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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo

BOOK: La concubina del diablo
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Poco antes de la hora de su ejecución una mujer narra, en una fascinante confesión a su sacerdote, la historia de su apasionado amor por un ángel caído. Una historia que nos sumerge en un mundo de terror desde su comienzo en 1212, en la Francia de las Cruzadas, hasta su fin, en la época actual.

A través de personajes y escenarios llenos de misterio y sensualidad la protagonista nos da a conocer los asombrosos hechos que forjaron su sobrenatural existencia.

Amada por un ángel caído y atormentada por otros, Juliette se verá forzada a sobrevivir a horribles y también sublimes experiencias que sólo a un mortal llegará a confesar.

Ángeles Goyanes

La concubina del diablo

ePUB v1.0

GosubUSK
19.07.12

Título original:
La concubina del diablo

Ángeles Goyanes, 2001.

GosubUSK (v1.0)

ePub base v2.0

“Cuando comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la Tierra y tuvieron hijas, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres las que bien quisieron”.

“… los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos son los héroes famosos muy de antiguo”.

Génesis VI

PRIMERA PARTE
I

—Así que ha venido a salvar mi alma —susurró, desde su lecho, la impasible voz de la mujer, quien permaneció, pensativa, con sus fríos ojos azules clavados en el techo.

El padre DiCaprio recorrió, tímida e indecisamente, la distancia que mediaba entre la puerta de la celda y la litera donde la mujer yacía, pálida y lejana como una figura de cera. Dio un respingo cuando oyó el fuerte sonido de la puerta al cerrarse con violencia tras de sí y giró brevemente la cabeza, con la asustada expresión de un animal acorralado. La mujer no se inmutó. Su semblante acartonado parecía incapaz de expresar emociones.

—Seguro que usted desea la paz con Dios —acertó él a decir.

Una extraña risilla irónica escapó de la mujer.

—Ha dado en el clavo, padre —dijo, sin volver la vista hacia él.

Las manos del sacerdote caían laxas y se cruzaban sobre una pequeña Biblia. Sus oscuros cabellos y ojos resaltaban sobre una piel muy blanca y joven de marcadas y hermosas facciones contraídas en un constante gesto de alerta.

—¿Querrá entonces que la escuche en confesión? —preguntó.

La mujer dirigió con lentitud su acerada y vacía mirada hacia él.

—¿Por qué? —preguntó en un tono airado—. ¿Acaso no lo ve todo Dios? ¿Por qué habría de explicarle lo que no ignora?

Se incorporó despacio, sin dejar de mirarle un solo instante con sus incitantes ojos azules, y se situó cuan cerca pudo de él. Era alta, de modo que sus ojos se miraban frente a frente. Su voz era apenas un murmullo cuyo hálito él podía sentir sobre su rostro cuando le habló de nuevo.

—¿No será su morboso cerebro el que ansía regodearse en la horrenda visión de aquellos cuerpos infantiles acribillados a puñaladas? ¿Quiere que le describa detalladamente cómo lo hice? ¡Apuesto a que con eso le bastaría para darme la absolución!

El sacerdote se sintió recorrido por un escalofrío que le enfureció de súbito.

—¡Basta! —prorrumpió—. ¡Es usted…!

—¿Qué? —inquirió la mujer inclinándose aún más sobre el rostro de él y obligándole a retroceder—. Dígamelo, padre. ¿Qué soy? ¿Un demonio, tal vez?

El sacerdote miraba al suelo, evitando por todos los medios el contacto visual con la mujer, aferrándose a la Biblia que estrechaba ahora contra su pecho.

—No iba a decir eso —murmuró cohibido.

—¡Falso! —exclamó ella, y de un violento movimiento le precipitó sobre el camastro.

Por un momento se sintió aterrado ante la mirada colérica de aquella asesina con quien había pedido entrevistarse a solas. Quiso gritar. Sintió abrirse su boca y el rígido movimiento de la lengua en el interior. “Socorro”, decían sus labios, pero ni un sonido ahogado escapó de ellos.

Ella permaneció de pie, observándole allí tumbado, con la expresión tan impávida y serena ahora como si nada la hubiese alterado. Luego, dando media vuelta, lentamente, se dirigió al ventanuco, desde el que podía verse el patio de la cárcel. El sol, impasible, penetraba a través de él a raudales, como cualquier otro día, como si no estuviese irrumpiendo en el habitáculo de un condenado a muerte. Un charco de su luz iluminaba la sencilla mesa circular y las dos sillas que, junto con la litera y un lavabo, constituían todo el mobiliario.

El padre DiCaprio se levantó vacilante, poniendo la mano sobre su acelerado corazón, y contempló la espigada silueta de la mujer y la rubia y ondulada melena que caía sobre su espalda, bellamente iluminada por el sol. Su mirada vagaba por el patio, absorta en sus pensamientos.

—¿Quiere saber cuándo fue la última vez que me confesé? —inquirió, contemplando las escasas y algodonosas nubes que ornamentaban el brillante y límpido cielo azul.

Precavido, el sacerdote había dado algunos silenciosos pasos y se encontraba ahora cerca de la puerta. La mujer continuó hablando en el momento en que él abría la boca para contestar.

—Tenía quince años —explicó en voz queda—. Acababa de cometer un terrible pecado: había besado a Geniez.

Dio media vuelta para enfrentar su mirada, plena de ironía, con la del sacerdote, y quedaron en silencio unos instantes, sin poder apartar la vista el uno del otro.

—Le extraña, ¿no es así? —prosiguió ella—. No es lo que usted llamaría un pecado. Pero entonces sí lo era. Un pecado que me hubiera conducido al infierno. Yo era joven, ingenua e ignorante. Era fácil llenar mi cabeza de falsas promesas y castigos eternos. Tenía que confesarlo. Lo necesitaba.

El padre DiCaprio la había escuchado atentamente, pero, extrañado y receloso ante sus palabras, había acortado aún más la distancia que le separaba de la puerta. Los ojos de ella le contemplaban ahora como un mar de terciopelo; suave, bello, pero frío y punzante terciopelo azul.

—¿Tiene el estómago fuerte, padre? —le preguntó—. Debería tenerlo si en verdad está dispuesto a oírme en confesión. Y me gustaría que lo hiciera. Me gustaría mucho que lo hiciera.

—Y yo deseo hacerlo —contestó el sacerdote, y avanzó unos pasos irreflexivamente hacia ella hasta que, de pronto, como apercibiéndose de su imprudencia, se detuvo.

—Nos llevará largo tiempo. Tendré que comenzar por el principio, casi por el inicio de mi vida, para que usted me comprenda y pueda así absolverme de todos mis pecados. —De nuevo se hizo en ella patente aquella malévola e irónica sonrisa—. ¿Cree que podrá, padre? ¿Seré acreedora del perdón de mis pecados?

El sacerdote pareció ponerse en guardia nuevamente.

—Lo será —contestó—, si realmente está arrepentida de haberlos cometido.

La mujer se deslizó por la habitación, acariciando con sus finos dedos la pequeña mesa circular. El sacerdote la seguía con la vista, aunque ahora no podía ver su rostro.

—¡Oh! ¡Si fuese tan sencillo como eso! —exclamó ella—. ¡Si mis crímenes pudiesen medirse por baremos humanos! He aquí la ironía, padre. Usted ha venido a salvarme de un pequeño crimen que no cometí, ignorante de las verdaderas atrocidades que me condenan irremisiblemente, las que no tienen posible perdón, aquellas que le harían abominar de mi compañía.

De pronto, se dio media vuelta encarando su rostro, ahora afligido, con el del sacerdote.

—Merezco la muerte —musitó—. Es cierto.

Él permanecía inmóvil, abrumado por sus contundentes palabras.

—¿Aún insiste en escuchar mis pecados? —le preguntó.

El padre asintió, pero parecía mareado, como si se encontrase inmerso en una atmósfera asfixiante.

—¿Me promete que, oiga lo que oiga, rezará por mí? No creo que tenga mucha importancia la oración de un mortal, pero, al menos, le daré a usted ese trabajo. Al fin y al cabo, muchos pagarían por oír lo que voy a contarle.

—Lo haré —aceptó él—. Se lo prometo.

—Entonces, por favor… —rogó ella, y extendió la mano con elegante gesto, instándole a tomar asiento en una de las dos sillas junto a la mesa.

Mientras él lo hacía, ella se dirigió de nuevo hacia la ventana. Fijó su mirada en un punto cualquiera y se sumió en sus pensamientos. Pronto se escuchó su voz, suave y confidencial.

—Mil doscientos doce fue el año en que todo empezó. Vivíamos en el Languedoc, Francia, en un lugar a medio camino entre Narbonne y Béziers.

—Perdone —la interrumpió el sacerdote con timidez, pero en voz suficientemente alta como para llamar su atención—. ¿Qué fecha ha dicho? —preguntó, cuando ella se volvió para mirarle, inquisitiva y molesta por la interrupción—. He creído entender mil doscientos doce —dijo, con una sonrisilla que se burlaba de su propia torpeza.

—Ésa es exactamente la que he dicho —respondió ella hoscamente—. Tómeme por loca o mentirosa si quiere, pero, por favor, no vuelva a interrumpirme. —Y clavó su mirada en la de él hasta que le vio asentir levemente. Luego, volviendo otra vez su rostro hacia la ventana, continuó su relato—. Aunque nadie nos hubiera llamado otra cosa que campesinos, mi padre había sabido aprovechar a nuestro favor la introducción de la moneda en el campo, a la que otros de nuestra misma condición, e incluso grandes señores, no habían conseguido adaptarse. Contábamos con la ayuda de Monsieur de Saint–Ange, un gran feudatario pariente lejano de Felipe II y amigo de la infancia de mi padre, a quien no sólo había facilitado la propiedad de las tierras que trabajaba, sino que, además, le había guiado con sus conocimientos y sagaz instinto para los negocios durante los últimos y cambiantes años. A instancias suyas, mi padre se había convertido en prestamista de los campesinos con menores recursos. Él les facilitaba las monedas, súbitamente imprescindibles para la compra de semillas, animales y aperos de labranza, y ellos le entregaban sus tierras como garantía de unos préstamos que nunca conseguirían devolver. Esto era, en realidad, una práctica muy frecuente.

»De este modo, en poco tiempo nos hicimos propietarios de un extenso lote de tierras, espoleados tanto por la incapacidad de los demás para adaptarse a los nuevos tiempos como por la bondad de Monsieur de Saint–Ange, quien, en numerosas ocasiones, nos prestó sin cargo las monedas necesarias para negociar.

»Ese año, Geniez, el hijo de Monsieur de Saint–Ange, acababa de terminar sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Tenía quince años, la misma edad que yo, y era mi gran amigo. Su padre pensaba enviarlo a Montpellier al curso siguiente. Decía que había mostrado inclinación a la ciencia desde que era un niño y que allí se concentraban las mejores escuelas de medicina del mundo occidental.

»Cuando regresó de Reims, casi no le reconocí. Su universo parecía limitarse al obsesivo fervor místico que le había sido inculcado durante sus estudios en la escuela catedralicia, y a su también enfermiza admiración por su hermano Paul, quien se había convertido en un famoso héroe de la cruzada contra Constantinopla.

»A menudo disertaba conmigo durante horas, haciendo alarde de aquella maravillosa dialéctica que había tenido la oportunidad de aprender y que ahora dominaba, convenciéndome de la necesidad de continuar la lucha contra la herejía antes de que todos pereciésemos aplastados bajo su peso.

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