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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (39 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»En el extremo de la habitación más alejado de la puerta de acceso, muy juntas, había dos grandes camas de plumas de fabricación indígena. Cerca de ellas, lucían un precioso cabinet chinesco de nogal decorado con marquetería, sobre el que descansaba una antiquísima Venus pequeña y de protuberantes formas, muy parecida a la de Willendorf, y un arcón y un credenza adosado a la pared, donde guardaba sus objetos personales; joyas del siglo XVI, sus últimas adquisiciones. Algunas esculturas griegas, entre ellas una de Hermes y otra de Apolo, se encargaban de acotar el espacio dedicado al dormitorio. Fuera de él, había pocas cosas prácticas más: dos mesas de hechura indígena, un par de triclinios romanos donde recostarse a descansar, y cuatros klismos, unas sillas griegas muy elegantes, convenientemente distribuidas.

»Pero esto no era todo. El suelo estaba íntegramente cubierto de alfombras, de todas las procedencias y estilos, en perfecto estado de conservación aunque polvorientas, pues ninguna de ellas debía superar los cincuenta años. Veinte cuadros de asunto mitológico y considerables proporciones, algunos de ellos con el inconfundible estilo de Botticelli, se ocupaban de decorar las paredes. Observé que, en la práctica totalidad de ellos, Cannat y Shallem eran los protagonistas. Y todos esos cuadros, a juzgar por el tema y el estilo, debieron de hacérselos artistas florentinos. Aquí y allá se veían estatuas griegas o retratos romanos que me parecía guardaban no poco parecido con alguno de los dos.

»Cuanto había en esta planta era infinitamente más suntuoso, rico y espléndido que lo que acababa de admirar a mi entrada a la casa. Incluso había un par de deslumbrantes sarcófagos egipcios, dorados, esmaltados y cuajados de gemas, todavía con sus momias dentro.

»A Cannat le encantaban las piedras preciosas, en especial las azules, y las utilizaba como objetos decorativos, colgándolas de las paredes o adornando con turquesas y zafiros los cuellos de sus estatuas marmóreas.

»Parecía un desatino absoluto, algo fuera de lugar, el haber reunido todos aquellos objetos de culto, de civilizaciones ya desaparecidas, en aquella pequeña e inaccesible habitación en medio de la jungla.

»—Todo esto son recuerdos —me dijo Cannat—. Bonitos recuerdos de toda una vida. No los colecciono. Sólo los guardo. Tienen un significado para mí; y para Shallem, muchos de ellos, también. Los toco, los miro, y me hacen revivir los momentos pasados. Mira, ¿ves esta paleta de maquillaje y este espejo de obsidiana? Me los llevé de los aposentos de una reina de Egipto. ¡Qué noche tan deliciosa la hice pasar! Este retrato me lo hizo un joven romano que murió demasiado joven. ¡Pobre! Y aquella alfombra… Todas las hermosas indias que la tejieron pasaron por mis brazos, ¡Ah! Lo mismo que la delicada oriental que me vendió ésa otra. Desgraciadamente muchos de mis recuerdos se han ido deshaciendo con el paso del tiempo. ¡Soy demasiado viejo!

»—¿Y esto qué es? —le preguntó Cyr, sosteniendo un vaso de alabastro en el que se representaba una procesión de musculosos hombres desnudos portadores de alguna ofrenda.

»—Ten cuidado, Cyr. Es un recuerdo irrecuperable, como todo lo que tengo aquí. Es de un lugar que ya no existe, Uruk, se llamaba. Tiene más de cuatro mil quinientos años.

»Cyr dejó escapar un silbido de admiración.

»—Es un vaso que utilizaban en sus ritos ceremoniales, dentro hay un cilindro, ten cuidado con él.

»Y yo cogí el sello–cilindro sumerio de las manos de mi hijo y examiné curiosamente sus relieves.

»—¿Esa ceremonia te la dedicaban a ti? ¿Tú eras su dios? —inquirió Cyr.

»—Sí. Tú padre y yo éramos unos de sus dioses. Por eso, es muy importante…

»Y, de repente, Cannat se interrumpió. Shallem le estaba mirando, apoyado en el mismo tronco de mármol y con idéntica postura a la del Apolo que se sostenía en él. Y, como él, estaba desnudo de los pies a la cabeza.

»Y allí, comparándolo con aquella maravilla griega, me percaté una vez más de la magnitud de su belleza. La fortaleza de su pecho, su perfecto tono muscular, la robustez de sus esbeltas piernas, las pronunciadas eminencias óseas de su pelvis, tan excitantemente eróticas, y que el Apolo, como una pálida alucinación a su lado, trataba de imitar a su fría, dura e inanimada manera.

»Cannat no dijo nada. Anduvo hacia él, y, sin perder un segundo, por el camino comenzó a despojarse de su ropa, que arrojó descuidadamente sobre el arcón que su hermano había dejado abierto. Ya desnudo junto a él, enlazó un brazo en el suyo y le besó cálidamente en el hombro.

»—Te quiero —susurró.

»E introdujo la mano en su cabello y entresacó un mechón, que contempló como quien admira un tesoro.

»Yo nunca antes había visto a Cannat desnudo. Era de una perfección absoluta. Tenía las apetitosas nalgas altas y redondeadas, y tan tersas como si hubieran sido cinceladas en mármol y luego transformadas en carne sonrosada; una invitación a la lujuria. El mínimo movimiento ponía en tensión un cúmulo de músculos y tendones que afloraban delicadamente a la superficie de todo su cuerpo. Su cuello era robusto, pero más fino que el de Shallem, y su piel de un tono casi dorado.

»Shallem le miraba ahora fijamente, con la misma expresión de admiración y embeleso que si le viera por primera vez. Pero, pronto, muy despacio, se aproximó a él y le beso suavemente en los labios.

»Vi cómo este beso se hacía cada vez menos contenido, más profundo, más acalorado; el modo en que Shallem respondía a sus caricias, presionándole contra sí.

»Y cuando vi los ojos de Cannat, que, en medio de este beso, me penetraban como hierros candentes, supe lo que pretendía; algo que él mismo, en una ocasión me había explicado. En pocas palabras era esto: fundirse con Shallem, hacerse uno con él como lo fuera antes de que su Padre los dividiera.

»No era éste un hecho físico, naturalmente, como el mísero coito humano que tan pálida e inconscientemente intenta emularlo. Sus cuerpos caerían, inermes y despreciados, abrazados, quizá, pero sus almas se harían una sola, perfecta, y tan excesivamente fuerte y poderosa como lo había sido antes de que Dios, tal vez por esta causa, decidiera convertirlas en dos.

»Cannat me había explicado que en medio de este éxtasis el tiempo no contaba. Que la precisión de romper su abrazo místico era forzosa por deseo de Dios —ese Dios cuyo reflejo veían y adoraban el uno en el otro a falta de Su propia Faz que contemplar—, pero, a la vez, insoportable; tanto que a menudo soslayaban su deseo por temor al consiguiente sufrimiento de la separación. Me había dicho que, en una ocasión, al conseguir dividirse de nuevo, se habían dado cuenta de que habían transcurrido más de doce años.

»Aquél era, pues, el sumo sacrificio que mi presencia imponía a Shallem. No podía ceder a aquel deseo pues una vez consumado le dominaría de tal modo que quizá me abandonase durante años. Pero para Cannat era una tortura inaceptable cuya causante, una vez más, era yo.

»Vi refulgir sus ojos y me di cuenta de que Shallem ya no parecía ver otra cosa sino a él, de que sus músculos se habían relajado y se encontraba a merced de la voluntad de su otra mitad, como si ya no le quedasen fuerzas para luchar contra el deseo.

»Y entonces, deseando acabar como fuera con aquel peligro, miré el sello–cilindro de cinco mil años de antigüedad, que todavía sostenía en mi mano, y en un acto compulsivo, lo estrellé contra la dura pared de piedra.

»Cayó, hecho trizas, exactamente bajo el cuadro de Venus y Adonis que Leonardo había pintado para mí.

»Todos se volvieron a mirar.

»Cannat nos contemplaba alternativamente a las piezas y a mí con el rostro desencajado.

»Le vi, furibundo, corriendo hacia donde yo estaba; plantada, como una estatua más, en el centro de la habitación.

»Empecé a gritar y a correr, llena de pánico, pero no tardó dos segundos en alcanzarme. Sus manos me alzaron en el aire como a una muñeca de guiñol. Una me cogió por el cuello, otra me sujetó por el vientre, levantándome por encima de su cabeza. Escuché, enloquecida por el terror y los gritos de todos nosotros, que Shallem le rogaba que me dejara mientras trataba de obligarle a bajar los brazos; que Cyr, visiblemente asustado, saltaba junto a él pidiéndole que me soltara. Entonces Cannat miró a la pared y supe que iba a lanzarme contra ella.

»Y ése hubiera sido mi destino si Shallem no me hubiese aferrado por mi largo vestido. Cannat, frustrado, me arrojó al suelo por delante de él y caí en los brazos de Shallem.

»Luego me dejó, asustada y temblorosa, y se acercó al lado de Cannat, que, acuclillado en el suelo, recogía los fragmentos de su reliquia.

»Shallem se agachó junto a él y, pasándole los brazos por el cuello, le besó suavemente la sien y el cabello.

»—No me digas nada si la mato —gruñía Cannat entre dientes—. Por favor, Shallem, no me digas nada. Me las va a pagar.

»Y Shallem apoyó su mejilla en la cabeza de él y acunándole como a un niño, le susurró:

»—Cálmate, Cannat, cálmate.

»Lamenté sinceramente lo que había ocurrido. Comprendía perfectamente el valor que tenía para Cannat el tesoro que le había destrozado. Pasada la cólera inicial, pareció quedar sumamente apenado durante muchos días. Y, cuando le miraba de reojo y contemplaba su triste expresión, mi corazón se partía, agobiado por el sentimiento de culpa. Pero Cannat sabía esto de sobra y exageraba su aflicción con objeto de mortificarme.

»De hecho, había reconstruido el sello y volvía a ocupar su primitivo lugar dentro del vaso ritual de Uruk. Pero, a menudo, le encontraba con él en la mano, mirándolo tristemente como si fuera irrecuperable, cuando, en realidad, lo había restaurado de tal manera que de nuevo hubiera podido plasmar sus relieves, rodando indefinidamente sobre una capa de arcilla blanda, con la misma eficacia de los tiempos inmemoriales en que fue creado. Pero él no paraba hasta conseguir encogerme el corazón, hasta que captaba mi atención y me veía desviar la vista, culpable y avergonzada, por haber destruido su irremplazable recuerdo.

»—¿Me hubieras matado por romper un cacharro de piedra? —le pregunté un día en que nos encontramos los dos a solas. Él, sentado sobre una alfombra con la espalda apoyada sobre su cama.

»Me miró, cerró los ojos un momento y se llevó el dedo índice a la frente, como si estuviera pensando algo.

»—Veintisiete mil doscientos quince —dijo.

»—¿Qué significa eso? —le pregunté.

»Y, con su más malévola sonrisa, me contestó:

»—Es el número de días que aún me faltan para perderte de vista. Si puedo soportarlo… ¿No lo recordabas? Tus días están contados… ¡Y el tiempo es tan intransigente!

»Entonces quise acercarme a él, no sé con qué intención, y, cuando estuve a un metro de distancia, una descarga eléctrica me repelió. Lancé un chillido de dolor, sorpresa e indignación.

»—¡Canalla! —le grité.

»Él se limitó a reír.

»—No te quiero cerca de mí —me aclaró—. No te haré daño. Pero apártate de mí.

»De nuevo intenté ir hasta su lado, y otra vez la descarga me sacudió.

»—¿,Qué es eso? —le pregunté, temblando tras el choque.

»—Un ahuyentador de humanos molestos —me contestó—. Lo he creado especialmente para ti. ¿Te gusta? Destruiste algo mágico para Shallem y para mí. Pero, como siempre, no entiendes nada.

»Nuestra conversación continuó baldíamente. Y todo lo que saqué de aquella tarde, fue que Cannat se protegiera de mí con aquellas malditas descargas, que tan divertidas le resultaban, durante varios meses.

»Ellos no habían vuelto a tocar sus ropas, andaban día y noche completamente desnudos. Y yo, por supuesto, había acabado por despojarme de casi todas las mías. Al principio, tenía cierto pudor a causa de las posibles miradas lascivas que Cannat hubiese podido lanzarme, pero, cuando me vio desnuda por primera vez en aquel lugar apenas se inmutó. Sólo me dirigió una breve mirada de aprobación, y no por las gracias de mi cuerpo, sino por el hecho de que al fin le hubiese permitido encontrar la libertad. Así es que pronto perdí la vergüenza porque, para ellos, el que anduviéramos desnudos era tan normal como el que lo hicieran el resto de los animales, y no tenía nada que ver con el sexo o la lujuria.

»A menudo pretextaba un dolor de cabeza para dejar que se fueran solos y poder seguirlos a hurtadillas. Me fascinaba hacerlo.

»Solían ir al río, y allí, entre innocuos caimanes y serpientes pitón, se entregaban al placer del baño.

»Yo los espiaba, perfectamente oculta entre el denso follaje. Se limitaban a disfrutar en el agua, a sentarse en la orilla escuchando plácidamente los sonidos de las aves, o a jugar con los preciosos jaguares que se acercaban para acariciar con sus cálidas y agradables pieles la fina y delicada de ellos. Cuando no había ningún jaguar en las proximidades, se veían rodeados de pécaris, ciervos, tapires, monos, agutíes, capibaras, aves de brillante y multicolor plumaje, y así hasta una lista interminable de adorables animales. Eran como polos magnéticos que atraían a su lado a toda la población capaz de percibir su presencia, y que corría a dar y recibir amor.

»Y ellos estaban encantados. En su mundo, en su salsa. Parecían más libres, más felices.

II

»Dos años pasaron, agradablemente. De vez en cuando, Cannat fingía no haberme perdonado del todo y, especialmente si estaba de buen humor, hacia estallar sus descargas. Era un juego para él.

»Yo, comprensivamente, les dejaba salir solos, aunque me pidieran que fuera con ellos, porque sabía que les encantaba su mutua y exclusiva compañía. Y también, porque no deseaba ser pasto de las incontrolables pirañas, o que un cocodrilo me arrancase un brazo, y porque había cosas que, simplemente, no deseaba hacer, como materializarme y desmaterializarme, o no podía hacer, como jugar con los jaguares o los ciervos.

»Y esto último tenía a Cyr completamente desesperado. Cuando los animales le rechazaban, o sea, siempre que intentaba acercarse a ellos, se echaba, irremediablemente, a llorar. Y yo también, a menudo. Nos quedábamos mirándoles desde lejos, padeciendo el rechazo del demonio en el Cielo. Era lo único que no podíamos compartir con ellos, y, precisamente, era también lo que más hubiéramos deseado. Cyr adoraba a los animales y no podía comprender el porqué, no sólo no era correspondido, sino que le amenazaban con sus colmillos gigantescos o, más doloroso aún, salían huyendo ante su presencia. Y cuando, las innumerables veces que se producía una escena así, corría a su lado llorando y preguntando por qué, por qué y por qué, se limitaban a mirarle como a una pobre y lastimosa criatura y a besarle compasivamente.

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