Read La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid Online
Authors: Ángel Ganivet
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Yo, sin embargo, no me dejaba llevar de estos primeros entusiasmos. Lo principal estaba conseguido: que Maya tuviera un centro político adonde todos acudieran en busca de granjerías; pero el desencanto podía llegar muy pronto, y los apetitos democráticos revolverse con furia cuando se viesen frustrados. Hacía falta crear un canal de desagüe muy ancho, por donde todos los malos humores escaparan, y de aquí nació la necesidad de la tercera reforma, que desenvolvió de una manera amplísima el organismo creado por una feliz intuición de Usana, el congreso de los uagangas. Los miembros de este curioso senado gozaban de pequeños emolumentos, pero de gran dignidad; yo, suprimí los emolumentos y elevé las preeminencias por encima de todas las conocidas hasta el día. Les concedí derecho de tutear al rey y a los reyezuelos, de entrar en la corte montados en sus caballerías, sin ofensa para Rubango, y de alojar éstas en los patios del palacio real. Aumenté el número de ellos considerablemente, puesto que se concedió la dignidad de uaganga, no sólo a los hijos y hermanos del Igana Iguru, de los consejeros de los reyezuelos y de los generales, sino a todos los parientes de éstos de cualquier línea y grado. Esta modificación no era un principio nuevo de gobierno; era una exacta interpretación del pensamiento del antiguo legislador. En el edicto original no se hablaba más que de parentesco; pero los sucesores de Usana habían restringido la idea, reduciéndola a sus términos más escuetos, a los grados de consanguinidad más inmediatos. Asimismo se preceptuó que la sesión mensual de la interesante asamblea debía celebrarse ocho días después del muntu, para que de todos los lugares del reino se pudiese asistir a ella, y que no hubiera lugar a exclusión por torpezas cometidas en la danza, ni por excesos en las peroraciones. El rey sí conservaba el derecho de silbar, y aparte de éste, un nuevo derecho, el de aplicar un cogotazo a los ejecutantes torpes, por vía de afectuosa advertencia, cuando las faltas fuesen muy numerosas. Con estas medidas el número total de los uagangas fue por el momento de dos mil, y bien a las claras se veía que no era posible que se congregaran en su antiguo palacio. Entonces Mujanda acordó que se dividieran en dos grupos, uno de viejos y otro de jóvenes, y que hubiera dos sesiones sucesivas, una por la mañana y otra por la tarde, en los frescos prados del Myera, dentro de un redil (o cosa semejante) construido a imitación de la valla circular que sirve para cercar el palacio del rey. Este excelente acuerdo, que produjo gran entusiasmo en todas las clases sociales, me inspiró la idea de aprovechar el vacío e inactivo palacio de los uagangas para establecer en él un nuevo y curioso organismo gubernamental.
Medidas higiénicas.—Creación de los canales de Rubango.—Invención del jabón.—Establecimiento de un lavadero público y del lavado obligatorio nacional.
Uno de los puntos en que la nación maya dejaba más que desear, era el de la higiene pública y privada. Fuera de los edificios jamás se había adoptado medida alguna de aseo, y dentro de ellos la limpieza tenía lugar muy de tarde en tarde. En cuanto a las personas, algunas acostumbraban a bañarse, y había también mujeres que, no pudiendo hacer esto, se lavaban de vez en cuando; pero en general se huía el contacto del agua. Las túnicas servían sin interrupción meses y años, y sólo en contadas casas se tenía la buena costumbre de lavarlas, aunque con resultados muy deficientes por escasear el agua en las ciudades. Los siervos la recogían del río, de los arroyos o de las lagunas en vasijas de barro, y la traían a domicilio para el gasto diario; los sobrantes eran vertidos en un hoyo o pilón abierto en el patio de los harenes, en el que las mujeres mojaban las telas, para secarlas después al sol.
Era, por lo tanto, de urgente necesidad traer a las ciudades agua corriente; en algunas no era posible por no haber otra que la de las charcas; pero en la mayor parte bastaba desviar el curso de los arroyos, y en casi todas las de la margen izquierda del río, y en Maya, podía tomarse el agua de éste. Me parecía imposible que ni los incendios, ni las sequías, ni las molestias de ir y venir continuamente con los ganados o con las cazuelas, hubieran abierto los ojos de los indígenas y les hubieran hecho ver la conveniencia de una operación tan fácil como abrir boquetes en el río y dejar que el agua por sus propios pasos viniera a las ciudades cuando fuere menester. La razón de ello era, sin embargo, muy fuerte, y para dominarla tuve yo que sostener una lucha gigantesca. Decía la tradición que en el Unzu había existido en el tiempo una gran ciudad, cuyos habitantes intentaron, hace ya muchísimos años, robar las aguas del río; por lo cual éste, irritado, desbordándose, la destruyó en una sola noche y se quedó dormido encima de ella para que jamás volvieran a verla ojos humanos. Tal vez en el fondo de esta leyenda se oculte algún hecho histórico; los mayas la aceptaban como artículo de fe y sentían invencible temor a tomar aguas del río. Aunque las cosechas se perdieran por falta de lluvias, no se atrevían a abrir tomaderos ni canales para regar sus sembrados.
Yo acudí al supremo recurso de decir que las aguas serían conducidas debajo del cadalso donde se celebraban los afuiris y que Rubango se las bebería. Así se aplacaría su furor y sería más benigno con los hombres. Mi intento era encauzar las aguas por la colina, hacia los lugares sagrados, para darles después la salida, aprovechando el desnivel del terreno, por debajo de la catarata. Después, cuando se familiarizaran con el agua y perdieran el miedo a las inundaciones, abriría a la derecha de la acequia primitiva una secuela que penetrara dentro de la misma ciudad. No faltaron profetas de males, y el día de la apertura de la acequia, que fue día muntu, la población en masa seguía mis pasos y observaba mis últimas maniobras llena de cobarde curiosidad. Tales maravillas me habían visto hacer, que, dominando sus temores, todos querían asistir a la realización del nuevo milagro. Las aguas, sumisas, siguieron el curso previamente trazado en la colina, entraron bajo la plataforma de Rubango, y salieron después más negras, según el testimonio unánime de los espectadores, para continuar su camino y precipitarse al pie de la gran catarata. Y no sólo ocurrió esto, sino que después anuncié que iba a suspender el curso de las aguas, y subiendo hasta el tomadero eché la compuerta preparada para el caso, la retapé con broza y dejé el cauce en seco. Estos acontecimientos produjeron un pasmo general.
Al cabo de algún tiempo conseguí abrir el segundo canal, al que se llamó pomposamente, así como al primero, canal de Rubango; era una atarjea o canalizo de dos palmos de profundidad, por cuatro de anchura, que atravesaba la ciudad por el centro, y describía después una curva hacia la izquierda, para juntarse con la acequia madre bajo el mismo altar de los afuiris. Las ventajas de tener agua corriente a mano eran tales, que hubo que abrir cinco nuevos canalizos como el primero para surtir todos los barrios. En las plazas públicas hice grandes estanques, que sirvieron de abrevaderos públicos y de escuelas de natación, donde los negrillos ensayaban sus fuerzas, sin peligro, antes de lanzarse a nadar en el Myera.
Como mi pensamiento era acostumbrar a los mayas a la limpieza del cuerpo, preparación muy conveniente para limpiar después sus espíritus, la conducción de las aguas no era más que la mitad del camino que había que recorrer, si bien una mitad no despreciable. Sin ir más lejos, se había conseguido purificar la corte, centro del poder y albergue de las instituciones más altas del país, de muchas inmundicias que antes atormentaban los ojos y las narices, y que ahora las benditas aguas arrastraban en su carrera. Para los indígenas, sin embargo, este detalle valía bien poca cosa, porque carecen del importante sentido del olfato. Ven muy bien y oyen regular, pero huelen y gustan muy imperfectamente. Se había conseguido también adelantar algo en el aseo de los hogares, no habiendo ya miedo a gastar agua sin medida, y, por último, se habían generalizado los baños. Cerca del templo, del Igana Nionyi las aguas formaban un tranquilo remanso, agrandado más cada día, y el muntu, una de las distracciones favoritas, fue con el tiempo bañarse las mujeres y verlas los hombres nadar y hacer juegos acuáticos. Esta diversión no era inmoral, como pudiera creerse, porque los hombres están habituados a ver a las mujeres desnudas en sus harenes, y las mujeres están acostumbradas a ser vistas de los hombres; se mira allí una mujer desnuda con menos malévola intención que en Europa la mano o la cara de una mujer vestida, y la mujer se exhibe sin malicia, a lo sumo deseosa de que su figura agrade y le atraiga un buen esposo.
Lo que seguía sin enmienda era el abandono pesimista de las túnicas. Estas eran muy resistentes, y la práctica más general era apurarlas sin lavarlas. Aunque las lavaran, como era con agua sola y con mucho retraso, no se conseguían mejoras sensibles. Agréguese a esto que el alumbrado era de teas muy resinosas, cuyo humo tiznaba tanto como el hollín, y se comprenderá que con estas costumbres los mayas debían estar sucios y asquerosos, siendo necesaria mucha grandeza de alma para vivir entre ellos y para amarles como a hermanos. Yo no desesperé de mejorar su exterior, como tampoco desesperaba de mejorarlos por dentro, y lleno de fe emprendí la fabricación de jabones. Los hice duros y blandos, de sosa y de potasa; comunes para el lavado de la ropa, y finos para el lavado de las personas; los hice también de esencias para mis mujeres, cuyo olor me mortificaba fuertemente, y más tarde para otras personas que aprendieron a olfatear. Hay en el país muchas vides silvestres, cuyos pámpanos dejan cenizas muy cargadas de potasa, de las que me serví con preferencia para fabricar el jabón, pues con ellas se hacen lejías excelentes; como grasas, utilicé varios aceites, en primer término el de palma, que abunda por todas partes. La clase común la hacía de ordinario con una mezcla de sebo y de aceite de palma. En una sesión nada más hice próximamente quince arrobas de pasta suave y acaramelada, con la que se podía lavar todas las túnicas de la nación.
Pero lo más importante era organizar el lavado. Los hombres no sabían lavar, y de las mujeres, contadas eran las que habían tenido en sus manos una túnica para zapatearla. Y en este punto, la dificultad eterna era la incomunicación del sexo femenino. Era muy complicado repartir agua corriente a domicilio, porque los canales abiertos llevaban muy poca y no se disponía de aparatos elevadores; el único que introduje mucho después, fue la noria para facilitar los riegos; la conducción del agua a mano exigía depósitos para conservarla, lavaderos de madera o piedra, y caños de agua sucia. Lo más sencillo hubiera sido que las mujeres salieran a la calle a lavar en los canales; pero en esto no había que pensar, porque la experiencia me había demostrado que las reformas que alteraban en el fondo las costumbres estaban condenadas a un seguro fracaso.
Por todos estos motivos, antes de emprender la apertura de los canales y la fabricación de los jabones, había yo compuesto mi plan, que abarcaba varios extremos y que resolvía de plano todas las dificultades. Mil veces me había entristecido el espectáculo de las pobres mujeres condenadas a trabajos forzados en las haciendas del rey. Su delito era por lo común la holgazanería, la esterilidad o el adulterio, y más que todo, el ser feas, puesto que, siendo bellas, nunca carecían de protectores que las adquiriesen como esposas. Muchas de ellas eran ancianas, y arrastraban penosamente los últimos años de su vida bajo los rayos del sol, con el punzón de hierro en la mano abriendo agujeros para la siembra; las más fuertes manejando un largo almocafrón, que sirve para cubrir los agujeros y remover un poco la capa laborable, o el cuchillo corvo, en forma de hoz, empleado para la siega, o acarreando al palacio real gavillas y haces de leña. Aunque el rey cedía a estas pobres mujeres por muy poco precio, yo no me atreví a libertarlas, porque la faena que juntamente con los accas cumplían era utilísima e indispensable para la vida nacional, y si no iba a cargo de ellas, recaería sobre otras personas tan infelices como ellas mismas; pues siempre el buen orden de la república exige que haya quien trabaje por los que, ocupados en las altas cosas del espíritu, en los manejos del gobierno, en las ciencias y en las artes, en sostener la guerra y en negociar la paz, en presidir el orden de sus palacios y en ser ornamento de las ciudades, no tienen tiempo libre para procurarse los elementos materiales de la vida.
Por fortuna, la laboriosidad de los accas era ejemplar, y desde su llegada, los pedagogos habían podido aflojar la mano y condenar menos mujeres a los trabajos agrícolas; antes sí era preciso condenar, a veces sin motivo, para que la hacienda del rey no padeciera. Yo concebí el noble propósito de acabar para siempre con el rudo trabajo de las mujeres delincuentes dedicándolas a una tarea más dulce, al lavado de la ropa sucia de las ciudades. Por lo que toca a la corte, Mujanda no era muy favorable a mis ideas en este punto; pero yo le acallé asegurándole que el nuevo trabajo le produciría tantos beneficios como el antiguo. Hacía falta un local para lavadero público, y yo había pensado desde luego en el vacío palacio de los uagangas, que me pareció que ni pintado para el caso. En primer término, lo recomendaba su situación céntrica y despejada; después su mismo orden arquitectónico, que permitiría al público presenciar las faenas desde la calle, y sobre todo, la proximidad de una de las escuelas de natación, de donde fácilmente podría tomarse el agua necesaria. El rey no opuso reparo a mi proyecto, y la única objeción partió del consejero Asato, que, por lo que vi, deseaba destinar el local para alojamiento de las caballerías de los numerosos uagangas que el día marcado para las reuniones llegaban de todas las partes del reino; pero el rey manifestó que en su inmenso palacio cabían (y esto era exacto) todas las del país, y mi propuesta fue aprobada.
Auxiliado por el listísimo Sungo, yo mismo me encargué de transformar el palacio de la manera conveniente. Se respetaron los bancos adosados a las paredes para que en ellos pudieran descansar las fatigadas lavanderas, y el dosel, debajo del cual pusimos el remojadero de la ropa sucia; se abrió una zanja en forma de herradura, y ancha, para que pudieran lavar arrodilladas las mujeres, por dentro y por fuera de ella, y se colocaron cien piedras inclinadas, como es costumbre ponerlas en los lavaderos. El agua limpia entraba por la puerta principal, desde el estanque de la plaza, y se repartía por los dos callos de la herradura, y la sucia escapaba por la curva, para caer en el canal primitivo de Rubango. Las cuatro puertas debían permanecer abiertas para la mejor ventilación, y las operaciones serían públicas, para que las personas interesadas pudieran presenciar el lavado de sus prendas.