Read La conquista del aire Online
Authors: Belén Gopegui
—No creo que nos pase nada más —dijo Marta—. Hemos ido a ver una casa. A mí no me ha gustado mucho. Por otro lado, es casi mejor que haya sido así. No estamos en un buen momento para comprar.
Dibujó una cruz con la ceniza y la deshizo, un círculo y lo deshizo. Guillermo no contestaba y ella le apremiaba con preguntas urgentes pero sin mover los labios: escucha, aunque haya un dolor fruto del mal y sea el más abundante, aunque haya enfermedades fruto de la codicia de otros, de la imprudencia de otros y haya seres condenados por otros a la angustia, cómo discriminarlo, cómo dejar de contribuir. Escucha, no te das cuenta, aunque yo tenga la voluntad de implantar en mi vida el latido de tus brazos, ¿y si no puedo? ¿Y si los caballos no son imaginarios sino algo que me lleva y sólo alcanzo a gritar mientras corro en su grupa? ¿Cómo se aprende, di, lo que no se ha vivido?
—Marta —contestó él—, me gustaría que lo pensaras más despacio. Podemos hablarlo otro día.
—¿Lo de la casa?
—Lo de nosotros.
El lunes 20 de marzo, a media mañana, Carlos recibió la esperada llamada de Alberto. Le había escrito avisándole de su llegada, aunque sin decirle por cuánto tiempo venía esta vez. Quedaron para comer juntos ese mismo día en el chino de la calle Magallanes.
El edificio donde estaba el ateneo lo habían demolido años atrás. En su lugar había un bloque de oficinas. Seguramente quedaban allí por nostalgia, pensaba Carlos en la moto, o por costumbre, si es que las dos cosas no eran lo mismo, se dijo. Alberto, con su cara de flecha, ya debía de haber entrado en el restaurante. Una cara para ser disparada, sí. Una vida para ser disparada con el arco dos, tres o cinco veces antes de tener que sustituirla por otra. Edimburgo había sido el último disparo de Alberto o, hasta cierto punto, así lo veía él. Alberto se había ido a Edimburgo con treinta y cuatro años y ya llevaba siete allí. Pero Edimburgo fue un disparo benigno; no fue un disparo de guerra. Alberto se había disparado a sí mismo, había dejado su trabajo, el ateneo, las reuniones con toda clase de coordinadoras de grupos combativos en el mundo de la educación y se había ido después de pedir a Carlos que le mantuviera informado. Él tenía entonces veinticinco años. Un año más tarde cerraron el ateneo. Cuando, a los veintinueve, le contó que pensaba montar una empresa, Alberto repitió aquello de «es imposible olvidar lo que se sabe», pero luego apenas hablaron de política. Lo político se había marchado de sus vidas. Aún hablaban a veces de lo razonable, como si lo razonable fuera el último punto de vista, la última referencia antes de aceptar que Marta estaba en lo cierto, que no se podía ser razonable si nada lo era alrededor; antes de recluirse, como estaba haciendo Alberto, en un hedonismo discreto y elegante. Pero Carlos tenía un hijo. ¿Era eso lo que quería enseñar a Diego? ¿Tenía, se dijo, derecho a convertirse en un viejo de treinta y tres años?
Durante la comida se pusieron al día. En sus horas libres, Alberto había reanudado sus estudios sobre los mecanismos de persuasión en Orwell y en Kafka. Conocía gente en la universidad que investigaba el análisis de falacias, paradojas y sofismas en el orden de lo narrativo, y estaba haciendo un curso con ellos. Había venido a Madrid porque necesitaba su título de licenciado. Era probable que en junio convocaran una beca que le permitiera doctorarse. Por lo demás, no tenía grandes cambios que contar.
—Yo sí —dijo Carlos sintiendo que se invertían los papeles. Él, con su cara aniñada y un poco redonda, accesible, se había convertido en una flecha. Tal vez en contra de su voluntad, pero lo cierto era que había sido disparado, que volaba deprisa y podía clavarse mientras que Alberto estaba quieto. Seguía teniendo el rostro afilado, el pelo negro muy corto. Sin embargo, en su postura, en su chaqueta, en su talante conciliador se hacían visibles las primeras canas, una especie de adormecimiento de la piel, un sentimiento de benevolencia. Le contó los problemas de Jard y la historia del préstamo sin interrupción: no quería que Alberto los separase.
Ya habían llegado al postre. El helado con nueces de Carlos se fue derritiendo. Alberto tomaba el suyo despacio. Cuando se lo terminó, dijo:
—Yo tengo algo más de un millón.
Déjame en paz, Alberto, pensó notando que el cuerpo se le llenaba de impotencia. Dejadme todos en paz.
—¿He hecho bien? —preguntó sin darse por enterado del ofrecimiento.
—¿A qué te refieres?
—A Santiago y a Marta, sobre todo. ¿He hecho bien en pedirles el préstamo?
—En todo caso —dijo Alberto— la pregunta sería si habéis hecho bien.
Bebieron el café en silencio. Carlos agradecía ahora la precisión de Alberto, pero, pensaba, no podía corresponderle. No podía incluir a Alberto diciendo «hemos», la pregunta sería si hemos hecho bien. No podía porque Alberto estaba fuera. Él se había acercado a Alberto cuando tenía diecinueve años. Buscaba alguna ayuda para poner en orden sus lecturas, su sentido crítico y sus enredos ideológicos. Alberto le hizo ver que «no era esto», que no era el franquismo, pero tampoco la burda democracia autosatisfecha, la pompa de chicle de los que no están en paro. Le mostró el ateneo, una organización opuesta a la pompa de chicle. Cuántos debates, conferencias, libros comentados, cuántas asambleas, cuánto hábito de legislar, de establecer criterios y pronunciarse. Allí Alberto le había formulado preguntas pertinentes. Sin embargo, cuando luego vino la pelea de la vida real, Alberto se había ido. Carlos no se lo reprochaba, cómo podría.
La camarera trajo una pequeña botella de sake.
—Por lo que queda del año noventa y cinco —dijo Alberto.
Brindaron sin llegar a chocar los vasos diminutos. El sake estaba tibio. Carlos se fijó en las venas duras que sobresalían en el dorso de la mano de Alberto. No sólo no podía reprocharle nada, se dijo, sino que tenía casi todo que agradecerle. Casi todo a excepción de ese brindis, porque él había roto todas las prórrogas y no se veía capaz de soportar una nueva fecha. Aunque trabajara con ella, aunque a sí mismo se dijera después del verano y, como máximo, pase lo que pase, a final de año, le repugnaba decirlo en voz alta. Miró los ojos expectantes de Alberto. Le preguntó por Susan como quien sopla sobre un rostro ruborizado. Casi todo que agradecerte, pero estás fuera, pensaba Carlos sin apenas escuchar. De acuerdo, te hago llamadas imaginarias, y puede que sea imposible olvidar lo que se sabe, olvidar, por ejemplo, que tienes algo más de un millón disponible, pero estás fuera, te has ido, debes entender que te has ido. El préstamo nos está pasando a nosotros, este miedo a la astucia, a la vulgaridad es sólo nuestro.
Le tranquilizó comprobar que algo debía de haber entendido Alberto, porque ni siquiera correspondía a la mención de Susan preguntando a su vez por Ainhoa y por Diego, sino que en cambio le dejaba el campo libre.
—Vuelvo en octubre —dijo—. Me hubiera gustado llamar a Marta y a Santiago, pero no voy a tener tiempo. A ver si en octubre podemos quedar todos.
Después le dio un camión de bomberos para Diego.
Se despidieron en la puerta del chino, Carlos fue hacia la moto, sacó del cajetín la bolsa de lona y metió dentro el camión. Luego se colgó la bolsa en bandolera, Alberto ya había cruzado y no miraba.
Al día siguiente por la tarde llovía. Marta estaba sola en el despacho del ministerio. Había apagado el ordenador; ahora le llegaba el ruido del viento y la lluvia. Eran las seis y media y empezaba a arrepentirse de haber quedado con Manuel Soto. No tenía el ánimo para hacer florituras entre la espada y la pared. Quería descansar. Sin embargo, esta vez había sido Manuel quien había llamado y lo había hecho en el momento oportuno. Aunque era martes le parecía como si aún fuese domingo, pues la tensión entre Guillermo y ella seguía siendo la misma. Dentro de ese domingo oscuro de más de cincuenta horas, la llamada de Manuel Soto la había tentado como una luz exacta en el borde de una puerta, como un cuarto claro adonde poder ir. Además, se trataba sólo de tomar un café a las siete, porque a esa hora Manuel habría acabado una gestión cerca del ministerio. Sólo un café. No tenía por qué pensar en nuevas tensiones, se dijo. Por el contrario, podía venirle bien hablar con Manuel Soto un rato. Sería un cambio de aire. Marta no tenía paraguas, pero no le importó.
Vio a Manuel sentado al fondo del café. Observaba las demás mesas con indiferencia, como un agente secreto. Cuando estaban en quinto, en la facultad corrió el rumor de que el CESID había contactado con Manuel. Ella nunca lo creyó. En cambio sí le parecía posible que Manuel hubiera conseguido propagar el rumor acudiendo a cuatro o cinco fuentes distintas y cruzando informaciones elaboradas a tenor de una operación de imagen. Podía haberlo hecho como un juego o también, había pensado Marta entonces, para llamar su atención, pues los dos estaban probando a seducirse cuando la aparición simultánea de una periodista rubia y de un profesor de teoría económica acabó con el mutuo interés. Ahora miraba a Manuel Soto y se decía que, después de diez años, Manuel había terminado por trabajar en el servicio de información de sí mismo en calidad de agente doble, un topo a las órdenes de la televisión privada y de su conciencia. Marta se preguntaba qué hacía Manuel con eso, con su conciencia, con su modo de ser reacio a las mistificaciones. Porque el método de los profesionales en ascenso consistía en distorsionar su propia figura, mientras que Manuel Soto todas las mañanas debía recibir informes, pruebas y documentos enviados por él mismo en donde haría constar que Manuel Soto no era ese individuo aún en gestación, cauto e independiente que tantos asalariados del intelecto creían ser.
Se besaron en la mejilla. Manuel volvió a sentarse y ella se colocó frente a él. Veía detrás el espejo donde se reflejaban casi todas las mesas. También veía su rostro. El cristal oscurecido resultaba muy favorecedor. A Marta le complacía reconocer su cara equilibrada y traviesa, con esa cuenca de sensualidad que se desbordaba en la boca. Tenía el pelo empapado.
—¿Cómo va todo? —le preguntó resuelta a hacerle hablar.
—Bien —dijo Manuel, y después de unos segundos—: Sí, creo que bien.
Marta le cubrió de preguntas: ¿por qué sólo lo creía?, ¿por qué seguía soltero?, ¿quería trabajar siempre en una televisión privada?
—De acuerdo —dijo Manuel—. Hoy me toca hablar a mí. Sólo dime qué quieres tomar.
Llamó al camarero y Marta pensaba: que hable, sí, para eso están a veces los amigos, para aliviar la tensión. Para llevarnos a otro cuarto y que el nuestro se ventile mientras, en el suyo, nos muestran sus papeles, sus fotografías.
Manuel Soto habló. Le gustaba vivir solo, dijo, era un buen amo de casa; además, seguramente su precio no había sido fijado aún en el mercado y eso le dificultaba la tarea: aún no sabía a qué tipo de esposa podía optar. Iba cada mes un fin de semana a Cáceres, a estar con sus padres, pero los otros tres era libre, de momento, valoraba su libertad. Sobre todo, dijo, teniendo en cuenta que entre semana no era libre en absoluto. Salía de trabajar pasadas las siete y no llegaba a su casa hasta las ocho, pero ya no era él quien llegaba sino un cuerpo con su nombre, con el ánimo y la cabeza cargados, un hombre soso con dificultades de comunicación. «Hoy he salido antes», dijo como disculpándose por estarle ofreciendo un producto de desecho. Enseguida añadió que era un privilegiado, tenía un puesto alto, un buen sueldo, un despacho y una secretaria, viajaba en primera, comía en buenos restaurantes, a menudo leía los periódicos sabiendo de antemano lo que iban a decir. «Sin embargo, a cualquiera —dijo—, le cansa templar gaitas y encima para un concierto que no le interesa.» Por eso le agradaba estar libre los fines de semana. El que dedicaba a sus padres le permitía cumplir con un elemental deber de gratitud. Y los otros, bueno, a él siempre le habían gustado las mujeres inteligentes, guapas; en especial, sonreía, con el pelo cortado a lo chico y mojado por la lluvia. También le gustaba quedarse solo al atardecer, bebiendo vino de Alsacia en la terraza amplia de su apartamento, oyendo música de Bach o leyendo a Ortega, a Bertrand Russell, a Max Weber. Era su pequeña vanidad, no iba al gimnasio pero necesitaba un poco de footing para el cerebro.
—Ortega, por ejemplo, me haría callar ahora mismo —dijo—. Según él, a las mujeres hay que hablarles para hacerlas reír. Y si no lo consigues, lo mejor es que las dejes hablar a ellas.
Marta no sonrió. Había estado escuchando relajada, se dejaba llevar por las palabras de Manuel porque no le concernían. Incluso la alusión a su pelo cortado a lo chico le había parecido una especie de ilustración: leo esto, bebo esto, y así es como flirteo con una vieja amiga. Y Marta descansaba imaginando el apartamento con terraza, o el vino, o el ambiente profesional de Manuel. Quería creer que esas cosas no tenían nada que ver con su mundo, deseaba creerlo para no comprometerse, para no verse obligada a formular juicios, así se muestran al extranjero costumbres y tradiciones sin esperar su aprobación. Pero de repente el consejo de Ortega sobre las mujeres la había devuelto a su trabajo, y la imagen de su jefe había comparecido en la conversación sin dejarle escapatoria. Porque esa imagen arrastraba consigo la expresión dolorida de Guillermo. Apenas habían pasado tres horas desde que su jefe, después de una discusión sobre la fiscalidad del transporte aéreo, le dijera: «Estar casado contigo debe de ser toda una aventura. Eres una mujer muy dominante». Marta no le contestó. Se negaba a entrar en ese terreno. ¿Para qué perder el tiempo tratando de hacerle ver que, de haber sido ella un hombre, no habría resuelto la discusión aludiendo a su vida privada? Tampoco le interesaba teorizar sobre los usos del lenguaje y decirle a su jefe que nunca había oído hablar de hombres dominantes, que al hombre el dominio se le supone. Cualquiera de las dos salidas la habría llevado al campo de batalla del otro. Y en ese momento ella defendía su derecho a permanecer en el campo de batalla original: la necesidad de someter el transporte aéreo a las mismas normas que el resto de los medios movidos por combustibles fósiles. Sin embargo, ahora no conseguía rectificar su cara seria. Nadie, se dijo, es invulnerable, nada es indiferente, para sortear un campo de batalla hace falta tener un territorio franco y yo no lo tengo. Durante tres horas la frase de su jefe había actuado como un microbio, se había infiltrado en su sangre dividiendo sus tropas, haciéndole sentir un resquemor inútil contra Guillermo y contra la casa que ella no quería comprar.