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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (25 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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—Como dije ayer a vuestras mercedes, don Diego Enríquez pereció bajo la cubierta de su barca. Yo permanecí en el galeón hasta que fue imposible tenerse en él, pues se hundía sin remedio. Había contemplado desde mi posición cómo nuestros camaradas morían ahogados o llegaban a tierra para ser asesinados brutalmente por los nativos que allí aguardaban nuestra llegada. Pero no había más remedio que intentarlo. Así que tomé un escotillón grande, me puse sobre él y me siguió el auditor don Martín de Aranda, que venía cargado de escudos cosidos al jubón y a los calzones.

—Mal acuerdo —dije refiriéndome al peso de los escudos, que dificultarían los movimientos en el agua.

—Malo —asintió el capitán—. De tal manera nos batió el mar que no pudo tenerse don Martín y terminó por hundirse braceando mientras llamaba a Dios desesperado. No pude hacer nada por él, pues apenas podía hacer por mi propia vida. Al perder al auditor, el escotillón quedó desequilibrado, conmigo por único peso en un extremo, y fui dando vueltas, envuelto en agua y arena hasta la playa. Quiso la Virgen, a la que me encomendé en mi desgracia, que saliera vivo de la mar revuelta.

Mientras avanzábamos por aquellos humedales, el capitán narró algo que los demás habíamos vivido ya en distintos lugares del litoral: los salvajes habían desnudado y robado por doquier y luego habían venido los ingleses a tomar prisioneros a cuantos españoles pudieron capturar. Cuéllar había sido capaz de ocultarse y seguidamente había caminado por sendas peligrosas, donde había sido presa fácil de los nativos que lo maltrataron en varias ocasiones, hasta que vino a parar a la choza donde nos encontramos.

—Y allí me topé con vuestras mercedes, después de haber visto cómo se ahogaban y morían ante mis ojos cientos de los nuestros. Incluso fui testigo de la ejecución de muchos de ellos a manos de ingleses y salvajes.

—Yo contemplé el ahorcamiento de ciento treinta de mis camaradas —dije entristecido—. Amigos, muchos de ellos, a los que torturaron y castraron antes de darles muerte. A todos ellos conocía vuesa merced, capitán.

Un gesto de espanto acudió a sus rostros al referir la tortura de don Antonio de la Fragua y a la castración de Agustín de la Parra, a los cuales no podía quitarme de la mente. Incluso, cuando narré cómo al extremeño le habían introducido sus vergüenzas en la boca, el leonés Robles, que tenía trazas de ser fuerte y recio a más no poder, sufrió una arcada que estuvo a punto de dar con los berros en la tierra.

—¡Qué salvajes! ¿Será posible? —exclamó Soto.

El capitán Cuéllar se apesadumbró mucho al conocer el triste final del capellán.

—Un hombre santo… un hombre santo como no ha habido otro…

Y así nos fuimos contando otros detalles, mientras avanzábamos en la noche, hasta que nos topamos con unas cabañas de cristianos que se disponían a recibir el nuevo día a las puertas de sus moradas, preparando viandas y aparejando sus bestias para el trabajo. Como nos vieron llegar de aquel modo, que dábamos lástima, nos hicieron gran merced dándonos manteca, curando nuestras heridas con hierbas y vistiéndonos modestamente con algunas de esas pellizas de pelo duro que usan ellos, tan viejas y tan raídas que pasaban más por cernederas que por vestiduras.

Como estos salvajes provienen de tribus celtas, muy dadas a hechizos y costumbres paganas, por cristianos viejos que sean conservan aún esas tradiciones, por lo que, mientras me curaba, una joven tan bella como todas las anteriores que había visto por aquellos lugares, cantaba y murmuraba algunos rezos extraños. Pensé que si por casualidad la muchacha fuese a parar a España, por menos de aquello podía verse acusada y sentenciada por el Santo Oficio en un amén, y muerta en la hoguera en un auto de fe en cualquier plaza de nuestra patria. Sin embargo, sus hierbas, cantos, hechizos o lo que fueran, me hicieron mucho bien, pues cuando volví a caminar tras habernos despedido de aquella buena familia, me encontré mejor de mis dolores. Y lo mismo ocurrió con el capitán, por lo que causamos menos estorbo al leonés y al xerezano, y pudimos recorrer las dos o tres leguas que nos separaban de las tierras de Leitrim antes de lo previsto.

Cuando al fin avistamos el poblado del señor O'Rourke, nos salieron al paso varios salvajes —hombres y mujeres—, acompañados por dos soldados de los nuestros, que habían sido acogidos por aquel protector de buenos cristianos. Pero se daba la circunstancia de que el señor no estaba, pues había salido a guerrear contra las guarniciones inglesas a la frontera de su territorio. Nos pidieron que nos acomodásemos y que seríamos bien tratados hasta su regreso; pero lo cierto es que nos vimos algo desatendidos tras nuestra llegada, por lo que acudimos de inmediato, junto a una veintena de españoles que allí había, a pedir algo de comer al castillo del señor, que se encontraba a orillas de un lago magnífico. Y estando a sus puertas, mendigando algo que llevarnos a la boca, tuvimos noticia de que un gran galeón de nuestra Armada había anclado en la marina cercana para aprovisionarse. Por lo que, sin comer ni beber, nos pusimos con premura en camino con la esperanza de alcanzar, al fin, el barco que debía llevarnos de vuelta a casa.

Capítulo 31

G
randes estorbos encontramos en las dos leguas que nos separaban de la marina. Los veinte caminábamos apresuradamente, por temor a que el barco desplegara velas y nos dejase allí a nuestra suerte. Tal era la desesperación que no sentíamos las heridas, ni el hambre, ni la sed. Atravesamos grandes humedales, pasamos ríos y arroyos, nos guiamos por veredas a cuya superficie asomaban piedras cortantes, y así anduvimos hasta que la escasez de fuerzas comenzó a cobrarse el debido rédito y los que peores heridas teníamos flaqueamos hasta dar en el suelo resollando como becerros.

—¡Vamos Montiel! —me gritaban.

A fuerza de voluntad conseguía erguirme y caminar arrastrando mi pierna, pero ni me era dable mayor esfuerzo ni obtener más ventaja a mi condición, y terminaba por sucumbir de nuevo a la evidencia. Como quiera que Cuéllar tampoco fuera sobrado de fuerzas, se rezagaba igualmente, y los otros se contenían por no dejarlo atrás. Hasta que entre todos tomamos la determinación de que cada cual hiciese por su pellejo y alcanzase la marina si le era posible, sin esperar a compañero alguno ni estorbarse más de lo necesario, pues podía ir la vida en ello.

Cuéllar caminaba algo mejor que yo, pero ninguno quiso perder de vista al otro, por considerar que en tierras de peligro era mejor avanzar juntos que separados; y así fuimos con mucha dificultad aproximándonos al litoral, descansando a cada cuatro pasos y perdiendo un tiempo que se nos antojaba un tesoro.

—Tranquilo Montiel —me decía el capitán para consolarme—. Si el galeón está cargando bastimento tendrá para mucho tiempo.

—Ya. Pero no sabemos cuánto tiempo llevaba allí cuando nos avisaron de su presencia —le decía yo con tanta razón que don Francisco no tenía más argumento para rebatirme.

Estábamos sentados sobre dos rocas afiladas, al cobijo de un gran árbol que había a la orilla del camino. Ambos consideramos que en aquella tierra difícilmente crecería ni tan siquiera un mal centeno, y nos entreteníamos en hablar muy pausadamente por ver si recuperábamos las fuerzas que no teníamos.

—¿Qué barco será? —le pregunté.

—No podemos saberlo. Tal fue la desbandada que no hay galeón de la Armada que siguiera un rumbo fijo. Cualquiera puede haber fondeado aquí para buscar comida y bebida suficiente como para regresar a España.

Luego permanecíamos en silencio, y al cabo de un rato volvíamos a ponernos en pie, yo agarrando mi pierna destrozada y él haciendo otro tanto con la suya, con tales trazas que parecíamos menesterosos de los que mendigan un maravedí a las puertas de los prohombres o de los que acuden al socaire de la caridad cristiana de algún buen arcediano, o a las puertas de los templos a sacar provecho de la reciente reconciliación con Dios de los que salen de oír misa.

—¡Si me viera mi pobre madre! —dije en uno de esos momentos en los que la recordaba y la imaginaba esperándome en aquella casa miserable a la que la había condenado Ledesma—. ¿Tendrán ya noticias en España de lo sucedido con la Armada?

—Es posible que los barcos que pudieran escapar de las galernas hayan fondeado ya en La Coruña, o en Laredo.

—En ese caso… se habrá extendido la noticia de que algunos de nuestros galeones dieron contra las rocas en Irlanda.

—Bueno… no sé. Tal vez estén esperando nuestro regreso. Seguramente ninguno de los que siguió su rumbo sepa que nos hundimos — dijo con desesperanza don Francisco—. Salvo que desde alguno de ellos vieran que nos íbamos al fondo o que encallábamos cerca de la orilla.

Pensé entonces que mi caso era diferente. Ledesma, Idiáquez y los demás hombres que los acompañaron sabían perfectamente que los hombres de mi escuadra habíamos naufragado en la playa donde nos abandonaron.

—Capitán —dije con melancolía—. Pase lo que pase, me alegro de haberlo conocido.

—Igual digo, Montiel. Será difícil que salgamos de aquí con vida, pero nadie podrá decir que no hemos sido hombres de arrestos, dignos de la hidalguía que nos corresponde.

—Tengo a mi madre y a mi hermana sin más provisión que la caridad de mi señora tía y las monjas de Santa Clara de un convento de Llerena. Su futuro dependía de mí y eso me sirve para levantarme cada vez que doy con mis huesos en este frío suelo.

Cuéllar asintió, haciéndose cargo de la situación. Luego apoyó su mano en mi rodilla y me apretó con ímpetu. Era corpulento, más de veinte años mayor que yo, pero fuerte y vigoroso. Aunque su cabello y su barba apuntaban canas, no podía decirse que fuera viejo, sino que contaba con una medianía de edad. Y aunque daba lástima vernos, vestidos con harapos y pieles secas, guardábamos la esencia de lo que tenía que ser un soldado español: hidalgo por definición hasta la muerte, aunque ésta nos encontrase en tan remotas tierras.

—Todos tenemos a alguien esperando —dijo Cuéllar al fin—. Hasta el más miserable de los hombres tiene a alguien esperándolo. En casa, en la taberna o hasta en un lupanar.

Tales palabras me hicieron recordar de nuevo a la mora Lucinda que, si conservaba la vida, tal vez esperase el regreso a Lisboa de Agustín de la Parra, con la esperanza de que éste la sacase de su miseria y le diese una vida de prosperidad, sin saber que para entonces el desdichado extremeño yacía junto a más de cien infantes bajo la tierra de Irlanda.

Avistamos la marina al atardecer. Los reflejos de sol en las aguas hacían de aquel lugar algo maravilloso. Y podía haberlo sido mucho más si el barco no hubiera zarpado varias horas antes de nuestra llegada, pues en el horizonte no se veía más que una barcaza de pescadores. Nuestros camaradas habían llegado a tiempo, y se habían embarcado rumbo a sus hogares.

—¡Maldita sea! —exclamé enfurecido—. ¡No puede ser!

Había algunos irlandeses en la orilla de la diminuta playa. A los lados se elevaban grandes roquedos que la flanqueaban, en un paisaje que se repetía a lo largo del litoral irlandés, donde los acantilados se mostraban tan inmensos que sólo mirarlos daba miedo.

—Vaya. Parece que Dios nos tiene asignado otro cometido —dijo con tranquilidad el capitán, al que veía yo resignado a su suerte.

—No, capitán. Dios no está de nuestra parte en esta empresa —negaba yo contrariado—. No sé que pretende para los católicos sino el bien. ¿O es que está con los herejes? ¿Estás acaso con los herejes?

Estaba enfurecido. Gritaba mirando al cielo, maldiciendo y profiriendo toda clase de acusaciones al Altísimo, por considerarme castigado injustamente. Los irlandeses que había en la orilla se volvieron a mirarnos.

—¡Linda estampa! ¿Verdad? —les gritaba yo desafiante—. Linda estampa dos soldados españoles, hijosdalgo maltratados por vuestros amigos. ¡Malditos salvajes! ¡Consideraos privilegiados por una vez, pues Dios está de vuestra parte y de parte de los luteranos!

El capitán me sujetaba el brazo. Yo intentaba zafarme para avanzar arrastrando la pierna por la arena y los peñascos. Los nativos me contemplaban atónitos, afanados en recoger algún fruto del mar en pequeñas vasijas. Su aspecto era el de todos los naturales de aquella región, corpulentos, de cabello rojizo tapándole la frente y los ojos, barbas pobladas y atuendos primitivos.

—¡Alegraos, malditos hideputas! ¡Dios está de vuestra parte!

Entonces escuché una voz conocida. No era la del capitán, y sonó a mis espaldas en latín:

—No corresponde a los hombres juzgar a Dios, sino a Dios juzgar a los hombres, español. Tal vez te tenga preparado otro destino —dijo mientras me giraba por ver quién hablaba de aquel modo.

—¡Padre Ó Péicin!

Allí estaba el sacerdote, vestido como siempre a la manera de un campesino, ocultando su verdadera identidad para librarse de los ingleses y de los nativos afines a la reina Isabel.

—Me alegro de veros, español. Aunque os encuentro maltrecho y enfurecido.

—¡Oh, padre! ¡No sabéis cuántas desventuras por estos caminos agrestes y plagados de bandidos y asesinos! Ahora que habíamos encontrado el modo de regresar a España, el barco que había de llevarnos de vuelta ha zarpado antes de nuestra llegada.

El capitán Cuéllar nos miraba extrañado. Por su semblante, era evidente que no entendía qué relación tenía yo con aquel campesino al que daba el tratamiento de padre.

—Capitán. Este es el clérigo del que os hablé: el padre Ó Péicin —le expliqué—. Y este es el capitán Cuéllar, al que mis camaradas y yo dimos por muerto antes de encontrarlo en unas chozas de paja, junto a un gran lago que hay al este —aclaré al sacerdote.

—Y bien. ¿Qué tenéis pensado hacer ahora que habéis perdido el barco? —preguntó el irlandés después de los saludos.

Miré al capitán sin saber bien qué decir.

—Creo que deberíamos regresar a las tierras de O'Rourke de Leitrim —intervino Cuéllar.

—Haced lo que queráis. Yo os recomiendo que vayáis en esa dirección —dijo el sacerdote señalando hacia unas montañas cercanas—. A unas seis leguas encontraréis una gran fortaleza a orillas de un inmenso lago, donde seréis bien acogidos. Pertenece a MacClancy, aliado de O'Rourke y enemigo de Inglaterra. Mientras lo pensáis podemos comer algo, pues veo que vuestras mercedes necesitan reponer fuerzas.

Nos acercamos a la playa. Tras los roquedos había una pequeña cabaña de pescadores. El sacerdote intercambió con ellos unas palabras antes de que le sirvieran algo de pescado fresco. Luego nos dirigimos hacia el interior y fimos a dar con un villorrio donde nos asaron los peces, de los que dimos buena cuenta en torno a una fogata.

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