—Os sorprendería —me dijo él— la facilidad con que un hombre de mi talento puede encontrar a quien de pronto recuerda haber visto lo que nadie sospecharía que ha visto. Solo tenéis que darme los detalles y yo os encontraré vuestros testigos.
—Muy bien. El hombre en cuestión se llama… mmm… Elias Gordon, y está acusado del asesinato de un hombre llamado Benjamin Weaver.
Groston arqueó las cejas.
—Oh, no. ¿Weaver está muerto? Vaya, es la mejor noticia que he oído desde hace siglos. —Por primera vez levantó la vista y sus ojos se encontraron con los míos. Supongo que, al igual que yo, él conocía mi cara de haberme visto por la ciudad, y enseguida se dio cuenta de su error—. Oh.
—Sí. Ahora, hablemos, señor Groston. Y para empezar vais a decirme quién os pagó para que encontrarais testigos para mi juicio.
Él hizo ademán de levantarse, pero yo salté con rapidez y le agarré por la muñeca.
—No contestaré ninguna de tus preguntas.
—¿Crees que cambiarías de opinión si te hundo la cabeza dentro de ese orinal lo bastante para que te ahogues con tus propios meados?
En lugar de dejar que pensara en aquella posibilidad, pasé a su lado del mostrador, le cogí de sus grasientos pelos con una mano y con la otra lo empujé al suelo con el fin de probar mi experimento. Como debéis de imaginar era un asunto desagradable, pues no deseaba que sus desechos me salpicaran, pero no me fue difícil meterle la cabeza en el orinal y sujetarlo así más de dos minutos… y todo ello sin que una sola gota de aquella porquería me manchara el traje.
Cuando noté que su resistencia disminuía peligrosamente, lo saqué y lo arrojé al suelo. Di un paso atrás, no fuera que le diera por sacudirse como un perro y me salpicara. Pero Groston se quedó allí tendido, jadeando, tosiendo y limpiándose los ojos.
—Sucio matón —dijo resollando—. ¿Estás loco?
—Quizá es una forma repugnante de tratar a un hombre, pero, puesto que lo he hecho una vez, no será ningún esfuerzo hacerlo una segunda. Bueno, lo preguntaré otra vez. ¿Quién pagó a esos testigos?
Él me miró fijamente, sin saber qué hacer, pero cuando vio que daba un paso hacia él, decidió que era mejor contármelo todo.
—¡Maldito seas! —gritó—. No sé quién era. Solo era un tipo, y no he vuelto a verlo.
—No te creo —le dije. Así que le eché mano del pelo y le di otro chapuzón. Esta vez lo tuve así un pelín más de lo aconsejable. Él pataleó, se sacudió, trató de hacer fuerza contra mi mano, pero no aflojé hasta que noté que la resistencia disminuía. Entonces lo levanté de un tirón y lo arrojé al suelo.
El hombre me miró con los ojos muy abiertos, escupiendo una mucosidad asquerosa. Sus intentos por hablar quedaron entorpecidos por una fuerte tos, y a punto estuvo de vomitar. Al final, consiguió encontrar la voz.
—Vete al infierno, Weaver. Casi me ahogas.
—Si me disgustas negándote a contestar mis preguntas —le expliqué—, tanto me da que vivas o mueras.
Él meneó la cabeza.
—Te lo he dicho, no lo conozco. Nunca lo había visto. Solo era un hombre. Ni alto ni bajo. Ni joven ni viejo. Ni delgado ni corpulento. Casi no recuerdo nada de él, solo que me dio una abultada bolsa de dinero, y para mí fue suficiente.
Volví a cogerlo de los pelos e hice ademán de meterlo en el orinal.
—Esta vez no voy a soltarte tan rápido.
—¡Basta! —chilló—. ¡Basta! ¡Te lo he dicho! ¡Te lo he dicho todo! ¿Quieres que me invente un nombre? Lo haré, si así me dejas en paz.
Lo solté y suspiré; empezaba a sospechar que me había dicho la verdad. Quizá ya lo sospechaba desde el principio, pero había querido aprovechar la ocasión para castigarlo.
—¿Quién es Johnson? Los dos testigos dijeron que yo utilicé ese nombre.
Él meneó su triste y maltrecha cabeza.
—No sé quién es. El que me contrató solo dijo que los testigos tenían que decir que dijiste ese nombre para que se pensaran que eras su agente.
Di un paso hacia él y volvió a chillar.
—Déjame —gritó—. Es todo lo que sé. Es todo lo que sé, de verdad. No sé nada más. Excepto…
—¿Excepto qué?
—Me dijo que si venías a preguntar por él que te diera una cosa.
Lo miré con incredulidad.
—¿Qué quieres decir?
—Verás. —Groston se levantó y se pasó las manos por la cara y la cabeza, echándose la porquería hacia atrás—. Me pareció muy raro. Le pregunté por qué va a venir aquí si lo más probable es que lo ahorquen. Él dijo que siempre cabía esa posibilidad, y que si venías tenía que darte una cosa. Todas se me morían, pero el tipo me dio dinero para comprar una fresca cada día, por si acaso.
—¿De qué estás hablando? ¿Morirse? ¿Una fresca?
Él levantó las manos.
—Ya te lo he dicho, no sé nada más. Ojalá no tenga que arrepentirme de habértelo dicho, pero eso es lo que me dijo, y no sé nada más.
—¿Qué es? ¿Qué te dijo que me dieras?
Estuvo rebuscando detrás del mostrador, buscando algo, musitando para sus adentros que no había comprado una fresca ni ese día ni el anterior, pero que seguro que había una. Yo no le quité el ojo de encima, por si le daba por sacarme un arma, pero no hubo armas. Al final encontró lo que buscaba y me lo tendió con mano temblorosa.
—Esto —dijo—. Cógelo.
No fue necesario que lo cogiera. Cogerlo era lo de menos. Era el objeto en sí lo que importaba, el mensaje implícito. Lo que me habían dejado era una rosa blanca. Aquella estaba marchita y medio seca, pero no había perdido su poder. Una rosa blanca.
El símbolo de los jacobitas.
Aquella noche Elias no me encontró precisamente alegre. Nos reunimos en otra taberna en la que ninguno de los dos había estado anteriormente. El lugar era más ruidoso de lo que hubiera querido, lleno de borrachos vociferantes —diría que en su mayoría tenderos— a los que les encantaba reírse escandalosamente por nada, cantar desentonando y hacer bailar a la mujer del tendero, una señora rolliza y entrada en años. Elias y yo nos encorvamos sobre nuestra mesa, como si tratáramos de mantenernos debajo de la nube de humo que pendía sobre el local.
—La rosa blanca —dijo él—. Eso no puede ser bueno.
—¿Por qué iban a querer atacarme los jacobitas?
—Dudo que sean ellos. Lo más probable es que alguien quiera hacerte creer eso. A los jacobitas no les interesan los juegos. Actúan en silencio y atacan manteniéndose a cubierto. Reconozco un engaño en cuanto lo veo.
—A menos que sean los jacobitas y hayan dejado la rosa para que piense que es un engaño y no sospeche de ellos.
Él asintió.
—Siempre existe esa posibilidad.
—Entonces sigo sin saber nada, a menos que no haya nada que saber.
Él meneó la cabeza.
—¿Y qué si hubiera algo que saber? ¿Te serviría de algo?
—Quizá vuelva a visitar a Rowley. Si le corto la otra oreja, a lo mejor esta vez me dice la verdad.
—Eso sería muy peligroso, y no podrás hacerlo. He oído que se ha retirado al campo para recuperarse. Rowley está fuera de tu alcance.
—Y seguro que está bien protegido.
—Sin duda. Todo esto es un lío. Ojalá hubiéramos sabido desde el principio que ese Ufford era jacobita. Te hubiera aconsejado que no te metieras.
Me encogí de hombros.
—Con rosa o sin ella, sigo sin entender nada. Por lo que parece, la mitad de la gente del país es jacobita. Uno más o menos no cambia nada.
—No estamos hablando de un ladrón de casas que alza su copa por el rey… —Y al decir esto agitó la mano sobre su vaso, el código escocés que los jacobitas utilizaban para brindar por el Pretendiente cuando sospechaban que había espías de los de Hanover cerca. El gesto significaba «El rey del otro lado del mar»—. Weaver, Ufford es un cura de la Iglesia anglicana. Si es jacobita, es muy probable que tenga muy buenos contactos, que esté actuando desde dentro.
—Pero ¿cómo puede haber jacobitas en la Iglesia anglicana? ¿No es ese el gran temor de la resistencia inglesa al Pretendiente? ¿Que convierta la nación en católica?
—Sí, pero en la Iglesia hay quien tiene tendencias papistas, y no cree que tengan derecho a elegir al monarca. Hubo muchos que se negaron a jurar lealtad al nuevo rey cuando el padre del Pretendiente huyó. Tienen un poderoso legado en la Iglesia, y están convencidos de que solo el Pretendiente puede devolverles su poder.
—A pesar de sus simpatías, North parece pensar que Ufford no tiene nada que ofrecer, solo palabras. No es probable que los jacobitas confíen en alguien así.
—Es difícil decirlo. Quizá tiene algo que ellos necesitan. O puede que North odie tanto a Ufford que solo ve debilidad donde se esconde una gran fuerza. Los jacobitas no han sobrevivido dándose publicidad precisamente. Por eso recelo de esa rosa. Esos hombres son como los jesuitas. Se ocultan. Se mueven en silencio. Se infiltran.
Yo me reí.
—Ya tengo bastantes preocupaciones. Lo que menos falta me hace es tener que andar mirando por encima del hombro por si me siguen sigilosos jesuitas.
—Pues tendría que preocuparte.
—No, lo que me preocupa es limpiar mi nombre, no quién intriga contra quién o quién será nuestro rey el año próximo. Esta investigación me resulta cada vez más frustrante.
Él meneó la cabeza.
—Mira, si quieres que hablemos de ello lo hablamos, pero me temo que no te gustará lo que voy a decirte. He pensado mucho en todo esto, y no creo que vayas a llegar muy lejos con ese planteamiento.
—¿No? —pregunté secamente. Elias me había encontrado ensangrentado y había elegido ponerme sal en las heridas.
Por la forma en que arqueó la ceja supe que se había dado cuenta de mi descontento, pero no estaba dispuesto a callar.
—Escucha, Weaver. Estás acostumbrado a examinar detenidamente los asuntos para descubrir la verdad. Quieres saber quién robó algo, o quién hirió a alguien, y cuando lo averiguas, cuando puedes demostrar lo que sabes, ya está. Pero en este caso la verdad no te sirve. Digamos que puedes demostrar que Dennis Dogmill está detrás de la muerte de Walter Yate. Y qué. Los tribunales ya han demostrado que no les interesa la verdad. ¿Contarás tu historia a los periódicos? Solo los periódicos de los tories la publicarían, y nadie que de antemano no se sienta inclinado a creerte lo hará solo porque lo diga un periódico partidista. Llevas todo el día pateando las calles con la esperanza de descubrir algo que no te servirá de nada. Lo único que has conseguido ha sido poner en peligro tu vida, nada más.
Meneé la cabeza.
—Si piensas volver a aconsejarme que huya, no pienso hacerlo.
—Te lo diría, pero sé que no serviría de nada. Lo que quería era proponerte un plan. Dado que en este caso descubrir y demostrar la verdad no será suficiente, debes encontrar la forma de utilizar lo que descubras. No vencerás demostrando únicamente que no mataste a Yate, porque eso ya lo has hecho y no te ha servido de nada. No vencerás demostrando quién ha matado a Yate, porque los que tienen el poder han demostrado que les importa un comino la verdad. No, tienes que lograr que Dennis Dogmill necesite que seas exculpado, y entonces puedes estar seguro de que él se encargará de todo.
Me sentía reacio a abandonar mi mal humor, pero confieso que Elias me había intrigado.
—Y eso ¿cómo lo hago?
—Descubriendo lo que no quiere que se descubra y llegando a un acuerdo con él.
Ahí tenía algo positivo; me gustaba.
—¿Estás hablando de extorsión?
—Yo no lo diría así exactamente, pero sí, es eso. Debes darle la opción de deshacer lo que ha hecho o enfrentarse a la ruina.
—¿Propones que le amenace?
—Ya lo has visto. No creo que cortándole una oreja logres que un hombre tan violento ceda a tus exigencias. Debes descubrir a qué tiene miedo. Preocúpate menos por el motivo que le llevó a matar a Yate y más por saber por qué quería que te culparan a ti. Seguramente sabes, o él cree que sabes, algo que puede perjudicarle. Ahora tienes que averiguar qué es y utilizarlo en su contra.
—No creo que lo que propones sea tan distinto de lo que estoy haciendo.
—Puede. Pero tus métodos te ponen en un grave peligro. ¿Cuánto tiempo podrás seguir llevando esa librea de lacayo? Sin duda el señor North contará lo que ha visto.
—Tendré que conseguir ropas nuevas.
—Estoy de acuerdo —dijo con toda la intención—. Pero ¿qué clase de ropa?
Suspiré con impaciencia.
—Sospecho que tú tienes la respuesta.
—Sí, es evidente, ¿verdad? —dijo, feliz—. Verás, me temo que, por la forma en que estás llevando tus asuntos, solo es cuestión de tiempo que te reconozcan y te apresen. Pero creo que he descubierto cómo evitar tan desafortunado desenlace. —Hizo una pausa para tomar un sorbo con dramatismo—. ¿Te acuerdas del año pasado, cuando vimos el espectáculo de un hombre llamado Isaac Watt en la feria de Bartholomew?
Volvió a mi memoria aquel día de alcohol, cuando estábamos estúpidamente entre una multitud maloliente, observando a un hombrecito muy diestro que hacía trucos asombrosos ante una chusma entusiasta y borracha.
—¿El que hacía desaparecer monedas y aparecer pollos y ese tipo de cosas? ¿Qué le pasa? ¿A quién le importa en estos momentos un feriante?
—Escucha un momento. Después de ver su espectáculo, me interesé por conocer los misterios de la prestidigitación. No me interesaban los secretos que había detrás de los distintos trucos… no tenía ningún interés en hacer juegos de manos. No, lo que me interesaba eran los principios que hacen que los trucos funcionen. A raíz de mis lecturas he descubierto que todo se basa en el principio de la distracción. El señor Watt actúa de tal forma que tienes que mirar lo que hace su mano derecha. Y eso le permite utilizar la izquierda con libertad. Nadie mira esa mano, así que puede hacer lo que quiera con ella sin que nadie se fije, aunque esté al descubierto.
—Muy interesante, y de no ser porque el grueso de las fuerzas del rey me buscan para acabar con mi vida, compartiría tu entusiasmo por este tema. Pero en estos momentos no acabo de ver en qué puede ayudarme.
—Creo que debemos ocultarte utilizando el principio de la distracción. Utilizaremos esas cuatrocientas libras que has conseguido para comprarte ropa nueva y pelucas y buscarte un bonito lugar donde vivir. Elegirás un nuevo nombre, y entonces podrás moverte entre la élite de la ciudad sin que te molesten, porque a nadie se le ocurriría buscar ahí a Benjamin Weaver. Podrías encontrarte con gente que te ha visto una docena de veces y lo único que pensará es que le resultas familiar.