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Authors: Mario Vargas Llosa

La civilización del espectáculo (17 page)

BOOK: La civilización del espectáculo
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Por lo pronto, el gran protagonista de la política actual, el terrorista suicida, visceralmente ligado a la religión, es un subproducto de la versión más integrista y fanática del islamismo. El combate de Al-Qaeda y su líder, el difunto Osama bin Laden, no lo olvidemos, es ante todo religioso, una ofensiva purificadora contra los malos musulmanes y renegados del islam, así como contra los infieles, nazarenos (cristianos) y degenerados de Occidente encabezados por el Gran Satán, los Estados Unidos. En el mundo árabe la confrontación que más violencias ha generado tiene un carácter inequívocamente religioso y el terrorismo islamista ha hecho hasta ahora más víctimas entre los propios musulmanes que entre los creyentes de otras religiones. Sobre todo si se tiene en cuenta el número de iraquíes muertos o mutilados por acción de los grupos extremistas chiíes y suníes y los asesinados en Afganistán por los talibanes, movimiento integrista que nació en las madrazas o escuelas religiosas afganas y paquistaníes, y que, al igual que Al-Qaeda, no ha vacilado nunca en asesinar a musulmanes que no comparten su puritanismo integrista.

Las divisiones y conflictos diversos que recorren a las sociedades musulmanas no han contribuido en lo más mínimo a atenuar la influencia de la religión en la vida de los pueblos sino a exacerbarla. En todo caso, no es el laicismo el que ha ganado terreno; más bien, en países como el Líbano y Palestina, los focos laicistas se han encogido en los últimos años con el crecimiento como fuerzas políticas del Hezbolá («El Partido de Dios») libanés y de Hamás, que obtuvo el control de la Franja de Gaza en limpias elecciones. Estos partidos, al igual que la Yihad Islámica palestina, tienen un origen fundamentalmente religioso. Y, en las primeras elecciones libres que han celebrado en su historia Túnez y Egipto, la mayoría de los votos ha favorecido a los partidos islámicos (más bien moderados).

Si esto ocurre en el seno del islam, no se puede decir que la convivencia entre las distintas denominaciones, iglesias y sectas cristianas sea siempre pacífica. En Irlanda del Norte la lucha entre la mayoría protestante y la minoría católica, ahora interrumpida (ojalá que para siempre), ha dejado una abrumadora cantidad de muertos y heridos por las acciones criminales de los extremistas de ambos bandos. También en este caso el conflicto político entre unionistas e independentistas ha ido acompañado de un simultáneo y más profundo antagonismo religioso, como entre las facciones adversarias del islam.

El catolicismo vive en su seno grandes conflictos. Hasta hace algunos años, el más intenso era entre los tradicionalistas y los progresistas promotores de la Teología de la Liberación, pugna que luego de la entronización de dos pontífices de línea conservadora —Juan Pablo I y Benedicto XVI— parece haberse resuelto, por el momento, con el acorralamiento (no la derrota) de esta última tendencia. Ahora, el problema más agudo que enfrenta la Iglesia católica es la revelación de una poderosa tradición de violaciones y pedofilia en colegios, seminarios, albergues y parroquias, truculenta realidad señalada hacía años por indicios y sospechas que, durante mucho tiempo, la Iglesia consiguió silenciar. Pero, en los últimos años, debido a acciones y denuncias judiciales de las propias víctimas, estos abusos sexuales han ido saliendo a la luz de manera tan numerosa que no se puede hablar de casos aislados sino de prácticas muy extendidas en el espacio y en el tiempo. El hecho ha causado escalofríos en el mundo entero, sobre todo entre los propios fieles. La aparición de testimonios de mil ares de víctimas en casi todos los países católicos llevó a la Iglesia en ciertos lugares, como Irlanda y los Estados Unidos, al borde de la quiebra por las elevadísimas sumas que se ha visto obligada a gastar defendiéndose ante los tribunales o pagando daños y perjuicios a las víctimas de violaciones y maltratos sexuales cometidos por sacerdotes. Pese a sus protestas, resulta evidente que parte al menos de la jerarquía eclesiástica —las acusaciones en este sentido han alcanzado al propio pontífice— se hizo cómplice de los religiosos pedófilos y violadores, protegiéndolos, negándose a denunciarlos a las autoridades, y limitándose a cambiarlos de destino sin apartarlos de sus tareas sacerdotales, incluida la enseñanza de menores. La severísima condena por parte del papa Benedicto XVI de los Legionarios de Cristo, a los que ha declarado en reorganización integral, y de su fundador, el padre Marcial Maciel, mexicano, bígamo, incestuoso, estafador, estuprador de niños y niñas, incluido uno de sus propios hijos —un personaje que parece escapado de las novelas del marqués de Sade—, no acaba de borrar las sombras que todo ello ha echado sobre una de las más importantes religiones del mundo.

¿Ha contribuido todo este escándalo a mermar la influencia de la Iglesia católica? No me atrevería a afirmarlo. Es verdad que en muchos países los seminarios se cierran por falta de novicios y que, comparados con los de antaño, las limosnas, donaciones, herencias y legados que recibía la Iglesia han disminuido. Pero, en un sentido no numérico, se diría que las dificultades han aguzado la energía y militancia de los católicos, que nunca han estado más activos en sus campañas sociales, manifestándose contra los matrimonios gays, la legalización del aborto, las prácticas anticonceptivas, la eutanasia y el laicismo. En países como España la movilización católica —tanto de la jerarquía como de las organizaciones seculares de la Iglesia—, de impresionante amplitud, alcanza por momentos una virulencia que de ningún modo se podría considerar la de una Iglesia en retirada o contra las cuerdas. El poder político y social que en la mayor parte de los países latinoamericanos ejerce la Iglesia católica sigue incólume y a ello se debe que, en materia de libertad sexual y liberación de la mujer, los avances sean mínimos. En la gran mayoría de países iberoamericanos, la Iglesia católica ha conseguido que la «píldora» y la «píldora del día siguiente» sigan siendo ilegales, así como toda forma de prácticas anticonceptivas. La prohibición, claro está, sólo es efectiva para las mujeres pobres pues de la clase media para arriba los anticonceptivos, así como el aborto, se practican de manera extendida pese a la prohibición legal.

Cosa parecida puede decirse de las iglesias protestantes. Ellas, con apoyo de los católicos muchas veces, han tomado la iniciativa en Estados Unidos de movilizarse para que la enseñanza escolar se ajuste a los postulados de la Biblia, y quede abolida de los programas la teoría de Darwin sobre la selección de las especies y la evolución, y se la reemplace por el «creacionismo», o «diseño inteligente», postura anticientífica que, por anacrónica y oscurantista que parezca, no es imposible que llegue a prevalecer en ciertos estados norteamericanos donde la influencia religiosa es muy grande en el campo político.

De otro lado, la ofensiva misionera protestante en América Latina y otras regiones del Tercer Mundo es enorme, resuelta, y ha obtenido resultados notables. Las iglesias evangélicas han desplazado en muchos lugares apartados y marginales, de extrema pobreza, al catolicismo, que, por falta de sacerdotes o merma del fervor misionero, ha cedido terreno a las impetuosas iglesias protestantes. Éstas tienen buena acogida entre las mujeres por su prohibición del alcohol y su exigencia de entrega constante a las prácticas religiosas de los conversos, lo que contribuye a la estabilidad de las familias y mantiene a los maridos alejados de cantinas y burdeles.

La verdad es que en casi todos los conflictos más sangrientos de los últimos tiempos —Israel/Palestina, la guerra de los Balcanes, las violencias de Chechenia, los incidentes en China en la región de Xinjiang, donde ha habido levantamientos de los uigures, de religión musulmana, las matanzas entre hindúes y musulmanes en la India, los choques entre ésta y Pakistán, etcétera— la religión asoma como la razón profunda del conflicto y de la división social que está detrás de la sangría.

El caso de la URSS y los países satélites es instructivo. Al desplomarse el comunismo, luego de setenta años de persecución a las iglesias y prédica atea, la religión no sólo no ha desaparecido, sino que renació y volvió a ocupar un lugar prominente en la vida social. Ha ocurrido en Rusia, donde de nuevo se llenan las iglesias y reaparecen los popes en el mundo oficial y por doquier, y en las antiguas sociedades que estuvieron bajo el control soviético. Al desplomarse el comunismo, la religión, ortodoxa o católica, florece de nuevo, lo que indica que nunca desapareció, sólo se mantuvo adormecida y oculta para resistir el asedio, contando siempre con el apoyo discreto de vastos sectores de la sociedad. El renacer de la Iglesia ortodoxa rusa es impresionante. Los gobiernos bajo la presidencia de Putin, y luego de Medvédev, han comenzado a devolver las iglesias y propiedades religiosas confiscadas por los bolcheviques y está en proceso incluso la devolución de las catedrales del Kremlin, así como conventos, escuelas, obras de arte y cementerios que antaño pertenecieron a la Iglesia. Se calcula que, desde la caída del comunismo, el número de fieles ortodoxos se ha triplicado en toda Rusia.

La religión, pues, no da señales de eclipsarse. Todo indica que tiene vida para rato. ¿Es esto bueno o malo para la cultura y la libertad?

La respuesta a esta pregunta del científico británico Richard Dawkins, quien ha publicado un libro contra la religión y en defensa del ateísmo
— The God Delusion—,
así como la del periodista y ensayista Christopher Hitchens, autor de otro libro reciente titulado significativamente
Dios no es bueno. Alegatos contra la religión,
no deja dudas. Pero en la reciente polémica que ambos protagonizaron actualizando los antiguos cargos de oscurantismo, superstición, irracionalidad, discriminación de género, autoritarismo y conservadurismo retrógrado contra las religiones, hubo también numerosos científicos, como el premio Nobel de Física Charles Tornes (que patrocina la tesis del «diseño inteligente»), y publicistas que, con no menos entusiasmo, defienden sus creencias religiosas y refutan los argumentos según los cuales la fe en Dios y la práctica religiosa son incompatibles con la modernidad, el progreso, la libertad y los descubrimientos y verdades de la ciencia contemporánea.

Ésta no es una polémica que se pueda ganar o perder con razones, porque a éstas antecede siempre un
parti pris:
un acto de fe. No hay manera de demostrar racionalmente que Dios exista o no exista. Cualquier razonamiento a favor de una tesis tiene su equivalente en la contraria, de modo que en torno a este asunto todo análisis o discusión que quiera confinarse en el campo de las ideas y razones debe comenzar por excluir la premisa metafísica y teológica —la existencia o inexistencia de Dios— y concentrarse en las secuelas y consecuencias que de aquél a se derivan: la función de iglesias y religiones en el desenvolvimiento histórico y la vida cultural de los pueblos, asunto que sí está dentro de lo verificable por la razón humana.

Un dato fundamental a tener en cuenta es que la creencia en un ser supremo, creador de lo que existe, y en otra vida que antecede y sigue a la terrenal, forma parte de todas las culturas y civilizaciones que se conocen. No hay excepciones a esta regla. Todas tienen su dios o sus dioses y todas confían en otra vida después de la muerte, aunque las características de esta trascendencia varíen hasta el infinito según el tiempo y el lugar. ¿A qué se debe que los seres humanos de todas las épocas y geografías hayan hecho suya esta creencia? Los ateos responden de inmediato: a la ignorancia y al miedo a la muerte. Hombres y mujeres, no importa cuál sea su grado de información o de cultura, de lo más primitivo a lo más refinado, no se resignan a la idea de la extinción definitiva, a que su existencia sea un hecho pasajero y accidental, y, por el o, necesitan que haya otra vida y un ser supremo que la presida. La fuerza de la religión es tanto mayor cuanto más grande sea la ignorancia de una comunidad. Cuando el conocimiento científico va limpiando las legañas y supersticiones de la mente humana y reemplazándolas con verdades objetivas, toda la construcción artificial de los cultos y creencias con que el primitivo trata de explicarse el mundo, la naturaleza y el trasmundo, comienza a resquebrajarse. Éste es el principio del fin para esa interpretación mágica e irracional de la vida y la muerte, lo que al fin y al cabo marchitará y evaporará a la religión.

Ésa es la teoría. En la práctica no ha ocurrido ni tiene visos de ocurrir. El desarrollo del conocimiento científico y tecnológico ha sido prodigioso (no siempre benéfico) desde la época de las cavernas y ha permitido al ser humano conocer profundamente la naturaleza, el espacio estelar, su propio cuerpo, averiguar su pasado, dar unas batallas decisivas contra la enfermedad y elevar las condiciones de vida de los pueblos de una manera inimaginable para nuestros ancestros. Pero, salvo para minorías relativamente pequeñas, no ha conseguido arrancar a Dios del corazón de los hombres ni que las religiones se extingan. El argumento de los ateos es que se trata de un proceso todavía en marcha, que el avance de la ciencia no se ha detenido, sigue progresando y tarde o temprano llegará el final de ese combate atávico en el que Dios y la religión desaparecerán expulsados de la vida de los pueblos por las verdades científicas. Este artículo de fe para los liberales y progresistas decimonónicos es difícil de aceptar cotejado con el mundo de hoy, que lo desmiente por doquier: Dios nos rodea por los cuatro costados y, enmascaradas con disfraces políticos, las guerras religiosas siguen causando tantos estragos a la humanidad como en la Edad Media. Lo cual no demuestra que Dios efectivamente exista, sino que una gran mayoría de seres humanos, entre ellos muchos técnicos y científicos destacados, no se resignan a renunciar a esa divinidad que les garantiza alguna forma de supervivencia después de la muerte.

Por lo demás no es sólo la idea de la muerte, de la extinción física, lo que ha mantenido viva a la trascendencia a lo largo de la historia.

También, la creencia complementaria de que es necesaria, indispensable, para que esta vida sea soportable, una instancia superior a la terrena, donde se premie el bien y se castigue el mal, se discrimine entre las buenas y las malas acciones, se reparen las injusticias y crueldades de que somos víctimas y reciban sanción quienes nos las infligen. La realidad es que, pese a todos los avances que en materia de justicia ha hecho la sociedad desde los tiempos antiguos, no hay comunidad humana en la que el grueso de la población no tenga el sentimiento y la convicción absoluta de que la justicia total no es de este mundo. Todos creen que, no importa cuán equitativa sea la ley ni cuán respetable sea el cuerpo de magistrados encargados de administrar justicia, o cuán honrados y dignos los gobiernos, la justicia no llega a ser nunca una realidad tangible y al alcance de todos, que defienda al individuo común y corriente, al ciudadano anónimo, de ser abusado, atropellado y discriminado por los poderosos. No es por eso raro que la religión y las prácticas religiosas estén más arraigadas en las clases y sectores más desfavorecidos de la sociedad, aquellos contra los cuales, por su pobreza y vulnerabilidad, se encarnizan los abusos y vejámenes de toda índole y que por lo general quedan impunes. Se soporta mejor la pobreza, la discriminación, la explotación y el atropello si se cree que habrá un desagravio y una reparación póstumos para todo el o. (Por eso, Marx llamó a la religión «el opio del pueblo», droga que anestesiaba el espíritu rebelde de los trabajadores y permitía a sus amos vivir tranquilos explotándolos.)

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