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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (18 page)

BOOK: La conjura de los necios
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La fábrica es un edificio grande, tipo granero, que alberga piezas de tela, mesas de cortar, máquinas de coser inmensas y hornos que proporcionan el vapor necesario para el planchado. El efecto global es más bien surrealista, especialmente cuando uno ve a Les Africains moviéndose por allí, consagrados a sus tareas en este medio mecanizado. He de admitir que la ironía que todo esto encerraba cautivó mi imaginación. Surgió en mi mente una cosa de Joseph Conrad, aunque no logro recordar exactamente cuál en este momento. Quizás me equiparase a Kurtz, de El corazón de las tinieblas, cuando, lejos de las oficinas mercantiles de Europa, se enfrentó con el horror final. Recuerdo que me imaginé con un salakof y unos pantalones de montar blancos de lino, mi rostro enigmático tras el velo de mosquitera.

Los hornos mantienen el lugar más bien cálido y sofocante en estos días frescos, pero sospecho que, en verano, los obreros gozan una vez más del clima de sus antepasados, un calor tropical algo ampliado por esos grandes artilugios que queman carbón y producen vapor. Tengo entendido que la fábrica no funciona actualmente a pleno rendimiento, y observé que sólo funcionaba uno de aquellos artilugios, quemando carbón, y lo que parecía una de las mesas de cortar. Además, sólo vi terminar unos pantalones mientras estuve allí, aunque los trabajadores se movían sin cesar con piezas de tela de todo tipo. Una mujer estaba planchando, según comprobé, ropa de niño; y otra parecía hacer notables progresos con los fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las grandes máquinas de coser. Tuve la impresión de que confeccionaba un vestido de noche de mucho colorido, y bastante lascivo, además. He de decir que me admiró la eficacia con que manejaba el material, moviéndolo de un lado a otro bajo aquella inmensa aguja eléctrica. Esta mujer era sin duda una trabajadora muy diestra, y pensé que era doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de unos pantalones... para Levy Pants. Evidentemente había un problema moral en la fábrica.

Busqué al señor Palermo, el encargado, que suele estar siempre, por otra parte, a sólo unos pasos de la botella, como pueden testificar las muchas confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas de cortar y las máquinas de coser. Le busqué sin ningún éxito. Debía estar trasegando un almuerzo líquido en una de las muchas tabernas de los alrededores de nuestra empresa. En los alrededores de Levy Pants hay un bar en cada esquina, indicio de que en la zona los salarios son abismalmente bajos. En calles en las que los habitantes están particularmente desesperados, hay hasta tres y cuatro bares en cada cruce.

Yo, en mi inocencia, sospeché que la raíz de la apatía que había observado entre los obreros era aquel jazz indecoroso que emitían los altavoces estridentes de las paredes. La psique bombardeada por esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y atrofia. En consecuencia, busqué y apagué el interruptor que controlaba la música. Esta acción mía produjo un griterío general de protesta, bastante estridente y desafiantemente grosero, del conjunto de los trabajadores, que empezaron a mirarme hoscamente. Así que puse de nuevo la música, con una amplia sonrisa y un gesto amistoso, en una tentativa de reconocer mi error de juicio y ganarme la confianza de los trabajadores. (Sus inmensos ojos blancos estaban ya etiquetándome como un «Míster Charlie». Tendría que luchar para mostrarles mi dedicación casi psicótica a ayudarles.)

Era evidente que la presión constante de aquella música les había creado una reacción casi pavloviana al ruido, reacción que creían ya un placer. Como he pasado incontables horas de mi vida viendo a esos niños corrompidos de la televisión bailando al ritmo de tal género de música, conocía el espasmo físico que podía producir en teoría, e intenté allí mi propia versión conservadora del mismo, para pacificar aún más a los obreros. He de admitir que mi cuerpo se movió con sorprendente agilidad; no carezco de un cierto sentido innato del ritmo, sin duda mis ancestros debieron destacar bailando en las praderas y páramos de la Hiberna legendaria. Ignorando las miradas de los trabajadores, comencé a dar vueltas bajo uno de los altavoces gritando, contorsionándome y mascullando locamente: «¡Adelante! ¡Adelante ¡Hazlo, muchacho, hazlo ¡Escuchad lo que voy a deciros! ¡Buf!». Me di cuenta de que había recuperado terreno cuando varios obreros empezaron a señalarme y a reírse. Me reí a mi vez para demostrar que compartía su alegría. ¡De Casibüs Virorttm Illustrium! ¡De la Caída de Los Grandes Hombres! Se produjo mi caída. Literalmente. Mi peculiar organismo, debilitado por las vueltas (sobre todo en la región de las rodillas), se sublevó al fin y caí a plomo al suelo en mi insensata tentativa de ejecutar uno de los pasos más egregiamente perversos, uno que había visto muchas veces en la televisión. Los obreros parecieron inquietarse un tanto y me ayudaron a levantarme muy cortésmente, sonriendo del modo más cordial. Advertí entonces que ya no tenía que temer por el
faux pas
de apagarles la música.

Pese a lo que han estado sometidos, los negros son una gente bastante agradable en general. Yo había tenido poca relación con ellos, en realidad, pues sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Al hablar con algunos obreros, todos los cuales parecían deseosos de hablar conmigo, descubrí que cobraban aún menos que la señorita Trixie.

Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse en la burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación. Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase que alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el individuo descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha tomaría la forma de manifestaciones de protesta con los carteles y pancartas tradicionales, que, en este caso, dirían: «Muera la clase media», «Abajo la clase media». No me importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además, evitaría meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media en restaurantes y en transportes públicos, manteniendo incólumes la honradez y la grandeza intrínsecas de mi ser. Si un blanco de clase media fuera lo bastante suicida como para sentarse a mi lado, imagino que le golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una manaza, arrojando, con suma destreza, uno de mis cócteles molotov a un autobús en marcha atiborrado de blancos de clase media con la otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que al final me dejarían todos en paz, una vez evaluado el total de carnicería y de destrucción de propiedad.

Admiro el terror que son capaces de inspirar los negros en los corazones de algunos miembros del proletariado blanco y sólo desearía (ésta es una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar. El que es negro aterra simplemente por serlo; yo, sin embargo, tengo que esforzarme un poco para lograr el mismo fin. Quizá debería haber sido negro. Sospecho que habría sido un negro muy grande y muy aterrador, un negro que apretase continuamente su muslo monumental contra los muslos marchitos de las viejecitas blancas en los transportes públicos y provocase más de un grito de pánico. Además, si fuera negro, mi madre no me presionaría para que encontrara un trabajo bueno, pues no habría ningún trabajo bueno a mi disposición. Y además mi madre, una vieja negra agotada, estaría demasiado abatida por años de duro trabajo como doméstica para salir a jugar a los bolos de noche. Ella y yo viviríamos muy agradablemente en alguna choza mohosa de los suburbios, en un estado de paz sin ambiciones, comprendiendo satisfechos que no se nos quería, y que luchar y esforzarse no tenía sentido.

Sin embargo, no quiero presenciar el asqueroso espectáculo de la ascensión de los negros al seno de la clase media. Considero este movimiento una gran ofensa a su integridad como pueblo. Pero volvamos a lo nuestro, es decir, a Levy Pants, la mercantil musa de esta empresa concreta. Un proyecto para el futuro podría ser una historia social de Estados Unidos desde mi ventajosa posición como observador; si El diario de un chico trabajador alcanza algún éxito en las librerías, quizá esboce una semblanza de nuestra nación con mi pluma. Nuestra nación necesita el escrutinio de un observador completamente objetivo como vuestro Chico Trabajador; tengo ya en mis archivos una colección bastante formidable de notas y apuntes en la que se analiza el mundo contemporáneo con una cierta perspectiva.

Hemos de apresurarnos a volver en las alas de la prosa a la fábrica y a sus gentes, que fueron quienes provocaron mi digresión, quizá demasiado extensa. Como decía, acababan de levantarme del suelo, y mi actuación y la subsiguiente caída de nalgas habían provocado un gran sentimiento de camaradería. Les di las gracias cordialmente, ellos por su parte, con su acento inglés del siglo diecisiete, inquirieron sobre mi condición con la mayor solicitud. Yo estaba ileso, y, dado que el orgullo es un Pecado Mortal que creo que en general eludo, nada había resultado dañado.

Pasé entonces a preguntarles por la fábrica, pues tal era el propósito de mi visita. Se mostraron muy dispuestos a hablar conmigo y parecieron interesarse aún más en mí como persona. Al parecer, las tediosas horas entre las mesas de cortar hacían que fuese doblemente agradable la presencia de un visitante. Charlamos con toda libertad, aunque los trabajadores se mostraban en general evasivos respecto a su trabajo. En realidad, parecían más interesados en mí que en ninguna otra cosa; no me molestaron sus atenciones y eludí tranquilamente todas sus preguntas hasta que se hicieron, por último, más bien personales. Algunos de ellos, que habían aparecido de vez en cuando por la oficina, formularon preguntas muy agudas sobre la cruz y los otros adornos; una dama apasionada pidió permiso (que le fue concedido, claro está) para reunir de vez en cuando a algunos de sus cofrades al pie de la cruz a cantar espirituales. (Yo aborrezco los espirituales y todos esos perversos himnos calvinistas del siglo diecinueve, pero estaba dispuesto a soportar que atacasen mis tímpanos si unas canciones de coro hacían felices a aquellos trabajadores.) Cuando les pregunté por sus salarios, descubrí que la paga semanal media es de menos de treinta (30) dólares. Mi considerada opinión es que un individuo se merece más que eso como salario por el simple hecho de estar en una fábrica cinco días por semana, sobre todo si la fábrica es como la de Levy Pants, donde el techo agujereado amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Y, ¿quién sabe?, aquella gente quizá tuviese cosas mucho mejores que hacer que haraganear por Levy Pants; por ejemplo, componer jazz o crear bailes nuevos o hacer todas esas cosas que ellos hacen con tanta facilidad. No era extraño que reinara tanta apatía en la fábrica. Aun así era increíble que tanta disparidad como la que había entre el estancamiento de la producción en la fábrica y el tráfago febril de la oficina pudiesen albergarse dentro del mismo seno (Levy Pants). Si yo hubiera sido uno de los obreros (y habría sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, como dije antes), habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un salario decente.

Debo introducir aquí una nota. Cuando yo asistía esporádicamente, a las clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero se sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la singularidad y el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la originalidad de mision del mundo se hizo patente a través de la conversación, la Minkoff empezó a atacarme a todos los niveles, llegando incluso, en determinado momento, a darme patadas, bastante vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la fascinaba y la confundía al mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El provincianismo de los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter único y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna, en fin, creía que todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río Hudson eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase de seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la crueldad y la tortura. (No deseo yo defender concretamente a los blancos protestantes; tampoco les tengo en demasiada estima.)

Los modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la mesa, y nos quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes. Cuando manifesté mi desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo que yo era evidentemente un antisemita. Sus razonamientos eran una mixtura de medias verdades y de tópicos, su visión del mundo un compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de una historia de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi literalmente) con pringosos ejemplares de Hombres y masas y ¡Ahora! y A las barricadas y Agitación y Cambio y diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a organizaciones de las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la libertad, Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en fin, terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte, más viejo y más sabio, estaba terriblemente descomprometido.

Había conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la universidad a ver cómo estaban las cosas «por el sur». Desgraciadamente, me encontró a mí. El trauma de nuestro primer encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en una especie de affair (platónico, claro está). (Myrna era decididamente masoquista. Sólo era feliz cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus leotardos negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para sacarla de una audiencia del Senado). He de admitir que siempre sospeché que Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud rigurosa hacia el sexo le intrigaba. En cierto modo, me convertí para ella en otra especie de causa. Logré, no obstante, desbaratar todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi cuerpo y mi inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a aquellos sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la mayor parte del cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los rumores que corrían por el campus nos ligaban a las intrigas más inconcebiblemente depravadas.

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