–Andate con cuidado -le dijo don Humbert Figa i Morera-. Si coges mala fama, no habrá quien quiera tener tratos contigo.
–Eso está por ver -respondió Onofre.
Con lo que había ganado en aquella operación dudosa compró más parcelas en otro lugar. Veremos qué hace ahora, se dijeron los expertos en este tipo de negocios. Al cabo de unas semanas, viendo que no hacía nada, se desentendieron del asunto. Esta vez a lo mejor va de buena fe, comentaron entre sí. Las parcelas estaban en un lugar poco atractivo, muy lejos del centro: en lo que hoy es la esquina de las calles Rosellón y Gerona. ¿Quién quiere irse a vivir allá?, se preguntaba la gente. Un día llegaron a este sitio varios carros cargados de tramos de metal; el sol al dar en el metal lanzaba unos destellos que podían ver los albañiles que levantaban las torres de la Sagrada Familia no lejos de allá. Eran vías de tranvía. Un equipo de peones empezó a abrir zanjas en el suelo pedregoso de la calle Rosellón. Otro equipo, menos numeroso, levantaba en esa misma esquina un pabellón rectangular con bóveda de cañón: era el pesebre donde habían de reparar fuerzas las mulas de tiro, porque los tranvías entonces aún funcionaban con tracción de sangre. Esta vez sí, se dijo la gente; no hay duda de que este sector va a más. En tres o cuatro días le habían quitado a Onofre Bouvila de las manos las parcelas por el precio que él quiso fijar. Esta vez, le dijo don Humbert Figa i Morera, has tenido más suerte de la que te mereces, bribón. Él no decía nada, pero se reía a solas: transcurridos un par de días más los mismos peones que habían empezado a tender la vía la arrancaron, la volvieron a cargar en los carros y se la llevaron de allá. Esta vez los círculos mercantiles y financieros de la ciudad hubieron de reconocer que la maniobra no carecía de ingenio. Al llanto de los que habían comprado opusieron un rictus de sorna. Haber preguntado a la Compañía de Tranvías si la cosa iba en serio, les dijeron. Hombre, ¿cómo se nos iba a ocurrir que no lo fuese?, decían ellos. Vimos la vía y el pesebre y pensamos… Pues no haber pensado, les replicaron; ahora a cambio de un dineral os han dado un terreno que no sirve ni para vertedero y un pesebre a medio construir que tendréis que derribar a vuestras expensas. A esta operación, que todos llamaban
la de las vías del tram
para distinguirla de la otra, llamada
la de los Herederos de Ramón Morfem
, siguieron muchas más. Aunque todo el mundo estaba sobre aviso, él siempre conseguía vender los terrenos que compraba en plazos brevísimos y con beneficios enormes; siempre daba con algún sistema de engatusar a la gente; creaba grandes expectativas en los ánimos de los compradores; luego estas expectativas quedaban en nada: eran espejismos que él mismo había conjurado. En poco más de dos años se hizo muy rico. Mientras tanto, de resultas de ello, causó a la ciudad un mal irreparable, porque las víctimas de sus argucias se encontraban con unos terrenos baldíos carentes de valor por los que habían satisfecho sumas muy altas. Ahora tenían que hacer algo con ellos. Normalmente estos terrenos habrían sido destinados a viviendas baratas, a ser ocupados por los pobres inmigrantes y su prole. Pero como su valor inicial había sido tan alto, fueron destinados a viviendas de lujo. Eran unas viviendas de lujo muy
sui generis
: muchas carecían de agua corriente o tenían tan poca que sólo manaba un grifo cuando los restantes del sector permanecían cerrados; otras ocupaban solares de planta irregular, eran viviendas hechas de pasillos y recámaras, acababan pareciendo madrigueras. Para recuperar parte del capital perdido los dueños escatimaban dinero en la construcción: los materiales eran toscos y el cemento venía tan mezclado con arena y hasta con sal que no pocos edificios se vinieron abajo a los pocos meses de ser inaugurados. También hubo que edificar en parcelas originalmente destinadas a jardines o parques de recreo, a cocheras, escuelas y hospitales. Para compensar tanto desastre se puso mucho esmero en las fachadas. Con estuco y yeso y cerámica menuda dieron en representar libélulas y coliflores que llegaban del sexto piso al nivel de la calle. Adosaron a los balcones cariátides grotescas y pusieron esfinges y dragones asomados a las tribunas y azoteas; poblaron la ciudad de una fauna mitológica que por las noches, a la luz verdosa de las farolas, daba miedo. También pusieron frente a las puertas ángeles esbeltos y afeminados que se cubrían el rostro con las alas, más propios de un mausoleo que de una casa familiar, y marimachos con casco y coraza que remedaban las
walkirias
, entonces muy de moda, y pintaron las fachadas de colores vivos o de colores pastel. Todo para poder recuperar el dinero que Onofre Bouvila les había robado. Así crecía la ciudad, a gran velocidad, por puro afán. Cada día se removían miles de toneladas de tierra que unas hileras continuas de carros se llevaban para ser amontonadas detrás de Montjuich o para ser arrojadas al mar. Mezclados con esta tierra también se llevaban restos de ciudades más antiguas, ruinas fenicias o romanas, esqueletos de barceloneses de otras épocas y residuos de tiempos menos turbulentos.
En el verano de 1899 era ya un hombre hecho y derecho. Tenía veintiséis años y una fortuna considerable, pero su imperio incipiente presentaba fisuras. Los cambalaches electorales que realizaba por mediación del señor Braulio no daban fruto o lo daban sólo a costa de grandes esfuerzos. El talante del país había cambiado a raíz del desastre del 98; otros políticos más jóvenes enarbolaban la bandera del regeneracionismo, apelaban al entusiasmo popular, pretendían remozar el viejo armazón social. Comprendió que por el momento habría sido inútil y contraproducente luchar contra ellos; prefirió disociarse del pasado y aparentar que hacía suyas las nuevas corrientes, que comulgaba con los nuevos ideales. Para ello retiró al señor Braulio, que se había convertido en un símbolo de la corrupción. Esto suponía separarlo también de Odón Mostaza, de quien se había enamorado ciegamente. Rompió en sollozos y buscaba con prontitud el modo de suicidarse. Abandonó este proyecto porque temía por la seguridad del hombre que amaba. Odón Mostaza no era muy listo; no había sabido adaptarse al nuevo sistema de vida. Seguía siendo un matón: por menos de nada echaba mano del revólver. Las mujeres seguían perdiendo el seso por él y en varias ocasiones hubo que apelar a autoridades venales para echar tierra sobre asuntos escandalosos; hubo que hacer desaparecer algún cuerpo y untar a la justicia. Onofre Bouvila le llamó la atención varias veces: esto no puede seguir así, Odón, le dijo: ahora somos hombres de negocios. El matón juraba enmendarse, pero volvía a las andadas. Se engominaba el pelo, vestía de un modo chillón y aunque comía y bebía sin tasa nunca engordaba. A veces ganaba fortunas al juego: entonces invitaba a quien le salía al paso, sus francachelas eran legendarias en estas ocasiones; otras veces lo perdía todo, contraía deudas cuantiosas y tenía que acudir al señor Braulio en busca de ayuda. Éste le hacía mil reproches, pero no podía negarle nada: tapaba todos sus desafueros. Ahora temía que sin su protección la ira de Onofre Bouvila cayese sobre él.
Esta vez subió a la finca de la Budallera en un coche cerrado a pesar del calor. Se había hecho hacer un traje cruzado de lana negra por un sastre de renombre que tenía su taller en un piso de la Gran Vía, entre Muntaner y Casanova. Hasta allí había estado yendo ese verano a probar. Ahora estrenaba el traje y en el ojal de la solapa llevaba prendida una gardenia. Se sentía ridículo, pero iba a pedir la mano de la hija de don Humbert Figa i Morera. Había comprado un anillo en una joyería de las Ramblas. A ella la había visto en contadas ocasiones, sólo cuando salía del internado para ir a veranear con sus padres a la Budallera. Como él no tenía entrada en la casa, había tenido que entrevistarse con ella en pleno campo, con motivo de alguna excursión, siempre rodeado de gente y por períodos brevísimos. Ella le había contado nimiedades de la vida en el internado. Acostumbrado a la cháchara salaz de las furcias que frecuentaba, aquellas simplezas le habían parecido el lenguaje del verdadero amor. Él tampoco había sabido qué decirle. Había intentado interesarla en sus inversiones inmobiliarias, pero pronto había visto que ella no le entendía. Ambos se habían separado con alivio, prometiéndose fidelidad. En todos aquellos años las cartas tampoco habían cesado. Ahora era rico y ella había abandonado ya el internado para ser presentada en sociedad ese mismo otoño. Las probabilidades de que la sociedad de Barcelona la aceptase, siendo hija de don Humbert, eran escasas, pero no había que descartar ésta: la de que un joven casadero quedara prendado de sus encantos, venciera la oposición familiar y se casara con ella; con esto quedaría legitimizada su posición e indirectamente la de sus padres también. De este peligro quería salir al paso Onofre Bouvila pidiendo su mano anticipadamente. A él no le cabía duda de que su belleza la haría triunfar en los salones.
–Si pisa el Liceo, me quedo sin novia -le confió a Efrén Castells. En aquellos años el gigante de Calella había cambiado: ya no andaba como barco a la deriva detrás de todas las faldas. Se había casado con una costurera jovencita, muy gentil de trato pero muy firme de carácter, había tenido dos hijos y se había vuelto doméstico y responsable. Aunque habría hecho sin vacilar cualquier cosa que Onofre le hubiese ordenado, prefería las actividades más serias y lícitas. Había hecho algunos negocios siguiendo las huellas de Onofre, había sabido ahorrar y reinvertir con acierto y ahora gozaba de una posición desahogada.
–Habla con don Humbert -le dijo a Onofre-. Él te debe mucho. Te escuchará y si es hombre de honor, como pienso, reconocerá que la mano de su hija te corresponde a ti antes que a ningún otro.
Le hicieron pasar a un saloncito y le rogaron que tuviese la bondad de esperar. El señor está reunido, le dijo el mayordomo, que no le conocía. En el saloncito se asfixiaba. Aquí hace por lo menos tanto calor como en Barcelona, pensó, y yo tengo la garganta sequísima; ¡si al menos me hubiesen ofrecido un refresco! ¿Por qué me tratan con tan poca consideración precisamente hoy? Al cabo de lo que juzgó un rato largo salió del saloncito y recorrió un pasillo de paredes enjalbegadas. Al pasar frente a una puerta cerrada oyó voces, reconoció entre ellas la de don Humbert Figa i Morera y se detuvo a escuchar. Por fin, interesado por lo que oía y casi olvidado del motivo que le había conducido a la casa, abrió la puerta bruscamente y entró en lo que resultó ser el gabinete de don Humbert. Éste estaba reunido con dos señores: uno de éstos era un norteamericano llamado Garnett, hombre obeso, sudoroso y traidor a su país, que había servido a los intereses españoles en las Filipinas durante la reciente contienda, hasta que los resultados de ésta le habían aconsejado ausentarse del lugar por una temporada. El otro era un castellano enteco, de tez bronceada y bigote entrecano a quien los demás llamaban simplemente Osorio. Tanto éste como Garnett vestían trajes de rayadillo, camisa blanca con cuello de celuloide sin corbata, al estilo colonial, y alpargatas de esparto. Sobre sus rodillas estaban los sombreros: sendos panamás que a Onofre le recordaron de inmediato a su padre: todavía no había levantado la hipoteca que pesaba sobre las tierras familiares. Su irrupción en la pieza hizo que se cortara de golpe la conversación que sostenían los tres hombres. Todas las miradas convergieron en él. El traje negro, la gardenia en la solapa y el vistoso envoltorio de la joyería ponían en el gabinete una nota extemporánea. Don Humbert le presentó a sus interlocutores y Garnett prosiguió relatando cómo en vísperas de la batalla naval librada en mayo del año anterior en Filipinas él se había entrevistado con el almirante Dewey, que mandaba la flota enemiga, para transmitirle una oferta del Gobierno español: ciento cincuenta mil pesetas si permitía que los barcos españoles hundieran a los norteamericanos. Esta entrevista había tenido por escenario un bar de la entonces colonia británica de Singapore o Singapur. El almirante Dewey lo había tomado al principio por loco. Usted sabe, le dijo, que los barcos de guerra españoles son tan insignificantes que los míos los pueden enviar al fondo del mar sin ponerse siquiera a tiro. Garnett movió la cabeza afirmativamente: usted lo sabe y yo también, pero los técnicos de la marina española han asegurado al Gobierno de Su Majestad precisamente lo contrario, dijo. Si ahora la armada española se viene a pique, imagínese la decepción. Eso yo no lo puedo evitar, había respondido Dewey.
–De este modo perdimos las últimas colonias -dijo don Humbert cuando el norteamericano hubo concluido su relato- y ahora nos encontramos con los puertos rebosantes de repatriados -a diario llegaban, en efecto, barcos que traían a España a los supervivientes de las guerras de Cuba y las Filipinas. Habían combatido durante años en las selvas podridas y aunque eran muy jóvenes parecían ya viejos. Casi todos venían enfermos de tercianas. Sus familiares no querían acogerlos por miedo al contagio y tampoco encontraban trabajo ni medio alguno de subsistencia. Eran tantos que hasta para pedir limosna tenían que hacer cola. La gente no les daba ni un céntimo: habéis dejado que pisotearan el honor de la patria y aún tenéis la desfachatez de venir a inspirar compasión, les decían. muchos se dejaban morir de inanición por las esquinas, sin ánimo ya para nada. Ahora las inversiones en las ex colonias tenían que canalizarse a través de testaferros como Garnett, que era súbdito norteamericano. El llamado Osorio resultó ser nada menos que el general Osorio y Clemente, ex gobernador de Luzón y uno de los principales terratenientes del archipiélago. Don Humbert Figa i Morera trataba de conciliar los intereses de uno y otro y de establecer las garantías necesarias.
Cuando se hubieron ido y el abogado y Onofre se quedaron a solas, éste expuso el motivo de su visita con el nerviosismo propio de la ocasión. Don Humbert también dio muestras de azaramiento. había hablado anteriormente con Onofre del asunto y sin comprometerse a nada, con palabras veladas, le había dado a entender que lo consideraba ya como su yerno. Ahora parecía buscar la forma menos cruda de volver sobre aquellas palabras de asentimiento.
–Es mi mujer -acabó confesando-. No ha habido forma humana de que cediera. Yo le he insistido hasta quedarme ronco, pero estas cosas para ella son así, y en estos asuntos, como tú mismo verás cuando tengas hijos, las mujeres son las que mandan. No sé qué puedo decirte: tendrás que resignarte y buscar en otro sitio. Créeme que lo siento.