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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (5 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»Lentamente, los niños, abatidos por la desilusión y el cansancio, comenzaron a dispersarse. Fue un espectáculo triste y lamentable, aunque esperado. Celine, que se había quedado conmigo en el balcón, parecía muy compungida y traté de consolarla. Incluso a mí, que en el último momento había deseado que el milagro sucediera, el penoso ambiente me hacía sentir desazonada.

»Poco a poco, el puerto se iba despejando de niños y adultos, que penetraban al interior de la ciudad como almas en pena.

»Geniez y los hermanos de Celine no tardaron en subir a nuestra habitación. Parecían regresar de un funeral. Puede imaginar su frustración, el dolor ante sus ilusiones muertas. Se repartieron entre las sillas y la cama sin pronunciar una palabra. Pensé que eran estúpidos, pero también que Dios era injusto. Que, si yo hubiera sido Él, me hubiese costado menos trabajo ejecutar el milagro que soportar el dolor de defraudar a mis hijos.

»Todos nos iríamos al día siguiente. Nuestros amigos nos llevarían a caballo hasta Montpellier y luego continuarían hacia París. Así lo habíamos decidido antes de salir aquella noche a despedirnos de Marsella.

»Pero entonces Etiénne volvió a actuar. Oímos su voz atronando en el puerto con un incansable llamamiento.

»Que Dios había cambiado sus planes, nos decía, para que no tuviésemos que caminar tan gran distancia, agotados como estábamos. ¡Loado sea el Señor, porque, incluso en aquellas circunstancias, había pensado en el bienestar de sus hijos! ¡Qué grandes eran Dios y sus mediadores, que habían dispuesto siete naves para que sus siervos llegasen con bien a Tierra Santa! “¡Deus le volt!”, gritaba, la consigna de los cruzados, “¡Deus le volt!”.

»El solo nombre de los mediadores divinos ya causaba pavor. Hugo, llamado el Hierro por razones que dejo a su imaginación, y Guillaume, de sobrenombre el Cerdo. Dos generosos mercaderes que se ofrecieron a fletar, de forma completamente desinteresada, siete naves en las que embarcarían al visionario y a sus seguidores hasta Jerusalén.

»El entusiasmo general me horrorizó. Sin un milagro de envergadura, tal como las aguas del Mediterráneo separándose a nuestro paso, ¿qué impediría a los infieles asesinarnos sin más?

»Los barcos partirían a la mañana siguiente con todos los jóvenes que cupiesen en ellos. Me quedé espantada cuando advertí la euforia de Geniez y comprendí que también esta vez me arrastraría tras él.

»Así fue. A la mañana siguiente, efectivamente, las naves partieron conmigo en una de ellas. Y entonces, cuando ya era demasiado tarde, mientras, ya zarpando el barco, me despedía de los dueños de la posada, a quienes había dejado al cuidado de Deacon, volví a verle.

»El corazón me dio un vuelco. No era ningún espejismo. Era él, y tenía su mirada clavada en mí. Vi cómo andaba un par de pasos hasta el borde mismo del muelle y extendía su mano hacia mí. Me estaba pidiendo que saltara, que fuera a él. No me cabía duda. No había tiempo para dubitaciones. Elevé mi pierna derecha y la pasé por la borda dispuesta a saltar. Pero, entonces, escuché un grito tras de mí y, de pronto, me vi rodeada de manos que me impedían lanzarme al agua. Impotente, grité con todas mis fuerzas, completamente desesperada al ver la inusitada velocidad que alcanzaba el velero y que me separaba de él más y más a cada segundo. Suplicaba que me soltaran, que debía lanzarme o moriría. Pero ellos no lo entendían. “¿Qué te ocurre?”, me decían, “¿Quieres matarte?” Y, así, el puerto quedó en la lejanía y, de nuevo, le perdí.

»Molesto por el escándalo, el capitán ordenó que nos encerraran a todos en la bodega. Pero eso fue lo que nos salvó la vida, pues a la altura de la isla de San Pietro, junto a Cerdeña, atravesamos una tormenta de tal magnitud que dos de las naves que nos acompañaban se perdieron y las cinco restantes quedaron completamente destrozadas y con la tripulación reducida a la mitad. Durante el resto de la travesía tuvimos que colaborar en el arreglo de los desperfectos y en todas las tareas del barco, incluyendo el remar. Nos trataban como a los esclavos que pronto seríamos.

»Perdí la noción del tiempo. ¿Qué me importaba, al fin y al cabo, el contar los días transcurridos? Un día, como cualquiera de los anteriores, fuimos pacíficamente cercados por una escuadra sarracena que, al parecer, esperaba ansiosamente la mercancía que Hugo, el Hierro y Guillaume, el Cerdo, traían para ellos. A partir de aquel momento tres de las naves se separaron de nosotros, (“Una estrategia militar”, nos mintieron) y sólo volví a saber de ellas por los libros de historia. Guillaume, el Cerdo, las acompañó hasta su destino: Bagdad. Hugo, el Hierro, que viajaba en el otro barco que continuó con nosotros, nos guió hasta el nuestro: Alejandría.

»Cuando el barco atracó, en el puerto oriental de Alejandría, nos hicieron descender a latigazos y nos obligaron a subir a los carros que nos aguardaban en el puerto.

»El faro se erguía dominante y tan ajeno a nuestro sufrimiento y angustiadas súplicas como las miles de personas que invadían las sucias calles egipcias, y que apenas nos dedicaban una mirada indiferente.

»Los carros fueron llegando al mercado de esclavos uno tras otro. La venta ya había comenzado cuando el nuestro lo hizo, y no fue hasta ese preciso instante cuando comprendimos, con absoluta seguridad, que nuestro destino era mucho peor que la muerte. Nos obligaron a bajar y entre varios hombres nos llevaron, a golpe de látigo, hasta un rincón tranquilo del mercado donde dividían la mercancía en varios grupos. Todos los sacerdotes fueron puestos a un lado. Geniez y yo fuimos separados entre angustiados gritos de miedo y dolor. Me colocaron del lado de las mujeres y a él con el resto de los niños. Después Hugo, el Hierro, se apeó del carro en que venía, y, tras ayudar a descargar al resto de los niños y jóvenes, comenzó a dividirnos más específicamente.

»—¿Quién de vosotros tiene estudios? —preguntó—. ¿Quién sabe leer y contar?

»Nadie respondía. Entonces descargó el látigo sobre el cuerpo de uno de los chicos y le cogió por la oreja.

»—Tú, noble pimpollo. ¿No te ha llevado tu papá a una de esas buenas escuelas? —dijo, sacudiéndole tan violentamente como podía.

»El muchacho aulló de dolor y respondió que sí, que había estudiado en París.

»—Para el gobernador Al–Kamil, entonces —dijo el Hierro, arrojándole contra el grupo de los sacerdotes—. ¡Vamos! —gritó luego—. ¡Todos los que sepan de letras o números a su lado! —Y chasqueó repetidas veces el látigo sobre todos nosotros—. El gobernador tiene muchos negocios que mantener y necesita secretarios e intérpretes. Los que vayan con él tendrán más suerte que el resto, os lo aseguro.

»Celine y sus hermanos se miraron y después, como muchos otros, echaron a correr hacia el grupo que pertenecería al gobernador. Geniez vino hasta mí, me tomó de la mano y me llevó también con ellos.

»—¡No! —exclamó el Hierro sujetándome del brazo—. Tú vales mucho más que un simple secretario. ¡Las mujeres quietas en su lugar! El gobernador ya tiene su cupo. Y sacaré mucho más por ellas en el mercado.

»Los gritos de todos nosotros deberían haber estremecido el corazón del Cielo. Pero, si lo hicieron, nunca lo manifestó. Luchamos, pateamos, gritamos, indiferentes al látigo que caía sobre nuestros cuerpos, pero todo fue inútil. Perdí de vista a Geniez para siempre mientras era arrastrada al pie de la tarima donde aguardaría mi turno para la venta. Los clientes se resguardaban del implacable sol bajo unos soportales de los que partía un toldo que cubría la plataforma donde exhibían a sus víctimas.

»Celine estaba conmigo, pero lejos, y los hombres nos impedían movernos para acercarnos la una a la otra. A ella la tocó antes que a mí. Fue espantoso. La subieron a la tarima y la despojaron de las pocas, sucias y destrozadas ropas que aún la cubrían. Celine trataba de agarrarse a ellas, gritando como una posesa mientras ni el público ni los subastadores podían contener las carcajadas al verla encogerse sobre sí misma, cubriéndose el cuerpo con los brazos mientras pronunciaba cuantos insultos conocía.

»El tórrido aire estaba invadido por un olor pestilente y penetrante. La sangre embotaba mi cerebro. Pensé que iba a desmayarme agobiada por el hedor, el sofocante calor, el puro terror que sentía y la estridente algarabía que formaban aquellos canallas. El mercado estaba muy concurrido y los hombres pujaban cada vez más alto, enormemente divertidos por el sufrimiento de su víctima. El subastador subrayaba humillantemente sus encantos. La sujetó por los brazos, obligándola a exhibirse, sin que en ningún momento dejara de defenderse e insultarles a todos, lo cual no hacía sino subir su precio.

»Finalmente, alguien se la llevó.

»Tuve que sufrir muchas más ventas antes de que llegara la mía. Y, durante ese tiempo, contemplando los rostros de los compradores, meditando acerca de mi futuro, adopté una resolución: me suicidaría a la menor oportunidad. Mi decisión me hizo sentir feliz. De pronto, nada me importó. Era como si hubiera recuperado la paz, la tranquilidad. Pronto estaría a salvo, dejaría de padecer para siempre. Me prometí a mí misma que yo no daría ningún espectáculo, que no me resistiría ni pronunciaría una sola palabra, que dejaría que me desnudaran sin hacer un solo movimiento para impedirlo.

»Pero no fue tan sencillo. Pensaba subir a la tarima por mi propio pie, pero me sentí forzada por unas manos tras de mí que, brutalmente, me obligaban a hacerlo sin que pudiese posar mis pies en los escalones. Ya arriba, el subastador me empujó con toda bestialidad hasta el centro de la plataforma. No puede ni imaginar cómo me sentí entonces, con los ojos hambrientos de aquellos extraños moros fijos en mí. Vestidos con sus túnicas, largas hasta los pies, tocados con fezes y turbantes, y hablando en su enloquecido e incomprensible idioma, me parecieron los seres más repugnantes de la Tierra. Y podía ir a parar a la cama de cualquiera de ellos. Ni siquiera me acordé de la decisión que había tomado. Cuando sentí las manos del subastador mostrando al público mis rubios cabellos, me volví contra él bruscamente asestándole un codazo en la cara, que tenía inclinada hacia mí hombro. Se quedó tan sorprendido que durante unos segundos no hizo otra cosa que palparse la nariz y escuchar las risas de los compradores. Pero pronto cogió el látigo y lanzó su punta contra mí. Los compradores comenzaron a gritarle, indignadamente, frases que yo no podía comprender, y varios de los tratantes subieron a la tarima dispuestos a quitarle el arma de las manos. No querían que me estropeara, ¿comprende? Le echaron de allí y continuaron ellos la tarea. Mientras dos me sujetaban, el tercero me arrancó las ropas y quedé completamente desnuda.

»Fue justo en ese terrible momento cuando le vi por tercera vez. Me quedé inmóvil, inánime, como si con las ropas me hubiesen arrebatado las fuerzas. Me soltaron y no hice el menor movimiento, ni tan siquiera para cubrirme. ¡Él estaba allí! Me miraba desde unos pasos por detrás del ahora enmudecido público. Mantenía la misma expresión de seriedad, de profundo disgusto por la vida. Yo le miraba tan boquiabierta como si fuese él quien estuviera desnudo ante mis ojos sobre aquella plataforma. “¡Estoy salvada!”, pensé. Durante un segundo me di cuenta del absoluto silencio que mantenían subastadores y compradores, de que todos posaban sus insaciables miradas en cualquier parte de mi cuerpo excepto en mi rostro, y de mi propia falta de pudor. De pronto me sentí humillada y avergonzada de que él me viera así, no sólo desnuda, sino en aquellas circunstancias. Algo estúpido que no puedo explicar. Supongo que nuestra indefensión y nuestra impotencia nos avergüenzan más que ningún otro hecho.

»Sin apartar mi vista de él, comencé a escuchar cómo los compradores lanzaban sus ofertas por mi cuerpo. Los subastadores parecieron despertar, y, señalando las diferentes partes de mi físico, supongo que empezaron a alabar sus encantos para incrementar el precio final. Los ojos de él estaban tan clavados en los míos que, en realidad, parecían no mirarme. Me sentí tan ausente durante algunos minutos que fue como si hubiera desaparecido. De repente, me di cuenta de que unas manos tiraban de mí despertándome de mi ensueño.

»—Vamos, baja —me dijo uno de los que me habían sujetado—. Vete con tu amo.

»¡Me habían vendido y él ni siquiera había pujado! ¡No era posible! ¿Tal vez había enviado a alguien a hacerlo en su nombre?

»Un ser groseramente repulsivo me esperaba al descender de la tarima. Farfullaba algunas palabras en francés que no me era posible entender. Trató de besarme, babeante, a través de una barba descuidada. Me defendí, llena de asco, y se rió. Otros compradores parecían felicitarle. Mi esperanza se desvaneció en el aire. Aquel hombre me había comprado para él. Todo parecía indicarlo así. Miré hacia atrás, perpleja, buscando de nuevo su mirada, una respuesta.

»—¡No me dejes! —grité con todas mis fuerzas—. ¡No me dejes! Pero ya ni siquiera podía verle.

»¿Cómo era posible?, me preguntaba una y otra vez. Él no estaba allí por casualidad. Yo le había visto en el puerto cuando los barcos partían. Él debió tomar uno posterior que nos habría seguido. ¿Cómo, si no, habría averiguado nuestro paradero? A no ser que lo conociera de antemano…, que fuera un tratante de esclavos como cualquiera de los otros… Pero eso no tenía ningún sentido. ¿Por qué iba a haber tomado un barco posterior teniendo los siete para escoger? Además, él estaba solo. Tan solo como cuando le vi en Marsella. No, él no era uno de ellos, imposible. ¿Cómo, siquiera, se me había ocurrido pensar una cosa así? Pero, entonces, ¿por qué? ¿Por qué no me había ayudado? ¿Por qué me abandonaba a mi suerte?

»El gordo barbudo me había subido en un elegante carro a cuyo conductor parecía urgir para que arrancara.

»Me di la vuelta buscándole con la mirada. Desde la altura del carro tenía una magnífica perspectiva del mercado. Un muchacho a quien conocía bien estaba siendo vendido en aquel momento, y todavía quedaba una larga cola de niños atemorizados esperando su turno. Pero él ya no estaba, se había ido. Por dónde, sin que yo le viera, era imposible decirlo, pues el mercado era una plaza cerrada cuyo amplio pero único acceso atravesábamos nosotros en aquel momento.

»El gordo se pasó el camino medio tumbado encima de mí, baboseándome y sin dejar de hablar, como si yo pudiera o quisiera entenderle.

»Su casa era enorme; un lujoso palacio, podríamos decir. Supongo que era un comerciante, o, tal vez, un hombre de Estado. No lo llegué a saber. Pero, de cualquier forma, era, sin duda, un hombre muy rico. El interior del palacio era suntuoso. Mármoles en los suelos, marfiles y oro en la decoración, y una mezcla de las arquitecturas griega y árabe.

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