al contestar:
—Sí, y ahora volvemos con estas líneas que he pintado sobre el mapa de la ciudad. Creo que he averiguado cómo se mueve nuestro hombre. Las líneas son los antiguos ríos de Londres.
—¿Antiguos ríos? ¿De qué hablas?
—Los afluentes del Támesis. Antiguamente había varios de ellos surcando la ciudad de norte a sur, pero con los años han ido desapareciendo.
Gregory refunfuñó:
—Explícame cómo desaparece un río, Joseph. ¿Se secaron, acaso?
—No, de hecho siguen existiendo —volvió a alzar la mano para acallar el comentario de su amigo—. Déjame contártelo: los ríos siguen estando donde siempre estuvieron, pero ya no podemos verlos, y la razón es bastante sencilla. Esta ciudad ha crecido tanto a lo largo de su Historia que se hizo necesario construir más y más calles, y por supuesto, disponer de más y más alcantarillas. Esos ríos, cuyo caudal no era ni de lejos parecido al del Támesis, fueron cubiertos por el empedrado de las calles, como por ejemplo la calle Fleet, que tomó el nombre del antiguo río. Lo que se hizo fue aprovechar el curso de esos ríos para convertirlos en red de alcantarillado. ¿Ves lo que quiero decir? La gente ya no los recuerda, aunque no hace tanto desde que se taparon los últimos. Y ahora viene lo importante: alguno de esos ríos, como ves en el mapa, cruzaba el East End, y se puede acceder a ellos a través de las alcantarillas. ¿Lo entiendes?
Gregory se rascó el mentón, dubitativo.
—Realmente no. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Muy simple. Creo que el asesino ha utilizado los ríos, o lo que queda de ellos en el subsuelo, como vía de escape. Por eso parece que se desvanece en el aire, pero quizás no esté más que a unos pocos metros de distancia, solo que en la dirección en que nadie lo busca, hacia abajo —realizó un gesto con el dedo índice hacia el suelo para subrayar su afirmación.
Su amigo soltó una exclamación y estudió de nuevo el mapa con mayor detenimiento.
—Es una idea, desde luego. Eso explicaría que nadie, aparte de las víctimas, lo haya visto. Sale a la superficie, comete el crimen y regresa a las entrañas de la tierra. Te has tomado en serio lo de dar con él, ¿eh, Joseph?
Joseph se limitó a sonreír satisfecho.
* * *
Conteniendo la respiración, William alumbró la oscuridad. Detrás de la estantería se abría un túnel, una especie de corredor que apenas a metro y medio de distancia daba un giro, de manera que desde donde se encontraba, no podía ver qué había más allá.
Su pulso latía acelerado. No tenía la más remota idea de por qué estaba allí aquel pasadizo secreto ni de qué podía haber en su interior. Un enigma más.
Reunió ánimos y movió su pie derecho hacia delante justo en el momento en que desde la planta inferior llegaba a sus oídos el sonido de una voz.
—William.
Se sobrecogió, creyendo por un momento que era la voz de la señora Connelly. Pero inmediatamente supo que se trataba de Elizabeth.
—William, ¿estás ahí?
Dudó entre atender la llamada o entrar en el agujero, pero solo le llevó un par de segundos decidir bajar.
De todos modos, antes de abandonar el despacho hizo una comprobación: devolvió los falsos libros a su posición original y la estantería, con el mismo chasquido anterior, se deslizó hasta cubrir por entero la entrada al pasadizo. Tiró otra vez de la placa y se repitió el chasquido y el movimiento de toda la estantería hasta dejarlo nuevamente al descubierto.
—¿Qué ocultas aquí, padre?
Lo dejó cerrado y descendió el tramo de escaleras hasta reunirse con Elizabeth.
—¿Qué haces despierta?
—No podía dormir. Fui a tu habitación para ver si tú tampoco dormías y después oí ruidos por aquí.
William miró hacia arriba, como si su mirada pudiera atravesar el techo y las paredes y llegar hasta el pasadizo secreto en el despacho. Por una parte, su curiosidad le decía que debía entrar allí cuanto antes; por otra, una sensación que bien podría ser miedo le aconsejaba no hacerlo, o al menos no hacerlo solo. No estaba seguro de querer saber: en aquel lugar podría estar la explicación de todo lo que no conseguía entender sobre su padre, pero le atemorizaba la posibilidad de que lo que pudiese encontrar fuese todavía más desagradable que lo que ya sabía.
La luz de la lámpara que cada uno llevaba les envolvía, dejando el resto en penumbras. William miró unos segundos a la cara de Elizabeth antes de confesarle lo que acababa de descubrir:
—Todavía no sé lo que es, pero he encontrado algo ahí arriba. Ven.
Su voz sonó tan afectada por la tensión que Elizabeth le siguió sin dudar. Bajo el peso de los dos el crujido de los viejos peldaños rompió el silencio.
—Este era el despacho de tu padre, ¿verdad?
—Sí, siempre me tuvo prohibido que subiese… y creo que he descubierto el por qué.
Elizabeth examinó la pequeña estancia, las paredes cubiertas de libros, la claraboya, la mesa. No comprendía a qué se refería William.
—Mira esto —dijo él, acercándose al falso grupo de libros y accionando el mecanismo oculto. Gomo antes, la estantería completa basculó sobre sí misma dejando abierta la entrada al pasadizo.
Elizabeth soltó una exclamación.
—¿Qué hay ahí dentro?
—Eso es lo que todavía no sé. Me llamaste justo cuando acababa de encontrar esta puerta secreta. ¿Entras conmigo?
Igual que había hecho antes el propio William, ahora fue el turno de Elizabeth de sentir cierto recelo ante lo que pudiera haber tras la negrura del pasadizo.
—¿Crees que debemos entrar? —preguntó.
—Quizá no haya nada, pero no puedo quedarme con la duda. Esto se construyó por algún motivo, y está claro que mi padre sabía de su existencia, por eso pasaba aquí tanto tiempo. Si prefieres, espérame aquí.