La conjura (46 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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Cuando Greenbill pasó delante de un callejón, eché a correr y lo golpeé con fuerza en la nuca con las dos manos cruzadas. Reconozco que confié un poco en la suerte. Esperaba que cayera de bruces y no pudiera verme; esta vez los dados me favorecieron. Greenbill cayó sobre los desperdicios del callejón —el contenido de orinales, pedazos de perros muertos roídos por ratas hambrientas, corazones de manzanas y conchas de ostras— y lo empujé contra el suelo con fuerza, haciendo que su cabeza se hundiera en la tierra blanda. Desesperado por mantener mi anonimato, le arranqué la lazada del cuello y se la puse a modo de venda sobre los ojos. Ayudándome con la rodilla para sujetarle los brazos, le até la venda con fuerza y entonces le di la vuelta para sacarle la cara del cieno.

—Parecías muy satisfecho en esa taberna, con los guardias de aduanas —comenté con acento irlandés. Con ello pretendía proteger mi identidad y hacerle creer que el atacante era un agente jacobita—. No pareces igual de satisfecho ahora, ¿eh, amigo?

—Quizá no —dijo—, pero en la taberna no tenía los ojos vendados ni estaba bañándome en mierda. Es difícil sentirse uno satisfecho cuando tienes eso en tu contra.

—Tú nadas en cosas mucho peores que la mierda, amigo, he estado observándote, y conozco tu secreto.

—¿Y cuál es ese secreto? Tengo tantos que dudo que los hayas descubierto todos.

—Que estás al servicio de Dennis Dogmill. Creo que esa revelación podría arruinar tu reputación entre los estibadores.

—Y lo haría, hombre de la lluvia —reconoció—, pero al menos Dennis Dogmill tendría que darme un puesto más digno. Crees que me asustas diciéndome eso, pero me estarías haciendo un favor. Así que venga, pórtate todo lo mal que puedas, irlandés. Ya veremos quién sale ganando y quién acaba con un miserable plato de avena hervida.

En un movimiento que había aprendido en algunas de mis actuaciones menos honorables como luchador, le di la vuelta, le agarré el brazo y se lo doblé con fuerza a la espalda, hasta que aulló de forma lastimera.

—Son los escoceses los que comen avena —le dije—, no los irlandeses. Y lo de portarme mal, bueno, retorcerte el brazo no es ni remotamente tan malo como lo que tenía pensado. Así que, ahora que ves que no estoy de humor para tonterías, a lo mejor te apetece contestarme unas preguntillas. ¿O necesitas otra demostración? —Y le retorcí más el brazo.

—¡Qué! —gritó—. ¡Pregunta, maldito seas!

—¿Quién mató a Walter Yate?

—¿Tú qué crees, idiota? —gruñó—. Yo lo maté. Le pegué con una barra de metal y lo maté como se merecía.

Estaba perplejo. Llevaba tanto tiempo buscando la respuesta a aquella pregunta que no podía creer lo que acababa de oír. Una confesión. Una confesión de culpabilidad. Los dos sabíamos que no podía hacer nada con ella. Sin dos testigos, la confesión no tendría validez ante un tribunal, y eso suponiendo que pudiera encontrar a un juez honrado. Pero para mí era importante haber descubierto por fin la respuesta a aquella apremiante pregunta.

—¿Lo hiciste por orden de Dogmill? —pregunté.

—No exactamente. Las cosas no son siempre tan claras.

—No te entiendo.

Tragó aire.

—Dogmill me dijo que me ocupara de él, y yo me ocupé de Yate. No sé si quería que lo matara o no. Ni sé si se enteró de que había muerto. Lo que sabía es que el tipo que quería que le quitara de en medio ya no estaba y eso le bastó. Dogmill es un gran comerciante, y a él le da lo mismo si los que son como nosotros nos morimos o no. Para él no somos personas, solo somos gusanos que puede pisar o apartar del camino… lo que sea. Lo único que le interesa es si lo molestamos.

—Pero mataste a Yate sin remordimientos.

—Eso lo dirás tú que sin remordimiento, pero no lo sabes seguro. Hice lo que tenía que hacer para conservar mi trabajo. Nada más. No puedo decir si hice bien o mal, yo solo sé que me renumeraron.

—¿Y por qué Benjamin Weaver? —pregunté—. ¿Por qué Dogmill quiso culparle a él?

Si mi pregunta le hizo sospechar que estaba en las manos de Weaver, no se notó.

—Eso no puedo decírtelo. A mí también me pareció raro. Y yo no me hubiera metido con un hombre así por nada. Pero nunca se me ha ocurrido preguntarle a Dogmill. Sus misivos son suyos, así que será mejor que se los preguntes tú mismo.

—¿Y qué hay de Arthur Groston, el vendedor de pruebas, y los hombres que testificaron en el juicio de Weaver? ¿Los mataste tú también?

—Dogmill me dijo «haz que parezca que el judío está defendiéndose», y eso es lo que hice. Nada más. No tenía nada en contra de esos tipos.

No dije nada. No se oía nada, salvo nuestra respiración, pesada y espesa en el aire de la noche. No había ninguna salida fácil para mí. No podía llevar a aquel hombre ante un juez o un guardia, pues la opción de la honradez me estaba vedada. Bien podía ser que un juez honrado investigara estos asuntos, pero era una vana esperanza. Por tanto, podía matar a Greenbill por lo que había hecho e impartir mi propia justicia o dejar que se fuera con la esperanza de encontrar una mejor ocasión para limpiar mi nombre, aun a riesgo de que él quedara impune del crimen de asesinato. Lo primero me parecía lo más satisfactorio; lo último, lo más práctico.

Sin embargo, si lo dejaba marchar, era posible que no volviera a tenerlo a mi alcance y, si me prendieran y me ahorcaran por su crimen, el recuerdo de este momento me amargaría mis últimos días en este mundo.

Aflojé el brazo con que lo sujetaba.

—Vete —dije en voz baja, poco más que en un susurro—. Ve y dile a tu amo qué has hecho en su nombre. Y dile que voy a por él.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Greenbill con voz rasposa—. ¿Un agente de Melbury o del Pretendiente… o de ambos? Si he de decírselo, tendré que saber de qué hablo.

—Puedes decirle que tendrá que enfrentarse a la justicia muy pronto. No puede esconderse de mí… de nosotros —añadí, no fuera que entendiera mis palabras demasiado bien.

Lo solté y retrocedí unos pasos, para dejar que se incorporara. El brazo con el que le había martirizado colgaba flácido a un lado, pero utilizó el otro para apoyarse en la porquería y ponerse derecho. Una vez en pie, utilizó su mano buena para desatar la venda de los ojos y se esfumó. Lo observé mientras se iba y sentí una considerable tristeza. Antes de conocer todos los hechos tenía la esperanza de hacer algún extraordinario descubrimiento que me permitiera clarificar mi situación y dar una orientación clara y definitiva a mi camino. En cambio, me había encontrado todo lo contrario: órdenes ambiguas y actos cobardes. No sabía por dónde seguir.

24

La noche siguiente, el viernes, me preparé para corresponder a la invitación de Melbury. Con cierta ironía se me ocurrió que, de no ser un criminal buscado por la justicia, seguramente aquella noche habría acudido a casa de mis tíos a celebrar el sabbat hebreo. Y en cambio, iba a cenar con una mujer que había sido su nuera y que ahora era miembro de la Iglesia anglicana.

Me vestí con el mejor de los trajes que el señor Swan había confeccionado para mí y fui a casa de Melbury; llegué a la hora exacta a la que se me había invitado. Sin embargo, Melbury estaba ocupado y tuve que esperar en la salita de recibir. Llevaba apenas unos minutos allí cuando Melbury salió acompañado de un caballero de más edad ataviado con los colores eclesiásticos. Este individuo caminaba con grandes dificultades, ayudándose de un bastón, y parecía tener una salud muy frágil.

El señor Melbury me sonrió y me presentó enseguida a su invitado, que no era otro que el famoso Francis Atterbury, obispo de Rochester. Incluso yo, que me interesaba por la Iglesia anglicana tanto como por la sodomía en Italia, había oído hablar de tamaña lumbrera, uno de los más elocuentes defensores de la restauración de los antiguos privilegios y el poder de la Iglesia. Sabiendo, pues, quién era, me sentí algo incómodo, pues poco sabía de las formas que corresponden a tan augusto personaje. Me limité a hacer una reverencia y musité algo sobre el honor de conocer a su excelencia. El obispo contestó con una sonrisa forzada y correspondió a mis amables palabras con cierto escepticismo, antes de abandonar la habitación cojeando.

—Me alegra volver a veros —dijo Melbury. Me pasó un vaso de clarete sin preguntarme si quería—. Olvidaos del aspecto taciturno de su excelencia. Padece grandes dolores por causa de la gota y, como sabéis, su mujer ha muerto recientemente.

—No lo sabía, y lamento oírlo. Es un gran hombre —añadí, pues sabía que en general tal era la opinión de los tories.

—Sí, espero que esté de mejor humor para la cena, pues su conversación es muy entretenida cuando está animado. Bueno, nosotros dos tenemos ciertos asuntos que tratar antes de reunirnos con los otros invitados. He leído con interés vuestra aventura. El incidente en el centro electoral nos ha reportado no pocos votos, señor. Ahora se os conoce como el comerciante de tabaco tory, y sois el símbolo viviente de las diferencias entre nuestros dos partidos. Vuestra acción en defensa de la hermana de Dogmill se ha hecho famosa y, aunque defendisteis a una colaboradora de los whigs, habéis beneficiado mucho a vuestro partido. —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. Sin embargo, he estado pensando en este asunto, y no acabo de entender qué hacíais buscando votos para Hertcomb.

—No participé realmente en esa actividad —expliqué, sintiéndome como un escolar que ha sido descubierto en alguna infracción absurda—. Me limité a acompañarlos. Después de todo, soy amigo de la señorita Dogmill.

—En política no existen los amigos —me dijo Melbury—. No fuera del propio partido, y desde luego no en época de elecciones.

No debería haberle enseñado los dientes, pero empezaba a cansarme de que me tratara como si yo viviera exclusivamente a su servicio. Haberme visto obligado a aflojar mi bolsa con el recaudador de deudas me había alterado no poco. Y, me dije a mí mismo, nadie salvo un adulador hubiera dejado de manifestar su indignación ante semejante abuso.

—Tal vez no pueda haber amigos en política —dije con suavidad—. Pero os recuerdo que yo no me presento para los Comunes y puedo tener amistad con quien me plazca.

—Por supuesto —concedió Melbury afablemente, temiendo quizá haberse excedido—. Es solo que no querría veros sucumbir ante las artimañas del enemigo, incluso si utiliza a una bella hermana para lograrlo.

—¿Cómo? —exclamé—. ¿Estáis insinuando que el interés de la señorita Dogmill por mi compañía solo es para servir a su hermano?

Melbury volvió a reír.

—Bueno, desde luego. ¿Qué pensabais? ¿Hay alguna otra razón para que de pronto se acerque a un enemigo tory de su hermano en época de elecciones? Vamos, señor. Sin duda sabéis que la señorita Dogmill es una bella mujer con una bella fortuna. En la ciudad hay un gran número de hombres que desearían haber conseguido lo que a vos se os ha dado sin más. ¿Creéis que no hay ninguna razón para vuestro éxito?

—Creo que hay una razón, sí —dije algo acalorado, aunque no hubiera podido justificar mi reacción. Solo sabía que, por muy absurdo que parezca, me ofendió que Matthew Evans hubiera sido insultado—. La razón es que a esa dama le gusto.

Creo que Melbury pensó que había llevado el asunto demasiado lejos, pues me puso una mano en el hombro y rió con gesto cordial.

—¿Y por qué no? Solo digo que debéis tener cuidado, señor, no sea que el señor Dogmill trate de utilizar el aprecio que profesáis por su hermana para su provecho.

No era eso lo que había insinuado, pero no tenía sentido que insistiera, así que dejé que se replegara sin acosarlo.

—Sé perfectamente cómo es Dogmill. Y ciertamente tendré cuidado con él.

—Muy bien. —Melbury volvió a llenar su vaso, y bebió la mitad de un trago—. Os he pedido que vinierais esta noche, señor Evans, porque hablando con algunos de los hombres más importantes del partido me ha parecido entender que ninguno de ellos tiene trato con vos. Sé que acabáis de llegar a Londres, así que he pensado que esta cena sería una buena ocasión para que conocierais a ciertas personas de relevancia.

—Sois muy amable —le aseguré.

—Nadie lo negaría. Sin embargo, me gustaría pediros algo a cambio. Cuando nos conocimos, me hicisteis ciertos comentarios en relación a los hombres que trabajan en los muelles y su vinculación con el señor Dogmill. Tal vez no fui muy prudente al desdeñar vuestras palabras, pues entiendo que estos estibadores se han convertido en una fuente de disturbios contra nuestra causa. Pero veréis que ahora sí estoy dispuesto a escucharos.

Era muy generoso que se ofreciera a escucharme, pero yo no tenía ni idea de qué decir. Uno de los inconvenientes de mi personaje era que con frecuencia tenía que inventar información en el momento, y me resultaba difícil no confundirme con tantas mentiras en mi cabeza.

—No sé qué más puedo añadir —dije, tratando de recordar lo que le había dicho la primera vez; quizá que Dogmill pagaba a los funcionarios de aduanas o algo por el estilo—. Me asegurasteis que lo que quería deciros era de dominio público.

—No lo dudo, no lo dudo. Sin embargo, debo señalar que las elecciones han entrado ya en su segundo tercio. Ahora que se ha dispersado a los alborotadores, creo que podré salvar mi liderazgo, pero me gustaría disponer de alguna munición adicional. Así que, si tenéis algo que decir, os ruego que lo digáis ahora.

Estaba a punto de volver a negar o repetirle lo que ya le había dicho de Dogmill cuando se me ocurrió una idea. Hasta ese momento, yo no había sido más que un acérrimo defensor, y desde luego él conocía mi lealtad. Pero, de la misma forma que un hombre empieza a despreciar a la mujer que no ofrece resistencia, me pregunté si Melbury no empezaba a tenerme en menos por la facilidad con que podía utilizarme. Así pues, decidí utilizar algunas artimañas femeninas.

Negué con la cabeza.

—Ojalá pudiera deciros más, pero hablar sería prematuro. Solo puedo prometeros una cosa, señor. En estos momentos estoy en posesión de una información que acabaría con el señor Hertcomb, pero temo que también pueda perjudicar a vuestro bando. Debo averiguar más detalles para poder asegurar que el villano es Hertcomb y no alguna otra persona.

Melbury apuró su vaso y volvió a llenarlo sin preocuparse por si yo quería más (y, según recuerdo con cierto pesar, sí quería).

—¿Qué queréis decir? ¿Podría acabar con Hertcomb y afectarme a mí? No sé de qué habláis.

—Yo mismo no tengo más idea que vos. Por eso debéis esperar hasta que tenga la información que necesito.

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