La conquista del aire (9 page)

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Authors: Belén Gopegui

BOOK: La conquista del aire
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—¿Y a qué esperas? ¿Por qué no los separas? Deja que yo tenga el dinero y coge tú el poder.

—Pero, Carlos, qué dices. El poder. El primero que habló de «el poder» como si fuera un nombre, desde luego sabía lo que hacía. Poder es un verbo. Tú, gracias al préstamo, puedes hacer que la empresa resista unos meses.

El ruido de un tenedor al golpear contra la loza se filtraba por la ventana interior del despacho. Carlos miró hacia ahí esperando ver el olor flaco y pringoso a aceite barato y a tortilla francesa que pronto atravesaría las juntas mal encajadas de la ventana. ¿Poder? Veía los archivadores de cartón en el suelo, entre la mesa de Lucas y la suya, ocupando el único tramo de espacio libre en el pequeño cuarto. Veía los grumos de pintura blanca, ya medio grises. Y el calendario apaisado con un cuadro sobre cada mes. Lo había traído Lucas para que diera vida y horizonte al cuarto. En febrero tocaba un prado y una mujer con sombrilla pero él no veía el prado sino un papel tintado, plano, clavado con una chincheta sobre la pintura. Quédate con mi poder, Lucas, quédate con mi nadar, con mi comer, con mi contabilidad, quédate con mi estar orgulloso de que nuestros sueldos, la nave del fondo y los proyectos de Santiago y de Marta, dependan de mí.

—¿Te gustaría estar en mi sitio? —preguntó.

—¿Y ahora qué quieres que conteste? ¿Que te envidio por poder hacer lo que yo sólo puedo pensar? Supongo que prefieres que diga eso, porque si digo que siento que todo caiga sobre ti, que no quisiera deber ocho millones de pesetas a dos amigos míos, te quito el monopolio de la compasión.

Carlos pensó que había recibido un golpe bajo. De acuerdo, estaba compadeciéndose. Empezaba a saborear la empalagosa dulzura de ser el héroe a quien todos van dejando solo. Lucas le había descubierto, pero resultaba demasiado fácil, se dijo, descubrir a alguien en su situación. Y en todo caso era él quien había tenido que hablar con Santiago y con Marta.

Lucas se levantó, salió delante de la vieja mesa de oficina verde humo y se quedó apoyado ahí, con las manos dobladas sobre el borde.

—Carlos, creo que puedo entender bastante bien tu situación, incluso puedo entender lo fáciles y lo injustas que te habrán parecido mis palabras. Sólo intento que tú sepas dónde estás, dónde te has metido.

—El lunes estuve con Marta y con Santiago. Les pedí que me dieran noventa días. Dijeron que sí. Por supuesto, sé bien que no podían hacer otra cosa.

Lucas seguía de pie. Y Carlos pensó que otra vez había perdido el control, que Lucas no merecía el «por supuesto», que con las manos Lucas no estaba apoyándose en el borde de la mesa sino sujetándose, sujetando sus ganas de salir. Sintió alivio al ver que Lucas iba a decir algo.

—¿Para qué quieres convocar la reunión?

—Creo que era una decisión precipitada. De todas formas, ya lo hablaremos, es tarde y no mido bien lo que digo.

—Sí —dijo Lucas—. Es tarde.

Salió sin cerrar la puerta. Carlos le vio descolgar su cazadora negra del perchero.

—No me esperes —contestó a su mirada—. Voy a mandar un fax.

Lucas apagó la luz del pasillo. Luego, el ruido de la puerta lo dejó solo, y era como si el espacio de la empresa se hubiera constituido de nuevo, más compacto, más oscuro, un recinto exclusivo para su soledad. Se preguntó adónde iría Lucas. Quizá hubiera quedado en un bar con otros miembros de ese submundo de viejos grupos de blues donde se movía. Dentro de un rato aparcaría en una callejuela empinada su Simca gris, tan antiguo como los grupos. O tal vez regresara directamente al piso que compartía con un sobrino estudiante. ¿Estudiante? Ya debía de haber terminado la carrera, aunque Lucas no le había dicho nada. Hacía mucho que no hablaban como personas normales, comentando la semana, dándose simplemente información. Ni siquiera sabía, pensó avergonzado, si en Navidades Lucas había ido a Oporto para ver a su hija, ni cómo estaba ella. Carlos rodó sobre la silla hacia la pared y luego hacia la mesa varias veces. Se acordaba de lo a menudo que solía ir Lucas a Portugal y advertía cómo habían disminuido sus viajes desde que empezó la crisis. Tenía que estar agradecido a Lucas por la conversación de antes, sabía que era una forma de generosidad decirle a otro cómo le estamos viendo. Pero, se dijo, cuánto tiempo aguanta nadie estando agradecido.

Le había mentido a Lucas; no iba a mandar ningún fax. Había dejado que se fuera para quedarse solo y poder sentirse durante un rato un héroe y una víctima. Un héroe bajo con cara aniñada y olor a tortilla francesa. Llamó a Ainhoa «salgo enseguida». Pensaba que en realidad quería llamar a Alberto, aunque no al Alberto que vendría pronto a Madrid y que estaría ahora viendo el telediario en su casa de Edimburgo. Le imaginó, por el contrario, atravesando una calle poco iluminada. Se dirigía a una cabina roja. Ahora Alberto, con su cara de flecha, su pelo muy corto y negro, su gabardina clara, esperaba dentro de la cabina. Carlos miró el reloj. Eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Imaginó que a las ocho y cuarenta y cinco sonaba el timbre en la cabina roja. Alberto descolgaba. También imaginó un teléfono público en una calle cualquiera de Madrid. Y él estaba dentro. Se vio exponiendo a Alberto la situación de Jard, S.L. En clave. Imaginó que Alberto daba una orden. No había asambleas, ni conversaciones paternales, ni siquiera consejos marxistas libertarios. No había necesidad de contar con los otros y dar explicaciones, disculpándose. Sólo una orden. Sólo una canción: «No dejes que se den cuenta». Carlos reconstruía, traduciéndolos, fragmentos de la letra: «Aunque esté a punto de desbordarse, guárdalo dentro de ti, no te rindas, no les digas nada, don’t let it show. […] Y si te duele cuando digan mi nombre, di que no me conoces. Porque si te ríes cuando me echen la culpa, ellos nunca te tendrán». Órdenes. Consignas en clave. Pertenecer a una organización y actuar. Él y Alberto. No ser dos supervivientes desorientados. No ser un profesor de español en Edimburgo y un pequeño empresario en crisis, sino dos miembros de un movimiento clandestino. La resistencia, un ejército en la sombra, la secreta organización revolucionaria de los hermanos internacionales. Todo eso y menos y más en una canción adolescente. «Aunque creas que no tienes nada que esconder, escóndelo. Porque si sonríes cuando me mencionen, ellos nunca te tendrán.»

La doble vida, murmuraba Carlos. Cuando todos pedían afirmaciones, definiciones, claridades, entonces negar. Niégame y acepta que yo te niegue. «Y aunque quieras creer que hay una salida, yo no estaré allí.»
Don’t Let it Show
era el paso definitivo para llegar a la doble vida. Había un paso previo, más ingenuo, en aquel otro manifiesto adolescente,
You’ve Got a Friend
: «… cuando nada vaya bien —tradujo de nuevo—, cierra los ojos y piensa en mí, y enseguida estaré contigo para iluminar hasta tus noches más oscuras». Era, sí, demasiado torpe e ingenuo. «Llámame y sabrás que, dondequiera que esté, iré corriendo a verte otra vez.» Un teléfono móvil, un minúsculo aparato podía desmentir tres años de adolescencia, se burló Carlos al recordar la mañana en que había fundido las bielas del coche de la multinacional. El viento soplaba de un modo delirante en el puerto de la Cruz Verde «you just call out my name», y Carlos había llamado a Laura, de teléfono móvil a teléfono móvil, sólo que Laura estaba en plena visita comercial y le había respondido con una indiferencia educada, acaso levemente cariñosa, pero no, no había venido corriendo, «invierno, primavera, verano, otoño, todo lo que tienes que hacer es llamar y yo estaré ahí», pero Laura no había estado allí, ni siquiera con su tono de voz, con su deseo. Por fortuna Ayuda en Carretera sí llegó. A Ainhoa no la había llamado. Ella no era la adolescencia, no era siquiera la juventud, no era lo clandestino, lo irreal. Ainhoa eran los otros, lo razonable, luz dentro de su cuerpo, vida, «los espías sólo tienen una vida, los adúlteros sólo tienen una vida, Ainhoa, te lo juro».

Ainhoa estaría en casa cuando él llegara y, en cambio, Alberto no estaría. Carlos tarareó «Don’t Let it Show» en voz baja. «Aun cuando quieras creer que hay un camino, I won’t be there, no estaré allí.» Niégame y acepta que yo te niegue. En eso residía la superioridad de la doble vida si además de ser secreta, aceptaba la negación. Cae, se dijo, el adúltero que busca reconocimiento. Cae pero de nuevo se levanta. Deseó abrir una ventana y dominar con la vista toda la ciudad. ¿Por qué no bastaba una vida? Se sentía emparedado dentro del despacho, entre una ventana interior y un calendario con cuadros impresionistas. Esos durmientes, pensaba: militantes de una organización secreta, hombres comunes hasta que una mañana reciben una orden que obliga a interpretar su vida de otro modo; ya no se trata de una vida vulgar, por el contrario, es la tapadera perfecta. Vivir así, tener la seguridad de quien no se pertenece y lo oculta, y calla mientras recuerda que, desde alguna parte, alguien le va a exigir gestos que los demás desconocen. Sin embargo, se torturaba Carlos, detrás de sus llamadas secretas, de sus libros de espías, detrás de su adulterio no había ninguna organización. Había algo bochornoso y más sencillo. Él necesitaba pertenecer a otro sitio para no defraudar, porque aquí no podía con las exigencias ajenas y costaba tan poco convencerse de que en el otro sitio no fallaría, pensar que en ese mundo secreto, invisible, Carlos Maceda lograría llevar a cabo cuanto se esperaba de él. Miró la hora. No debía haber llamado a casa tan pronto, no quería salir aún. Le dolía la cabeza. Fue a buscar una aspirina al botiquín del cuarto de baño.

En vez de volver al despacho, entró en la nave, un carguero maltrecho, se dijo, y evitó dar la luz. Sentado en la silla de Daniel recordaba las condiciones que le llevaron a montar Jard, S.L. No habían sido todo lo limpias que hubiera querido. Él se había ido de la multinacional pero no por sus principios, sino después de una amplia reestructuración. Cierto que no iban a despedirle, sin embargo el nuevo puesto de trabajo que le ofrecían era equivalente a un destierro. Dos años en Düsseldorf y, muy probablemente, otros dos en Barcelona. Su traslado contenía un despido en potencia con otra indemnización. Además, Ainhoa estaba embarazada. Y luego quedaba Laura: a ella también la destinaban a Düsseldorf. A ese respecto Lucas podía estar más tranquilo. La reestructuración, para él, era sólo una contrariedad porque le alejaba de la investigación y le obligaba a tratar con los clientes. Lucas había buscado en Jard, S.L. un puesto de trabajo más a su gusto; él lo había buscado todo.

Salió de la nave abatido. «No te rindas, no les digas nada, no dejes que se den cuenta», cantaba para dentro. Otros fuman, se dijo. Siempre había pensado que fumar estando acompañado era una forma de aceptar la compañía sin entregarse del todo, salvaguardando al fin la propia soledad. Los fumadores fumaban soledad, consumían su dosis de software delante del mundo. No obstante, lo suyo era peor: él fumaba a escondidas puro software desencarnado. Sin filtro, sin papel, sin alquitrán: hablar por un teléfono inexistente con un Alberto modelado a su imagen, fumarse un Alberto, una organización, cantar una consigna sin que nadie le viera ni quedara constancia en forma de colillas, sin que ni Alberto, la organización o la consigna fuesen a dejar en sus pulmones una sustancia opaca, real. Descolgó el Barbour del perchero, «Ainhoa, yo daría la mano derecha por no necesitar el mito y la mentira». Se puso el casco y arrancó la moto.

El ascensor del ministerio bajaba a trompicones. Como si tuviera que vencer demasiada presión, comprimir la columna de aire para un trayecto demasiado pequeño. Luego, cuando volvía a pararse despacio en el piso siguiente, Marta casi podía notar cómo la columna se expandía otra vez desde el suelo del túnel hacia arriba, cerrando el camino.

—Qué pocos tacones se ven en este ministerio —dijo el nuevo jefe de Marta—. Las mujeres no comprenden que los tacones son arquitectura ascética en el más puro estilo internacional, el juego de los volúmenes bajo los pies.

Un silencio de cinco personas replicó al comentario, y al cabo del silencio dos risas retrasadas, breves. La puerta del ascensor se abrió y volvió a cerrarse, faltaban tres pisos. Marta miró a su compañera de despacho; era ella, Julia, quien la había convencido para que bajara a desayunar con todos. Julia le devolvió una mirada entre resignada y comprensiva. Las dos sonrieron. Pero ¿y si un fuego se propagara? Marta quería salir del ascensor, haberse quedado arriba en el despacho vacío, no ver nunca más al nuevo director general.

Al fin llegaron. Marta pidió un café solo y siguió pensando en sus semejanzas con el descenso del ascensor. El ardor propulsaba su espíritu contra la columna de aire. Sentía la presión acumulada, una vocación de caída libre, pero más abajo había solamente otro piso, frenos y la columna de aire comprimida.

Le hacía bien el café. Caliente, oscuro como un petróleo humano, era el combustible de su motor de explosión, el impulso para moverse entre llamadas, comidas, un proyecto abortado y tres proyectos inútiles.

—El documento mártir está muy bien —le dijo Julia—. Yo sólo haría dos cambios. Los he anotado a lápiz. Cuando subamos te lo doy.

Marta le agradeció que hubiera tenido la paciencia de mirarlo. Debía entregar el documento el 15 de febrero; ya estaban a 13, pero ella lo había dejado arrumbado, sin terminar, en un rincón de su mesa. Le aburría ese tipo de documentos cuya única función era no discutir en el vacío. Mecanos de ideas articuladas y después ofrecidas a los leones para que pudieran comentarlas, suprimirlas, desmontarlas, cambiarlas. Julia los hacía mejor que ella porque Julia, pensó, no se desplazaba como el armatoste del ascensor sino como una persona que baja liviana por la escalera y se detiene o corre a voluntad. Ahora llamaba con una mano al camarero y con la otra se colocaba el pelo detrás de la oreja en un doble movimiento coordinado, tranquilo. También los documentos de Julia sabían acoplarse con suavidad. En cambio a ella le costaba demasiado trabajo concebir un material variable, flexible, y al final acababa, se dijo, imponiendo una estructura fija precisamente a aquello que no debía tenerla para así poder ser discutido, invalidado y aceptado por partes.

El café prendía en sus venas, un ejército de diminutos motores de automóvil se apoderaba de sus últimos restos de tranquilidad. Era el café, y no este café, sino éste sumado a todos los cafés de autopropulsión, cafés bebidos para entonarse, para seguir estando donde no quería, para ser movida y detenerse y arrancar de nuevo: piso cuarto, piso segundo, planta baja, vuelta a empezar. Pero, con frecuencia, esos cafés depositados en las venas durante años se ponían en marcha a pesar suyo, y la hacían embestir contra cualquiera sin causa, casi siempre contra Guillermo aunque, se dijo, a veces también embestía contra el techo, contra la falta de espacio y lo arbitrario; a veces, sí, las menos de las veces.

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