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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (20 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—Nosotros estamos planeando un gran sabotaje —dijo el otro hombre de la barra, rompiendo su silencio—. Tenemos una gran manifestación donde yo trabajo.

—¿Sí? —preguntó Jones—. Y dime, ¿dónde?

—En Levy Pants. Tenemos allá un blanquito grande que vino a la fábrica a decirnos que le gustaría mucho tira una bomba atómica y vola la empresa.

—Me parece que vosotros tenéis algo más que sabotaje —dijo Jones—. A mí me parece que vosotros tenéis una guerra.

—Hay que ser bueno, hay que respetar —dijo el señor Watson al desconocido.

El hombre rompió a reír hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ese hombre —dijo— dice que él reza por las mulatas y las ratas de tó el mundo.

—¿Ratas? ¡Ahí va! Ustés tienen a un chiflao cien por cien.

—Es muy listo —dijo el hombre, a la defensiva—. Y además muy religioso. Se hizo allí mismo en la oficina una cruz grandota.

—¡Juáaa!

—Y dice: «Tos vosotros seríais más felices en la Edad Media. Deberíais conseguiros un cañón y flechas, tira una bomba nucular encima de este sitio.»

El hombre rompió a reír otra vez.

—No tenemos nada mejor qué hace en ésa fábrica. Siempre dice cosas interesantes cuando mueve ese gran bigote que tiene. Va a llevarnos a tos a una gran manifestación que dice que va a convertí todas las demás manifestaciones del mundo en reuniones sociales de señoras.

—Sí, pues a mí me parece que va a llevaros a tos derechitos a la cárcel —dijo Jones, cubriendo la barra con un poco más de humo—. A mí me parece un blanco desgraciao que está como una cabra.

—Es un poco raro, sí —admitió el hombre—. Pero trabaja en aquella oficina, y el jefe de allí, el señor Gonzala, le considera un tipo muy listo. Le deja hace tó lo que quiere. Le deja incluso bajá a la fábrica cuando le da la gana. Hay mucha gente que está dispuesta a hacé la manifestación con él. Nos dijo que había conseguido permiso del propio señor Levy para hace una manifestación, nos dijo que el señor Levy quiere que nos manifestemos y nos libremos de Gonzala. Quién sabe. Quizá nos suban el sueldo. Ese señó Gonzala ya le tiene miedo.

—Y dime, hombre, ¿qué pinta tiene ese salvado blanco que os ha salió? —preguntó con interés Jones.

—Pues es grande y gordo, y lleva una gorra de cazador que no se quita nunca.

A Jones se le desorbitaron los ojos detrás de las gafas.

—¿Tiene una gorra verde, dices? ¿Una gorra de cazado?

—Pues sí que la tiene. ¿Y tú cómo lo sabes?

—¡Juáaa! —dijo Jones—. Estáis metíos en un buen lío. Hay un policía que anda ya detrás de ese tipo. Vino una noche al Noche de Alegría y empezó a contarle a Darlene, a esa chica, no sé qué de un autobús.

—Vaya, sabe usté —dijo el hombre—. Es que a nosotros también nos contó cosas de un autobús, nos contó que una vez fue en un autobús por la oscuridá de la noche...

—Es el mismito. Ya podéis anda con ojo. Anda buscándole un poli. Vosotros los pobres de coló vais a ir tos a la cárcel. ¡Juá!

—Bueno, pues tengo que preguntárselo a él —dijo el hombre—. Yo no quiero í a una manifestación dirigía por un presidiario, no, señó.

II

El señor González llegó a Levy Pants temprano, como siempre. Encendió simbólicamente su pequeña estufa y un cigarrillo con filtro con la misma cerilla: dos antorchas que señalaban el principio de otra jornada de trabajo. Luego, aplicó su ingenio a las meditaciones de primera hora de la mañana. El día anterior, el señor Reilly había añadido un nuevo detalle a la oficina: banderolas de papel riendo, malvas y grises y tostadas, se enlazaban de bombilla a bombilla cruzando el techo. La cruz y los letreros y las banderolas de la oficina recordaban al jefe administrativo los adornos de Navidad y le hacían sentirse algo sentimental. Mirando feliz al sector del señor Reilly, advirtió que las judías crecían tan lozanamente que habían empezado a enredarse ya en las manillas de los cajones del archivador. El señor González se preguntó cómo podría el archivero realizar su tarea sin molestar a aquellos tiernos brotes. Mientras cavilaba sobre este enigma oficinesco, le sorprendió ver al propio señor Reilly irrumpir como un torpedo por la puerta.

—Buenos días, caballero —dijo bruscamente Ignatius, el chal-bufanda volando horizontal en su estela como la bandera de algún clan escocés en pie de guerra. De su hombro colgaba una cámara de cine barata y llevaba bajo el brazo un bulto que parecía una sábana enrollada.

—Qué temprano llega usted hoy, señor Reilly.

—¿Qué queréis decir? Yo siempre llego a esta hora.

—Claro, claro, por supuesto —dijo mansamente el señor González.

—¿Acaso cree usted que he venido temprano con algún propósito?

—No, no, qué va. Yo...

—Hablad claro, caballero. ¿A qué viene esa suspicacia tan extraña? —Le brillan los ojos de paranoia.

—¿Cómo dice, señor Reilly?

—Ya oyó bien lo que dije —contestó Ignatius, y se encaminó pesadamente hacia la puerta de la fábrica.

El señor González intentó reponerse, pero su tentativa se vio alterada por lo que parecía un vitoreo, un rumor que llegaba de la fábrica. Quizá, pensó, uno de los obreros ha tenido un hijo o ha ganado algo en una rifa. Con tal de que los obreros le dejaran en paz, él estaba dispuesto a concederles la misma cortesía. Para él, eran simplemente parte de la estructura física de Levy Pants, no relacionada con «el centro cerebral». No eran suyos, y no tenía por qué preocuparse por ellos; estaban bajo el control beodo del señor Palermo. Cuando reuniera ese valor suficiente, el jefe administrativo pensaba abordar al señor Reilly y preguntarle de modo más diplomático qué hacía durante el tiempo que pasaba en la fábrica. El señor Reilly estaba últimamente un tanto distante e inaccesible, y al señor González le asustaba la idea de un enfrentamiento con él. Se le dormían los pies cuando pensaba en una de aquellas zarpas de oso aterrizando directa sobre su cráneo, hundiéndole quizá como a una estaca en el impredecible suelo de la oficina.

Cuatro de los obreros varones abrazaban a Ignatius por los descomunales jamones que tenía por muslos, y, con considerable esfuerzo, estaban subiéndole a una de las mesas de cortar. Sobre los hombros de sus porteadores, Ignatius aullaba instrucciones como si supervisase el cargamento de la mercancía más rara y valiosa.

—¡Arriba y a la derecha, ahí! —gritaba a los de abajo—. Arriba, arriba, cuidado. Despacio. ¿Me tiene bien cogido? —Sí —contestó uno de los porteadores.

—Da la sensación de que no. ¡Por favor! Estoy hundiéndome en un estado de angustia profunda.

Los obreros observaban con interés cómo los cargadores se tambaleaban bajo su carga.

—Ahora hacia atrás —decía nervioso Ignatius—. Hacia atrás hasta que la mesa quede justo debajo de mí.

—No se preocupe, señor R —jadeó un cargador—. Le llevamos derechito a esa mesa.

—Pues no lo parece —contestó Ignatius, mientras su cuerpo chocaba con una columna—. ¡Oh, Dios mío! Me he dislocado el hombro.

Surgió un grito de los otros obreros.

—Eh, más cuidado con el señor R —chilló alguien—. Vais a romperle la cabeza.

—¡Por favor! —gritó Ignatius—. ¡Que alguien ayude! Si no, voy a convertirme de un momento a otro en un saco de huesos rotos.

—Mire, señor R —dijo sin aliento un cargador—, ahora la mesa está justo detrás de usted.

—Probablemente me arrojen a uno de los hornos antes de que esta desdichada aventura termine. Sospecho que habría sido mucho más prudente dirigirse al grupo al nivel del suelo.

—Apoye los pies, señor R. Tiene la mesa justo debajo.

—Despacito —dijo Ignatius, echando hacia abajo su enorme pie con mucha precaución—. Bien, así. Muy bien. Cuando esté bien asentado, podéis soltarme.

Ignatius estaba al fin vertical sobre la larga mesa, sujetando la sábana enrollada sobre la pelvis, para ocultar a su público el hecho de que, durante el proceso de carga y descarga, se había sentido un tanto estimulado.

—¡Amigos! —dijo grandilocuente, y alzó el brazo que no sujetaba la sábana—. Nuestro día ha llegado al fin. Espero que os hayáis acordado todos de traer vuestros ingenios de guerra.

Del grupo que rodeaba la mesa de cortar no surgió ni una confirmación ni un desmentido.

—Me refiero a los palos y cadenas y garrotes y demás.

Riéndose a coro, los obreros esgrimieron postes de vallas, palos de escoba, cadenas de bicicleta y ladrillos.

—¡Dios santo! No hay duda de que habéis reunido un temible y muy diverso armamento. La violencia de nuestro ataque quizá sobrepase mis previsiones. Sin embargo, cuanto más definitivo sea el golpe, más definitivos serán los resultados. Mi protocolaria inspección de vuestras armas confirma, en consecuencia, mi fe en el triunfo final de vuestra cruzada de hoy. Dejaremos tras nosotros una fábrica saqueada y destruida, hemos de responder al fuego con el fuego.

—¿Qué dice? —preguntó un obrero a otro.

—Arrasaremos la oficina en seguida, sorprendiendo así al enemigo cuando sus sentidos están aún envueltos en las nieblas psíquicas de primera hora de la mañana.

—Oiga, señor R, perdóneme usté —dijo un hombre—. Una persona me dijo que usté tenía problemas con un policía. ¿Es verdá eso?

Se alzó entre los trabajadores una oleada de ansiedad e inquietud.

—¿Qué? —chilló Ignatius—. ¿Dónde oyó usted esa calumnia? Es totalmente falso. Es un rumor vil que debió inventar algún racista blanco, algún patán fanático, quizás el propio González. Cómo se atreve usted, caballero. Deben comprender todos ustedes que nuestra causa tienen muchos enemigos.

Mientras los obreros le aplaudían ruidosamente, Ignatius se preguntó cómo aquel obrero se había enterado de la tentativa de detención de que le había hecho objeto el subnormal de Mancuso. Quizás estuviera allí entre la gente cuando el suceso. Aquel patrullero era la mosca de todas las pomadas. Sin embargo, el momento parecía superado.

—¡Esto es lo que llevaremos con nosotros en vanguardia! —gritó Ignatius ahogando el último aplauso desparramado. Y sacó teatralmente de encima de su pelvis la sábana, abriéndola de golpe. Entre las manchas amarillas estaba escrito en letras grandes de molde, con tiza roja, ADELANTE. Bajo esto, escrito con una complicada caligrafía azul: Cruzada por la Dignidad Mora.

—Dios sabe quién habrá estado durmiendo en esa sábana vieja —dijo la mujer apasionada y aficionada a los espirituales que iba a ser la directora del coro—. ¡Señor!

Hubo más presuntos sublevados que expresaron la misma curiosidad en una terminología más explícitamente física.

—Silencio —dijo Ignatius, pateando estruendosamente en la mesa—. ¡Por favor! Dos de las mujeres más esbeltas llevarán esta enseña entre las dos cuando avancemos en manifestación hacia la oficina.

—Yo no pongo la mano en eso, no señora, ni hablar —contestó una mujer.

—¡Silencio! ¡Cállense todos! —dijo furioso Ignatius—. Empiezo a sospechar que ustedes no se merecen verdaderamente esta causa. Al parecer, no están dispuestos a hacer ninguno de los sacrificios imprescindibles.

—¿Para qué vamos a llevar esa sábana vieja? —preguntó alguien—. Yo creí que esto iba a ser una manifestación por los salarios.

—¿Sábana? ¡Qué sábana! —replicó Ignatius—. Estoy extendiendo ante vosotros la más orgullosa de todas las banderas, una identificación de nuestro objetivo, una visualización de todo lo que buscamos —los obreros estudiaron con más atención las manchas—. Si sólo deseáis irrumpir en la oficina como ganado, no habréis participado más que en un motín. Esta bandera por sí sola da forma y crédito a la sublevación. Hay cierta geometría ligada a estas cosas, cierto ritual que hay que observar. Bien, ustedes dos, señoras, ésas de allí, cojan esto entre las dos, una de cada lado, y llévenlo así con honor y orgullo, con las manos bien alzadas, etcétera.

Las dos mujeres a las que Ignatius señaló avanzaron muy despacio hacia la mesa de cortar y tomaron cautelosamente la bandera con el pulgar y el índice, sosteniéndola entre ellas como si fuera la mortaja de un leproso.

—Tiene un aspecto aún más impresionante de lo que yo suponía —dijo Ignatius.

—No me menees esa cosa delante, chica —dijo alguien a las mujeres, creando otra marejada de risas.

Ignatius puso su cámara en acción y la enfocó hacia la pancarta y los trabajadores.

—¿Querrán todos ustedes por favor alzar las piedras y los palos otra vez?

Los obreros obedecieron jovialmente. A Myrna se le atragantaría el exprés cuando viera aquello.

—Ahora con un poco más de violencia. Blandid las armas con fiereza. Haced gestos y muecas. Chillad. Quizás alguno podría dar saltos, si no es molestia.

Todos siguieron sus instrucciones con júbilo. Es decir, todos salvo las dos mujeres que sostenían hoscamente la bandera.

En la oficina, el señor González estaba observando cómo la señorita Trixie chocaba con el marco de la puerta al entrar en la oficina. Al mismo tiempo, se preguntaba qué significaría aquel nuevo y violento griterío que llegaba de la fábrica. Ignatius filmó durante un minuto o más la escena que tenía ante él. Luego, siguió por una columna, hasta el techo, para lo que consideró una especie de metáfora cinematográfica interesante y algo rebuscada que indicaba anhelos y aspiraciones. La envidia roería las almizcleñas entrañas de Myrna. En la cúspide de la columna, la cámara fijó para la posteridad varios metros cuadrados del oxidado interior del techo de la fábrica. Luego, Ignatius entregó la cámara a un obrero y pidió que le fotografiase. Mientras el obrero dirigía las lentes hacia él, Ignatius frunció el ceño y agitó un puño, divirtiendo muchísimo a los trabajadores.

—Bien, se acabó —dijo benevolente, tras recuperar la cámara de un zarpazo y cerrarla—. Controlemos de momento nuestros impulsos rebeldes y planeemos nuestras estratagemas. Primero, estas dos damas nos precederán con la bandera. Directamente detrás de la bandera irá el coro, cantando una melodía popular o religiosa adecuada. La dama encargada del coro es quien puede elegir la melodía. Como no sé nada de vuestra música popular, os dejaré a vosotros la selección, aunque ojalá hubiera habido tiempo bastante para enseñaros a todos las maravillas de un madrigal. Sugeriré tan sólo que elijáis una melodía más bien vigorosa. Los demás formarán el batallón de guerreros. Yo seguiré a todo el grupo con mi cámara, a fin de registrar este hecho memorable. En alguna fecha futura, podremos conseguir todos algunos ingresos adicionales alquilando esta película a organizaciones estudiantiles o a otras pasmosas asociaciones similares.

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