–Perdone este desorden tremendo —dijo el inventor paseando nerviosamente entre el mobiliario, contribuyendo con sus ademanes vehementes y su agitación a incrementar la sensación general de caos que se respiraba allí—, si hubiésemos sabido de antemano que pensaba usted hacernos este honor por lo menos habríamos quitado estos papelotes de las paredes; ¡oh!, pero qué despiste el mío: no le he presentado aún a mi hija, a la que no conoce. Mi hija María, señor. María, este caballero es don Onofre Bouvila, de quien ya te he hablado; hace unos días fui a su casa a hacerle unas ofertas que él tuvo la bondad de considerar con benevolencia.
Ambos cruzaron una mirada furtiva que habría despertado las sospechas de cualquier persona, pero que pasó desapercibida al inventor. Éste, ajeno a todo, recogía el sombrero, el bastón, los guantes y el gabán de su visitante y los colocaba cuidadosamente sobre uno de los camastros. Luego arrimó una de las cajas a la mesa, ofreció a Onofre Bouvila la silla libre, se sentó acto seguido en la caja y entrecruzó los dedos, dispuesto a escuchar lo que aquél hubiera venido a decirles. Él, como era su costumbre, fue directamente al asunto, sin circunloquios.
–He decidido —empezó diciendoaceptar esta oferta de la que usted acaba de hablar —con un gesto atajó las expresiones de reconocimiento y entusiasmo que el inventor se disponía a proferir pasado el estupor del primer momento—; con esto quiero decir simplemente que considero por ahora un riesgo razonable poner a su disposición una determinada suma para que pueda usted llevar a cabo esos experimentos de los que me habló. Por descontado, este trato no está exento de condiciones. De estas condiciones precisamente he venido a hablarle.
–Soy todo oídos —dijo el inventor.
Si al barón de Viver, que era monárquico, le visitaba santa Eulalia, al general Primo de Rivera, que había dejado de serlo por despecho, se le aparecía de cuando en cuando un cangrejo con sombrero tirolés. Abandonado de todos, pero remiso a dejar el poder en manos ajenas, el dictador cifraba ahora sus esperanzas en la Exposición Universal de Barcelona. Cuando me hice cargo del gobierno España era una olla de grillos, un país de terroristas y mangantes; en pocos años la he transformado en una nación próspera y respetable; hay trabajo y paz, y esto se verá de manera irrecusable en la Exposición Universal, ahí los que hoy me critican tendrán que humillar la frente, dijo. El ministro de Fomento se permitió hacer una observación: Este plan de Vuestra Excelencia, que es magnífico, exige por desgracia unos desembolsos que rebasarían nuestras posibilidades, dijo. Esto era cierto: la economía nacional había sufrido un deterioro pavoroso en los últimos años, las reservas estaban exhaustas y la cotización de la peseta en los mercados exteriores era ya cosa de risa. El dictador se rascó la nariz. Diantre, masculló, yo creía que los gastos de la Exposición corrían a cargo de los catalanes. ¡Raza de avaros!, agregó entre dientes, como para sí. Con tacto exquisito el ministro de Fomento le hizo ver que los catalanes, al margen de sus virtudes o defectos, se negaban a gastar un duro a mayor gloria de quien los estaba maltratando sin tregua. ¡Voto a bríos!, exclamó Primo de Rivera, ¡pues sí que tiene pelos el asunto! ¿Y si deportásemos a los desafectos? Son varios millones, mi general, dijo el ministro del Interior. El ministro de Fomento se alegró de que el peso de la conversación recayese ahora sobre los hombros de su colega de gabinete. Primo de Rivera golpeó la mesa con los puños. ¡Me cago encima de todas las carteras ministeriales!, dijo. Pero no estaba enojado, porque acababa de tener una idea salvadora. Está bien, dijo, esto es lo que vamos a hacer: subvencionaremos otra Exposición Universal en otra ciudad de España: Burgos, Pamplona, la que sea, da igual. Viendo que los ministros le miraban con estupor sonrió ladinamente y agregó: No hará falta que gastemos mucho en esto; cuando los catalanes se enteren del plan echarán la casa por la ventana, gastarán sin tasa para que la Exposición de Barcelona sea la mejor de las dos. Los ministros tuvieron que convenir en que la idea era buena. Sólo el ministro de Agricultura se atrevió a objetar algo: Alguien habrá que nos desenmascare, que ponga en evidencia esta maniobra, dijo. A éste lo deportaremos, bramó el dictador. Ahora las obras de la Exposición Universal de Barcelona avanzaban a todo gas; una vez más la deuda roía el patrimonio municipal. Montjuich era la herida por la que se desangraba la economía de la ciudad. El alcalde y cuantos se mostraron reacios a la idea, cuantos se opusieron al despilfarro fueron marginados sin contemplaciones y sus atribuciones fueron confiadas a personas fieles a Primo de Rivera. Entre estas personas había algunos especuladores que aprovecharon el descontrol para hacer su agosto. Los periódicos sólo podían publicar noticias halagüeñas y comentarios aprobatorios de lo que se estaba haciendo; si no, eran censurados, eran secuestrados de los quioscos, sus directores eran multados severamente. Gracias a esto Montjuich se iba transformando en una montaña mágica. Ahora se levantaba allí el Palacio de la Electricidad y de la Fuerza Motriz, el del Vestido y del Arte Textil, el de las Artes Industriales y Aplicadas, el de Proyecciones, el de Artes Gráficas, el de la Industria de la Construcción (llamado Palacio de Alfonso XIII), el del Trabajo, el de Comunicaciones y Transportes, etcétera. Estos palacios habían empezado a ser construidos varias décadas antes, en los tiempos del modernismo; ahora su aspecto era chocante a los ojos de los entendidos, resultaban empalagosos, rebuscados y de mal gusto. A su lado, por contraste, iban apareciendo los pabellones extranjeros; estos pabellones habían sido concebidos hacía poco y reflejaban las tendencias actuales de la arquitectura y la estética.
Si otras Exposiciones han estado dedicadas a un asunto determinado, como la Industria, la Energía Eléctrica o los Transportes, ésta bien podría estar dedicada íntegramente a la Vulgaridad
, escribe un periodista en 1927, poco antes de ser deportado a la Gomera.
Encima de arruinarnos vamos a quedar como unos cavernícolas chabacanos ante la opinión mundial
, termina diciendo. Estas estridencias sin embargo no amedrentaban a los promotores del certamen.
Mientras ocurrían estas cosas en torno a la Exposición Universal, en otra colina, separada de Montjuich por la ciudad entera, Onofre Bouvila se enfrentaba a sí mismo en el jardín de su mansión. ¿Cómo?, decía, ¿enamorado yo?, ¡y a mi edad! No, no, no es posible… y no obstante, sí, es posible y el hecho mismo de que sea posible me llena de euforia. ¡Ah, quién me lo habría de decir! al pensar esto se reía por lo bajo; por primera vez en su vida se veía a sí mismo con cariño: esto le permitía reírse de sus propias tribulaciones. Luego la sonrisa se borraba de sus labios y arrugaba el entrecejo: no comprendía cómo había podido ocurrirle aquello, el milagro que parecía haberse producido en su alma lo sumía en la perplejidad. ¿Qué influjo irresistible ha podido ejercer sobre mí esa mujer insignificante?, se preguntaba. No es que físicamente no sea atractiva, seguía argumentando con un interlocutor invisible, pero sí debo confesar abiertamente que tampoco se trata de una mujer de bandera. Y aun cuando lo fuese, ¿por qué habría de ir a encandilarme yo de este modo? En mi vida no han faltado mujeres despampanantes, reales hembras a cuyo paso se paraba la circulación; con mi dinero nunca me fue difícil comprar la belleza, conseguir lo mejor de lo mejor. Sin embargo en el fondo nunca sentí por ellas otra cosa que desprecio. Ésta, por el contrario, me infunde un sentimiento de humildad que a mí mismo me sorprende, que no me explico: cuando me habla, me sonríe o me mira soy tan dichoso que lo que siento hacia ella es gratitud más que otra cosa. Cuando se hacía estas consideraciones creía que esta humildad le redimía de todo su egoísmo. Es cierto, decía pasando revista a su vida, que en ocasiones he obrado de modo heterodoxo; sabe Dios que hay páginas en mi historial de las que habré de dar cumplida cuenta y si bien nadie puede decir que yo haya matado a un ser humano con mis propias manos, algunas personas han muerto directa o indirectamente por mi causa. Otras han sido infelices y quizá podrían achacarme su infelicidad. ¡Oh, qué terrible es caer ahora en la cuenta de estas cosas, cuando ya es demasiado tarde para el arrepentimiento y la reconciliación! Al cobrar súbitamente conciencia de ello cayó al suelo como fulminado por un rayo. El aire estaba quieto, en la superficie inmóvil del lago artificial el sol centelleaba y este resplandor daba al plumaje blanco de los cisnes una luminosidad cegadora. Con el ánimo conturbado estaba dispuesto a ver en aquellos cisnes fluorescentes emisarios del Altísimo enviados por Éste para que le trajeran un mensaje de misericordia y esperanza. Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión, parecían venir a recordarle. Conmovido por esta noción hundió la frente en el césped y musitó: Perdón, perdón; he sido estúpido y cruel y no tengo excusa, no hay atenuante para mi culpabilidad. Ante los ojos de su conciencia, como si hojeara un álbum de retratos, iban desfilando los rostros acusadores de Odón Mostaza, de don Alexandre Canals i Formiga y de su hijo, el pobre Nicolau Canals i Rataplán, de Joan Sicart y de Arnau Puncella, del general Osorio, el ex gobernador de Luzón, y también los de su mujer y sus hijas, los de Delfina y el señor Braulio y los de su padre y su madre y hasta el de su hermano Joan: a todas estas personas y a muchísimas más cuyos rostros no había visto ni vería jamás había sacrificado a su ambición y a su vesania, todas ellas habían sido víctimas de su sed injustificada de venganza, habían sufrido sin necesidad para proporcionarle momentáneamente el sabor agridulce de la victoria. ¿Habrá en el cielo entero magnanimidad bastante para perdonar a un engendro como he sido yo todos estos años?, pensó sintiendo que las lágrimas pugnaban por manar a raudales entre sus párpados apretados. Apenas acababa de formular este pensamiento cuando notó unos golpecitos en el hombro. Sabiendo que estaba solo en el jardín aquel contacto le sobresaltó: ahora no se atrevía a despegar los párpados, temía encontrarse en presencia de un ángel majestuoso si lo hacia, un ángel provisto de una espada de fuego. Cuando por fin abrió los ojos vio que en realidad aquellos golpecitos se los daba un cisne con el pico; extrañado por la presencia de aquel individuo desconocido que yacía acurrucado y quieto a la orilla del lago el cisne había salido del agua y se había aproximado, quizá delegado por los demás, a ver de qué se trataba aquello. Onofre Bouvila se incorporó bruscamente y el cisne, asustado, emprendió la retirada. Visto desde atrás sus andares no podían ser más grotescos; los graznidos que lanzaba también eran desabridos y feos. Indignado por haberse dejado impresionar por un animal tan poco airoso alcanzó al cisne antes de que éste pudiera ponerse a salvo en su elemento y le propinó un puntapié con todas sus fuerzas. El cisne describió una parábola en el aire y cayó al agua, donde se quedó con la cabeza y el cuello hundidos y la cola a flote mientras el agua, alterada por el impacto, recobraba poco a poco su inmovilidad y sobre la superficie se posaban las plumas blancas que había perdido el cisne de resultas del golpe en el trayecto. Onofre Bouvila sacudió las briznas de hierba que se habían adherido a la ropa y sin detenerse a comprobar si el cisne revivía o si había sucumbido continuó el paseo. El incidente le había hecho volver a la realidad; había cesado la visión penosa de sus culpas y en su lugar imperaba ahora de nuevo la lógica implacable y partidista que siempre había aplicado a todas las cosas. Bah, se dijo, ¿de que me responsabilizo? Si alguien pudiera oírme pensaría que en el mundo no hay otra causa de aflicción que yo. Quiá, nada más falso, respondió a su contendiente imaginario, la gente era infeliz antes de que yo naciera y lo seguirá siendo cuando yo haya muerto. Verdad es que he causado la desgracia de algunos pero ¿he sido yo el verdadero causante de esa desgracia o un mero agente de la fatalidad? Si yo no me hubiese cruzado en el camino de Odón Mostaza, ¿habría tenido un final menos trágico ese chulo asesino?, ¿no era él ya acaso cuando nació carne de patíbulo? Y a Delfina, ¿qué le habría deparado el destino de no haber aparecido yo un buen día en la pensión de sus padres? Sin duda habría sido una fregona todos los días de su vida, se habría casado en el mejor de los casos con un haragán brutal y alcoholizado que la habría pegado continuamente y le habría hecho reventar a fuerza de trabajo y partos. ¡Diantre!, al menos conmigo todas estas ratas de alcantarilla tuvieron su oportunidad a mis expensas pudieron gozar de un momento de gloria. Una explosión amortiguada pero cercana interrumpió el curso de sus pensamientos. A esta explosión siguieron otras encadenadas. Los pájaros que anidaban en los árboles del bosque levantaron el vuelo: mezclados en una bandada heterogénea describían círculos a gran altura armando gran alboroto. Onofre Bouvila sonrió nuevamente: como ese pobre desgraciado, sin ir más lejos, añadió a media voz. Ahora esta sonrisa había perdido la beatitud que la caracterizaba un rato antes.
Dejando el lago a su espalda anduvo en dirección al lugar de donde procedían las explosiones. Deliberadamente abandonó el prado ameno y bien cuidado y se adentró en el bosque: allí los árboles le permitían avanzar a hurtadillas. Al llegar al linde del bosque se detuvo a observar sin ser visto la actividad que se desarrollaba a escasa distancia de aquel escondite: allí había una carpa de circo de la que entraban y salían continuamente individuos con atuendo y apariencia de mecánicos. En la boca del túnel de lona que daba acceso a la carpa y en la cual aún podían verse restos de banderolas y gallardetes, dos guardias armados supervisaban la entrada y la salida de aquellos mecánicos. Aunque la propia carpa se lo ocultaba él sabía que al otro lado de aquélla se levantaban unos cobertizos en cuyo interior había una maquinaria complicadísima. Esta maquinaria no tenía otro objeto que suministrar energía motriz al utillaje eléctrico que ahora zumbaba y chirriaba dentro de la carpa. Naturalmente habría sido más sencillo y mucho menos gravoso obtener esta energía de la compañía proveedora de fluido eléctrico, pero tal cosa habría imposibilitado mantener en secreto las actividades que se llevaban a cabo allí. Por eso habían sido construidos los cobertizos, que ahora protegían de la curiosidad ajena estos generadores que, a su vez, habían sido adquiridos en países distintos por mediación de sociedades anónimas constituidas con este solo fin, introducidos en Cataluña de contrabando y llevados hasta su destino pieza a pieza furtivamente. Del mismo modo había sido transportado en partidas pequeñas el carbón que los alimentaba y cuyas reservas estaban ahora almacenadas en silos perforados bajo el prado, el bosque y el lago. Así habían sido reunidos también la maquinaria y los materiales necesarios para el proyecto. Más delicada había sido la contratación del personal que ahora trabajaba en aquél. Si el aluvión de inmigrantes había permitido seleccionar y reclutar a los obreros en la forma más encubierta y discreta, los especialistas, los técnicos e ingenieros, cuya desaparición repentina de sus trabajos, de la vida pública en general habría resultado muy difícil de explicar, plantearon obstáculos que hubo que ir salvando en cada caso concreto específicamente. Unos fueron contratados en el extranjero; otros, sacados del retiro al que circunstancias diversas los habían forzado; a otros, por último, habían sido cursadas ofertas falsas de universidades americanas. Los que aceptaban estas ofertas recibían poco después un pasaje de primera clase en un barco de línea. Cuando el barco en que viajaban rebasaba los límites de las aguas territoriales españolas estos ingenieros prestigiosos eran sacados de sus camarotes a punta de pistola y embarcados en una lancha rápida que los conducía de nuevo a tierra. Allí un automóvil los llevaba a la mansión, donde eran informados del motivo del engaño y el secuestro, de la naturaleza del trabajo a que se les había destinado, de la transitoriedad de aquella situación anómala y de los emolumentos cuantiosos con que serían compensadas su colaboración y las molestias sufridas. Ante este desenlace feliz de la aventura todos se mostraban encantados. El método, sin embargo, resultaba lento, complicado y caro. Pero para llevar a cabo el proyecto no se había reparado en gastos. Unicamente la carpa, cuyas dimensiones la hacían idónea, había podido ser adquirida a buen precio a un circo cuyos miembros habían sido diezmados en el sur de Italia por una epidemia de cólera. Esta hecatombe había obligado a los únicos supervivientes, una mujer barbuda, una
ecuyére
y un sansón, a disolver la compañía y malvender el equipo. Ahora estos tres personajes fantásticos, a quienes había sido preciso contratar y traer para que indicasen el modo de armar y asegurar la carpa, vagaban también por la mansión, ataviados con malla, taparrabos y lentejuelas, ejercitando como podían sus habilidades y sembrando entre todos el desconcierto cuando no el espanto.