Read La conquista del aire Online
Authors: Belén Gopegui
—Vas a cobrar el paro —dijo Carlos—. Intenta aprovechar este tiempo para hacer algún curso. Ya te dije que he estado moviéndome, hay dos trabajos que pueden salir después del verano.
—Gracias —dijo Esteban, y amagó una reverencia—. Te está costando librarte de mí, ¿no?
—Venga, Esteban.
—Venga qué —dijo él. Luego tiró la siguiente piedra imprimiéndole una trayectoria de arco que la hizo hundirse con fuerza en el agua—. ¡Venga qué! Un poco de miedo te daré, ¿no? Las chicas hacen escenas, Carlos. Se ponen histéricas y te gritan y te pegan, ¿no te ha pasado nunca? Las chicas no suelen tener mucha fuerza, pero qué pasa si yo pierdo el control como una chica.
Carlos, que había metido las manos en los bolsillos, las sacó y sin querer echó un vistazo hacia la moto.
—Mira, mira. Estás pillado. Por aquí pasa bastante gente, podrías pedir ayuda, y qué. Estás pillado, Carlos. Tienes miedo.
—Y tú te estás equivocando.
—¿Me vas a dar una clase?
—Dámela tú —dijo Carlos—. Enséñame a hacer botar las piedras.
—A cambio de qué.
Carlos se dio la vuelta y fue hacia la moto. Pero antes de llegar retrocedió. Sentado en el montón de tierra, veía a Esteban de perfil, cómo elegía primero la piedra, cómo echaba el brazo hacia atrás y luego esperaba los brincos en el agua. Carlos se quitó su reloj y hacía girar la correa metálica con los dedos. Al poco, el chico echó a andar hacia él.
—¿Cuánto has peleado por mí? —Se había sentado junto a Carlos.
—Todo lo que pude —respondió él sin dudar, pero sabiendo en ese momento, por primera vez con certeza, que mentía. Cuando el director de recursos humanos le comunicó la decisión, él se había limitado a expresar alguna duda con indiferencia, pues no estaba ante el interlocutor adecuado. Horas después llamó a Claudio Robles, a quien sólo había visto en una ocasión desde que se cerró la venta. Le dijeron que estaría fuera tres días. Carlos esperó, fue terco con las llamadas. Contaba con que Claudio Robles juzgara conveniente tratarle con cierta deferencia todavía. Y así fue. Carlos consiguió una entrevista; logró que en el transcurso de la misma se le mostraran cifras, informes; asistió incluso a un esbozo de confidencia sobre ciertos proyectos inminentes que hacían innecesaria la presencia de mano de obra de las características de Esteban. Entonces Carlos se quejó y tuvo conciencia de que su queja se le consentía casi con desidia, casi como si a Claudio Robles le aburriese contribuir a la comedia que ambos estaban representando.
Esteban seguía ahí, pendiente de lo que él añadiera. Todo lo que pude, ir más lejos sólo habría servido para que yo me perjudicara, pero no para ayudarte, y Carlos era incapaz de añadir eso. Se levantó.
—Estás pillado —dijo Esteban—. Mi padre dice que nosotros todavía podemos esperar algo. Pero tú. Rodrigo también lo dice, dice que es mentira lo de la colina y la ametralladora. La ametralladora se la encargáis a otros. Vosotros vivís como niños pijos que reciben su paga, y vais a estar igual a los sesenta años.
—Esteban, ¿qué hacías hoy en Electra?
—He ido a vender. Me han dado ciento veinte mil pesetas por las acciones.
—Ya —dijo Carlos volviendo a ponerse el reloj—. Se ha hecho tarde. ¿Te llevo?
—Mejor no —dijo Esteban.
El martes 7 de agosto de 1996, en la costa sur de la isla de Bali, el mar estaba rojo debajo del cielo.
Santiago vio a Leticia en la tumbona. Ella también le vio y le hizo señas alzando el brazo y agitándolo. Tenía en la mano un libro cerrado. Él terminó de atravesar el porche del hotel y entró en la playa. Se sentó en la tumbona contigua a la de Leticia. Un camarero le había seguido. Santiago pidió un gin-tonic.
—¿La providencia es una idea de la religión cristiana o es más general? —quiso saber Leticia.
Santiago no la miró. Le atraía responder a las preguntas de Leticia porque era un terreno donde se sentía seguro. Pero, al mismo tiempo, no podía evitar que le doliera. Como si una goma tirante se rompiese, él notaba un pequeño latigazo en la mano, en la mejilla. Con qué despreocupación declaraba Leticia su ignorancia. Lejos de ser un peligro, en su caso la ignorancia se convertía en un capital, pues incrementaba las ocasiones para el aprendizaje. «Yo he tenido que correr el riesgo de ser fatuo y pedante, Leticia, yo nunca pude preguntar así.» Santiago encendió un cigarrillo y se puso a hablar de que en la religión griega existía el hado concebido como una potencia superior a los mismos dioses. El cristianismo opuso al hado la fe en un Dios providente. Un Dios, dijo, surgido del Antiguo Testamento que, sin excluir la intervención del hombre, introdujera con su actividad la justicia en las vidas humanas.
Leticia extendió la mano buscando su blusa bajo la tumbona, en la arena. La tomó, se la puso sobre el bañador y dijo:
—¿Tú crees en la providencia?
Un chasquido rítmico de olas llegaba desde la orilla. Santiago trató de distinguir el libro que Leticia había estado leyendo. Su pregunta debía de venir de ahí, pero el libro estaba medio cubierto por una toalla doblada y Santiago no pudo averiguar cuál era. Miró el deslizarse de la blusa por los muslos de Leticia. Detrás, a la izquierda, un bosque amurallaba la playa. Cómo sería decir que sí. Ese océano rojo que empezaba a oscurecerse por los extremos, providencia. Providencia el viaje, y la impresión real de lejanía, y los templos hindúes en la noche, el lujo, las luces del hotel, y ellos dos rubricando un compromiso en aquel archipiélago.
Pero el viaje era vano, pensó; del viaje podía prescindir mientras que algunos días él sí había considerado la mirada vigilante de los dioses, un soplo de verdad que proclamaba cómo Santiago Álvarez, hijo de Santiago Álvarez y de Consuelo Cruz, nieto de Joaquina García, había de unir con justicia su destino a Leticia Tineo, hija de Jorge Tineo y Blanca Moll, nieta de la dama catalana Blanca Franch i Margarit. Santiago creyó ver esa cadena de vida. Qué le importaba el viaje a Bali si ya había sucedido cientos de veces antes de que ellos lo hicieran y seguiría sucediendo después. Incluso las variaciones ya habían sucedido. Como cualquier otro punto sobre la faz de la tierra, la isla era un lugar de certidumbre, ya había sucedido. La experiencia del viaje estaba muerta pues ya no existía la posibilidad de no llegar y eso había sepultado la pregunta por la llegada: en qué consiste llegar. Al cabo, pensó, el viaje a Bali no era un viaje, las agencias vendían el conocimiento de lo ya conocido, pero todavía estaba en pie una pregunta primordial: qué iban a decirse su abuela Joaquina y doña Blanca Franch i Margarit a través de Santiago Álvarez, de qué manera, en la cadena inextricable de vida, debían hablarse las voces acalladas y las voces que habían tenido la palabra.
Los dedos de Leticia rozaron los suyos junto al vaso.
—Anda, contéstame.
Él supo que sólo podía consentirse una respuesta, y que esa respuesta era ajena a cuanto había estado pensando.
—No, Leticia, no creo en la providencia. Yo soy —dijo— mi propia providencia.
Duermen, sobre su piel cansada el mundo está ordenado en apariencia. Al restaurante se entraba por una puerta en arco de madera pintada de rojo. Habían pasado dos años, un mes y catorce días desde la última vez que comieron juntos. Mientras esperaban el pisto, la menestra, la crema de puerros, hablaron de la guerra en el Zaire. El mundo ahora está fuera, fuera de las fronteras, la política está fuera y ellos duermen. Una orla de luz delimita el recinto comercial y comunicativo de la democracia. Como seda quieta de paracaídas flota la democracia y en el borde resplandece la aureola de luz. El resto es un abismo, éter negro, fuego negro, guerra abierta entre viejas colonias, aviones siniestrados, rosa negra inaccesible. Ellos están dormidos cuando el abismo visita la bocacalle próxima, y sobreviene el envenenamiento, y ocurre la explosión; cuando en los institutos de clase media baja se fractura el lenguaje pues el lenguaje sigue a los motivos, ellos duermen. Enseguida el abismo es confinado al otro lado de las pantallas, de la seda, allí donde no hay alteración posible, allí donde el dolor sólo enciende sentimientos, porque la democracia es una, simultánea, idéntica a sí misma, porque en la democracia comunicativa no hay desdicha, cualquier interferencia viaja al espacio exterior por los áureos canales y no hay muerte, no hay tiempo sino un circuito que cada año se repite, el antes no precede al después sino que son intercambiables y sólo en el abismo la luz no es uniforme.
Alguna vez, como fuga de agua, como grifo que se ha quedado abierto y a su través el agua se desborda y cae al suelo y se filtra, como gotera que cruza los ladrillos, rompe el yeso, moja la pintura, así el abismo afluye al presente continuo, rompe el sueño de Santiago, sacude la comida y la memoria. Leticia no se mueve. Santiago mira la oscuridad e imagina palabras sin continuación. Se da la vuelta. El paño rojo y el pan. Pudo haber dicho Carlos, salvaste mi honor, eso fue todo. Hoy los cuatro millones se mezclan indistintos en la cuenta corriente de Santiago Álvarez y Leticia Tineo, cambian como cristales en el caleidoscopio y las monedas, y los números, forman otra figura que no es reconocible, pero hubo un día, Carlos, hubo un cuarto de hora en que esos cuatro millones salvaron mi honor y yo no fui un don nadie, y no llegué desnudo, inerme, a la mesa del subdirector de la sucursal; no fui el hijo desvalido de mi madre sino un hombre cualquiera, una cuenta corriente cualquiera que se unía a la cuenta de Leticia Tineo y las cantidades no en mucho diferían, yo tenía cuatro, ella tenía cinco millones setecientas mil. Santiago abraza la almohada. A qué hablar si quien hubiera podido oír ya no está donde estuvo, y quien puede decir palabras adecuadas ya se mudó también. Santiago Álvarez Tineo vendrá para poner las cosas en su sitio, para asaltar las calles sin salida. Santiago cierra los ojos y el sueño cubre su rostro.
El mundo gira, los hombres y las mujeres duermen, la democracia comercial y comunicativa es un estanque de luz. Lisura. Seda. Tersa superficie inalterada. Sólo en el abismo la luz no es uniforme y se vacila, pero el abismo está fuera. El mundo ya no será cuartel de invierno, la política está fuera, la sociedad decrece y es una capa áurea, finísima, en donde el tiempo ya no es depositado. Duermen.
Como cartero comercial, como el oscuro vendedor que, franqueada la entrada al edificio, sube al último piso y los baja uno a uno y toca el timbre en cada puerta, así visita a veces las moradas el abismo: había, dice, otro mundo. Marta, sobresaltada, abre los ojos. Podría ser jueves y ella tendría que madrugar para llegar al aeropuerto, pero son las cuatro de la madrugada del martes, es ahora cuando el abismo ofrece información de enciclopedias, calendarios, y de cómo en lo negro la luz no es uniforme. No sólo hay sentimientos, no hay exclusivamente emoción en el abismo, altos sueños finales y entretanto un presente unívoco. En el abismo hay encrucijadas. Las jirafas pudieron quizá tomar medidas al ver que el fruto del Bien y del Mal estaba siendo expulsado de los árboles. Y Marta aguarda de pie, medio desnuda. Mira por la mirilla el otro lado de la puerta. Gracias, le dice al abismo, no necesito nada, ya tengo el sentimiento, el suave cerco azul, las novecientas noventa y nueve posibilidades. Mira a Guillermo, está de espaldas; sin embargo ella tiene la emoción cual si hubiera un estrato simétrico, una profunda hermandad en las alturas, lluvia sin peso, canciones suspendidas sobre la democracia. Habían comido juntos como tal vez harán de ahora en adelante, y hablarán de la casa que Guillermo y ella van a alquilar cerca de un parque, y no hablarán de historia, hablarán de geografía. Y ella quizá les cuente que va a dejar el ministerio para irse a una empresa de «estudios y proyectos», los llamados progresistas siempre estudian y proyectan, dimiten del hacer. Aquellos que instituyen la inteligencia como regidora de conductas no tienen fuerza, pues la inteligencia pondera, juzga, mide, mientras que el sentimiento multiplica; pasión y pides más pasión, rabia y pides más rabia, melancolía, y pides más melancolía. Por ello el sentimiento puede, por ello la sensación domina, porque está en su naturaleza invadir, acumular, expansionarse, y no está sin embargo madurar, crecer con otros. El sentimiento me protege del abismo, dice Marta, y es que nadie sabe qué será de su vida pero a veces yacer como en una piscina de intensidad, a veces la promesa de la pasión y el misterio, a veces una música triste es necesaria a modo de consuelo para que el hombre y la mujer se escuden, dice, en lo que no pertenece al tiempo pasado, ni al tiempo presente ni al futuro. Marta cierra los ojos y la noche vela su pensamiento.
Duermen. La política no está. La facultad de elegir qué criterios ordenarán la existencia se ha perdido. La democracia comercial y comunicativa es un estanque y ellos buscaban otras instancias de aprobación. Veían un salero. No lejos de su mesa, una manzana en un frutero blanco. Les trajeron el postre y Carlos dijo tiempo libre, es brutal la expresión. El tiempo libre sólo se define frente a otro tiempo esclavo. Y Santiago dijo sí, y Marta dijo sí. Después, una cucharada de flan. Santiago quiso rebelarse, Carlos, sacas el lenguaje de quicio. Yo precisamente encuentro en el horario reglado de mis clases mi único tiempo de libertad. Y Carlos dijo único. Se da la vuelta en la cama. Ha sido convocada una reunión de cuatro departamentos en Electra, a las diez. Sabe que verá a Lucas. Después, una cucharada de flan. El mundo ahora está fuera de las fronteras. Lucas está fuera de las fronteras. No se ven nunca. No vuelven juntos. Carlos mira la hora, las seis de la madrugada en una casa neutra. Debe seguir durmiendo pero teme que el fondo del colchón vaya a dar al abismo, al derrame rojo junto al lagrimal en el ojo de Lucas. Ya no le mira, no le habla porque le alarma ver la rosa negra en su boca cuando broten palabras y Lucas diga Carlos, hay algo peor que la retórica, y diga: peores los que ya no dan explicaciones, los que, burlándose de quienes hablan de justicia, son injustos y declaran yo soy mejor, al menos yo no engaño a nadie, y exhiben la envidia destructora y la codicia, y son inicuos, y oprimen, y abusan de la fuerza con la fina sonrisa inmutable. La casa está vacía. Carlos llama al sueño y el sueño viene, y le rinde.
El mundo gira, los hombres y las mujeres duermen. La política no existe y el devenir se atiene a los impulsos de lo voluminoso, de lo que puede multiplicar su presencia, de lo áureo. A veces el criterio llega desde el abismo, pende como plomada del techo de algunas habitaciones, pero no son las suyas. En Madrid, ellos duermen. Como un resonar lejano, como ruedas negras, como voces de televisión, como bares aún abiertos, como puertas de coches al cerrarse y ladridos, como la intermitencia de los pasos, como discusiones, como golpe de lluvia en la calzada, como el motor de las neveras, como llaves que entran en la cerradura, como el pulso repetido en cada cuerpo, como el sueño agitado y los gemidos crece un rumor y pareciera que es posible hacer más de lo que es posible. Y pareciera que la vida es un pájaro, que el batir de sus alas forma una brisa en las mejillas de los durmientes, despertándoles, pero la vida está atada a la tierra; y pareciera que se puede ver que no se ve lo que no se ve, mas sólo puede saberse. En la madrugada del 26 de noviembre de 1996, Carlos Maceda, Santiago Álvarez y Marta Timoner duermen. Sobre su piel cansada, el mundo está ordenado en apariencia.