La conquista del aire

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Authors: Belén Gopegui

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La conquista del aire
Belén Gopegui

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A la memoria de Miguel Verdaguer y

a José Manuel Baráibar

Prólogo

Viene siendo costumbre en los últimos tiempos que algunos autores y autoras se insinúen a través de la contraportada de su novela. Apenas nada, dos o tres líneas para sugerir cuál fue la dificultad que quisieron resolver o bien, si ésta se aparece con evidencia suficiente, dos o tres líneas dedicadas al sesgo de la narración, a cierta especie de luz que se proyecta sobre la materia tratada y, al dejar trozos en sombra, resalta una mejilla, un busto, un conflicto argumental. Líneas sin firma, líneas de contrabando mezcladas con aquellas otras en que el libro se anuncia a sí mismo.

¿Por qué no renunciar del todo?, me he preguntado a menudo. ¿Por qué no entregar ese texto a los profesionales de la publicidad y someterse a un código retórico cuyo fin es administrar los deseos ajenos? Pero cada cierto tiempo vuelvo a verlas: entre el elogio del editor y la marca del autor y el resumen atractivo de la historia, aparecen esas líneas, como si más allá de la publicidad alentara un resto de sentido. Mientras la publicidad apela a las carencias del receptor, y busca seducir antes que convencer, algún autor o autora quiere apelar todavía a la inteligencia, decir que la novela no es un mero artefacto estimulador de sensaciones, que no es equivalente a ciertos productos televisivos o a ciertos juegos de ordenador concebidos para que los destinatarios se sientan ya perspicaces, ya intrigados, ya gratificados en sus carencias emocionales.

Cabe, también, cuestionar el límite de las líneas de contrabando. El prólogo, intervención que precede al discurso, al logos, es una práctica de tiempos confusos. Estos nuestros lo son así en lo que concierne a los valores, así en lo que concierne a la novela. Cayó la modernidad, cayó nuestro pequeño imperio austrohúngaro y estamos, como los personajes de Joseph Roth, moviéndonos en coordenadas que desaparecen. Hasta tanto las nuevas no se perfilen con claridad, me interesa introducir el espacio desde el que he planteado
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, al margen de que las declaraciones de un autor o autora no deban ser determinantes, pero sí útiles.

«Creo que el dilema entre el arte como medio y el arte como algo autónomo en su propio ámbito definido no es tal dilema: los términos y las cuestiones que se suscitan son más bien las pruebas de un fracaso», escribió Raymond Williams. Este dilema, esta derrota, ha marcado la novela del siglo
XX
, y lo ha hecho con tal fuerza que ya no vemos su origen inquisitivo sino que lo aceptamos como descripción del único terreno en que puede producirse la literatura. Un terreno bífido que atañe a una y sólo a una de estas dos opciones.

Sin duda, la novela como medio ha ganado la partida, pervirtiendo de cualquier modo su origen y pasando a ser novela como medio para entretener: novela que triunfa cuando logra que el lector o lectora deje, durante algunas horas, de pensar y se limite a responder a los estímulos de la lectura con obediencia. En este sentido, estimo que la intriga, la pena, el morbo o el deseo de emulación son respuestas emocionales, pero que también lo son la simpatía por las ocurrencias del narrador, o la complicidad en el reconocimiento de guiños formales y literarios. En cuanto a la novela como algo autónomo en su propio ámbito definido, habiendo quedado relegada a la insuficiente categoría de novela de productores que leen los productores, curiosamente acaba por convertirse en una variedad singular de la novela como medio para generar, en su caso, prestigio o separación.

Va a terminar el siglo, aunque probablemente la historia diga que el siglo terminó en noviembre de 1989. Aquel dilema señalado por Raymond Williams fue el fruto de una sociedad no asentada, una sociedad que confiaba en erigir mamparas infranqueables entre la barbarie exterior y la vida sensible de la burguesía. Hoy las mamparas se han roto, ya no quedan jardines inviolados ni una cultura heredada, ni un modo de ser que aísle las mansiones de la vida vulgar. Sólo el dinero instituye indumentarias, modales, tradiciones, pero el dinero es algo fungible y es, por tanto, lo opuesto a la esencia. En la medida en que ha desaparecido el balneario de la cultura, desaparece también la posibilidad de elegir una novela escrita para el interior o el exterior del balneario.

Ahora la novela no se enfrenta a un problema de ámbitos ni de públicos sino, me parece, a un problema de configuración. Así como una línea describe una trayectoria pero sólo el vector del sentido introduce un hacia dónde, así el trazo de la experiencia contiene los sucesos, pero sin el sentido no es más que una vía muerta. La novela que no nombre el significado, que no ilumine el sentido, la novela que sólo quiera ser emoción y no ser emoción que se sabe a sí misma, terminará por confundirse con cualquier otro medio de entretenimiento. Y bien, si la novela actúa como instrumento formador de vida en tanto que propone estructuras, criterios, direcciones para la experiencia de las personas, entonces la emoción no puede ser, se entiende, eliminada. Pero sólo cobra significado narrativo cuando una conciencia entra en relación con ella, tal es el territorio de lo novelable: emoción y conciencia, razón y sentimiento, el mito y el logos.

Dicho de otro modo, la novela se pierde, se diluye, cuando renuncia a saber, así un actor que, complaciéndose de tal modo en su engaño, en los efectos de su engaño, olvida que una vez hubo un engaño y se entrega de lleno a su papel: ya no sabe por qué quiso simular la enfermedad o la locura pues ahora su cuerpo está realmente enfermo, pero tanto le deleita ver cómo el público se conmueve con sus gemidos, se ríe con sus muecas, que cada día las acentúa más, extrema los temblores, la
maniera
, pendiente sólo de producir efectos pues es lo único que tiene y ya no sabe qué venía después del efecto.

Después del efecto viene, a mi juicio y como decía, el significado. Aun cuando el escritor o la escritora escriban porque poseen un temperamento narcisista, por soberbia o porque han encontrado una fuente de ingresos, su narrador, la voz que da cuenta de una historia, no es carnal. Su interés no está anclado en motivos anteriores sino que lo determina el sentido de su narración. El interés del narrador de
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pudiera ser mostrar algunos mecanismos que empañan la hipotética libertad del sujeto. Para ello ha elegido una historia de dinero. Si del discurso dominante se sigue que quienes tengan sus necesidades mínimas cubiertas pueden actuar frente al dinero como frente a una realidad externa, separada, y ser desprendidos o austeros o avariciosos, y darle más o menos importancia, esta novela plantea la posibilidad de que el dinero anide hoy en la conciencia moral del sujeto.

El período de expansión del capitalismo produjo historias de grandes fortunas e incluso de herencias medianas que habían de batirse con otras instancias de legitimidad, así el rango aristocrático, la política o el talento. En la Grecia clásica, al menos algunos hombres podían desarrollar sus facultades en la asamblea, en el teatro, en la lucha, y confinar el dinero al recinto de lo doméstico. Hoy, sin embargo, cualquier instancia decae frente a la única capaz de traducir a todas las demás. El progreso acabó con los privilegios aristocráticos, pero no pudo instaurar la hegemonía de lo común, de la razón, sino un único y último valor de cambio. No obstante, parecería que hay áreas no tocadas, tal vez el discurso idealista en torno a ciertos valores y el discurso de los afectos.

El narrador quiere saber si es cierto que esas áreas permanecen al margen o si es tal la socialización que el dinero crece con el sujeto, construye su conciencia y, por tanto, a partir de ahora sería cuando menos romántico y falaz escribir una novela de aprendizaje pues, no habiendo escalas de valores en liza, primero tendría que darse la posibilidad de que una persona actúe de forma libre y entre en conflicto con la realidad sin haber interiorizado el libro de órdenes de nuestro tiempo. El narrador quiere saber y por eso narra.

Agosto de 1997

Primera parte
I

No dormían. Era el martes 11 de octubre de 1994, la noche había caído sobre Madrid hacía ya varias horas y, en las calles, escaparates encendidos, luces de automóviles, el alumbrado público, rótulos, el párrafo de claridad en la escalera de los edificios repentinamente abiertos, mujeres fumando, hombres fumando, el interior de los últimos autobuses, ventanas como sellos luminosos y semáforos disputaban contra esa sombra mientras, en camas y pisos distintos, Carlos Maceda, Santiago Álvarez y Marta Timoner se debatían con el insomnio.

Habían comido los tres juntos, como solían hacer una vez cada dos o tres meses, al margen de que se vieran, con sus parejas o solos, en otras ocasiones. Al restaurante se entraba por una puerta en arco de madera pintada de rojo. Pese a la tosquedad del suelo demasiado gastado, igual que las paredes, los precios no eran bajos o así se lo había parecido a ellos la primera vez que fueron, diez años atrás, reunidos entonces para celebrar el final de sus carreras universitarias.

No dormían. Veían un salero. No lejos de su mesa, una manzana en un frutero blanco. Veían el resultado de la conversación: ocho millones. Mientras esperaban el primer plato, estuvieron hablando de un conocido común con el énfasis de los que han elegido invocar en voz alta una escala de valores. Cuando ya les traían el pisto, la menestra, la crema de puerros, Carlos Maceda dijo:

—¿Podéis prestarme dinero? Es para mi empresa.

Como agua quieta el calor se les depositaba sobre las piernas. La almohada estaba tibia.

Carlos intentaba apoyar el pecho en la espalda de Ainhoa, amoldarse a su respiración, pero su mujer se revolvía, tensa. Santiago tenía los ojos abiertos, estaba solo. Marta se levantó procurando no despertar a Guillermo.

Había una quemadura en el mantel. Ocupaba la mitad de un cuadrado rojo y el borde de uno blanco. Marta la recordaba porque había puesto el mechero sobre la quemadura sin darse cuenta y luego, al cogerlo, la había visto, y había pasado el dedo por sus bordes. Carlos necesitaba ocho millones de pesetas, cuatro de cada uno. El paño rojo y el pan. Ese salero. Marta se tumbó en el sofá del salón. Cuatro millones equivalían al sueldo de un año y medio. Era como si Carlos le hubiera pedido prestado su año sabático. Se vio a sí misma, una vez más, en ese año que dedicaría a estudiar en Alemania. Después, y supo que era después, se dijo que también Guillermo contaba con los cuatro millones, en realidad los dos contaban con ellos para comprar una casa, aunque Guillermo, pensó, no se lo recordaría. De algún modo el dinero le pertenecía más a Marta; a fin de cuentas, tres millones y medio los había aportado ella cuando se casaron. Y el coche era un regalo de sus padres. Gracias a eso, en cuatro años habían conseguido ahorrar dos millones más, a pesar de los viajes, la buena vida y el alquiler un poco excesivo del piso. No tenía por qué pasar nada, pero si pasaba contarían con un millón y medio. Era un riesgo asumible, se dijo. Además, Guillermo apreciaba a Carlos. Guillermo entendería que si ellos dos hubieran tenido un problema grave, Marta no habría dudado en recurrir a Carlos. En cambio, si en la comida ella hubiera mentido a Carlos diciéndole que no disponían de ese dinero, Guillermo, cuando ella se lo contara, la recriminaría. Enchufó los auriculares al equipo de música. Pero no llegó a ponérselos. Oídos a través del tabique, los ronquidos de Guillermo en vez de ponerle nerviosa la calmaban.

Carlos Maceda notaba que iba a dormirse. Había encontrado ya un portal con saledizo donde aguardar a que pasara la lluvia del insomnio, un pedazo seco de acera al amparo de dos palabras: «Lo necesito». Porque se había atrevido a decírselas a Santiago y a Marta, ahora las podía repetir. Cierto que había dudado. Temía atropellarse, perder confianza y, en el último momento, verse impelido a pedir excusas o a dar explicaciones. Resistió, sin embargo. Dijo:

—Lo necesito. —Y después esperó con los ojos rápidos. El puente recto de la nariz de Santiago, la boca de Marta, el salero, la frasca de vino. Sus manos palparon la mesa buscando el pan. Y pensó que también ellos estarían aguantando el silencio mientras elegían la respuesta. Ocho millones. Cuatro de cada uno. Carlos había calculado que los tenían y que aún les quedaría algo, quizá no mucho más, en el banco, disponible. Estaba allí el dinero. Era un número en un ordenador, era una posibilidad y él la necesitaba. Mover el dinero de sitio. Que durante algún tiempo esa posibilidad estuviera en el balance de Jard, S.L. Y luego regresara a su lugar de origen. Unos pocos meses, muy pocos, el tiempo mínimo para no tener que liquidar la empresa, para terminar el trabajo empezado y poder venderlo. Ocho millones para no tirarlo todo por la borda. Cuatro más cuatro más cero. Tres amigos. Los tres mejores amigos. Ellos debían de saber que si lo pedía era porque de verdad lo necesitaba, y porque iba a devolverlo. Se dio la vuelta. Su pierna izquierda rozó el pie derecho de Ainhoa.

Minutos después Santiago Álvarez miraba hacia la mesilla y veía las 4.05 en números rojos. A Sol no le gustaban los despertadores con luz, por eso cuando ella dormía allí, Santiago ponía los números contra la pared. Pero Santiago estaba solo. Sol se había ido de viaje y, además, Sol tenía su propia casa. Aun estando ella en Madrid, podían haber dormido cada uno en su casa. No le extrañaba a Santiago la cama medio vacía, ni tampoco el insomnio. La vigilia. Vigilar la rendija de la persiana por donde aparece una interferencia de luz. Levantarse a cerrarla para ver cómo la habitación se hace negra y, después, permanecer tumbado, dentro de esa gelatina de oscuridad. El insomnio le parecía lo mejor de sí mismo. Una especie de garantía, una fianza. En el insomnio podía ver durante cuánto tiempo la respuesta adecuada había estado en su boca sin salir fuera. Por eso Marta se le adelantó: «Tengo que preguntarle a Guillermo pero no creo que haya problemas —había dicho. Y acto seguido—: Cuenta con ello». Ésa era, en efecto, la respuesta adecuada. ¿Adecuada, o quizá debía decir obligada? ¿De dónde le venía esa obligación? ¿Y por qué, y gracias a qué esa obligación había podido más que todo su miedo? Se había sumado enseguida a las palabras de Marta: «Claro, Carlos, cuenta con ello». Con algunos segundos de retraso pero al menos, a diferencia de Marta, él se había comprometido sin condiciones, sin maridos ni esposas ni veredictos pendientes.

El agua se rompió en el grifo del lavabo cuando Carlos puso las manos. Deshechos, fríos, los chorros le mojaban las muñecas. Enchufó la maquinilla eléctrica, vio su mentón, sus ojos castaños, su flequillo y al final del espejo, dos futuros: Marta y Santiago hipotecando, por su causa, un grado de libertad. Carlos pensó en el plazo. Aunque nadie había hablado de plazos, esperaba que ellos le hubieran fijado uno. Él, desde luego, se lo había fijado. Cuatro meses. Devolvérselo antes del 10 de febrero. Y era un plazo tan duro, tan inapelable como el ruido que hizo el cierre de la correa metálica de su reloj. Cuando le dieran el cheque, se lo diría. Casi se arrepintió de haberse afeitado: ahora su cara parecía más joven y accesible.

A las nueve y media Santiago encendía su primer cigarrillo, Marta entraba en el ministerio y Carlos arrancaba la vespa. Era de color naranja claro. Carlos sabía que le daba un aire de cartero, sobre todo si llevaba colgada en bandolera su vieja bolsa de lona marrón. Ainhoa quería que tirase esa bolsa. Ainhoa aún no sabía lo del préstamo.

En el ministerio, Marta Timoner empezó a ordenar su mesa. Miraba los papeles acumulados como si el trabajo fuese obligatorio, fuese «más» obligatorio que antes. Una casa se convertía en una cárcel cuando no había forma de salir. De repente ella misma se había cerrado la salida por una larga temporada. Qué absurdo, se dijo, ella no quería salir. Le interesaba su trabajo, en concreto una parte de ese trabajo. No había ninguna cárcel, no había celdas ni régimen disciplinario sino la oportunidad de desarrollar un proyecto. Por no haber, ni siquiera había un puesto seguro, sino un contrato de asistencia técnica, un puesto provisional rozando lo irregular. Qué absurdo, volvió a enfadarse consigo misma porque la llegada de uno de los dos contratados que compartían el despacho con ella le había molestado como un consejo no pedido. Sonó el teléfono y, antes de que hablara la recepcionista, Marta recordó su cita de las diez con Manuel Soto, un antiguo compañero de facultad. Trabajaba en el control de gestión de una televisión privada y quería consultar los borradores de una normativa de proyectos audiovisuales que estaba elaborando la Unión Europea. Libros blancos, literatura gris no necesariamente confidencial aunque tampoco de libre acceso. Algunos años antes, Marta, de haberse encontrado en una situación parecida, quizá también habría hecho el favor, pero no en sus horas de trabajo. Lo habría considerado una falta de responsabilidad, una malversación del presupuesto que el Estado destinaba a pagar su sueldo. Algunos años antes, Marta tenía fama de ser una persona estricta. Seguía teniéndola, pero sólo porque los baremos del ministerio eran muy bajos en comparación con los suyos. Manuel Soto entraba en el despacho. Nunca antes le había visto con corbata. Marta se preguntó qué imagen guardaría él de ella y cómo la estaría viendo ahora. Manuel la saludó con seguridad. Envuelto en su traje, le pareció más grande y más pequeño. Más ancho, más erguido, pero con menos relieve, como si hubiera perdido redondez, como si, por simpatía con su indumentaria, Manuel hubiera adoptado el aspecto de un hombre proyectado en una pantalla. Un hombre guapo, se dijo Marta, y cogió de la mesa los documentos que había pedido la tarde anterior. Mientras los fotocopiaban, ambos bajaron a la cafetería. Era el segundo café de Marta.

Santiago Álvarez había terminado el primero y ya conducía hacia la facultad. No había puesto la radio, no quería oír las noticias ni música clásica. Pensaba en Carlos. «Cuenta con ello», ¿pero por qué? Cuenta, prácticamente, con todo lo que tengo en el banco. ¿Y si fuera Sol quien le hubiera pedido esa cantidad? ¿Se la habría prestado? De algún modo los cuatro millones le hacían sentirse más unido a su amigo que a su novia. Santiago siempre había confiado en Carlos, pero esta vez su confianza tenía la apariencia de un apunte contable y le producía una especie de angustia. Le incomodaba ese préstamo que era un acto imborrable cuando en su vida ningún acto lo era. Vio en el retrovisor el Volvo negro que le iba a pasar. Imborrable, se dijo, hasta el día de la restitución.

Sobre la mesa de la cafetería del ministerio, alguien había vertido azúcar. Marta fue haciendo pequeños montones con el mango de la cuchara.

—¿Te acuerdas de la revista que hicimos en la universidad? —le preguntó a Manuel.

—La famosa
A trancas y barrancas
.

—Yo quería llamarla «A rajatabla».

—Siempre fuiste del sector jacobino. Por cierto, ¿sigues siéndolo?

—Ya ves que no. Aquí me tienes, traicionando al Estado por un compañero de económicas.

Rieron.

—¿Y cómo lo soportas? —preguntó Manuel.

—Con dignidad.

Los dos volvieron a reír, pero Marta empezaba a querer algo más que esa galante camaradería.

—¿Tú llegaste a conocer a Carlos Maceda, el que hacía la maquetación?

—Claro. Al principio yo iba a todas vuestras reuniones. Si tú eras del sector jacobino, él era por lo menos Vladímir Lenin.

—¿Y tú? —Los ojos de Marta pedían, casi exigían un cambio de registro. Manuel lo notó sin aprobarlo.

—Lo mío siempre ha sido el patio de butacas —contestó despacio.

Alguien pasó junto a la mesa y estuvo a punto de tropezar con el maletín de Manuel. Él se apresuró a quitarlo. Puesto sobre sus piernas, el maletín delataba la provisionalidad del momento. La conversación había embarrancado. Marta miró la hora.

—Las fotocopias ya deben de estar.

Se levantaron. Una vez en el despacho, él le dio las gracias por el favor.

—No te preocupes —contestó Marta—. Cualquier día te llamo yo para pedirte algo. —Y añadió—: Lo digo en serio.

Carlos ató la vespa a una farola que había junto a la casa donde estaba su empresa. Bloques uniformes, no demasiado altos, acompañados por casas de tres o cuatro pisos, componían un único paisaje en todas direcciones. Pensó que últimamente su vida se estaba pareciendo al título de una novela que de pequeño le había llamado la atención en la breve estantería de sus padres, aunque luego al leerla le había aburrido:
Historia de dos ciudades
. El barrio del centro donde vivía y el barrio de Jard estaban en dos ciudades distintas. El primero era, de verdad, un barrio de Madrid, pero el segundo era un pueblo absorbido por el efecto de la inmigración. Un pueblo tachado, cuadriculado, un espacio vulgar. Sin embargo, cada vez que enfilaba la única avenida de lo que ya sólo podía definirse como el cruce de un polígono industrial y un suburbio, a él se le ensanchaban los pulmones. Porque, no hacía mucho, el Ayuntamiento había plantado árboles, y aunque tuvieran todavía un aspecto raquítico, a Carlos le agradaba encontrarlos. Además, el trazado rectangular de las calles y la altura media de las casas le permitían ver el cielo como una extensión continua, mientras que en su barrio del centro el cielo era sólo una suma de recortes.

También le gustaba que siguiera habiendo bares en las esquinas, baruchos mejor dicho, cuchitriles con tres mesas de formica, luz escasa y una máquina tragaperras, pero bares al fin; bares, en fin, en vez de sucursales bancarias. Azules, verdes, color de electrodoméstico, brillantes, sucursales tan nuevas y, no obstante, tan tristes, tan sucias, tan parecidas a la pensión del centro donde una vez estuvo cuando estudiaba COU. Seguro que a Ainhoa la bolsa de lona marrón también le parecía sucia, triste; sólo que en su bolsa no había disimulo. En los bancos, sí. El disimulo, la conciencia de no ser como había elegido ser: esa conciencia le había llevado a meterse primero en un grupo cristiano, después en los restos de un partido radical y, por último, en un ateneo consejista donde había discutido, dado clases, asistido a conferencias y participado en asambleas durante seis años. Allí había conocido a Alberto Riaza, y Alberto le había regalado la bolsa de lona marrón. Pero el ateneo cerró hacía mucho tiempo. Carlos nunca le había preguntado a Ainhoa qué veía en la bolsa de lona marrón. De los bancos hablaron una vez, y ella le llamó puritano. «Te daría vergüenza —le dijo Carlos— prestarle cincuenta mil pesetas a un amigo y pedirle intereses. Pero eso es lo que hacemos al meter el dinero en el banco. Le encargamos que preste nuestros fajos de cincuenta mil pesetas y al mismo tiempo nos evitamos ver la cara de quien pide el dinero.» «¿Estás proponiendo que guardemos nuestro dinero en casa?», preguntó ella, y luego, sin darle tiempo a contestar, le llamó puritano. Entonces Carlos la abrazó rogándole que lo olvidara. Porque en la palabra «puritano» dicha por Ainhoa se condensaba todo un argumento que él ya conocía: «Para querer hay que mancharse. Los puritanos no se manchan. Luego tú no me quieres». Era lo que Carlos llamaba el silogismo del reproche.

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