Read La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid Online
Authors: Ángel Ganivet
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Si alguna justificación tenía el proyecto de Asato, era la insolencia con que mujeres y accas, aprovechando la ausencia forzada de los guerreros, que combatían en el Ancori por la gloria del país, se entregaban a los livianos placeres. Los que tal veían se imaginaban, no sin fundamento, que al ausentarse serían víctimas de iguales infamias, y no se conformaban con la penalidad de los diez palos en el vientre, que a la segunda o tercera vez ya no producían efecto; ni con la multa, que, las más de las veces era pagada indirectamente por el mismo que había recibido la ofensa. Y como la pena de muerte no convenía a los intereses creados, se hubo de pensar en la castración, no ya represiva, sino general y preventiva, y Asato fue el rápido y fiel intérprete del pensamiento nacional.
Mi primer impulso fue marchar a la corte sin tardanza para resolver tan grave conflicto; pero después me contuve, y decidí enviar al astuto Tsetsé con instrucciones secretas, para ver si ya que los regentes se habían dejado sorprender por los acontecimientos, sabían al menos dominarlos. Para mayor seguridad, y comprendiendo que sería preciso dictar algunas leyes, aconsejé al calígrafo Mizcaga que acompañase al astuto emisario.
Al día siguiente, apresurando un poco los sucesos, conseguí que saliese de Unya la nueva expedición militar. Al frente de ella, en la vanguardia, iba el veloz Nionyi con media brigada de voluntarios, batidores armados de hachas y de hocinos para aclarar la vía al grueso del ejército, y entre éste y la vanguardia, para asegurar las comunicaciones, un destacamento de velocipedistas. Seguía la banda musical, dirigida por el consejero Lisu, el de los grandes y espantados ojos, y bajo la protección, a falta del estandarte de Maya, de los de Lopo, Viti y Unya; después, cien porteadores de comestibles y quinientas cantineras, a razón de cinco para cada carretilla y para cada cincuenta soldados; y, por último, el ejército regular, bajo el mando supremo del firme y zanquilargo Quiyeré. El gobierno interino de Unya, y el mando de dos mil hombres de reserva que allí quedaban, fueran confiados al hijo primogénito de Nionyi, habilísimo en la natación y experto navegante, conocido en todo el país bajo el nombre de Anzú, «el pez». De estos hombres de reserva, algunos fueron instruidos en el manejo del fusil, para que, en el caso probable de nuevas derrotas de nuestro ejército, pudiesen acudir en su auxilio. Mi deseo no era que nos derrotasen, ni tampoco vencer en toda la línea, sino un término medio, una alternativa de derrotas y triunfos que prolongasen la guerra, y con ella la paz interior del país y el movimiento de las escalas. De esta suerte se realizaría en Maya mi ideal político: la paz permanente en el interior, combinada con la guerra constante en las fronteras; la prosperidad material realzada por el brillo de las acciones heroicas.
De regreso a Maya por el camino de Lopo, entré en esta ciudad para saludar al dormilón reyezuelo Viami e inspeccionar el hospital recientemente fundado, donde, asistidos por varios pedagogos, médicos y cirujanos de la corte, convalecían más de cien heridos de la batalla de Unya. En Lopo vino nuevamente a consultarme el astuto Tsetsé, trayéndome noticias que me llenaron de júbilo. La primera y más sorprendente era la muerte del terrible Asato, llevada a feliz término, en la noche anterior, por el siervo Bazungu, rey acca y esposo que fue de la reina Muvi, al cual, por ambos conceptos, había yo reservado una situación preponderante, tanto en mi antigua casa como en el palacio real. Los regentes y los consejeros habían aprobado el crimen del enano Bazungu, y habían resuelto que en adelante el Igana Iguru fuese libremente elegido por la asamblea de los uagangas. Reforzada ésta por gran número de pedagogos, nombrados para cubrir las vacantes no provistas, había elegido al listísimo Sungo, que en el acto dejó su puesto de regente al consejero Mizcaga, cuyos trabajos caligráficos eran de suma necesidad. La vacante de Mizcaga, que era del orden de pedagogos, fue concedida, por recomendaciones vivísimas de la vieja Mpizi, al distinguido geógrafo Quingani, recién instalado en Boro. Esta designación me confirmó la exactitud de ciertos vagos rumores, que señalaban al antiguo preceptor del malogrado Mujanda como uno de los amantes que Mpizi había tenido durante su larga viudez. La prebenda de Boro tocó en suerte al reyezuelo de Tondo, Cané, que deseaba enriquecerse para igualar a su hermano menor, Tsetsé, y a sus tres hermanos mayores, que gobernaban las prósperas ciudades uamyeras del Sur. El vegetalista Macumu fue trasladado desde Misúa a Tondo, donde la cosecha de habas era también considerable; y, por último, para Misúa fue habilitado como reyezuelo, a pesar de lo dispuesto por las leyes, el enano Bazungu, con misión expresa de sofocar la naciente rebelión de sus congéneres accas refugiados en aquella ciudad. Tan vasta combinación acreditaba el talento político de los regentes indígenas; y en particular el nombramiento de Bazungu, era una medida gubernamental de primer orden. Por desgracia, la idea lanzada por el inconsiderado Asato continuaba su sorda labor en la corte y en el resto del país, y apenas pasaba día sin que se registrara alguna bárbara mutilación; los dueños de siervos eran a la vez jueces y verdugos, y los infelices accas no tenían más remedio que huir, en busca de seguridad y amparo, a la única ciudad amiga con que contaban. En vano, cuando regresé a la corte, hice publicar edictos severos, y en vano hice ver que aquellas cobardes ejecuciones producirían, en un porvenir próximo, la extinción de la raza acca, y con ella la necesidad de que todo el mundo trabajase, como ocurría en lo antiguo. Los mayas no se interesaban por lo que pudiera acontecer a sus descendientes, y seguían encariñados con la idea de la castración, que les aseguraba por el momento una servidumbre sumisa, fiel y exenta de apetitos carnales.
Sin embargo, la paciencia de los accas debía tener un límite. Después que, atraídos por persuasión a las ciudades, se convencieron de que los atentados no cesarían por completo, y de que constantemente peligraba la integridad de sus personas, comenzaron colocarse en actitud díscola, y un hecho vino a provocar la rebelión. Los habitantes de Misúa juzgándose agraviados por el nombramiento del enano Bazungu y por la intrusión de los accas fugitivos, se amotinaron contra su pequeño reyezuelo, le prendieron y le mutilaron atrozmente. Bazungu y los suyos se defendieron con heroísmo y causaron gran mortandad en las filas contrarías; pero tuvieron que escapar y refugiarse en la ciudad de Mpizi, cerca de la frontera. La noticia cundió por el país, y en todo él se repitieron los motines y las escenas de carnicería, terminando por una deserción general de los accas hacia la frontera Norte, de cuyas guarniciones se apoderaron.
Tan imprevistos acontecimientos hacían necesaria la presencia de las tropas en el interior, y yo envié al prudente Uquima, al geógrafo Quingani y al astuto Tsetsé para que negociaran la paz con el Ancori. Al mismo tiempo era indispensable restablecer el principio de autoridad en Misúa, y no encontrando otro mejor a quien encargar tan difícil empresa, hice que los regentes nombraran reyezuelo a mi antiguo vecino, el gran innovador y ladrón Chiruyu, quien salió sin tardanza para Misúa con un fuerte destacamento de mnanis.
A los cinco días regresaron los embajadores, y el prudente Uquima anunció que la paz había sido concertada mediante la restitución de la túnica verde del cabezudo Quiganza y una demarcación de los límites de ambos países, con la cual el reino de Maya salía altamente ganancioso. Esta última parte del tratado me hizo sospechar que el prudente Uquima no decía verdad, porque Maya y Ancori no tienen límites comunes; y, en efecto, el astuto Tsetsé me confirmó mi sospecha. Los tres embajadores no habían ido siquiera al Ancori, sino que, guiados por Tsetsé, habían encontrado en el bosque de Unya la bandera nacional, escondida allí por el sagacísimo portaestandarte. Una vez en posesión de ella marcharon en busca del ejército, que se había apartado apenas dos leguas del cuartel de Viti y establecido en un paraje muy pintoresco, donde consumía alegremente las abundantes provisiones que mi buena industria le había asegurado. Sólo el veloz Nionyi parece que había avanzado más, y en su opinión, el Ancori no se preparaba para continuar la guerra; sus reyezuelos consideraban como un bien inapreciable la derrota de Unya, que les libraba de sus feroces mercenarios, y los contados rugas-rugas que lograron escapar habían sido víctimas del malquerer de los ancorinos. La batalla de Unya, estuvo a pique de ser una doble derrota, se convirtió, pues, en una doble victoria.
Entrada triunfal del ejército en Maya.—Medidas pacificadoras.—Hallazgo del tesoro de Usana, e idea repentina que me sugirió.—Promulgación de una Carta constitucional.—De mi éxodo y de los fenómenos sobrenaturales que lo acompañaron.
Detrás de los embajadores venía el ejército triunfador, y la corte se preparó para recibirlo dignamente. Como el día no era muntu, y la incomunicación diurna de la mujer continuaba siendo rigurosa, se dispuso que el desfile de las tropas tuviera lugar por el centro de la ciudad, entrando por la puerta de Mbúa, o del Sur, y saliendo por la de Mpizi, o del Norte, y volviendo a entrar por la de Lopo, en lo antiguo de Viti, u oriental, y a salir por la de Misúa, u occidental. Así, todas las mujeres podrían presenciar el espectáculo, ocultas, desde las claraboyas de los palacios y tembés.
En la puerta de Mbúa estaban las autoridades, colocadas por orden jerárquico. En primera línea el listísimo Sungo, montado sobre el tranquilo hipopótamo, cuyas riendas eran tenidas por los dos Igurus auxiliares, el valiente Angüé y el astuto Tsetsé; a la derecha, los tres regentes: el hábil mímico Catana; el elefantiaco Mjudsu y el calígrafo Mizcaga, y a la izquierda los cuatro consejeros presentes: el prudente Uquima, el geógrafo Quingani, el gangoso Nganu y el narigudo Nindú. En segunda fila los uagangas matutinos y vespertinos, separado cada grupo en tres alas, según costumbre antigua. Detrás los numerosos pedagogos y mnanis. La muchedumbre, entre la que yo me confundía, se desparramaba por el prado y por las calles de la ciudad.
A eso de mediodía se divisó, por el camino que bordea la margen Norte del río, la vanguardia del ejército, el cual fue llegando, las túnicas marcialmente agitadas por un viento favorable, en el mismo orden en que había salido de Unya. Primero el veloz Nionyi con sus batidores y velocipedistas; luego la banda de música, capitaneada por el consejero Lisu, con sus espantados ojos, abrumado bajo el peso del rescatado estandarte; después los porteadores y cantineras, que ahora caminaban con pie ligero; a continuación el consejero Quiyeré, marcando el paso con sus descomunales patazas, y el grueso del ejército, dividido en doce secciones, cada una mandada por un general; y por último, los dos mil hombres de la reserva de Unya, a cuyo frente venían el gran nadador Anzú y los cuarenta fusileros. Tan brillante milicia desfiló con orden perfectísimo ante los ojos satisfechos de la autoridad y en medio de las aclamaciones populares.
Cuando las tropas, después de atravesar dos veces la ciudad, salieron por la puerta de Misúa, el gobierno, con su comitiva, las aguardaba allí para disolverlas y distribuirlas con arreglo al plan consuetudinario de defensa nacional. El corpulento Mjudsu fue organizando los cuadros de las doce guarniciones, y cada general, después de recibir abundantes provisiones de boca para el camino, y una paga extraordinaria, partió con sus soldados, sus porteadores y sus cantineras. Los músicos obtuvieron permiso para retirarse a sus moradas, pues ardían en deseos de ver a sus familias, y los voluntarios de la reserva, a excepción de los fusileros, fueron licenciados, y salieron en distintas direcciones hacia sus respectivas ciudades. Sólo quedaron en pie de guerra los voluntarios mayas y los velocipedistas, que formaban el núcleo dirigido por el veloz Nionyi, y a los cuales se reservó la honra de sofocar la rebelión de los accas. Nionyi partió para su gobierno de Unya, y su hijo, el experto navegante Anzú, le sucedió en tan importante mando militar. Anzú emprendió la marcha a Mpizi por el camino de Misúa, y en Maya quedaron para nuestra defensa los cuarenta fusileros al mando del prudente Uquima.
El solo anuncio del regreso de los ruandas a sus guarniciones restableció la calma en las ciudades, y para afirmar aún más el orden, muchos reyezuelos acordaron la expulsión de los pocos siervos que se habían librado de la mutilación o de la muerte. Contra lo que yo creía, los accas eran más bien aborrecidos que estimados por el trabajo que prestaban, pues los indígenas pobres querían trabajar en lugar de ellos para poder obtener los tan útiles mcumos. Los muchos atractivos que ahora tenía la vida, y por encima de todo el deseo de embriagarse, les iba poco a poco haciendo amar el trabajo. Los accas, por su mísera condición, por sus pocas exigencias, eran, pues, unos terribles concurrentes, y si los adulterios no bastaran, las leyes reguladoras del trabajo hubieran hecho estallar los odios de los obreros nacionales contra el trabajador extranjero. Los que antes no querían trabajar, ahora estaban muy cerca de sostener su derecho (y aun derecho preferente) al trabajo.
En Maya, no obstante, el problema era más complicado, porque la centralización y monopolio de muchas industrias exigía un gran número de siervos que trabajasen a las órdenes inmediatas del rey o del Igana Iguru. Pero comenzó a susurrarse que podían servir para el caso los esclavos rugas-rugas, cogidos en la batalla de Unya. Es admirable cómo se aguza el ingenio de una nación movida por el odio, y cómo se encuentra salida para las situaciones más complicadas. Examinando la historia de las persecuciones religiosas en los países civilizados, de las expulsiones de que han sido víctimas los judíos, los moriscos españoles y tantos otros pueblos, se pueden hallar crisis análogas a ésta por que atravesó la nación maya. Aquí las diferencias no eran de religión, porque los accas no tenían ninguna y se acomodaban a todas; pero las había y grandes, de tipo, de estatura, de carácter y de temperamento, sin contar la interposición funesta de lo eterno femenino. A pesar de mi resistencia, comenzaba a convencerme de que al fin habría que prescindir de los enanos, que expulsarlos del país, ya que la oportuna adquisición de los rugas-rugas venían muy a punto a suplir su falta y a satisfacer la necesidad que tiene toda nación de algo o alguien en quien desahogar impunemente los malos humores.
Los accas, concentrados poco a poco en los bosques de Mpizi, dueños de los cuarteles de la frontera, podían libremente abandonar el país; pero ¿adónde ir, solos, sin sus mujeres y sus hijos? ¿Dónde ha existido una raza cuyos hombres se trasladaran de unas a otras regiones, abandonando sus seres amados, sin esperanza de volverlos a ver? Aunque a los accas se les hubiesen borrado los dulces recuerdos de su estancia en las ciudades mayas, los retenía aún el amor a sus mujeres propias, porque este amor no era obcecación momentánea, sino sentimiento secular e indestructible. Y aunque por raro ejemplo olvidasen a sus antiguas mujeres y se decidiesen a partir sin ellas y hasta sin sus hijos, en los que los infelices castrados veían la única esperanza de conservación de su especie, ¿cómo podrían partir, desorganizadas sus tribus por la servidumbre, sin jefes que con la debida autoridad les guiaran y supieran vencer los innumerables obstáculos de una emigración al través de los inmensos bosques que separan el reino de Maya de los bordes del Aruvimi?