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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (3 page)

BOOK: La conspiración del mal
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Las últimas palabras de Bina convencieron al escriba de que avanzaba por el buen camino. Sin embargo, el objetivo seguía estando muy lejos y sus posibilidades de alcanzarlo parecían ínfimas.

—Comparto tus dudas y tus inquietudes, Iker. Pero muy pronto ya no estaremos solos.

Tendido en la terraza, Iker no dormía por la noche. Esta vez su proyecto tomaba cuerpo y sentía que estaba preparado para llevarlo a cabo. Nada le resultaba más insoportable que la injusticia, ya fuera cometida por un rey o por un pobre. Y si no había nadie más que él para rebelarse, no retrocedería. Un grito de dolor procedente de abajo le hizo dar un respingo.

—¡Se os ha agrietado la calabaza! —protestó Sekari con vehemencia—. ¡No se despierta a la gente con patadas en las nalgas!

Iker bajó a ver.

Dos policías estaban ante él. Provistos de garrotes, no parecían muy afables.

De pie, adormilado aún, Sekari se palpaba el trasero.

—¿Quién es éste? —preguntó el policía de más edad.

—Sekari, mi criado.

—¿Y duerme siempre en el umbral?

—Medidas de seguridad.

—Con un tipo al que le cuesta tanto despertar, yo no me sentiría muy seguro. Bueno, no hemos venido por él. El escriba Heremsaf te reclama con urgencia.

Los dos emisarios se alejaron.

«Al menos, no me han puesto las esposas y no me han arrastrado por las calles de la ciudad como a un vulgar bandido», pensó Iker, petrificado.

Pero, por desgracia, el asunto sólo se aplazaba. Heremsaf lo convocaba de aquel modo porque había adivinado sus intenciones. Iker sería detenido y condenado. Su única posibilidad consistía en huir, pero ¿le permitirían salir los guardianes de la puerta principal de la ciudad?

3

El faraón Sesostris había bautizado como «Paciente de lugares» su ciudad construida en el paraje de Abydos para encarnar el primero de los dos valores fundacionales de la monarquía faraónica: la perseverancia. La segunda, la vigilancia o, más exactamente, el despertar de Osiris en la resurrección, confería a la institución la dimensión sobrenatural que le permitía construir monumentos duraderos.

El faraón examinaba personalmente el cuadro de servicio de los sacerdotes temporales, distribuidos en cinco equipos que se sucedían el uno al otro.

Frente al gigante, el responsable de su redacción, un hombrecillo nervioso, no podía dejar de temblar.

—Si has seguido mis instrucciones y cumplido correctamente tu misión, ¿a qué viene tanto miedo?

—El… el privilegio de veros, majestad… el…

—Ni tú ni yo tenemos privilegios, somos los servidores de Osiris.

—Así lo entendía yo, majestad, y…

—¿Cómo funcionan tus equipos?

—Al modo tradicional. Los empleados forman un grupo dividido en varias secciones, destinadas a tareas concretas. Ninguna debe perjudicar a otra, y todas las obligaciones se cumplen a su hora.

El responsable lanzó un detallado discurso donde habló del aseo de las estatuas, de la limpieza de los cuencos de purificación, de la preparación de aceites de iluminación, cuya combustión no desprendía humo, así como de la elección de los alimentos que debían depositarse en las mesas de ofrenda y repartirse, luego, bajo control. Le dio al rey los nombres y las hojas de servicio de los guardianes, de los jefes de taller, de los escultores, de los pintores, de los jardineros, de los panaderos, de los cerveceros, de los carniceros, de los pescadores y de los perfumistas, sin omitir el más modesto de los portadores de ofrendas.

—Cada uno de ellos es identificado por las fuerzas del orden, que llevan un registro que incluye los días y las horas de llegada y de partida, así como los motivos de ausencia y de retraso.

—Y hasta ahora, ¿cuántas expulsiones de temporales hay por falta grave?

—¡Ninguna, majestad! —respondió con orgullo el responsable.

—He aquí la prueba de tu incompetencia.

—Majestad, yo…

—¿Cómo puedes suponer ni por un solo instante haber alcanzado la perfección? O intentas engañarme, lo cual es un error imperdonable, o te fías de los informes de tus subordinados, lo cual es un error no menos imperdonable. En cuanto haya nombrado a tu sustituto abandonarás Abydos.

Al visitar los talleres, los almacenes, las carnicerías y las cervecerías, Sesostris advirtió varios quebrantamientos de las consignas de seguridad. Sobek el Protector tomó de inmediato las medidas necesarias. Luego, el rey recibió a su maestro de obras, con el rostro marcado por la fatiga.

—¿Problemas de nuevo?

—Nada grave, majestad, gracias a la protección de las sacerdotisas de Hator. Las herramientas ya no se rompen y los canteros no se ponen ya enfermos. Por eso me complace anunciaros el fin de la obra: los pintores han terminado esta misma mañana la última figura divina, la de Isis. Vuestro templo está dispuesto para proporcionar un máximo de ka, al igual que vuestra morada de eternidad. ¿Cuándo deseáis animar el tesoro?

—Mañana mismo.

En Tebas, las ceremonias iban acompañadas por un regocijo popular. En cambio, en Abydos, incluso los cerveceros cumplían un papel cultural al servicio de Osiris, y en las actuales circunstancias, cualquier manifestación de júbilo habría resultado inapropiada.

Ante la mirada de las sacerdotisas y de los sacerdotes permanentes, Sesostris colocó en el depósito de fundación de su templo veinticuatro lingotes de metales y piedras preciosas, entre ellas, el oro, la plata, el lapislázuli, la turquesa, el jaspe y la cornalina. Aquellos materiales, que habían brotado del vientre de las montañas, entraban en la composición del ojo de Horus, el más poderoso de los talismanes.

Luego, portadores y portadoras de ofrendas se acercaron al santuario en procesión, para equiparlo con los elementos necesarios para su buen funcionamiento: jofainas de purificación, copas, jarras, cofres, altares, incensarios, paños y barcas componían el tesoro del templo, de techo de oro y lapislázuli, de suelo de plata y puertas de cobre.

—Celebraré hoy los tres rituales de la mañana, del mediodía y del anochecer —comenzó el faraón—, de modo que las potencias sobrenaturales mantengan el genio de este lugar, morada de las divinidades y no de los humanos; su papel consiste en difundir energía.

La joven sacerdotisa veía cómo se cumplían los textos descifrados en la Casa de Vida de Abydos, que trataban del papel primordial del rey de Egipto, dueño de la creación de los ritos. A él le tocaba poner orden en vez de desorden, verdad en lugar de mentira, justicia en vez de terror. Existía una posibilidad de vivir la armonía celestial en una sociedad terrenal: cumplir esos ritos a su hora y disponer de un faraón capaz de encargarse por completo de su función.

—Que la luz ilumine los altares —ordenó Sesostris.

Los pebeteros derramaron suaves olores. Flores, carnes, legumbres, aromas, recipientes que contenían agua, cerveza y vino, así como panes de formas y tamaños diversos, se depositaron sobre las mesas de ofrenda de diorita, granito y alabastro. Todas aquellas riquezas eran ofrecidas a las divinidades para que disfrutaran su sutil aspecto y las transformaran en sustancias asimilables. La ofrenda fortalecía el vínculo entre lo visible y lo invisible. Gracias a ella, la creación se renovaba.

Sesostris entró en el templo cubierto, accesible a un pequeño número de ritualistas encargados de representarlo. En aquel lugar cerrado a los profanos debían preservar la integridad divina y rechazar continuamente las fuerzas del caos, que intentaba destruir aquel espacio de Maat.

Al fondo del santuario se encontraba el cerro primordial, hacia el que descendía el techo y ascendía el suelo. Emergido de las aguas originales en la primera mañana, era el zócalo sobre el que el Creador edificaba su obra sin cesar.

En la penumbra del Santo de los Santos se revelaba el paraje de luz
(6)
, cuyas puertas abría el faraón. En pleno cielo de las potencias, el rey hacía que renaciese el origen.

—Mientras el cosmos siga establecido sobre sus cuatro pilares —dijo el monarca a la Presencia—, mientras la inundación venga en el momento justo, mientras las dos luminarias, rijan día y noche, mientras las estrellas permanezcan en su lugar y los decanatos cumplan con su tarea, mientras Orión haga visible Osiris, este templo será estable como el cielo.

La animación del templo retrasaría la degradación de la acacia de Osiris. La rodearía de ondas bienhechoras y edificaría así un muro mágico que protegería el árbol de vida de nuevos ataques, sin suprimir la causa de la enfermedad.

El momento de proceder a una intervención de otro orden se aproximaba. El rey reunió, pues, a los miembros del «Circulo de oro» de Abydos para tomar su decisión.

—Un solo jefe de provincia se niega a someterse —recordó el áspero general Nesmontu—. Lancemos contra Khnum-Hotep una gran ofensiva para extirpar toda huella de rebelión. Cuando Egipto esté realmente unido, la acacia volverá a brotar.

El viejo oficial, vigoroso aún, no solía cuidar sus palabras. Indiferente a los honores, sólo vivía para la grandeza de las Dos Tierras. ¿Y quién la encarnaba sino el faraón Sesostris, al que se sentía dispuesto a entregar la vida?

—Apruebo a Nesmontu —declaró el general Sepi—. Aunque esa confrontación produzca numerosas víctimas en ambos bandos, parece ineluctable.

Sepi, alto, flaco y autoritario, había sido el brazo derecho del jefe de la provincia de la Liebre, Djehuty, convertido en un fiel de Sesostris. En misión especial confiada por el «Círculo de oro», el general había convencido poco a poco a Djehuty de que evitara un conflicto de desastrosas consecuencias. A la cabeza de una de las más brillantes escuelas de escribas del país, Sepi nunca se precipitaba. Era reflexivo y ponderado, y detestaba los arrebatos.

—Temo la violencia —reconoció el Portador del sello real, Sehotep, un treintañero elegante y apuesto, de ojos brillantes e inteligentes—, pero soy de la misma opinión que Nesmontu y Sepi, pues Khnum-Hotep no se rendirá. Con él, la negociación parece condenada al fracaso. Aunque sea el último jefe de provincia que mantenga sus posiciones, no reconocerá su error y preferirá derramar sangre para tratar de conservar sus privilegios.

El Calvo se limitó a asentir con la cabeza.

Al superior de los sacerdotes de Abydos no le preocupaban demasiado las convulsiones del mundo exterior, pero le sorprendía la concordancia de puntos de vista entre personalidades tan distintas como Nesmontu, Sepi y Sehotep.

—El enfrentamiento se anuncia terrible —predijo el gran tesorero Senankh, cuarentón floreciente, fino gastrónomo y riguroso administrador—. Khnum-Hotep es rico, y su milicia, temible. De modo que su resistencia será dura. Si creyéramos que la victoria está asegurada de antemano, pecaríamos de ingenuos.

—No pretendo lo contrario —intervino el general Nesmontu—, pero ésa no es una razón para vacilar y dejar inconclusa la obra del faraón.

—¿Estáis seguro de que Khnum-Hotep maneja la fuerza de Seth y hace que se marchite la acacia de Osiris? —intervino la reina.

—No cabe duda alguna, puesto que los demás jefes de provincia no eran culpables —respondió Nesmontu—. Su delirio de grandeza lo empuja a reinar en el Sur. Como nuestro soberano arruina sus proyectos, Khnum-Hotep se venga atacando el centro vital de Egipto.

—¿Y si tuviera cómplices? —sugirió Sehotep.

—Es una hipótesis que hay que tener en cuenta —deploró el general Sepi—. Khnum-Hotep ha controlado durante mucho tiempo pistas comerciales que lo mantienen en contacto con Asia; tal vez haya encontrado aliados exteriores cuyo interés consiste en debilitar la institución faraónica.

—Simple suposición —objetó Senankh.

—Es fácil de verificar —afirmó Nesmontu—: derrotemos la milicia de Khnum-Hotep, capturémoslo e interroguémoslo. Creedme, nos dirá la verdad.

—¿Conoce su majestad la opinión del único miembro del «Círculo de oro» ausente debido a la misión secreta que se le encargó?

—No hablaré en su nombre.

—Yo, que lo conozco bien, creo que habría abogado por la ofensiva —declaró Sepi.

—¿Tus reservas significan hostilidad? —preguntó el rey a Senankh.

—De ningún modo, majestad. Pero pensar en la pérdida de tantas vidas humanas durante una guerra civil me desespera. Sin embargo, sé que es inevitable, y actuaré del mejor modo para que la economía del país sufra lo menos posible.

—Como el «Círculo de oro» es unánime, preparémonos para atacar a Khnum-Hotep y para reconquistar la provincia del Oryx —concluyó Sesostris—. Que la reina y el gran tesorero vuelvan a Menfis para encargarse de la administración de los asuntos en curso. Si yo desapareciera durante el combate, la Gran Esposa real reinará y decidirá mi sucesión con los supervivientes del «Círculo de oro» de Abydos de la Casa del Rey.

Mientras se acercaba el conflicto que amenazaba con ensangrentar Egipto, Sesostris disfrutaba de la paz y el silencio de Abydos. Ciertamente, los turbaba la enfermedad de la acacia, pero aún conservaban los recuerdos de la edad de oro, en que había visto a los iniciados venciendo a la muerte gracias a la celebración de los misterios de Osiris.

Para salvar estos valores vitales, el faraón debía acabar con la rebelión de Khnum-Hotep, someterlo y hacer que confesara. Si Sesostris conseguía destruir aquel bastión de Seth y reunificar las Dos Tierras, dispondría de una nueva fuerza que, hasta el momento, le había hecho mucha falta.

En el muelle, la joven sacerdotisa recitaba las fórmulas de protección del viaje ante el ojo completo, recientemente vuelto a pintar en la proa del navío real. Sobek el Protector controlaba personalmente la identidad de cada marino y registraba por tercera vez la cabina del monarca, justo antes de la partida.

—¿Cuándo pensáis regresar, majestad? —preguntó la muchacha.

—Lo ignoro.

—La guerra se acerca, ¿no es cierto?

—Osiris, el primero de los faraones, reinaba sobre un país coherente cuyas provincias, todas ellas, sin perder su originalidad, vivían en la unión. Tengo el deber de proseguir su obra. Regrese yo o no, tú debes llevar a cabo la tuya.

Cuando el barco se alejó del muelle, Sesostris no consiguió apartar la mirada del incomparable paisaje de Abydos, moldeado por la eternidad de Osiris.

4

Cada tres meses, la guardia encargada de vigilar los accesos a la ciudad de Kahun era renovada por completo. Los soldados se distribuían por las cuatro esquinas y sólo dejaban penetrar en la ciudad a las personas conocidas y debidamente autorizadas a permanecer en ella. Iker, convencido de que sería detenido, ni siquiera intentó cruzar las barreras, y se dirigió, con la frente levantada, hacia la morada de Heremsaf, su superior jerárquico.

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