Ahora él iba recordando este anecdotario pintoresco cuando la vio salir de la carpa. Llevaba una falda de color de rosa, holgada y tan corta que al andar dejaba al descubierto las rodillas; los pliegues de la tela dibujaban más arriba el perfil de los muslos. Esto atraía las miradas de los mecánicos y ponía frenético a Onofre Bouvila. El resto del vestuario era sencillo y modoso. Debería hacerle alguna indicación a este respecto, pensó con el corazón acelerado, espiándola ora a ella ora a los mecánicos. Deslumbrada por la luz del sol se detuvo unos instantes en la boca de la carpa con los ojos entrecerrados; con los dedos ordenaba la cabellera, se colocó un sombrero de alas anchas. Luego se encaminó hacia el bosque donde él se encontraba sin motivo aparente. Cielos, pensó ocultándose enteramente detrás del tronco de una encina, que no me vea. En los meses que llevaban instalados en la mansión María Belltall y su padre no había cruzado con ella más de dos o tres frases protocolarias. Con esto pretendía demostrar claramente que todo su interés giraba en torno al proyecto del inventor, de acuerdo con cuyas instrucciones había ido creciendo aquel complejo industrial peculiarísimo y con quien mantenía en cambio charlas interminables. Desde el principio Santiago Belltall y su hija habían ocupado uno de los pabellones de caza construidos de antiguo en el jardín, separados enteramente de la casa. Allí había sido acondicionada para ellos una vivienda independiente, dotada de comodidades, pero no de lujos, lo que habría podido hacer patentes los móviles ocultos de Onofre Bouvila, la razón verdadera de que hubiese decidido embarcarse a esas alturas en un proyecto descabellado. En esa vivienda, cuyo mobiliario y decoración había elegido él mismo con la máxima minuciosidad, no había puesto los pies desde que fue ocupada por Santiago y María Belltall: un propio convocaba el inventor a la biblioteca cuando ambos debían verse. La índole secreta del proyecto impedía que abandonasen la mansión los que trabajaban en él: gracias a esto sabía que ella estaba siempre allí, que por más que su relación fuera inexistente ella no pertenecía a nadie más; los dos compartían un terreno común, cohabitaban en un predio que era de su propiedad. Esto bastaba para hacerle sentir que ella también era suya, con esto era feliz por el momento. A escondidas, como ahora, espiaba todos sus movimientos. ¡Qué extraño!, pensaba agazapado detrás de la encina, admirando su forma graciosa de andar, su esbeltez y su garbo, cuando era joven tenía la vida entera por delante; entonces todo me parecía urgente. Ahora en cambio, cuando el tiempo se me va volando, no tengo prisa. He aprendido a esperar, pensó, ya sólo encuentro sentido a la espera. Y sin embargo es ahora cuando las cosas se precipitan. Miró el cielo y lo vio paradójicamente azul, sin nubes. Recordó que el día anterior había visitado las obras de la Exposición Universal. Allí había coincidido casualmente con el marqués de Ut, a quien no había visto desde hacía mucho. El marqués era vocal de la Junta de la Exposición y el hombre de confianza de Primo de Rivera en Barcelona. Él era quien recibía instrucciones de Madrid y las llevaba a término a espaldas del alcalde. A cambio de esta lealtad hacía negocios poco limpios en la impunidad más absoluta.
Cuando el marqués vio aparecer a Onofre Bouvila en el recinto del certamen torció el gesto: la amistad que había existido en otros tiempos entre Onofre Bouvila y el marqués se había transformado en resentimiento por parte del primero y en desconfianza recíproca. Ambos sin embargo guardaban las formas externamente.
–¡Chico, qué buen aspecto tienes! – exclamó el marqués abrazando al recién llegado—. He sabido que tuviste un arrechucho, pero me alegra verte repuesto por completo. ¡Y tan joven como siempre!
–Tú también tienes muy buena pinta —dijo Onofre Bouvila.
–No creas, no creas… —dijo el marqués.
Ambos caminaban ahora cogidos del brazo, sorteando los fosos y las pilas de cascotes y cruzando las hondonadas por tablones que se combaban bajo su peso. Durante el paseo el marqués iba señalando a su acompañante las características más sobresalientes de todo aquello: los palacios, los pabellones, los restaurantes y servicios, etc. Sin disimular su orgullo le mostró también las obras del estadio. Esta edificación, agregada al plan general del certamen con posterioridad, tenía una superficie de 46.225 metros cuadrados y estaba destinada a las exhibiciones deportivas, explicó el marqués. Desde que la ideología fascista se había difundido por Europa todos los gobiernos fomentaban la práctica del deporte y la asistencia masiva a las competiciones deportivas. Con esta moda las naciones trataban de imitar el imperio romano, cuyos usos tomaban por modelo anacrónico. Ahora eran las victorias deportivas lo que simbolizaba la grandeza de los pueblos. El deporte ya no era una actividad de las clases ociosas ni un privilegio de los ricos, sino la forma natural de esparcimiento de la población urbana; con esto los políticos y pensadores contaban con mejorar la raza. El atleta es el ídolo de nuestro tiempo, el espejo en que se mira la juventud, dijo el marqués. Onofre Bouvila se mostró de acuerdo con esta teoría: Estoy convencido de ello, dijo suavemente. Luego visitaron el Teatro Griego, el Pueblo Español y la trama complicadísima de tubos y cables, dínamos y toberas que habían de alimentar y mover el surtidor luminoso. Este surtidor había de ser la atracción principal, lo más vistoso y comentado de la Exposición, como la fuente mágica lo había sido de la Exposición anterior. Estaba situado sobre un repecho de la montaña, de modo que podía ser visto desde cualquier parte del recinto; constaba de un estanque de 50 metros de diámetro y 3.200 metros cúbicos de capacidad y varios surtidores propiamente dichos. Los surtidores eran en realidad c.jjj litros de agua accionados por cinco bombas de 1.175 caballos y alumbrados por 1.300 kilovatios de energía eléctrica: ello hacía posible que el conjunto cambiase continuamente de forma y de color. El surtidor y las fuentes alineadas a ambos lados del paseo central de la Exposición usaban cada dos horas tanta agua como la que se consumía en toda Barcelona en un día entero, dijo el marqués. ¿Cuándo y dónde se ha visto cosa tan grande?, preguntó. Onofre Bouvila también estuvo de acuerdo con el marqués de Ut sin la menor reserva. Tanta aquiescencia incondicional y tanto interés despertaron las sospechas de este último. ¿Qué habrá venido a hacer en realidad este zorro?, decía para sus adentros. ¿Y a qué se debe este entusiasmo repentino verdaderamente? Pero por más que pensaba no daba con la clave de aquel misterio. no podía saber que dos semanas antes una extraña delegación se había personado en una de las oficinas de la organización del certamen. Esta delegación estaba compuesta por un caballero y una dama que vestían con elegancia discreta, actuaban con circunspección y hablaban con acento extranjero. Al empleado que les atendió le dijeron que representaban a una empresa manufacturera de gran envergadura, un consorcio internacional cuyo nombre el empleado no había oído nunca, pero de cuya legitimidad no le permitían dudar los documentos que le fueron presentados sin esperar a que él los pidiera. Esto no le impidió advertir con extrañeza que por debajo del velo con que la dama había mantenido su rostro cubierto durante toda la entrevista asomaba una barba poblada. Naturalmente se abstuvo de comentar el hecho. Por su parte, el caballero, que apenas había despegado los labios, no había cesado en cambio de observar los movimientos y reacciones del empleado con expresión de fiereza. Éste había de recordar luego que el caballero era de una complexión robusta, que daba testimonio de su fuerza extraordinaria. Esta suma de detalles no provocó en el empleado recelo alguno: desde que había sido destinado a aquel cargo había tratado con muchos extranjeros y se había habituado ya a las fisonomías nunca vistas y a las conductas raras. Cumpliendo estrictamente sus funciones les preguntó en qué podía servirles; ellos respondieron que venían a solicitar los permisos necesarios para instalar un pabellón en el recinto de la Exposición Universal. En ese pabellón nuestra empresa se propone exhibir su maquinaria y sus manufacturas, dijo la dama. También habrá unos paneles de madera o puertas correderas en los que se mostrará al público el organigrama de la empresa, añadió. El empleado les indicó que las empresas extranjeras sólo podían participar en el certamen en los pabellones de sus países respectivos. Si concediésemos permiso a una empresa, dijo el empleado, habría que concedérselo también a todas las que lo solicitasen; la organización de una Exposición Universal reviste una complejidad extrema y no permite excepciones ni privilegios, terminó diciendo. Para que vieran que no hablaba por hablar señaló un libro que había sobre la mesa; era el catálogo de exhibidores y tenía 984 páginas. El caballero tomó el libro entre las manos y lo partió en dos mitades sin esfuerzo aparente. Estoy segura de que finalmente podremos allanar todas las dificultades, dijo la dama al mismo tiempo. Con una mano se mesaba la barba y con la otra abrió y cerró el bolso negro que llevaba. El empleado vio que el bolso iba repleto de billetes de banco y comprendió que haría bien callándose. Ahora el pabellón de aquella empresa desconocida levantaba su armazón a un costado del recinto, inicialmente asignado al pabellón de las Misiones, al que había habido que desplazar. Este nuevo pabellón, cuya forma iba pareciéndose a una carpa de circo a medida que avanzaban las obras, estaba situado en la plaza del Universo, precisamente junto a la avenida de Rius y Taulet. El lugar era excelente, porque permitía entrar y salir del pabellón por la parte trasera, desde un desmonte (que hoy es la calle Lérida) y en el mayor de los secretos. Unos individuos de catadura torva rondaban a todas horas por las inmediaciones del pabellón; su función consistía en impedir que nadie se acercase al pabellón; con su aspecto amenazador alejaban a los curiosos y disuadían a los propios supervisores de la Exposición de cumplir su cometido. Estos datos sin embargo escapaban al marqués de Ut, que los ignoraba o los conocía pero no los relacionaba con Onofre Bouvila ni con su visita a la Exposición. Ahora él meditaba estas cosas escondido detrás de una encina. Sí, todo ha de salir como he dispuesto que salga, se decía; es imposible que un fallo eche a perder mis planes perfectos: es demasiado bella y yo demasiado listo y poderoso, todo ha de salir bien por fuerza. ¡Ay, y con qué gracia se mueve, qué arrogancia espontánea! De sobra se ve que ha nacido para ser una reina. Sí, sí, todo saldrá a pedir de boca, no puede ser de otro modo. Mientras decía esto miraba supersticiosamente al cielo: a pesar de su optimismo creía ver en aquella bóveda azul que no manchaba ni una nube un comentario sarcástico a la insensatez de sus expectativas.
En efecto, todo parecía destinado a tener un mal fin. En enero de 1929 el déficit ocasionado por la Exposición Universal de Barcelona ascendía a 140.000.000 de pesetas; el barón de Viver veía abrirse un abismo insondable ante sus pies. Esta situación exigía una solución desesperada, exclamó. Había rociado de gasolina su despacho y se disponía a encender una cerilla cuando se abrieron las puertas de par en par e irrumpieron allí santa Eulalia, santa Inés, santa Margarita y santa Catalina. Esta vez las cuatro habían salido de un retablo románico que aún puede verse en el museo diocesano de Solsona; las cuatro habían muerto de modo violento y sabían de estas cosas: arrebataron al alcalde atribulado las cerillas y le obligaron a entrar en razón. Santa Inés iba acompañada de un cordero y santa Margarita de un dragón portátil. Le quitaron de la cabeza las ideas absurdas que había estado alimentando en su desazón: además del suicidio había contemplado la posibilidad de promover una revuelta popular sin parar mientes en que ambas cosas eran incompatibles. Primo de Rivera tiene los días contados, le dijeron. Este boato era el último estertor de la fiera, le hicieron ver. Le recordaron la fábula del sapo que se hinchó hasta reventar. Por lo demás, las revueltas populares tienen esto: que se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban, dijo santa Margarita, cuya fiesta se celebra el 20 de julio. Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo, dijo santa Inés, cuya fiesta se celebra el 21 de enero. El alcalde les prometió esperar y no cometer más desatinos. Esta actitud era la más indicada en ese momento: ya nadie creía en el estado corporativo que había querido implantar el dictador, ni quería la dictadura, que amenazaba con engendrar el caos, con desembocar en una revolución. Las obras públicas habían acabado provocando una inflación insostenible y la peseta se devaluaba sin cesar. Sólo la inexistencia de un general con ambición impedía que se produjera un pronunciamiento. Además de esto, el 6 de febrero, cuando faltaban tres meses para que la Exposición Universal abriera sus puertas, la reina María Cristina murió de una angina de pecho. Era ella la que había inaugurado, siendo Regente, la Exposición del 88, que ahora todos recordaban con nostalgia; su muerte fue considerada un mal presagio. También se decía en Madrid que la reina había aconsejado a su hijo en el lecho de muerte que se desembarazara pronto de Primo de Rivera. Esto no podía menos que impresionar al monarca. En este ambiente enrarecido llegó la fecha de la inauguración.
–Debería usted irse a dormir, padre. Mañana nos espera un día agitadísimo: necesitará usted todas sus energías —dijo María Belltall.
El inventor se levantó de la butaca. Allí había estado fumando en pipa después de cenar. En lugar de dirigirse al dormitorio, como su hija le sugería que hiciera, se encaminaba a la puerta. Padre, ¿a dónde va?, le preguntó. Sin responder Santiago Belltall salió del pabellón de caza. Aunque era lógico que se mostrase abstraído esa noche precisamente decidió acompañarle: a lo largo de muchos años había adquirido la costumbre de no perderlo de vista. Antes de salir fue a buscar un chal con que protegerse del relente. En el jardín el viento racheado traía aires de lluvia. Eso no, pensó, cualquier cosa menos lluvia. Lo vio caminar maquinalmente hacia la carpa; todas las noches había hecho ese mismo camino, nunca se había ido a dormir sin haber visitado la carpa antes. Luego había que insistirle para que regresara al pabellón de caza, reprenderle para que no se pasara allí la noche en blanco. En esta ocasión, sin embargo, la visita era puramente simbólica, porque las máquinas y el combustible habían sido trasladados ya al pabellón de Montjuich y el aparato reconstruido allí en su totalidad. El hombre que por inercia o por exceso de precaución seguía montando guardia en la boca de la carpa le saludó afablemente al verlo aparecer: Buenas noches, profesor Santiago. El inventor le devolvió el saludo sin percatarse de lo que hacía. El guardia añadió: Mañana es el gran día, ¿eh, profesor? Al oír esto el inventor sacudió la cabeza, ¿cómo dice?, preguntó. El guardia apoyó la culata del mosquetón en el césped y sonrió: El gran día, repitió con entusiasmo. Quiera Dios que todo salga bien, agregó a media voz. El inventor asintió con la cabeza. Qué curioso, pensó mientras entraba en la carpa, todos están excitados en vísperas del acontecimiento, todos se sienten partícipes, incluso ese matón, cuya participación no podría haber sido menos científica, más ajena al sentido mismo de nuestra empresa; con todo, ahora se diría que su felicidad depende del éxito de la empresa. Por su parte el guardia pensaba: Tiene un carácter difícil, pero no hay duda de que es un sabio auténtico; es natural que esta noche esté abrumado por las preocupaciones; y su hija, ¡qué buena está! Dentro de la carpa sólo quedaban residuos, herramientas desperdigadas aquí y allá, restos del maderamen utilizado en el embalaje, cajas vacías y el sobrante de las noventa y dos toneladas de virutas con que habían sido protegidas de los golpes las piezas delicadísimas. El aspecto de desolación que inspiraba aquel desorden, aquel espacio enorme vacío no podía ser más deprimente. Y yo, en cambio, que he logrado realizar el sueño de mi vida, no siento más que nostalgia y desazón, pensó Santiago Belltall. El vacío que le rodeaba en la carpa le parecía el trasunto exacto de su estado de ánimo. En cambio los años interminables de lucha se le antojaban ahora años felices: entonces vivía de ilusiones, pensó un instante. Luego comprendió que esta idea no podía ser más falsa. A esas ilusiones he sacrificado mi vida entera, se dijo. Y se preguntaba si en realidad ese sacrificio había valido la pena. La voz del guardia interrumpió esta reflexión. Buenas noches, señorita, le oyó decir. Es María, que viene a buscarme, pensó. Ella ha sido la víctima principal de mi locura, siempre he antepuesto mis delirios de grandeza a su bienestar; en vez de darle lo que ella tenía derecho a esperar de mí ha sido ella quien ha tenido que prodigarme sus cuidados. Por mi culpa su vida ha sido una renuncia continua y una humillación sin fin. De soslayo percibió la sombra de su hija a la luz mortecina de las lámparas de petróleo que alumbraban el interior de la carpa. Incluso ahora, en este mismo momento está aquí por mí, ha venido a buscarme porque cree que debo descansar, pensó. Quizá ésta sea la ocasión adecuada para decirle estas cosas; con eso no arreglaremos nada, ni repararé el mal que le he hecho ni recuperaremos el tiempo perdido, pero tal vez le sirva de consuelo el saber que su miseria no me ha pasado desapercibida.