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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (23 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Toda la familia era cordial y simpática. Únicamente Parker se mostraba muy reservado y nos miraba todo el rato con cara de pocos amigos. En varias ocasiones, durante la cena, reprendió a su esposa por mostrarse cortés y sonriente con nosotros, por lo que supe enseguida que estaba celoso y que no se fiaba de sus huéspedes.

La verdad es que Parker tenía motivos para ello, pues Eileen, aunque no lucía la belleza de su hermana, era una mujer muy atractiva: exuberante, con grandes senos y curvas sugerentes. Además, mostraba sus cualidades con cierto descaro, y ya había apreciado yo durante el día que se contoneaba en exceso al cruzarse con nosotros, especialmente con Alonso, al que de vez en vez dirigía miradas que podrían calificarse de puro deseo.

Capítulo 28

M
e complacía en observar a Moira mientras ayudaba en las tareas de aquella morada tan singular, donde apenas había ropa que lavar ni comida que cocinar. Por el contrario, se afanaba en tareas que eran propias de hombre, ordeñando y alimentando el ganado, y limpiando los excrementos del pequeño establo que había contiguo a la choza de paja y adobe que tenían por vivienda. La examinaba en sus movimientos desde mi posición: sentado en un tronco cortado bajo un cobertizo de lo que parecían escoberas, mientras me reponía de las heridas, especialmente de la que me impedía caminar con normalidad y que me hacía arrastrar la pierna todavía.

Mis males desesperaban a Alonso, que quería partir cuanto antes en busca de los hombres de Leyva, y me amenazaba con marcharse sin mí:

—Pues cualquier día de estos me despediré de vuesa merced y de estos irlandeses de bien y partiré en busca de nuestra gente, no vaya a ser que encuentren un barco y pongan rumbo a España; y nosotros nos quedemos aquí para siempre.

Sólo Dios sabe cómo sufrí por aquellos días, sopesando la conveniencia de quedarme hasta que aquella irlandesa que me tenía loco me hubiera aceptado como esposo, para luego embarcarla rumbo a mi nación y hacer de ella una mujer de provecho. Pensaba que mi madre se holgaría de conocerla y de saber que al fin, después de tanto tiempo, hubiera encontrado una esposa, en lugar de dedicar mi vida entera a la milicia sin pensar en fundar una familia y dar a Dios la satisfacción de los hijos que, según decía siempre, son la mayor de las bendiciones.

La contemplaba, como digo, y ella me respondía con sonrisas y gestos de coquetería, propios de una mujer por muy salvaje que se haya criado, y a mí se me iban los ojos y se me encendía el deseo cuando la observaba al agacharse mostrando buena parte de su cuerpo. Luego, al verla junto a sus hermanos con hacha en mano para defenderse de otros nómadas, me apenaba mucho, pues no eran convenientes para mujeres tales oficios que estropeaban sus manos, de tanto esforzarse en ejercicios poco dignos. Entendía yo que era la forma de subsistir que tenían y no podían elegir en aquellas circunstancias; tal vez por eso nos albergaban a Alonso y a mí con tanta amabilidad y diligencia, viéndose protegidos por soldados acostumbrados a las artes de la guerra, a pesar de que estábamos desarmados y lejos de nuestra plenitud de fuerzas.

Había momentos a lo largo del día en que se acercaba a comprobar la evolución de mis heridas y volvía a acariciarme con dulzura. Aquellos gestos no hubieran sido permitidos en España, donde un padre o una madre nunca dejarían que su hija se mostrara tan gentil con un hombre que no fuera su esposo, e incluso aunque lo fuese; pero entendía yo que era costumbre de aquellas tribus el asemejarse más a animales que a hombres, igual en el vestir que en el comer, e incluso en la manera de relacionarse con otros individuos de su misma especie. Y eso, por feo que esté decirlo, era lo que más despertaba mis instintos, tan fuertes como las propias galernas del océano que teníamos apenas a unas leguas de distancia.

Me decía cosas que no entendía. Aunque me hubiera gustado tener a su hermano como intérprete, desistí por miedo a que se sintiera cohibida y no expresase sus verdaderos sentimientos. Así que decidí imaginar sus palabras, y a sus susurros respondía yo con otros que bien podían ser respuestas del todo ajenas a sus expresiones en aquel idioma cuyo origen se perdía en los pueblos celtas.

—Eres tan bonita que no puedo soportarlo, con esos ojos azules y esas mejillas sonrosadas, y ese cuerpo que me vuelve loco —le decía yo, y ella sonreía sin saber los verdaderos sentimientos que se escondían tras mis palabras.

Luego volvía a susurrar frases que parecían canciones, por el tono en que eran pronunciadas; porque su idioma resultaba realmente agradable al oído, más aún hablado por una mujer. Y así me evadía de mis penas, de la profunda tristeza que se había apoderado de mí después de haber presenciado la muerte de mis amigos y que me había encogido el corazón tan fuertemente que no era capaz de librarme de tal castigo.

Trascurrieron casi diez días desde nuestra llegada a aquella casa y diríase que llevábamos allí toda la vida. Deseaba permanecer junto a ellos y no tenía prisas por marcharme, hasta el punto que se me hacía difícil ir en busca de don Alonso Martínez de Leyva y sus hombres. Sólo cuando recordaba a mi pobre madre y a mi hermana, y a ese maldito bribón de Ledesma, veía la necesidad —y hasta la obligación— de partir, dejando atrás a aquella mujer que me tenía arrobado.

Una mañana, cuando echamos pie a tierra, Alonso me dijo que estaba harto de aquellos juncos, de leche acida, de manteca y de pan de avena. Y que si no estaba bien para caminar, había de buscar una bestia que me llevase, o él marcharía sin mí en busca de la única esperanza que teníamos de salir de allí. Así que, como al día siguiente amanecí peor de mis heridas y no acababa de recuperarme, decidió al fin despedirse de nosotros y partió muy temprano, acompañado por los hombres de la casa, que habían de viajar al norte y le guiarían hasta dejarlo a los pies de un camino que lo llevaría a las tierras del señor O'Rourke. Desde allí podría marchar hasta el litoral en busca de ese barco que esperaban encontrar los hombres de Leyva.

Quiso el destino que aquella mañana Moira y su madre se afanaran en el ordeño y cuidados del ganado mientras Eileen trabajaba en casa preparando los nuevos lechos de junco donde dormiríamos la noche siguiente. Yo miraba la fina lluvia por un ventanuco que tenía la choza, pues desde la tormenta que nos llevó a la costa no había parado de lloviznar, lo cual causaba grandes males a mis heridas y me amarraba de nuevo a la melancolía. Sentí cómo Eileen se lavaba dentro, en una especie de alcoba donde dormía con su esposo, y la imaginé desnuda enjabonándose y frotándose suavemente su piel. Entonces, cuando me encontraba absorto en mis impuros pensamientos, oí que me llamaba en un español mal pronunciado:

—Rodrigo.

Hice como que no había oído nada, pues me resultaba algo impropio que pudiera requerirme en aquella situación, pero insistió como si estuviese en un apuro:

—¡Rodrigo! —decía con dificultad.

Me dirigí a la estancia contigua, y la vi en carnes, toda ella mojada con agua de hierbas que olían a flores. Me tapé los ojos por rubor y por la educación que me había dado mi madre, pero ella me separó las manos, se apretó contra mi cuerpo y comenzó a tocarme y besarme como si quisiera comerme a bocados. No podía imaginar que aquella mujer, cuya estatura superaba la mía y que poseía una naturaleza prodigiosa, pudiera desear a un hombre de esa manera. Por un momento pensé en su esposo, pero en un instante se nubló mi mente y comencé a besarla con el mismo ímpetu con el que ella me desvestía.

Jamás una meretriz de las que nos acompañaban en los campamentos militares, ni aquellas otras que se ganaban la vida yaciendo con cualquiera que estuviera dispuesto a poner en un lecho de mancebía los maravedíes convenidos, había hecho conmigo lo que Eileen sabía hacer. Me sentía como un muñeco en sus manos expertas, que guiaban las mías por todo su cuerpo, vuelta de espaldas, apoyada en el hueco de la ventana y curvada hacia adelante. Luego nos revolcamos por los juncos, y después… no sabría decir qué pasó después. Cuando gozaba del éxtasis más delicioso; cuando mi cuerpo se entregaba al delirio, sonó un grito hiriente que provenía de la puerta de la estancia:

—¡A Dhía!
—que en el idioma de aquellos pueblos quiere decir ¡Dios mío!

Moira miraba boquiabierta, con cara de terror y sin dar crédito a lo que estaba viendo. Luego se apartó de la abertura, que se cerraba mediante una especie de cortina de ramas secas, y se marchó muy deprisa.

—¿Qué hemos hecho Eileen? —le pregunté, sin esperar respuesta.

Ella me susurró algo, se apartó de mí muy despacio y me besó una vez más, con lo que supe que no se arrepentía de lo que había hecho. Al quedarme vacío comencé a sentirme culpable, a pesar de que no había provocado el encuentro y llevaba muchos meses sin conocer mujer, lo que acrecentaba mi debilidad y mi necesidad de yacer con semejante ejemplar.

Se vistió despacio, sin ruborizarse lo más mínimo, y volvió a murmurar algo mientras se acariciaba el vientre. No quise seguir mirando y pronuncié algunas palabras de disculpa antes de salir. Ella abandonó la estancia siguiendo mis pasos, y cuando llegamos a la puerta vimos a Charles Parker junto a Moira; ella señalándonos con su dedo acusador, y él empuñando un hacha en su mano derecha y un palo en la izquierda. Entonces Eileen comenzó a llorar amargamente y corrió como un rayo a su lado, abrazándose a él desesperada mientras emitía gritos desgarradores. Luego se volvió a mirarme, e imitando el gesto de su hermana me señaló con cara de odio. Comprendí que con sus palabras ininteligibles acusábame de haberla forzado.

Capítulo 29

N
o me dolieron tanto los golpes como la mirada de aprobación de ambas hermanas, cogidas de la mano mientras veían cómo estaba siendo apaleado por aquellos hombres. Parker me había propinado tan certeros leñazos que me habían hecho perder la conciencia. Cuando desperté tenía delante al padre, a los hermanos y al esposo de Eileen. Todos hablaban a la vez, hasta que se hizo el silencio y habló Mailin, el cual se dirigió a mí en latín:

—Te dimos la confianza que se da a un hermano, pues como cristianos que somos curamos al que está enfermo y damos de comer al hambriento. Sin embargo tú no te has comportado como un buen hombre, al haber aprovechado nuestra ausencia para deshonrar a mi hermana.

Intenté incorporarme para hablar, aunque tenía los labios hinchados y no podía articular palabra. Hice un esfuerzo y me defendí:

—No vais a creerme… no vais a creerme…

Entonces me cayó encima otra lluvia de palos de los que no pude zafarme, ni siquiera como buen soldado que había servido en Flandes. Aquellos hombres se mostraban dispuestos a darme muerte y estaban a punto de conseguirlo.

—¡En nombre de Nuestro Señor Jesucristo! ¡Pido perdón!

Cesaron los palos, salvo los que me propinaba Parker, que por pura lógica era el más dolido de todos. Luego, al ver que los otros me miraban inmóviles, él también dejó de ensañarse conmigo.

—Perdón —dije de nuevo—. He sido un mal hombre. Pediré perdón a Eileen y me marcharé, si queréis conservarme la vida.

Aunque hablaba con dificultad, Mailin me entendió perfectamente y tradujo mis palabras. Aún permanecieron quietos durante un rato, hasta que el padre movió la cabeza afirmativamente y dijo algo a sus hijos y a su yerno. Pidieron entonces a Eileen que se adelantase hasta rozar mis manos con sus pies. Estábamos en un cobertizo lleno de heno y utensilios para el ganado y yo me arrastraba sobre el estiércol y la paja.

Su padre dijo algo y Mailin me lo transmitió:

—Pide perdón a Eileen.

La miré con los ojos entreabiertos, tan hinchados como nueces. Y le pedí a su hermano que le transmitiese mis palabras con la mayor exactitud que pudiese:

—Eileen, me arrepiento de haber acudido a tu alcoba y haber sido preso de tan vil pecado como es la lujuria. Sólo Dios, tú y yo sabemos la verdad de lo cruel que puede ser esta falta, que ni el adulterio mismo puede superarla. Te ruego que perdones la vida a este pecador.

Mailin tradujo mis palabras y pude ver cierto atisbo de sorpresa en los ojos de Eileen, la cual permaneció en silencio. Al cabo sollozó, como si le costase un gran esfuerzo lo que iba a decir:

—No sé si puedo perdonaros —comenzó a hablar en su idioma—. Sólo podré si mi esposo puede olvidar esta afrenta como yo misma me propongo hacerlo.

Miró a Parker, que aún resoplaba violento, empuñando el palo fuertemente con su brazo musculoso. El inglés observó al resto de la familia con pocas ganas de emitir veredicto favorable. Alcanzó a coger su hacha, que reposaba contra la pared, y la elevó emitiendo un grito, dispuesto a descargarla sobre mi cabeza; y entonces elevé la voz cuanto pude y dije mirando a Eileen:

—¡El Señor dijo: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra!

Y ella, convencida de que su esposo me abriría la cabeza en dos delante de sus propios ojos y ante los ojos del mismo Cristo que nos miraba, le sujetó el brazo y suplicó:

—Perdonémoslo. No practiquemos el ojo por ojo y el diente por diente. Y que Dios me dé fuerzas para olvidarlo todo.

Me arrastraron hasta el camino. Moira me lavó las heridas con brusquedad y me colocó varios emplastos. Luego Mailin trajo dos caballos muy fuertes, al estilo de los que se utilizan en muchos lugares para los trabajos forzados, y me subió en uno de ellos. Él montó el otro y sujetó fuertemente las riendas. Los caballos comenzaron a andar pausadamente y dejamos atrás las chozas.

Antes de tomar el primer recodo y perderme tras los árboles del bosque, miré atrás por última vez y vi a Eileen en pie ante la casa, con las manos juntas elevadas al Cielo y rogándome con la mirada el perdón y la comprensión que yo ya no estaba en disposición de concederle.

Anduvimos cosa de cinco o seis leguas sin decir palabra. Cuando al fin llegamos al límite de las tierras de aquel gran señor llamado O'Rourke, al cual había yo de encomendarme para que me acogiera, Mailin paró el caballo y desmontó. Luego se dirigió a mí y me dijo:

—Hemos llegado. Toma esta manta y vete. Acude a la ladera de aquella montaña y busca las chozas del señor O'Rourke. Se hará de noche antes de que puedas alcanzarlas. Has de tener cuidado en esta franja de tierra, pues está dominada por un clan enemigo. Cuando lo creas oportuno ocúltate, y si consigues pasar al otro lado estarás a salvo; en aquellas tierras no tendrás problemas si te identificas como español.

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