La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (28 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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El esplendoroso florecimiento del espíritu maya, que voy reseñando sumariamente, se extendió también a las ciencias; pero como éstas no despertaban tanto entusiasmo como las artes, fue necesario estimular su cultivo con recompensas metálicas. Todos los trabajos científicos eran considerados como funciones públicas, y sea por obtener los sueldos consiguientes, sea por curiosidad natural, que en este punto estoy en duda, los mayas demostraron gran afición a todo género de investigaciones. Aparecieron gran número de naturalistas, y se emprendió la construcción de un museo para coleccionar todas las especies de la fauna y flora del país; en Boro fue edificada una nueva torre, no para elevar otro Igana Nionyi, sino para observar el curso de los astros, comisionándose a este efecto a doce pedagogos, bajo la hábil dirección del enciclopédico Tsetsé; se instituyó un cuerpo de médicos para que estudiaran las nuevas enfermedades que iban apareciendo y para curarlas por el sistema hidroterápico, en el que yo les instruí rápidamente; y hasta se dio el primer paso en los estudios metafísicos, siendo iniciado en ellos el consejero y hábil calígrafo Mizcaga, el cual mostró desde un principio gran apego a la filosofía aristotélica. Pero la ciencia que atrajo mayor número de cultivadores, fue la ciencia geográfica.

Aunque tenían conocimiento de la existencia de otros pueblos, los mayas no habían sentido nunca curiosidad por conocer quiénes eran y cómo vivían. Las forestas que limitaban el país, y los cuarteles en ellas establecidos, fueron siempre considerados como una valla tras la cual el pensamiento, si penetrara, se extraviaría, como se extraviaba en el tenebroso y nunca surcado Océano, la imaginación de los europeos anteriores al descubrimiento de América. Una vez que yo tracé el primer mapa del país ante aquellos incipientes geógrafos, comenzó a tomar cuerpo la idea de averiguar qué había más allá de los bosques, en los inmensos territorios que yo señalaba como habitados por otros seres humanos y variadas especies de animales. Parece como que se les picó él amor propio al verse reducidos a un punto imperceptible en medio de tan vastas tierras, y acaso deseaban traspasar las fronteras de la nación, para convencerse de que los asertos que yo les presentaba como adquiridos en la sombría morada de Rubango eran una estúpida ficción. Los geógrafos, pues, lanzaron la idea de explorar los países vecinos, y crearon una corriente momentánea que yo procuré utilizar para resolver definitivamente el grave problema del orden interior. Porque la permanente excitación en que vivían los mayas, tan favorable para mantenerles en la vía del progreso, era más favorable aún para enconar las rivalidades y conflictos personales y locales, de que estaba sembrada la nación, y que, como ya dije, me apesadumbraban por un lado y me proporcionaban por otro el placer de gobernar a un pueblo enérgico y capaz de grandes empresas.

Por esto decidí hacer la guerra al extranjero, único recurso que tenía a mano para reunir las energías dispersas en una corriente nacional. Parecíame injusto hacer mal a unos hombres para asegurar el bien de otros; pero pensaba al mismo tiempo que la verdadera civilización exige imperiosamente, ya que no sea posible extinguir los odios entre los hombres, ir agrandando cada vez más las filas de combate, hasta llegar a destruir todos los odios parciales y a congregar a todos los hombres en dos grandes masas enemigas, que, o bien se destruyan recíproca y definitivamente, o bien se decidan a vivir en paz a causa del miedo mutuo y permanente.

Como pretexto para la guerra ideé un pequeño artificio de resultado seguro. Entre las mujeres de Mujanda figuraban, como es sabido, muchas que antes pertenecieron al cabezudo Quiganza, las cuales formaban una importante camarilla bajo la dirección de la obesa Carulia. Estas mujeres habían conservado como instrumentos para asegurar su poder, y como reliquias piadosas, algunos objetos usados por su infeliz señor, entre ellos una túnica verde de las que se usaban antes de mis reformas. Yo exhumé esta prenda, que tan dolorosos recuerdos despertaba, y después de dibujar en ella la cabeza de un asno y de bendecirla en la ceremonia del afuiri, al tiempo de degollar la vaca (porque desde la institución de la fiesta del circo, éste era el único sacrificio cruento, continuado por respeto a las tradiciones) la até al extremo de un palo muy largo, y la entregué, convertida ya en estandarte, al listísimo consejero Sungo. La costumbre había lentamente establecido que el desfile, en los días muntus, fuese iniciado por la banda y el orfeón, capitaneados por Sungo, como consejero del orden de muanangos y director de Bellas Artes; siguiendo por orden jerárquico el rey y su familia, el Igana Iguru y la suya, los consejeros, uagangas, pedagogos y demás rmnanis, el pueblo (en el que ya se empezaba a distinguir a los ricos o nobles, de los pobres o plebeyos), y, por último, los accas. Así, pues, la flamante bandera nacional marchaba, con Sungo, al frente, y por necesidad óptica venía a ser el punto adonde convergían las miradas de todos los desfilantes, que por un curioso fenómeno de autosugestión quedaban al instante sometidos al influjo de un sentimiento único, nuevo, extraño: el sentimiento patriótico. Porque así como existe un amor patrio, un amor al pedazo de tierra donde se nace y se van adquiriendo los sucesivos desarrollos, amor común a hombres y animales, así existe también un sentimiento patriótico impuesto por el hábito de caminar juntos los hombres de diversos territorios en una misma dirección o hacia un mismo ideal, dirigidos sus ojos o sus corazones hacia un punto fijo; un lugar: la Meca, el Sinaí, el Gólgota; un hombre: Alejandro, César; una demarcación geográfica: ¡cuántas naciones!; una etiqueta genérica: latinos, germanos, eslavos; una bandera hábilmente tremolada, una túnica verde, como la que a mí me servía, a falta de otra cosa, para imprimir cierta cohesión a los mayas, indisciplinados, rebeldes al sentimiento de solidaridad nacional. La túnica verde del tan desventurado como cabezudo Quiganza, fue un precioso símbolo del primer embrión de patria; todas las ciudades y guarniciones, llevadas de su manía imitativa, quisieron tener también una bandera, y Mujanda accedió, por indicación mía, a sus deseos, distribuyéndoles cuantas túnicas fueron menester; pero todas quedaron sometidas a la influencia centralizadora de la túnica primitiva, que, a la ventaja de ser única, reunía la de haber pertenecido a un rey mártir.

Organicé una expedición científica para que varios notables geógrafos explorasen los territorios comarcanos, y se decidió comenzar por el lado oriental, navegando contra la corriente del Myera y saliendo del país también por la vía fluvial, con un ligero destacamento de ruandas, tomado de la guarnición de Unya. La expedición iba dirigida por el listísimo consejero Sungo, y llevaba como secretario al consejero y calígrafo Mizcaga. Para asegurar el éxito se juzgó indispensable colocar la empresa bajo la bandera nacional, que yo confié a mi hábil auxiliar en Boro, a quien puse al corriente de mis secretos designios. Los días que estuvimos en Maya sin noticias de la expedición, la inquietud fue vivísima en todos los ánimos, y más aún en el mío, porque, falto de noticias sobre el estado de África durante mi largo período de aislamiento, había decidido a ciegas el camino que debía seguirse, y temía que, si los europeos ocupaban ya la región de los grandes lagos, ocurriese algún serio contratiempo y concluyese bruscamente mi ensayo político experimental. Al cabo de diez días se presentó un correo de Lopo anunciando el regreso de los expedicionarios y el fracaso de su misión: una tribu del Ancori les había sorprendido y atacado a traición, mientras el hábil calígrafo Mizcaga tomaba notas de gran interés científico, y les había obligado a buscar la salvación en la fuga, no obstante el probado valor de los ruandas; y al huir, el portaestandarte Tsetsé, en un momento de debilidad, había abandonado la túnica verde del cabezudo Quiganza. En vista de tan graves acontecimientos, el reyezuelo de Lopo, el prudente Uquima, concertado con el narilargo Monyo, reyezuelo de Unya, había decidido partir en guerra contra el Ancori para rescatar la bandera y devolverla al afligido Tsetsé.

Estas noticias produjeron tan honda impresión en todos los espíritus, que los uagangas, tanto los que deliberaban por la mañana como los que danzaban por la tarde, tuvieron una junta extraordinaria y declararon la guerra al Ancori, con la entusiasta aprobación de Mujanda, a quien los excesos alcohólicos iban compenetrando cada día más con el pensamiento de su nación. El gigantesco consejero Mjudsu, el de la trompa de elefante, fue el encargado de movilizar las fuerzas de las guarniciones, dejando en cada una un pequeño destacamento; y al consejero Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé, le fue confiada la dirección suprema de la guerra. También se abrió banderín de enganche para los que quisieran sentar plaza de voluntarios, y se activó considerablemente la fabricación de armas. Como por encanto cesaron las luchas intestinas, y la nación, con patriótica unanimidad, se puso al lado del Gobierno para sostenerle en este momento crítico en que había de habérselas con las tribus valerosísimas del Ancori.

Los primeros encuentros, según noticias recibidas con gran retraso, eran fatales para nuestras tropas. En ocho días habíamos sufrido ocho derrotas, ocasionadas por la cobardía de los ruandas, afeminados tras largo período de paz y de cobro puntual de pingües salarios, y por la valentía de las bandas de rugas-rugas a sueldo de los reyezuelos del Ancori. Estos mercenarios combatían con armas mortíferas que inspiraban profundo terror a los ruandas, quienes las consideraban como una invención diabólica de los nyavinguis u hombres del Norte. Sin duda las tribus del Ancori, en su comercio con las del Uganda, donde los europeos habían penetrado desde hacía muchos años, se habían provisto de armas de fuego, y en tal caso, la partida era más arriesgada para nosotros. Pero la opinión pública, que no podía razonar así, atribuía las derrotas a la impericia del zancudo Quiyeré y a la ausencia de Mujanda, cuyo primer deber, según costumbre nacional, era ponerse al frente de sus ejércitos.

Para robustecer el prestigio de las instituciones, y no obstante mi convicción de que el rey, entregado como estaba a la embriaguez, no serviría para nada de provecho, le aconsejé entrar en campaña; yo debía acompañarle y asegurarle la victoria con el auxilio del omnipotente Rubango. Mientras tomábamos estas decisiones, las derrotas sucedían a las derrotas, y cuando llegamos a Unya había sufrido nuestro ejército quince consecutivas. Su primer ataque al enemigo tuvo lugar muy en el interior del Ancori, y su último revés le había encerrado en Unya, que los rugas-rugas, después de destruir los cuarteles fronterizos, intentaban tomar por asalto. En tan desesperada situación adopté un rápido plan de defensa, cuya primera parte fue pronunciar, ante nuestras desmoralizadas tropas, una enérgica arenga, digna del verdadero Arimi, ofreciéndoles el apoyo de la divinidad para la próxima y decisiva batalla; les hice salir de la ciudad y situarse en las márgenes del Myera en correcta formación, bajo el mando del zanquilargo Quiyeré, y con orden expresa de que, en cuanto el enemigo intentase dar el asalto, se dirigieran a marchas forzadas por el camino de Viti, hacia el bosque, donde debían estar apercibidos para cortarle la retirada. Aparte de este cuerpo de ejército, de más de ocho mil hombres, quedaban dentro de la ciudad dos compañías escogidas, a las órdenes del prudente Uquima y del narilargo Monyo, la banda de música, que venía en el séquito del rey, dirigida por el listísimo Sungo, y un numeroso grupo de accas a las órdenes del astuto Tsetsé, quien me auxilió en la parte más delicada de mi plan, la preparación de morteros en el costado más desguarnecido de Unya, por donde era seguro que el enemigo nos atacaría, sin prever el movimiento rápido y envolvente de las fuerzas del zancudo Quiyeré, a las que, después de quince derrotas, los rugas-rugas considerarían como cantidad despreciable. En efecto, los enemigos, cuando fue bien de día y pudieron hacerse cargo de nuestras posiciones, nos atacaron briosamente por el lado oriental, y después de hacer algunos disparos al aire para producir el espanto en los ruandas, rompiendo las vallas exteriores, penetraron en la ciudad en número como de seis mil, sin encontrar resistencia, porque el narilargo Monyo y el prudente Uquima, siguiendo los consejos del astuto Tsetsé, se habían retirado al extremo opuesto, en donde nosotros estábamos para rehuir el primer choque. Entonces fue cuando, transmitido el fuego por conductos hábilmente preparados, comenzó la formidable y para todos, menos para mí, horripilante y terrorífica explosión de los morteros, que, sin producir gran mortandad, esparcieron el pavor en las filas de los rugas-rugas y en las de los ruandas, con su rey al frente; y es probable que se hubiese dado el caso original de huir ambos ejércitos, derrotados, en opuestas direcciones, si no hubiese impedido yo la desbandada con la oportuna invocación del nombre de Rubango, dios de nuestra bandería. Los ruandas, dominando su terror ante aquellos retumbantes estampidos, exaltándose ante mi ejemplo y el de los jefes, enardeciéndose con el ruido de los tambores, que repiqueteaban, y de los platillos, que metían el escalofrío en los huesos, cayeron sobre el enemigo, rompieron sus cuadros y le obligaron a huir hacia el bosque, donde las tropas del zancudo Quiyeré, allí apostadas, y las del narilargo Monyo y el prudente Uquima, que le perseguían, le infligieron una sangrienta derrota. Más de mil muertos, entre los que se contaba por anticipado a los heridos, rematados sin piedad, fueron recogidos entre la ciudad y el bosque, y arrojados al río para pasto de los peces; y más de tres mil hombres fueron hechos prisioneros y conducidos como esclavos a Zaco, Talay, Rozica y Nera, en el extremo occidental de la nación, donde, por imperar la poliandria, la población tendía constantemente a decrecer y necesitaba mucho de estos refuerzos. Como precioso botín de guerra, además de las flechas, cuchillos y demás armas blancas, recogimos cuarenta fusiles, que, aunque bastante deteriorados, serían utilísimos para continuar la campaña. Por nuestra parte hubo sólo ochenta muertos, que fueron enterrados al son de la música al pie del baobab funerario de Unya, en el que grabé una inscripción conmemorativa de la victoria; y ciento cincuenta heridos que fueron trasladados en carretillas a Lopo, donde organicé el primer hospital maya, deseando aprovechar en bien de la ciencia los funestos resultados de la guerra y valerme de estos héroes para ensayar algunas operaciones quirúrgicas.

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