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Authors: John Scalzi

La colonia perdida (13 page)

BOOK: La colonia perdida
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—La fiebre. Y tuve hambre y me sentí deshidratada todo el tiempo.

—¿Cuándo te diste cuenta de esto? —pregunté.

—Ayer. No paraba de doblar y romper cosas. Le di un abrazo a Zoë y tuve que soltarla porque se quejó de que le estaba haciendo daño. Le di una palmadita a Savitri en el hombro y quiso saber por qué la golpeaba. Me sentí torpe todo el día. Y entonces vi a Stross —Jane casi escupió el nombre—, y me di cuenta de lo que era. No es que fuera torpe. Es que había
cambiado.
Volví a ser lo que era. No te lo dije, porque creí que no importaba. Pero desde entonces lo llevo en la cabeza. No puedo evitarlo. He cambiado.

Jane me miró por fin. Sus ojos estaban húmedos.

—No quiero esto —dijo, ferozmente—. Lo dejé cuando elegí una vida con Zoë y contigo. Decidí dejarlo, y me dolió hacerlo. Dejar atrás a todos los que conocía —se dio un golpecito en la sien para indicar el CerebroAmigo que ya no llevaba—. Dejar sus voces después de tenerlas conmigo. Estar sola así por primera vez. Dolió aprender los límites de estos cuerpos, aprender todas las cosas que ya no podía hacer. Pero lo elegí yo. Lo acepté. Traté de ver la belleza de todo aquello. Y por primera vez supe que mi vida era más de lo que tenía directamente delante. Aprendí a ver las constelaciones, no sólo las estrellas. Mi vida es tu vida y la vida de Zoë. Todas nuestras vidas. Todas. Merecía la pena por todo lo que dejé atrás.

Me acerqué a Jane y la abracé.

—Está bien —dije.

—No, no lo está —contestó Jane. Dejó escapar una risita amarga—. Sé qué pensaba Szilard, ¿sabes? Pensaba que me estaba ayudando, que nos estaba ayudando, al hacerme más que humana. Pero no sabe lo que yo sé. Cuando conviertes a alguien en más que humano, lo conviertes también en menos que humano. Me he pasado todo este tiempo aprendiendo a ser humana. Y él me lo quita sin pensárselo dos veces.

—Sigues siendo tú. Eso no cambia.

—Espero que tengas razón —dijo Jane—. Espero que sea suficiente.

6

—Este planeta huele a sobaco —dijo Savitri.

—Qué bien —contesté. Yo estaba todavía poniéndome las botas cuando entró; finalmente me las calcé y me levanté.

—Dime que estoy equivocada —dijo Savitri.
Babar
se levantó y se acercó a ella, que le dio una palmadita.

—No es que te equivoques —dije—. Es que pensaba que podrías asombrarte un poco más por estar en un mundo completamente nuevo.

—Vivo en una tienda y meo en un cubo —dijo Savitri—. Y luego tengo que llevar el cubo al otro lado del campamento hasta el tanque de procesado para que podamos extraer la urea como fertilizante. Tal vez el planeta me asombraría un poco más si no me pasara buena parte del día cargando con mis residuos.

—Trata de no mear tanto.

—Oh, gracias —dijo Savitri—. Acabas de cortar el nudo gordiano con esa solución. No me extraña que estés al mando.

—Lo del cubo es sólo temporal, de todas formas.

—Eso es lo que me dijiste hace dos semanas.

—Bueno, te pido disculpas, Savitri —dije—. Tendría que haber sabido que dos semanas es tiempo más que suficiente para que una colonia entera pase de la fundación a la indolencia barroca.

—No tener que mear en un cubo no es indolencia. Es uno de los logros de la civilización, como tener paredes sólidas. Y darse un baño, algo que nadie en esta colonia ha hecho últimamente, te lo aseguro.

—Ahora ya sabes por qué el planeta huele a sobaco.

—Olía a sobaco desde el principio —dijo Savitri—. Nosotros estamos aumentando el hedor.

Me detuve e inhalé profundamente, haciendo como si disfrutara del aire. Por desgracia para mí, Savitri tenía razón: Roanoke, en efecto, olía a sobaco, así que hice todo lo que pude para no atragantarme después de llenar mis pulmones. Sin embargo, estaba disfrutando demasiado de la expresión contrariada de Savitri para admitir que me mareaba el olor.

—¡Ahhh! —dije, exhalando. Conseguí no toser.

—Espero que te ahogues —dijo Savitri.

—Por cierto —dije, y regresé a la tienda para recuperar mi propio cubo con los detritos nocturnos—, tengo que cuidar de mis propios asuntos. ¿Me acompañas a verterlo?

—Prefiero no hacerlo.

—Lo siento —dije—. Ha parecido una pregunta. Vamos.

Savitri suspiró y caminó conmigo por la avenida de nuestra pequeña aldea de Croatoan, hacia el digeridor de residuos, con
Babar
corriendo detrás de nosotros, aunque se paraba para saludar a los niños.
Babar
era el único perro pastor de la colonia; tenía tiempo para hacer amigos. Eso lo hacía a la vez popular y gordo.

—Manfred Trujillo me dijo que nuestra aldea está basada en un campamento de las legiones romanas —dijo Savitri mientras caminábamos.

—Así es. Fue idea suya, por cierto.

Y una buena idea. La aldea era rectangular, con tres avenidas que cruzaban el campo en paralelo y una cuarta (la avenida Dare) que las cortaba. En el centro había un comedor comunitario (donde nuestra comida tan cuidadosamente administrada se servía por turnos), una placita donde los niños y adolescentes se entretenían, y la tienda administrativa, que además hacía las veces de hogar para Jane, Zoë y yo.

A cada lado de la avenida Dare había filas de tiendas, cada una albergando a diez personas, normalmente un par de familias más algún soltero o pareja que pudiéramos colar. Cierto, era inconveniente, pero también nos faltaba sitio. Savitri se alojaba en una tienda con tres familias de tres, las cuales tenían bebés y niños pequeños; su agrio estado de ánimo se debía en parte a que sólo dormía unas tres horas cada noche. Como los días en Roanoke tenían veintisiete horas y seis minutos de largo, eso no era bueno.

Savitri señaló al borde de la aldea.

—Supongo que las legiones romanas no usaban contenedores de alimentos como barrera en el perímetro —dijo.

—Probablemente no. Pero ellos se lo perdieron.

Usar los contenedores como perímetro había sido idea de Jane. En tiempos de los romanos, el campamento legionario estaría rodeado por un foso y una empalizada para mantener a raya a los hunos y los lobos. Nosotros no teníamos hunos, ni su equivalente (todavía), pero habían llegado algunos informes de grandes animales que deambulaban entre la hierba, y tampoco queríamos que nuestros niños y adolescentes (o ciertos adultos incautos, que ya se habían hecho notar) se perdieran en la maleza a un kilómetro de la aldea. Los contenedores eran ideales para este propósito; eran altos y recios y había montones de ellos, suficientes para rodear el campamento dos veces, con espacio adecuado entre las dos capas para permitir que nuestra furiosa y atrapada tripulación de estibadores descargara el inventario cuando fuese necesario.

Savitri y yo nos dirigimos al perímetro oeste de Croatoan, más allá del cual corría un veloz arroyo. Por ese motivo esa parte de la aldea era la única que disfrutaba de un sistema de alcantarillado. En la esquina noroeste una tubería llevaba agua a una cisterna de filtración, que producía agua potable para beber y cocinar; también alimentaba dos duchas, donde la gente que esperaba haciendo cola se encargaba de que se cumpliera estrictamente con el límite impuesto para su uso: un minuto por persona, tres minutos para las familias. En la esquina suroeste había un digeridor séptico (uno pequeño, no el que el jefe Ferro me había indicado) donde todos los colonos echaban sus detritos nocturnos. Durante el día acudían a los excusados portátiles que rodeaban el digeridor. Casi siempre había también cola en ellos.

Me acerqué al digeridor y vertí el contenido por un hueco, aguantándome la respiración al hacerlo: el digeridor no olía a rosas.

Cogía nuestros residuos y los procesaba para convertirlos en fertilizante estéril que se recogía y almacenaba, y también agua limpia, la mayor parte de la cual se vertía al arroyo. Había algunas discusiones respecto a si debíamos retornar el agua procesada al suministro del campamento; la impresión general era que, limpios o no, los colonos estaban ya sometidos a suficiente estrés sin tener que beber o bañarse en su propio pis procesado. Era un buen argumento. Sin embargo, una pequeña cantidad de agua se guardaba para fregar y lavar los cubos nocturnos. Así es la vida en la gran ciudad.

Savitri señaló con el pulgar la muralla oeste mientras yo regresaba junto a ella.

—¿Planeas ducharte pronto? —preguntó—. No te ofendas, pero para ti oler como un sobaco sería una mejora.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir así? —le pregunté.

—Hasta el día en que tenga agua corriente en mi casa —respondió Savitri—. Lo cual implicaría que tendría una casa donde instalarlo.

—Es el sueño de Roanoke.

—Que no va a poder empezar hasta que saquemos a todos estos colonos de su ciudad de tiendas y los metamos en casas.

—No eres la primera persona que me lo menciona —dije. Estaba a punto de decir algo más cuando nos cruzamos con Zoë.

—Estáis aquí —dijo, y luego me enseñó la mano, que estaba llena de algo—. Mira. He encontrado una mascota.

Miré el algo de su mano. Me devolvió la mirada. Parecía una ratita que hubiera quedado atrapada en una máquina de amasar. Sus características más distinguidas eran sus cuatro ojos ovalados, dos a cada lado de la cabeza, y el hecho de que, como todas las criaturas vertebradas que habíamos visto hasta ahora en Roanoke, tenía pulgares oponibles en sus manos de tres dedos. Los usaba para equilibrarse sobre la mano de Zoë.

—¿No es lindo? —preguntó Zoë. El bicho pareció eructar, cosa que ella interpretó como signo de que le pedía una de las galletas que llevaba en el bolsillo. La agarró con una mano y empezó a mordisquearla.

—Si tú lo dices —contesté—. ¿Dónde lo has encontrado?

—Hay un puñado de ellos delante del comedor —dijo Zoë, enseñándoselo a
Babar.
El perro olisqueó al bicho; el bicho le siseó—. Nos han estado viendo comer.

Esto me hizo recordar algo. De repente recordé que los había visto demasiado a menudo la semana pasada.

—Creo que tienen hambre —continuó Zoë—. Gretchen y yo salimos a alimentarlos, pero todos echaron a correr. Excepto éste. Se me acercó y aceptó una galleta. Creo que voy a quedármelo.

—Será mejor que no. No sabes dónde ha estado.

—Claro que sí —dijo Zoë—. Ha estado por los alrededores del comedor.

—No me estás entendiendo.

—Claro que te entiendo, papá nonagenario —dijo Zoë—. Pero venga ya: si fuera a inyectarme veneno o intentar comerme, probablemente lo habría hecho ya.

El bicho que tenía en la mano terminó la galleta y volvió a eructar, y luego saltó de pronto de la mano y corrió en dirección a la barricada de contenedores de almacenamiento.

—¡Eh! —gritó Zoë.

—Leal como un cachorrito, el bicho —dije.

—Cuando vuelva, le contaré las cosas terribles que has dicho. Y luego le dejaré que se te cague encima.

Palpé el cubo.

—No, no —dije—. Para eso está esto.

Zoë hizo una mueca al ver el cubo: no era una gran fan.

—Puaf. Gracias por la imagen.

—No hay de qué —dije. De pronto me di cuenta de que a Zoë le faltaban un par de sombras—. ¿Dónde están Hickory y Dickory?

—Mamá les pidió que la acompañaran a mirar algo. Y por eso vine a buscarte. Quería que fueras tú también. Están en el otro lado de la barricada. Junto a la entrada norte.

—Muy bien. ¿Dónde estarás tú?

—Estaré en la plaza, naturalmente. ¿Qué otro sitio hay?

—Lo siento, cariño —dije—. Sé que tus amigos y tú os aburrís.

—No me digas. Sabíamos que la colonización iba a ser difícil, pero nadie nos dijo que iba a ser aburrida.

—Si buscáis algo que hacer, podríamos fundar una escuela.

—¿Estamos aburridos, y propones una escuela? —dijo Zoë—. ¿Pero quién eres tú? Además, no es probable, puesto que habéis confiscado todas nuestras PDA. Va a ser difícil enseñarnos nada si no tenemos lecciones.

—Los menonitas tienen libros. Anticuados. Con páginas y esas cosas.

—Lo sé —dijo Zoë—. Son los únicos que no se están volviendo completamente locos de aburrimiento. Dios, echo de menos mi PDA.

—La ironía debe de ser aplastante.

—Te dejo, antes de que te tire una piedra.

A pesar de la amenaza, Zoë nos dio a Savitri y a mí un rápido abrazo antes de marcharse.
Babar
se fue con ella: era más divertida.

—Sé cómo se siente —dijo Savitri cuando volvimos a echar a andar.

—¿También quieres tirarme una piedra?

—A veces. Ahora mismo no. No, me refiero a lo de echar de menos la PDA. Yo también echo de menos la mía.

Se buscó en el bolsillo trasero del pantalón y sacó un cuaderno de espiral, uno de los varios que le habían reglado Hiram Yoder y los menonitas.

—A esto me veo reducida.

—Brutal.

—Bromea todo lo que quieras —dijo Savitri, y guardó el cuaderno—. Pasar de la PDA a una libreta es terrible.

No discutí. En cambio, salimos por la puerta norte de la aldea, donde encontramos a Jane con Hickory y Dickory, y dos miembros del equipo de seguridad de la
Magallanes
a quienes habíamos reclutado.

—Venid a ver esto —dijo Jane, y nos acercamos a uno de los contenedores de alimentos del perímetro.

—¿Qué tengo que mirar? —pregunté.

—Esto —respondió Jane, y señaló la parte de arriba del contenedor, casi a tres metros de altura.

Entorné los ojos.

—Eso son arañazos.

—Sí. Los hemos encontrado también en otros contenedores. Y hay más —dijo Jane, y se acercó a dos contenedores—. Algo ha estado excavando aquí. Parece que han intentado cavar por debajo.

—Buena suerte con eso —dije. Los contenedores tenían más de dos metros de ancho.

—Encontramos un agujero al otro lado del perímetro que tenía casi un metro de largo —dijo Jane—. Algo ha intentado entrar por la noche. No puede saltar por encima de los contenedores, así que ha tratado de pasar por debajo. Y no es sólo uno. Hay un montón de vegetación aplastada por aquí, y muchas huellas de zarpas de tamaños distintos en los contenedores. Sean lo que sean, van en manada.

—¿Son tan grandes los animales que ha visto la gente en la maleza?

Jane se encogió de hombros.

—Nadie los ha visto de cerca, y nada se acerca por aquí durante el día. Normalmente, colocaríamos cámaras infrarrojas en lo alto de los contenedores, pero aquí no podemos.

Jane no tuvo que explicar por qué; las cámaras de vigilancia, casi como todas las demás piezas de tecnología que teníamos, se comunicaban de manera inalámbrica, y eso era un riesgo para la seguridad.

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